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enero, 1995:

Sigüenza, un ejercicio de andar y mirar

Nave del evangelio de la Catedral de Sigüenza

 

Si cualquier día es bueno para andar por Sigüenza, y extasiarse con los valientes perfiles de la ciudad desde el paseo de las Cruces, ó con sus rotos ángulos en la complejidad urbana de las travesañas, a partir de ahora también cualquier día es bueno para mirarla, y no sólo en directo, sino en diferido a través de la colección de postales que los de «Rayuela Libros» han reeditado, a partir de unas viejas imágenes que tomó el barcelonés Roisin en las primeras décadas de este siglo que ya va acabando, y que la «Casa Rodrigo» seguntina sacó entonces en forma de cuadernillo de hojas desprendibles. Son 25 postales, en tono azul muy suave, que parece ofrecernos la ciudad emergiendo del pasado a través de una niebla artificialmente coloreada.

Por el bloque, el cuadernillo de postales de la Ciudad Mitrada que Roisin-Rodrigo-Rayuela crearon y vuelven a poner en nuestras manos en estos días, puede el viajero andar y mirar Sigüenza. Será un ejercicio, en el silencio de su cuarto de lectura, al calor de la chimenea ahora en el invierno, de evocación y propósitos. Será una luminaria de recuerdos atada al proyecto de un viaje, de otro paseo más por calles, plazas y alamedas. Desde los tejados del palacio de los Gamboa, la fachada de la catedral se alza castillera, amenazante, digna. Todavía no tiene las heridas de la guerra. Se parece a los libros infantiles en los que sale el castillo, el caballero, el obispo a caballo, la clerecía procesionada tras una cruz inmensa de oro y plomo…la fachada lateral, la del sur, y desde los arcos del Ayuntamiento, la torre del Santísimo rematada en un barroco chapitel que después de la rota guerrera del 36 se restauró al boloñés modo.

Las imágenes del interior del templo no van a la zaga. Con una luz salida directamente de la Gloria, los volúmenes multicilíndricos de los pilares de las naves parecen concentrar en sí toda la fuerza que una arquitectura medieval y religiosa tiene sin duda. Las altas bóvedas de la nave central, incluso las del claustro, parecen conducir sonidos angélicos y pulirlos y dorarlos… suenan estas postales de Rodrigo, estas fotografías de Roisin. Suenan y resuenan nuestros pasos sobre la blanda piedra rojiza del suelo catedralicio.

Y aún más detalles. En el coro, un gran facistol ofrece guías pautadas para la música de esferas e infantes, de canónigos y chantres. Los predicatorios, mármol puro, alabastro translúcido, como nuevos: la sólida argumentación de la Pasión en el del Evangelio, -tallas de Vandoma suaves e itálicas- y la contundencia de blasones y títulos en el de la Epístola, el Cardenal Mendoza siempre presente. Las rejas de Francés y las bóvedas de los anónimos maestros aquitanos tiñen de oscuro y húmedo el pasar de las hojas de este álbum, en el que Sigüenza entera se ofrece azul, se funde en memorias y alienta en satisfacciones.

Delante del altar de Santa Librada aún se ve la famosa verja de hierro colado que tallara el maestro Usón, o quien quiera que fuera, en el siglo XVI, y que tras la guerra desapareció con el rancio abolengo de lo que muere por guerras y desamores. No falta el Doncel, por supuesto, en dos vistas a cual más perfecta. Luego son las calles. Si porfías, lector, para mí lo mejor. Las imágenes de la calle del Cardenal Mendoza, la principal hoy y entonces de la ciudad, con sus comercios de rancio sabor a «ultramarinos» que de ese gran cartel de los Almacenes Mendoza (tejidos, paquetería…) parecen salir. O la vista de la gran plaza mayor, entonces más ancha, con sólo mulas, arrieros, hombres y mujeres del Ducado cargados de alforjas y serones. La Alameda está tal cual, con la tiritera de las aguas a medio helar en el estanque del centro. Y el castillo, ya tan distinto: entonces sí que era una ruina, aunque valiente y estirada. Sobre los desmontes de la calle de Valencia, aparece como nuevo el templo y edificio del gran Seminario, razón de ser de una ciudad eclesiástica. Y la chiquillería toda se arracima ante la puerta de la casa de los Bedmar, cuando aún era un sólido y mimado edificio del siglo XV, con su arco, sus escudos, su remate de almenitas… todo limpio y sin mancha.

Esta colección de postales que ha sacado Rayuela rememorando viejos tiempos de Sigüenza ha conseguido emocionarme. No porque yo diga que conocí aquellas imágenes en vivo. Son demasiado antiguas. Quizás ya no haya nadie vivo, o con memoria, que las paseara junto a Roisin. Es, simplemente, que nos ofrecen una visión más pura, por lejana y antigua, de esa ciudad a la que nadie hace cambiar (ni falta que le hace) en sus muros, en sus perfiles y en sus dimensiones tan humanas. Sigüenza se carga de todo el sabor de los siglos, de toda la vibración de la historia, en estas viejas y azulonas postales que Roisin-Rodrigo-Rayuela (las tres erres de la evocación) nos acaban de ofrecer para, una vez más, andar y mirar Sigüenza.

Carabias, el románico herido

Atrio porticado de la iglesia románica de Carabias en Guadalajara

 

Seguro que mis lectores están deseando que llegue el domingo para lanzarse al campo y poder contemplar algún rincón nuevo de nuestra provincia, tan grande, tan hermosa, tan llena de sopresas… Puede incluso que hayan estado pensando en dirigirse hacia alguno de los lugares donde el románico se pinta con la fuerza solemne de la pureza medieval de formas, del silencio entre las húmedas arboledas, de la pátina dorada de sus sillares.

Pues bien, cuando alguien quiera ver, palpar incluso, esa solemne belleza del arte románico rural de Guadalajara, debe desplazarse hasta Carabias. Está poco más allá de Palazuelos, esa otra vieja ciudad amurallada del marqués de Santillana en la que la magia serena de los siglos reviste las piedras todas de su defensa perfecta. Ambos pueblos se encuentran, obvio es decirlo, muy cerca de Sigüenza, viajando por la carretera que desde la Ciudad Mitrada lleva hasta Atienza.

Un templo medieval

Derramada sobre la pendiente izquierda que abriga el valle del río Salado, la villa de Carabias tiene hoy un escaso caserío, un fontanar rumoroso, y un templo cristiano que fue construido, en la parte baja de la población, hacia el siglo XIII. A pesar de las reformas de posteriores centurias, ha conservado su primitivo aspecto, y puede ser calificado sin hipérbole de pieza única de la arquitectura medieval de nuestra tierra.

Recibe esa etiqueta de su singularísima estructura. El templo propiamente dicho consta de una sola nave. Alta, cubierta de bóveda falsa de escayola que se amenaza con venirse abajo de un momento a otro, tiene un presbiterio elevado y algunos altarcillos barrocos en los que San Sebastián, San Antonio y un triste Cristo meditan su abandono. Bajo la tribuna del coro, a media luz, se entrevé la antigua pila bautismal, como un enorme fósil con formas de venera. Al exterior, una torre muy antigua cobija las campanas (y alguna que otra paloma) en el ángulo sureste del edificio. Y por fin, el pórtico o atrio, que es lo verdaderamente singular de este monumento, y que, caso único en toda la provincia, tiene muros abiertos (los tuvo en su origen, al menos) a los cuatro puntos cardinales.

El templo parroquial de Carabias fue dotado de una galería porticada que le rodeaba por mediodía y poniente. Pero que tenía también acceso por levante y algún vano abierto al norte. De ahí la anterior aseveración de ser la única iglesia románica de nuestra tierra que posee galería con muros orientados a los cuatro puntos del ámbito del horizonte. La parte más amplia y llamativa de esta galería es la del sur. Dos tramos de siete arcos cada uno, separados por un grueso pilastrón, se sostienen por sus respectivos pares de columnas de canon muy alargado, y rematadas en parejas de capiteles, todos ellos con elegante decoración vegetal. No tenía acceso la galería por este lado, porque el muro que daba al atrio era muy elevado en su interior. A levante sí, a través de un arco en el que remataba esta galería, y que hoy se ve tapiado e incluido dentro de un cuartucho en la planta baja de la torre.

Por el lado de poniente, la galería continúa con su sucesión de arcos y columnas: hacia su parte central se abre la puerta más principal de esta galería. Al lado derecho, tres arcos también sujetos de columnas y capiteles parejos, y al lado izquierdo, otros dos arcos similares. Finalmente, al norte se abrían un par de arcos completando ese amplio, airoso, alegre y feliz atrio en el que, –el viajero se imagina sin gran esfuerzo–, se reunirían al mediodía de los domingos, allá en los pasados siglos, las gentes del lugar.

Al templo se entra, desde el lado meridional del atrio, a través de una puerta de sencilla hermosura: es una vano cobijado de arcos semicirculares en el que surgen dos arquivoltas y un dintel arqueado. Se adornan de baquetones y algunos trazos geométricos. Y a su vez se apoyan en columnas rematadas por capiteles ya muy destrozados, pero en los que aún se adivina alguna forma humana. Los mejores capiteles son, sin duda, los de la galería porticada: muy parecidos a los de las iglesias (próximas entre sí) de Pozancos y Sauca, y sin duda copiados de los elementos gráficos tallados de los templos seguntinos (San Vicente, Santiago, la Catedral…), a su vez heredados de formas francesas, narbonenses y rosellonesas. Algunas formas del templo de Carabias, y alguna foto, van junto a estas líneas. Son simples anotaciones gráficas que pueden servir al lector para darse idea de la hermosa apariencia de este edificio.

La herida de Carabias

El templo parroquial de Carabias está ahora, por desgracia, herido. No de muerte. Más bien de vida. Pero herido y pidiendo que alguien vaya, y pronto, a sanarle. Hace un año pasé por allí, una tarde de invierno, a comprobar su estado, a maravillarme un poco más con su silueta, a levantar en el corazón el andamiaje de un sueño. Y lo encontré recién movido, las cubiertas saneadas y todos los arcos abiertos a su primitiva dimensión: rebajado el suelo que por mediodía rellenaba desde hacía siglos su parte más noble, aparecían por fin las columnas en toda su elegante altura, e incluso bajo ellas se admiraba el murete de apoyo, todo él cuajado de variadas «marcas de cantero» como recién talladas. También se había abierto totalmente el conjunto de arcos del costado de poniente y del norte de la galería, eliminando un cuarto infame que durante siglos la había desvirtuado. Aquello tenía visos de que su restauración, por fin, se había iniciado y un edificio del románico mejor de Guadalajara sería añadido a la lista de consecuciones que la Junta de Comunidades estaba realizando en pro de nuestro patrimonio.

Volví a Carabias el primer miércoles de este mes, un día de violento invierno, de cierzo helado y copos en el aire. El silencio del pueblo se rompía, al mediodía, por el bufido del viento sobre las esquinas. La iglesia de Carabias no estaba ya como hace un año: estaba peor, mucho peor. Por supuesto la restauración iniciada seguía detenida, y algunas columnas de la galería estaban ya caídas, permitiendo que los capiteles amenacen peligrosamente su venida al suelo. ¿Será posible que un intento, loable y generoso, de restauración, acabe por desidia con un monumento único? Cualquiera que vaya, este mismo fin de semana, a ver Carabias, se quedará con un doble regusto en el alma: de una parte, la alegría esperanzada de que todo el valor de este edificio puede ser recuperado; de otra, comprobar con horror cómo el abandono más absoluto va a permitir de aquí a muy poco que se venga al suelo y sea para nada lo hasta ahora hecho. Ojalá otras voces, más atendidas que la nuestra, se alcen ahora también por Carabias. El románico herido.

Tendilla alcanza los seiscientos años como villa

 

Detalle de la calle porticada de Tendilla, en la Alcarria de Guadalajara

Se extiende Tendilla junto a las orillas del arroyo del Pra, en uno de los más hondos y encantadores valles de la Alcarria. Todos la conocen, porque alguna vez han pasado ‑y paseado, seguro‑ su calle mayor soportalada, única en su estilo en toda la provincia. Llega hoy Tendilla a estas páginas, como tantas veces antes, no por su cúmulo de monumentos, su aspecto rural y armónico, lo agradable de sus paisajes y de sus gentes, no. Viene por un motivo histórico que la hará estar, durante todo este año, de fiesta y conmemoración: viene porque hace ahora exactamente 600 años que fue declarada villa y eximida de la jurisdicción de Guadalajara que ,hasta entonces, y desde su fundación, había estado.

Una historia resumida

Sobre Tendilla se ha escrito poco hasta ahora. Quizás la mejor descripción de su historia y su patrimonio artístico que se había realizado es lo que escribiera a comienzos de este siglo don Juan Catalina García López, cronista provincial de Guadalajara, quien publicó las «Relaciones Topográficas» de la provincia de Guadalajara, añadidas de unos «Aumentos» en los que se vertían noticias y documentos de gran valor. Esas «Relaciones Topográficas» de la villa de Tendilla fueron inicialmente redactadas por un hijo del pueblo, don Juan Fernández de Sebastián Fernández, en el siglo XVI, y hasta ahora el escrito más concienzudo y animado que sobre la villa existía.

Después aparecieron estudios, parciales y referidos sobre todo a la familia de los condes tendillanos, rama principalísima de los Mendoza de Guadalajara. Así, don Gaspar Ibáñez de Segovia, en el siglo XVIII, y en manuscrito que se conserva en la Real Academia de la Historia, dejó escritas abundantes páginas sobre don Iñigo López de Mendoza, el primer gran Conde de Tendilla, y sus hechos hazañosos. O los modernos escritos de don Francisco Layna Serrano, José Cepeda Adán, Mª Teresa Fernández Madrid o nosotros mismos, en los que se han ido dando nuevas visiones de aspectos parciales de la villa.

El origen medieval

Aunque los datos documentales más antiguos que hacen alusión a Tendilla son de finales del siglo XIV, debemos suponer que su origen se remonta al menos a los inicios del siglo XII. Fue entonces, tras la reconquista de la mayor parte del territorio alcarreño y la cuenca del Tajo por parte del rey castellano Alfonso VI, que se inició la época denominada de la «repoblación» en la que multitud de gentes del norte, tanto cántabros y vascones como castellanos de las merindades y de la orilla derecha del Duero viajaron al sur y se asentaron en estos lugares totalmente desiertos, en los que los reyes castellanos estimulaban el asentamiento con beneficios forales muy suculentos.

Tendilla formó parte desde un inicio del gran Común de Villa y Tierra de Guadalajara, estando enclavada en su sexmo de la Alcarria, formando grupo con otros sesenta pueblos que colaboraban con sus impuestos al mantenimiento de las murallas de la gran ciudad, y el cuidado de los puentes que hasta ella conducían, a cambio de recibir protección de sus autoridades y ejército en caso de guerra, y de poder utilizar los pastos de sus dehesas comunales, utilizar las leñas de sus montes, y tener asegurado un mercado numeroso al poder llevar sin impuestos los productos de la tierra a vender en el amplio espacio delantero de la gran «Puerta del Mercado» guadalajareña.

Tendilla fue uno de los primeros lugares de la Alcarria en obtener el título y preeminencia de Villa con capacidad para administrar justicia, por parte de un juez y alcaldes, a sus habitantes. Ese es el motivo de la alegría y el ejercicio de memoria que ahora empieza. El título de villazgo para Tendilla lo concedió en 1395 el Rey de Castilla don Enrique III, quien pocos meses después separó a Tendilla del Común de Tierra de Guadalajara y la entregó en señorío personal a don Diego Hurtado de Mendoza, Almirante de Castilla, y ya por entonces uno de los más influyentes personajes de la Corte. Este señorío comprendía el caserío, los moradores, los términos, así como la jurisdicción, el cobro de las rentas, el uso de los montes y de las aguas, etc. Con este nombramiento, no se hacía más que reconocer de derecho una situación que posiblemente llevaba ya mucho tiempo manifestándose de hecho. El auge y la independencia económica de Tendilla, unido al hecho de estar enclavada en lugar relativamente lejano de la capital (¡tiempos aquellos en que las distancias se medían andando, porque no había otra forma…!) fueron los que hicieron adquirir a este lugar un «status» que terminaría con el reconocimiento real de Villa independiente. Ocurría, vuelvo a recordarlo, en 1395, hace ahora exactamente 600 años.

Aunque las desmembraciones de aldeas eran llevadas muy a mal por parte de las ciudades que tal padecían, en el caso de Guadalajara y Tendilla no sucedió tal. En ese mismo año, el Concejo arriacense declaró que tras el paso dado los de Tendilla no deberían volver a poder usar los pastos del Común, ni a cortar leña de los montes del mismo, ni a meter vino para venta en el mercado y ciudad de Guadalajara, pero que por el cariño que sentían hacia don Diego Hurtado y la amistad hacia los vecinos de Tendilla, se les exceptuaba totalmente de esas normas. Es así como los Mendoza, la poderosa familia originaria de Álava que asentó a mediados del siglo XIV en Guadalajara y su tierra, entraban a gobernar en forma de señorío jurisdiccional la villa y término­ de Tendilla. Así lo harían durante largos siglos, casi durante toda su historia conocida, pues solamente en 1812, tras la proclamación de la primera Constitución liberal en las Cortes de Cádiz, al compás de la abolición de los señoríos, pasaría a ser gobernada por sus propios moradores, constituidos, ya en Ayuntamiento constitucional, modo en el que hoy se mantiene.

No se hace difícil, a la vista de estos hechos, aplicarle a Tendilla el calificativo de villa antañona y con raigambre histórica muy cierta. Seis siglos de evolución, de costumbrismo propio, de personajes que aparecen y desaparecen como en un guiñol de cintas y escudos heráldicos, de torres que se alzan y murallas que caen, de avenidas que destruyen y soles que maduran, son muchos siglos para que pasen desapercibidos. En este año que ahora comienza, crucial en muchos sentidos para la villa, hará crisis sin duda ese lento caminar de seis centurias. Pero será para bien, estoy seguro. Será para que sus gentes tomen conciencia de su serena antigüedad, y opten por los modos que han de revitalizar a este antiguo burgo de la Alcarria. El turismo, la gastronomía, quizás las pequeñas industrias artesanas… todo ello, añadido de su monumentalidad y encanto, y ahora de este detalle de vejez digna y cargada de legajos, puede ser materia con la que fabricar un magnífico «combinado» al que no le falten aficionados ningún día del año.

Un monumento olvidado: San Francisco de Guadalajara

Aspecto interior de la nave central de San Francisco en Guadalajara

 

Tiene Guadalajara muchos más atractivos de los que el común de las gentes se piensa. Hasta una treintena de monumentos de auténtico interés pueden contarse en nuestra ciudad. Muchos de ellos, la mayoría, en situación de «cerrado al público» o con horarios y condiciones de visita que les hacen poco menos que invisibles. Uno de ellos es el antiguo convento franciscano del que, por su indudable importancia, y porque merece ser más y mejor conocido de lo que es hasta ahora, voy a ocuparme esta semana.

Se sitúa este antiguo monasterio medieval sobre una de las cotas más elevadas y con mejor perspectiva de la ciudad de Guadalajara. En un punto que además tuvo importancia estratégica en los lejanos días del Medievo, fuera de las murallas, pero con vistas amplias sobre los caminos, especialmente los que arribaban hasta la puerta de Bejanque desde Zaragoza.

La tradición dice que en ese elevado promontorio, la reina doña Berenguela fundó un monasterio destinado a los caballeros de la Orden del Temple. Lo único que hay probado es que en 1364 ya estaban instalados unos frailes franciscanos en aquel lugar, con prestigio entre la población, y recibiendo cada año del Concejo una limosna consistente en la mitad de lo que rentase el impuesto sobre la harina.

A la llegada, en el siglo XIV, de los Mendoza a Guadalajara, prestan a este monasterio un sinfín de atenciones y donaciones. Así don Pero González de Mendoza, primer señor de Hita y Buitrago, en su testamento redactado en 1383 ordena ser enterrado en el monasterio de franciscanos de Guadalajara, vestido con el hábito de la Orden, iniciando en ese momento la construcción del claustro. A raíz de un incendio en 1395, el Almirante don Diego Hurtado, decidió reconstruirlo de nuevo, haciéndolo mejor y más grande que el anterior. Además, lo constituyó en su templo como lugar de panteón para enterramiento de todos los miembros señalados de la familia. Su hijo, don Iñigo López de Mendoza, primer marqués de Santillana, en la primera mitad del siglo XV, cambió la comunidad de claustrales por miembros de la Nueva Observancia, pudiendo hacerse este cambio gracias a una Bula del Pontífice Calixto III solicitada por el referido marqués. Fué don Iñigo quien imprimió un gran empuje a las obras de la iglesia y convento, donando buena porción de obras de arte, e iniciando la instalación, a los lados del presbiterio, de los primeros enterramientos mendocinos, concretamente los de su padre el Almirante don Diego y su madre doña María de Castilla. El dejó mandado ser enterrado en ese mismo lugar, junto a su esposa doña Catalina de Figueroa. Todavía su hijo Diego, primer duque del Infantado, siguió construyendo las diversas capillas del crucero, levantando unos lujosos mausoleos de tipo gótico‑flamígero para albergar los restos de sus padres.

Todavía a finales del siglo XV, otro hijo del marqués de Santillana, el gran Cardenal de España don Pedro González de Mendoza, favoreció generosamente a este convento: donaciones y limosnas, conclusión de las obras del templo, ampliación de su capilla mayor derribando el anterior ábside, encargando la construcción y pintura de un gran retablo a Antonio del Rincón, y encargando la talla de una sillería coral. Amplió el refectorio para que contuviera hasta 100 frailes, y planeó el aumento de espacio en el claustro.

Todavía en el siglo XVII los Mendoza continuaron ayudando a los frailes mínimos. La sexta duquesa doña Ana de Mendoza ayudó a esta comunidad construyendo un nuevo retablo mayor en estilo manierista, que se concluía en 1625, y contaba con grandes columnas, imágenes y tallas así como numerosos cuadros de buena mano por él distribuidos. Tras este retablo, abrió una pequeña tapilla como provisional lugar de descanso de los ascendientes de doña Ana ya muertos y sin lugar en el presbiterio para ser enterrados. Más tarde aún, en tiempos del décimo duque, don Juan de Dios de Mendoza y Silva, se construyó el gran panteón familiar, en una impresionante manifestación arquitectónica barroca, concluida en 1728 y dirigida por los maestros Felipe Sánchez y Felipe de la Peña.

El siglo XIX marca el declive completo del monasterio franciscano de Guadalajara. La Guerra de la Independencia le ve someterse al saqueo de los franceses. En 1835 fue declarado extinto el monasterio, y en 1841 pasó a pertenecer al Ministerio de la Guerra, creando en su entorno el «Fuerte de San Francisco», con nuevas murallas y torreones de estilo militar, grandes talleres, máquinas y elementos de apoyo a la industria militar, quedando todavía hoy como instalación perteneciente al Ministerio de Defensa y, sede del Taller y Centro Electrotécnico de Ingenieros.

El edificio

En un paraje de gran encanto, levemente apartado del movimiento diario de la ciudad, encerrado entre un parque constituido por denso bosque y las murallas del Fuerte militar en que hoy se constituye, aparece el antiguo monasterio franciscano que ofrece al visitante como más interesante el edificio de su iglesia, a la cual está anejo, -con algunas modificaciones modernas-, el convento.

La iglesia alza sus altos muros y su torre sobre los tejados y los parques de la ciudad. De ella dijo el antiguo cronista Núñez de Castro que pudiera ser Catedral de un gran Obispado según su grandeza. Consta al exterior de unos paredones pertrechados de gruesos contrafuertes en sillarejo, ofreciendo la puerta principal sobre el muro de poniente, y en el ángulo noroccidental la torre que acaba en agudo chapitel de evocaciones góticas. Tanto una como otra son de reciente construcción, pertenecientes a la última reforma llevada a cabo, tras la Guerra Civil española, bajo la dirección del teniente ‑coronel de Ingenieros señor López Tienda.

El interior de este templo mantiene su aspecto original, aunque ahora está vacío de mobiliario y decoración. Es de una sola nave de grandes dimensiones, pues mide 54 metros de largo, 10 de ancho y 20 de altura. Presenta cinco capillas de escaso fondo a cada lado de esta nave, ofreciendo unos arcos de entrada muy esbeltos, ojivales, profusamente decorados con los elementos propios del gótico-­flamígero; y múltiples escudos de armas de las familias constructoras. Se escoltan de fascículos de columnas que a lanal, aunque ahora está vacío de mobiliario y decoración. Es de una sola nave de grandes dimensiones, pues mide 54 metros de largo, 10 de ancho y 20 de altura. Presenta cinco capillas de escaso fondo a cada lado de esta nave, ofreciendo unos arcos de entrada muy esbeltos, ojivales, profusamente decorados con los elementos propios del gótico flamígero, y múltiples escudos de armas de las familias constructoras. Se escoltan de fascículos de columnas que a lades ventanales de arcos apuntados, y en el presbiterio, elevado, muy amplio, se ve el baldaquino de construcción moderna, y unas grandiosas puertas de ornato barroco para acceder a la cripta y dependencias conventuales.

La cripta de San Francisco es otro de los extraordinarios atractivos de este monumento. Fue construida en el siglo XVIII a instancias del décimo duque don Juan de Dios de Mendoza. Es un lugar verdaderamente espectacular y solemne, uno de los más extraordinarios espacios artísticos que posee la ciudad de Guadalajara, y que hoy aparece muy mutilada y en precarias condiciones de conservación, en parte por los destrozos a que la sometieron los franceses cuando la Guerra de la Independencia, el abandono posterior y la Guerra Civil, y en parte también por la imposibilidad que para su correcto mantenimiento tienen las actuales autoridades encargadas del edificio.

Imita en gran modo a la cripta que bajo el altar mayor de la basílica del monasterio de El Escorial construyera Herrera en el siglo XVI y adornara con el fragor del barroco Juan Bautista Crescenzi en el siglo XVII. Se trata en este caso de un espacio de planta elíptica, al que se accede desde la puerta de la epístola en el presbiterio del templo, por una escalera que baja y en un rellano se une a la puerta que permite el acceso directamente desde el exterior, a través del cuerpo posterior adosado al templo y que alberga parte de esta cripta.

La planta elíptica se convierte en poligonal mediante aplanadas pilastras que se adosan a otros tantos machones sosteniendo la bóveda. Esta es muy rebajada, y surge del nivel del friso. Entre los referidos pilastrones se forman espacios huecos que se dividen en cuatro espacios mediante tres entrepaños, permitiendo albergar en cada uno de esos huecos sendas urnas mortuorias de tallados mármol. Son en total 26 urnas, muchas de ellas destrozadas y partidas en fragmentos. La bóveda se cubre de una profusa decoración barroca con elementos geométricos complicados. Todo el conjunto está revestido de llamativos mármoles de tono rosa, gris y negro, así como el suelo, que aunque muy estropeado muestra en algunas zonas ínte­gro el precioso dibujo formado por fragmentos de los referidos colores. También en esos tonos está decorada la escalera cubierta por bóveda alargada que en su último tramo conduce, des­de el presbiterio y el exterior, hasta un pequeño atrio subterráneo desde el que se entra a la cripta, o se pasa al «pudridero», tenebrosa es­tancia llena hoy de humedades.

Al fondo de esta cripta aparece en estrecho espacio la capilla, iluminada por gran ventanal. En ella se ven cuatro, columnas adosadas que sostienen el clásico friso y cada una de ellas un angelote. Se cubre de bóveda hemisférica, y también se reviste en su conjunto de ricos mármoles con adornos barrocos. Esta capilla no se llega a cubrir completamente, pues su parte más alta comunica con el baldaquino del altar mayor del templo.

El convento, hoy ocupado por dependencias administrativas del Ministerio de Defensa, conserva de su antigua estampa la portada principal de acceso, muy escueta en sus líneas manieristas. Y como espacio más destacable el claustro central con arcos de ladrillo en dos plantas, que confiere a quién por él se pasea la tranquilidad y el sosiego que siempre reinó en esta casa, incluso ahora que tanto ha cambiado, en el transcurso de los siglos, su primitivo objetivo de oración y silencio.

Consejos para la visita

Se encuentra este monasterio en el casco de la población, en la zona denominada puerta de Bejanque. Incluido en zona militar, ofrece notables dificultades para ser visitado ocasionalmente. El antiguo convento es sede del Gobierno Militar de Guadalajara, y la aneja iglesia está vacía, aunque se utiliza como lugar de culto solamente los domingos, donde se dice misa para el personal destacado en el Centro. En caso de tener un gran interés por visitar la iglesia gótica, el panteón barroco de los Mendoza, y el claustro de reminiscencias mudéjares, se hace imprescindible solicitarlo por escrito al Coronel Jefe del Taller y Centro Electrotécnico de Ingenieros con algunos días de anticipación.