Un monumento olvidado: San Francisco de Guadalajara

viernes, 6 enero 1995 0 Por Herrera Casado

Aspecto interior de la nave central de San Francisco en Guadalajara

 

Tiene Guadalajara muchos más atractivos de los que el común de las gentes se piensa. Hasta una treintena de monumentos de auténtico interés pueden contarse en nuestra ciudad. Muchos de ellos, la mayoría, en situación de «cerrado al público» o con horarios y condiciones de visita que les hacen poco menos que invisibles. Uno de ellos es el antiguo convento franciscano del que, por su indudable importancia, y porque merece ser más y mejor conocido de lo que es hasta ahora, voy a ocuparme esta semana.

Se sitúa este antiguo monasterio medieval sobre una de las cotas más elevadas y con mejor perspectiva de la ciudad de Guadalajara. En un punto que además tuvo importancia estratégica en los lejanos días del Medievo, fuera de las murallas, pero con vistas amplias sobre los caminos, especialmente los que arribaban hasta la puerta de Bejanque desde Zaragoza.

La tradición dice que en ese elevado promontorio, la reina doña Berenguela fundó un monasterio destinado a los caballeros de la Orden del Temple. Lo único que hay probado es que en 1364 ya estaban instalados unos frailes franciscanos en aquel lugar, con prestigio entre la población, y recibiendo cada año del Concejo una limosna consistente en la mitad de lo que rentase el impuesto sobre la harina.

A la llegada, en el siglo XIV, de los Mendoza a Guadalajara, prestan a este monasterio un sinfín de atenciones y donaciones. Así don Pero González de Mendoza, primer señor de Hita y Buitrago, en su testamento redactado en 1383 ordena ser enterrado en el monasterio de franciscanos de Guadalajara, vestido con el hábito de la Orden, iniciando en ese momento la construcción del claustro. A raíz de un incendio en 1395, el Almirante don Diego Hurtado, decidió reconstruirlo de nuevo, haciéndolo mejor y más grande que el anterior. Además, lo constituyó en su templo como lugar de panteón para enterramiento de todos los miembros señalados de la familia. Su hijo, don Iñigo López de Mendoza, primer marqués de Santillana, en la primera mitad del siglo XV, cambió la comunidad de claustrales por miembros de la Nueva Observancia, pudiendo hacerse este cambio gracias a una Bula del Pontífice Calixto III solicitada por el referido marqués. Fué don Iñigo quien imprimió un gran empuje a las obras de la iglesia y convento, donando buena porción de obras de arte, e iniciando la instalación, a los lados del presbiterio, de los primeros enterramientos mendocinos, concretamente los de su padre el Almirante don Diego y su madre doña María de Castilla. El dejó mandado ser enterrado en ese mismo lugar, junto a su esposa doña Catalina de Figueroa. Todavía su hijo Diego, primer duque del Infantado, siguió construyendo las diversas capillas del crucero, levantando unos lujosos mausoleos de tipo gótico‑flamígero para albergar los restos de sus padres.

Todavía a finales del siglo XV, otro hijo del marqués de Santillana, el gran Cardenal de España don Pedro González de Mendoza, favoreció generosamente a este convento: donaciones y limosnas, conclusión de las obras del templo, ampliación de su capilla mayor derribando el anterior ábside, encargando la construcción y pintura de un gran retablo a Antonio del Rincón, y encargando la talla de una sillería coral. Amplió el refectorio para que contuviera hasta 100 frailes, y planeó el aumento de espacio en el claustro.

Todavía en el siglo XVII los Mendoza continuaron ayudando a los frailes mínimos. La sexta duquesa doña Ana de Mendoza ayudó a esta comunidad construyendo un nuevo retablo mayor en estilo manierista, que se concluía en 1625, y contaba con grandes columnas, imágenes y tallas así como numerosos cuadros de buena mano por él distribuidos. Tras este retablo, abrió una pequeña tapilla como provisional lugar de descanso de los ascendientes de doña Ana ya muertos y sin lugar en el presbiterio para ser enterrados. Más tarde aún, en tiempos del décimo duque, don Juan de Dios de Mendoza y Silva, se construyó el gran panteón familiar, en una impresionante manifestación arquitectónica barroca, concluida en 1728 y dirigida por los maestros Felipe Sánchez y Felipe de la Peña.

El siglo XIX marca el declive completo del monasterio franciscano de Guadalajara. La Guerra de la Independencia le ve someterse al saqueo de los franceses. En 1835 fue declarado extinto el monasterio, y en 1841 pasó a pertenecer al Ministerio de la Guerra, creando en su entorno el «Fuerte de San Francisco», con nuevas murallas y torreones de estilo militar, grandes talleres, máquinas y elementos de apoyo a la industria militar, quedando todavía hoy como instalación perteneciente al Ministerio de Defensa y, sede del Taller y Centro Electrotécnico de Ingenieros.

El edificio

En un paraje de gran encanto, levemente apartado del movimiento diario de la ciudad, encerrado entre un parque constituido por denso bosque y las murallas del Fuerte militar en que hoy se constituye, aparece el antiguo monasterio franciscano que ofrece al visitante como más interesante el edificio de su iglesia, a la cual está anejo, -con algunas modificaciones modernas-, el convento.

La iglesia alza sus altos muros y su torre sobre los tejados y los parques de la ciudad. De ella dijo el antiguo cronista Núñez de Castro que pudiera ser Catedral de un gran Obispado según su grandeza. Consta al exterior de unos paredones pertrechados de gruesos contrafuertes en sillarejo, ofreciendo la puerta principal sobre el muro de poniente, y en el ángulo noroccidental la torre que acaba en agudo chapitel de evocaciones góticas. Tanto una como otra son de reciente construcción, pertenecientes a la última reforma llevada a cabo, tras la Guerra Civil española, bajo la dirección del teniente ‑coronel de Ingenieros señor López Tienda.

El interior de este templo mantiene su aspecto original, aunque ahora está vacío de mobiliario y decoración. Es de una sola nave de grandes dimensiones, pues mide 54 metros de largo, 10 de ancho y 20 de altura. Presenta cinco capillas de escaso fondo a cada lado de esta nave, ofreciendo unos arcos de entrada muy esbeltos, ojivales, profusamente decorados con los elementos propios del gótico-­flamígero; y múltiples escudos de armas de las familias constructoras. Se escoltan de fascículos de columnas que a lanal, aunque ahora está vacío de mobiliario y decoración. Es de una sola nave de grandes dimensiones, pues mide 54 metros de largo, 10 de ancho y 20 de altura. Presenta cinco capillas de escaso fondo a cada lado de esta nave, ofreciendo unos arcos de entrada muy esbeltos, ojivales, profusamente decorados con los elementos propios del gótico flamígero, y múltiples escudos de armas de las familias constructoras. Se escoltan de fascículos de columnas que a lades ventanales de arcos apuntados, y en el presbiterio, elevado, muy amplio, se ve el baldaquino de construcción moderna, y unas grandiosas puertas de ornato barroco para acceder a la cripta y dependencias conventuales.

La cripta de San Francisco es otro de los extraordinarios atractivos de este monumento. Fue construida en el siglo XVIII a instancias del décimo duque don Juan de Dios de Mendoza. Es un lugar verdaderamente espectacular y solemne, uno de los más extraordinarios espacios artísticos que posee la ciudad de Guadalajara, y que hoy aparece muy mutilada y en precarias condiciones de conservación, en parte por los destrozos a que la sometieron los franceses cuando la Guerra de la Independencia, el abandono posterior y la Guerra Civil, y en parte también por la imposibilidad que para su correcto mantenimiento tienen las actuales autoridades encargadas del edificio.

Imita en gran modo a la cripta que bajo el altar mayor de la basílica del monasterio de El Escorial construyera Herrera en el siglo XVI y adornara con el fragor del barroco Juan Bautista Crescenzi en el siglo XVII. Se trata en este caso de un espacio de planta elíptica, al que se accede desde la puerta de la epístola en el presbiterio del templo, por una escalera que baja y en un rellano se une a la puerta que permite el acceso directamente desde el exterior, a través del cuerpo posterior adosado al templo y que alberga parte de esta cripta.

La planta elíptica se convierte en poligonal mediante aplanadas pilastras que se adosan a otros tantos machones sosteniendo la bóveda. Esta es muy rebajada, y surge del nivel del friso. Entre los referidos pilastrones se forman espacios huecos que se dividen en cuatro espacios mediante tres entrepaños, permitiendo albergar en cada uno de esos huecos sendas urnas mortuorias de tallados mármol. Son en total 26 urnas, muchas de ellas destrozadas y partidas en fragmentos. La bóveda se cubre de una profusa decoración barroca con elementos geométricos complicados. Todo el conjunto está revestido de llamativos mármoles de tono rosa, gris y negro, así como el suelo, que aunque muy estropeado muestra en algunas zonas ínte­gro el precioso dibujo formado por fragmentos de los referidos colores. También en esos tonos está decorada la escalera cubierta por bóveda alargada que en su último tramo conduce, des­de el presbiterio y el exterior, hasta un pequeño atrio subterráneo desde el que se entra a la cripta, o se pasa al «pudridero», tenebrosa es­tancia llena hoy de humedades.

Al fondo de esta cripta aparece en estrecho espacio la capilla, iluminada por gran ventanal. En ella se ven cuatro, columnas adosadas que sostienen el clásico friso y cada una de ellas un angelote. Se cubre de bóveda hemisférica, y también se reviste en su conjunto de ricos mármoles con adornos barrocos. Esta capilla no se llega a cubrir completamente, pues su parte más alta comunica con el baldaquino del altar mayor del templo.

El convento, hoy ocupado por dependencias administrativas del Ministerio de Defensa, conserva de su antigua estampa la portada principal de acceso, muy escueta en sus líneas manieristas. Y como espacio más destacable el claustro central con arcos de ladrillo en dos plantas, que confiere a quién por él se pasea la tranquilidad y el sosiego que siempre reinó en esta casa, incluso ahora que tanto ha cambiado, en el transcurso de los siglos, su primitivo objetivo de oración y silencio.

Consejos para la visita

Se encuentra este monasterio en el casco de la población, en la zona denominada puerta de Bejanque. Incluido en zona militar, ofrece notables dificultades para ser visitado ocasionalmente. El antiguo convento es sede del Gobierno Militar de Guadalajara, y la aneja iglesia está vacía, aunque se utiliza como lugar de culto solamente los domingos, donde se dice misa para el personal destacado en el Centro. En caso de tener un gran interés por visitar la iglesia gótica, el panteón barroco de los Mendoza, y el claustro de reminiscencias mudéjares, se hace imprescindible solicitarlo por escrito al Coronel Jefe del Taller y Centro Electrotécnico de Ingenieros con algunos días de anticipación.