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agosto, 1993:

Sigüenza, dicho y hecho

 

A Sigüenza se le puede siempre buscar alguna nueva faceta por la que intentar redescubrirla. Desde un punto de vista formal, quizás me falte (nos falte a muchos) verla desde la perspectiva aérea. A mí concretamente aún me falta admirarla desde lo alto de los campanarios de la catedral: debo confesar que aún no he subido a ellos. Pero desde un punto de vista más significativo, esencial (podría decirse que iconológico), el simbolismo de Sigüenza no se acaba, y es susceptible de ser visto desde múltiples perspectivas. Por ejemplo, tratar de comprender a la ciudad como una caja de maravillas, como un cofre de tesoros; a la Alameda como un salón de reuniones, donde sin querer se dan cita aires y gentes; al castillo como un foco que ilumina y ve, una atalaya hecha para ser admirada, y para controlar. En fin, mil y una apreciaciones. Como digo, sin fin.

Hace algunos años, los «Anales Seguntinos» me publicaron un trabajo que titulaba «Sigüenza, forma y símbolo», en el que venía a tratar de analizar, aunque muy parcialmente, esa ambivalencia entre lo que se ve de Sigüenza (lo que puede describir cualquiera que se ponga delante) y lo que significa cualquiera de sus partes, por no decir el todo: la esencia última de sus cuestas, de su color, de sus coloreados vitrales o las caras (más de 300) que adornan el techo abocinado de la Sacristía Mayor de su catedral. De esas dos formas cabe, todavía, mirarla. Me gustaría invitar a mis lectores a que vayan de nuevo hasta Sigüenza, recorran sus calles y plazas una tarde de invierno, de un día cualquiera entre semana. Cuando cabe la posibilidad de encontrarse solos en el dédalo de cuestas y perspectivas. No angustia ese vacío. Al contrario, el ser humano que vive esa experiencia se crece, se siente poseedor del entorno, cree incluso dominarlo.

En Sigüenza se pueden, un día como el que describo, o esta tarde mismo, hacer muchas cosas (en el orden estrictamente cultural y humanístico: uno mismo con la ciudad y su silencio). Se puede, por ejemplo, buscar el circuito completo de sus murallas. Llegar hasta el castillo, y bajar por la calle de Valencia, o atravesar el Portal Mayor, y bajar hasta el Torreón para luego mirar paredes, espaldas, rastros incluso en fotografías viejas… subir la calle mayor y a través de la Puerta del Sol meterse a la arboleda del Vadillo, contemplar la ciudad por su costado norte, como recostada, dolorida, casi negra.

También se puede hacer un trabajo que Davara, en su memorable discurso (tesis doctoral) proponía sobre las funciones comunicativas de la ciudad seguntina, y entrar a la catedral, y pasear por sus naves, por su deambulatorio, por su claustro, y contemplar las «casas» de canónigos y de nobles, con sus portadas, sus blasones, sus ventanales al Cielo, sus asientos definitivos: una locualidad que, recorriendo a solas el templo catedralicio (a mí me ha pasado) espanta y atenaza: es un murmullo de multitud lo que sube de las losas, lo que se levanta tras las paredes.

Si entramos a la Sacristía «de las Cabezas», la algarabía es ensordecedora. Se escucha el mundo. La «imago mundi» de que hablaba Davara está allí puesta. La que los neoplatónicos defienden, (el arte  como intento de reducción a una sola dimensión de la pelea eternal del macrocosmos con el microcosmos humano) se sale del cuadro, de la estancia, y nos derriba. En el techo de esa estancia, y en sus muros, hay algo más que tallas, maravillosas por otra parte, y que personajes (el Obispo, la Sibila, el Rey, el Profeta, el musulmán, el canónigo orejudo). Hay la representación del mundo, del doliente sobre todo, que trata de colocarse en esa bóveda donde la promiscuidad es tan humana, donde todos se juntan al fin, los altos y los bajos, los que se cubren de joyas y los que solo el harapo de los hombros tiene por manteo. Toda una teoría teológica está puesta en esa estancia. Desde la puerta de la Sacristía, que puede verse a cualquier hora, aunque en la penumbra del retro‑altar, y que ofrece catorce tallas en madera de otras tantas mártires, que hacen guardia en la puerta del Cielo, hasta la bóveda misma, cargada de seres que tratan de llegar a la Gloria. Pasando por los medallones de las enjutas (con estas líneas vemos uno de ellos, exquisito de formas, elegante como pocos) en los que como guardianes se asoman los primeros apóstoles (Pedro de las llaves y Pablo de la espada), los profetas y sabios antiguos, las Sibilas anunciadoras de Cristo, y los «putti» o angelillos revoltosos que tiran a Dios de las barbas, y se ríen de las Virtudes que adornan los muebles de la estancia. Al fin, tras pasar la impresionante reja que Hernando de Arenas compuso para este lugar, se entra en el «sancta sanctorum» del templo, en la Capilla de las Reliquias, donde su planta cuadrada, escoltada de atlantes, estípites y cariátides paganos y sufrientes, permite que en la altura surja la cúpula hemiesférica, representación aérea (espacio arquitectónico puro, cuanto más vacío) de lo que todos buscábamos: el Cielo, porque allí están los santos, los de verdad, los que enseñan el Evangelio, y los profetas mayores, y al fin Dios Padre, como en la punta del cohete que se prepara para salir hacia el Cosmos único y definitivo.

Son, quizás, muchas palabras. Dichas deprisa, y sin más objetivo que ofrecerte, amigo lector, en este final del verano en que todavía puedes aprovechar a ver Sigüenza con otros ojos, la posibilidad de acercarte a su esencia. Sobrepasar las formas, olvidarte del calor, del cansancio, del sueño. Y volar sobre las piedras, sobre esta pluriforme teoría de gentes, de historias, y de anécdotas que buscan entregarte (sólo el sabio, el iniciado lo consigue) la razón definitiva de su existir. Su esencia, vamos.

Un alcarreño del Renacimiento. Alvargómez de Ciudad Real, el latinísimo

 

Siempre fue Guadalajara ciudad donde florecieron en abundancia los poetas y literatos. Y fue muy especialmente su Siglo de Oro el XVI, cuando de mano de la familia Mendoza alcanzó la ciudad del Henares su título de «Atenas alcarreña», ocupando calles, plazas y palacios los ilustres varones dedicados a la contemplación de las letras y las ideas.

Ahora que estamos en la plena efervescencia, quizás un tanto soñadora e irreal, de la fiesta pura, es buen momento para echar un vistazo a esos «atrases» de las gentes y las cosas que conformaron esta ciudad en que vivimos, palpitante desde hace siglos, tanto como ahora. Y de sus gentes, de las doctas y leídas, que también a su tiempo corrieron ferias, traer a la memoria uno de los más destacados personajes. A uno que fue representante característico del Renacimiento hispano, y que aquí en Guadalajara nació, murió y dio su obra toda. Perteneciente a familia de nueva nobleza, autodidacta muy posiblemente; crecido y educado en el ambiente intelectual del palacio del Infantado, se ocupó en versificar en lengua latina, y trató de hacer, siguiendo las recomendaciones del humanista italiano Pico della Mirandola, una «teología poética» que remedara y aun unificara las grandes creaciones poéticas del clasicismo latino con el cuerpo dogmático cristiano. Nebrija le llamó «el Virgilio cristiano» y Juan Catalina García dice de él que fue «el poeta latino más notable de la gente española de su tiempo». Recientemente se ha hecho una gran tesis doctoral sobre su figura en la Universidad de Cádiz, lo que confirma su importancia y pervivencia.

Su vida

Nació Alvar Gómez de Ciudad Real en Guadalajara, en el año 1488. Hijo único y heredero del importante mayorazgo que fundo su abuelo. Este, también llamado Alvar Gómez, ocupó el cargo de secretario real con Juan II, Enrique IV y aun alcanzó la primera época de los Reyes Cristianos. Se distinguió por su capacidad de maniobra política, sabiendo traicionar y quedar bien con todos. El consiguió por trueques y negocios con el Gran Cardenal de España, don Pedro González de Mendoza, el señorío de Pioz, Atanzón, el Pozo de Guadalajara, los Yélamos y otros pequeños lugares. La familia fue, en todo caso, de escasos recursos. Fueron sus casas, inicialmente, un palacio o «casas mayores», en la parroquia de San Esteban, que se caían de viejas. El hijo del poeta levantó unas nuevas junto a la iglesia de San Ginés y puso por fin en práctica el deseo de todos sus antepasados de erigir convento de concepcionistas, cosa que se hizo frente a su nuevo palacio. Con más dinero, se ocupó en erigir nueva iglesia a su villa de Atanzón.

El poeta no parece que fuera a Universidad alguna. Ocupado en su corta hacienda, por sus dotes de poeta y humanista fue muy querido de sus conciudadanos. Ocupó algunos cargos en el gobierno del concejo y en las cortes de Valladolid en 1518 consta que representó a Guadalajara. Se casó con dona Brianda de Mendoza, hija legítima del tercer duque del Infantado. Se ocupó en guerras, de las que el Imperio carolino siempre anduvo metido. Y con el césar Carlos acudió a Bolonia, formando en la comitiva de su coronación imperial. Allá en Italia se acercó a los Papas, formó en sus cortes. Al flamenco Adriano dedicó su «Thalichristia» y a Clemente la «Musa Paulina», en 1522 y 1529 respectivamente. Una larga temporada pasó en la península itálica y es muy de notar que ese «exilio» o larga vacación en el extranjero coincidió con el de otro ilustre alcarreño, LuÍs de Lucena, médico de los Papas, y preocupado siempre de la hondura cristiana. Las relaciones entre ambos, aún por aclarar, son innegables. Es la época, al unísono, en que se desata en España la persecución inquisitorial contra los alumbrados, cayendo en las garras del Santo Oficio, y luego en sus hogueras, varios personajes de Guadalajara que se habían destacado en los oficios del quietismo, la dexadez y el libre interpretar de libros sagrados. A Alvar Gómez no llegó a tocarle el tribunal severísimo, pero él se mantuvo en Italia por si acaso. Y con el aprecio de los Sumos Pontífices como tarjeta. Volvió a España, sin embargo, y aquí murió, en su ciudad natal, el domingo 14 de julio de 1538, siendo enterrado en la iglesia conventual de San Francisco, en la capilla familiar que fundó su abuelo.

Sus obras

La obra de Alvar Gómez de Ciudad Real es amplia, aunque no variada. Todos sus temas coinciden en la inspiración religiosa, cristiana, católica. Usa por norma la lengua latina, y es tal su conocimiento de ella, su maestría en el manejo de su difícil mecanismo, que puede decirse no tenía ningún secreto para él, y algunos de sus traductores afirmaron que era tan difícil de traducir como el más clásico de los romanos. De ese renombre como latino le vino la admiración que le profesó sin duda el mismo Erasmo de Rotterdam, quien con gusto accedió a poner unos versos, también latinos, en la presentación del «De Militia Principis Burgundi» del alcarreño. Es ésta una nueva oportunidad que nos permite sospechar del erasmismo y posible heterodoxia de Alvar Gómez.

Pongo aquí una relación cronológica y brevemente descriptiva de sus obras. Fue su primera publicación la Thalichristia, dedicada al Papa Adriano, con dos ediciones en Alcalá, los años 1522 y 1525. Aunque es obra cristiana, son numerosos los recuerdos e invocaciones a las figuras de la antigüedad grecorromana y a sus figuras mitológicas, demostrando Alvar Gómez en ese campo una erudición notable. El mismo título de la obra parece cristalizar la voluntad del poeta en hermanar lo religioso cristiano (Cristo) con lo mitológico pagano (Thalia, musa de la comedia), tarea muy común de la época. Pocos años después aparece editada su segunda obra poética, la Musa Paulina (Alcalá, 1529), que dedica al Papa Clemente VII y que escribe en dísticos latinos de gran altura estilística. En tercer lugar presenta una obra que viene a engarzar notablemente con el movimiento de indagación bíblico que Erasmo propone y otros muchos siguen: son Los Proverbios de Salomón puestos en verso y editados primero en Roma, 1535, y luego en Alcalá, 1536. En esa vía de acceso poético a los libros veterotestamentarios Gómez de Ciudad Real compone y da a luz (Toledo, 1538) las Septem elegiae in septem penitentiae psalmos. Es el año de su muerte inesperada en una madurez granada que aún prometía cosecha larga de sabidurías y elegancias. La admiración y fidelidad de su hijo Pero Gómez permitió que en 1540 la toledana imprenta de Juan de Ayala diera a luz el De Militae Principis Burgundi, dedicada a la glosa de los príncipes de Borgoña y muy en especial a la historia del Vellocino de Oro. El libro estaba dedicado, como es lógico, al Emperador Carlos, y en su preámbulo, tras la dedicatoria, figuran unos versos de Erasmo dirigidos a Alvar Gómez. Fue traducido este libro por el bachiller Juan Bravo y publicado con el título de El Vellocino Dorado, ese mismo año, también en Toledo. A la piedad de su hijo débese también que saliera a la pública consideración una obra originalmente compuesta por Alvar Gómez en metro castellano: la Theológica descripción de los misterios sagrados, partida en doze cantares, dedicada al Cardenal Tavera, impresa en Toledo en 1541. Años más tarde, dentro de la antología que Esteban de Villalobos imprimió ‑era 1604‑ con el título de Primera parte del Tesoro de Divina Poesía, aparecen las Sátiras morales de nuestro autor, en arte mayor y redondillas no malas. Y aun es preciso recordar ciertas cosas inéditas, y casi con seguridad perdidas, que Venegas cita en un prólogo a otra obra de Alvar Gómez, como compuestas por el arriacense: De prostigatione bestiarum adversus haeresiarchas, De conceptione Virginis y De las tres Marías.

Obra fecunda meritísima, surgida no sólo del hombre, sino del ambiente, de la ciudad en la que ha crecido y madurado. Guadalajara renacentista, patria chica de Alvar Gómez de Ciudad Real, musa a su vez de este poeta y de su poesía. Hasta aquí su recuerdo en estos días de olvidos.

Evocación y turismo por la Alcarria: Paseando por Cifuentes

 

Es Cifuentes uno de esos lugares en los que uno no se cansa de andar las calles, de mirar los rincones, de vivir la noche fresca entre el rumor de las arboledas que por todos lados le circundan. Cualquier momento es bueno para recordar el porqué, y el cómo, de sus añejos edificios. Cualquier día tiene su hueco perfecto para subir a la Plaza de la Provincia, tirar adelante por la Calle de los Remedios o desde el Rastro mirar la planta recia y altiva del castillo de Juan Manuel en lo alto del cerro.

En esta jornada veraniega, cuando toda la Alcarria se encuentra densamente poblada de su hijos, los de siempre y los que vinieron a traer aires nuevos, es un buen instante para volver a Cifuentes, y allí mirar, y saber, de esas voluminosas presencias de piedra y escudos. Por ejemplo, del Convento de los dominicos, que hace guardia frente a la iglesia, y que en realidad se denomina Convento de San Blas, porque su inicial fundación fue en un territorio, cercano a Gárgoles de Arriba, donde decía la tradición que habían matado y martirizado los romanos a San Blas (el de Capadocia nada menos) cortándole el cuello con un cuchillo.

Ocupando el costado norte de la recoleta Plaza de la Provincia, se encuentra este suntuoso edificio que fue asiento de los frailes predicadores o dominicos. Fundado primeramente, como acabo de decir, en el lugar denominado «los Tobares», a unos dos kilómetros de Cifuentes, por el infante don Juan Manuel en el siglo XIV, y ocupado primeramente por monjas dominicas, estas se trasladaron en 1611 a la villa ducal de Lerma, ocupando el vacío caserón nueva congregación de frailes.

Tan mal estaba el edificio aquel de las afueras, y en tan mal sitio por la abundancia de charcas y aires insanos, que los frailes blanquinegros acudieron en petición de ayuda a las autoridades y al pueblo, recibiendo el gran empuje del también dominico y a la sazón obispo de Sigüenza, fray Pedro Tapia, que dio 5.000 ducados, así como los señores de Cifuentes, concejo y vecinos, surgiendo un nuevo convento en 1648. De él queda el enorme edificio con patio central, sobre cuya puerta luce un escudo de la orden de dominicos con esta leyenda: «Praedicatorum Parenti Ac Primo Inquisitori don Dominico Guzmano Sacrum». La iglesia adjunta es un suntuoso edificio, con gran portada a poniente de severas líneas y escudos de la Orden, rematada en esbelta espadaña que sobresale por encima de todo el caserío, diseñada en un estilo anticlásico de cánones muy alargados. Al sur se abre otra puerta, cobijada por arco, en la que luce gran escudo del obispo Tapia. Sobre sus muros, un medallón de la Virgen del Rosario. Parece ser que dirigió las obras de este magno edificio, en algún momento de la primera mitad del siglo XVII, el arquitecto seguntino Antonio Salbán. El interior es de una sola nave, con crucero en forma de cruz latina, habiendo sido recientemente restaurado y acondicionado para Centro Cultural, estando pendiente de colocar una interesante colección de pintura que añadirá atractivo museístico a este edificio y a Cifuentes todo.

Pero siguiendo el paseo por Cifuentes, el viajero no debe olvidar perderse por la calles más recónditas. Todas ellas guardan el encanto de lo antiguo: la que llaman sinagoga en la calle Empedrada, y que no es sino una casa del siglo XV con gran arco de piedra de tipo gótico, prominentes alerones de madera, y un patio con columnas.

La casona con escudo de los Calderón, que aparece frente al convento de Belén, ofrece de interés su aspecto nobiliario y los escudos que la presiden. Otra casona que hace ángulo con el hospital del Remedio, en la que destaca su aparejo popular y el escudo en alabastro, con bella arquería de tipo gótico en su parte trasera.

En las afueras del pueblo se conservan, muy bien restauradas y cuidadas por su Ayuntamiento, algunas ermitas de rancia tradición. Así, la ermita de la Soledad, a la entrada según se viene de Trillo, con una entrada de doble arco dividido por columna central. La de San Roque, y finalmente la ermita de Santa Ana, resguardada entre cipreses, sirviendo de espacio sagrado al Cementerio Municipal. Son todas ellas construcciones propias del siglo XVII.

Otro bello escudo representando el blasón de la villa, es el que hoy se ve en tallada piedra sobre la puerta del molino de «La Balsa», y en el que bajo el castillo ampuloso sobre rocas, y un par de ruedas de molino, se lee esta frase: «Este molino se declaró en litigio en el Real y Supremo Consejo de Castilla por propio de la Villa a instancias y adelantos para su expediente y seguimiento de don Juan Cavallero y Calderon y don Pedro Corona L(opez) de Mendoza». Viene esto a recordar el proceso que a comienzos del siglo XIX se siguió en torno a este polémico molino, que fuera construido en el siglo XIII por doña Mayor Guillén para uso de los propios de la villa, y que siempre tuvo sobre él litigios y apegos de los vecinos más poderosos. Su construcción actual es realmente del siglo pasado. Y para terminar el periplo cifontino, hay que irse al barrio que está a la salida de Cifuentes, en dirección a Gárgoles y Trillo, y en medio de unos sencillos jardines, encontrar insigne y orgullosa a la picota, que es pieza en sillar labrado, del siglo XVI, obra artística estimable y representativa de ser Cifuentes, en aquella época, villa en la que se administraba la Justicia por parte de alguna autoridad local (en este caso la de los señores condes). Se constituye este monumento por tres niveles de gradas, en medio de las cuales surge la clásica silueta compuesta de cuadrada basamenta, columna cilíndrica acanalada rematada en capitel con cuatro salientes adornados por tallas imprecisas, y rematada por un cuerpo final de decrecientes módulos cuadrados, que culmina con un fragmento metálico, resto de su antigua culminación cruciforme.

Todos son suficientes elementos como para salir del periplo con el buen sabor de boca de haber encontrado un lugar de suficientes y linajudos méritos, y a pesar de ello tener la certeza de que, a la caída de la tarde, y ya en la noche fresca y agradecida, se podrá seguir la ruta por sus múltiples espacios de refresco, diversión y cena. Una excursión a anotar. Un pueblo sin peros, a tope y en la línea del más recio alcarreñismo.

Una excursión desde Trillo: El monasterio de Ovila

 

Para los muchos veraneantes que en los orillas del río Tajo pasan relajados sus días de vacaciones, y especialmente para todos los que desde Zaorejas hasta Sacedón tiene algunas tardes libres sin saber en qué mejor cosa ocuparse que en ver a los vencejos dar vueltas sobre sus cabezas, les propongo una cosa: montarse en el coche, que seguro que le tienen, y todavía con gasolina en el depósito, y llegarse hasta Trillo. (A los que veranean en Trillo, que no son pocos, se les hace gracia de este primer paso). Desde allí, y por una carretera hoy asfaltada y muy cómoda, llegar en diez minutos hasta las ruinas de Ovila. Allí con el bullicio de los chopos y los álamos frondosos, que seguro que por la tarde suenan a impulo de la brisa que sube río arriba, pasar un rato mirando el entorno, admirando el paisaje de suave decadencia y olvidanzas, y pasear sin prisas por entre las ruinas de esta anticualla: el monasterio cisterciense de Ovila, parte integral e íntima de nuestra historia alcarreña.

Es este un antiguo monasterio cisterciense, cuyos ruinosos restos nos hacen evocar en buena medida las formas de vida en la Edad Media. Situado sobre un amplio llano, a la margen derecha del Tajo, sorprende este cenobio, hoy propiedad particular, y algo escaso en restos artísticos, pues hacia 1930 fue vendido por sus dueños al periodista norteamericano W.R. Hearst, el cual hizo desmontar la iglesia, el refectorio, la sala capitular y parte del claustro, para llevarlo a su país en barco, y allí reconstruirlo. Pero los aconteceres de la Guerra Civil española impidieron que tal proyecto se realizara, y hoy las venerables piedras de Ovila están amontonadas en el Golden Gate Park de la ciudad de San Francisco en California. Hace unos años, el arquitecto Merino de Cáceres hizo un meticuloso estudio de estas ruinas y los avatares por los que llegaron sus huesos, cansados y molidos, hasta la ciudad de la costa del Pacífico yanqui. Estremecedor relato de cómo el abandono y la incuria de las autoridades españolas de entonces (la segunda República española) permitió que esta vibrante huella del Medievo castellano fuera a adornar los bajos de un parque donde los glotones chicos californianos se hartan de galletas y hamburguesas picantes.

Para el viajero que hoy va a Ovila, es de interés contemplar los restos de la iglesia (muros, arranque de bóvedas, algunos ventanales ojivos), de la bodega (ejemplar completo de recia sillería y bóveda de cañón, del siglo XIII), del claustro (del que quedan dos costados compuestos de doble arquería en severo estilo clasicista, construido a partir de 1617) y de la gran espadaña de la iglesia (de tres vanos para las campanas, obras también del siglo XVII).

Este monasterio fue fundado en 1181 por Alfonso VIII, en el lugar de Murel, junto al Tajo, en término de Morillejo, más arriba de su actual emplazamiento. El convento y sus dependencias se construyeron en la primera mitad del siglo XIII, siendo muy ayudado por los reyes castellanos, y teniendo en su torno un amplio territorio de ricos terrenos y heredamientos productivos, además del señorío, pasajero, de dos o tres aldeas de los contornos (Carrascosa, Morillejo, Huetos…). Fueron dueños estos monjes del santuario de Nuestra Señora de la Hoz, en Molina, y del de Nuestra Señora de Mirabueno, junto a Mandayona. Pero a partir del siglo XV comenzó su decadencia. Muchas tierras pasaron a poder de los condes de Cifuentes, otras las vendieron o perdieron, y, en fin, un grave incendio en el siglo XVIII desmanteló casi por completo este monasterio, que en 1835 estuvo sujeto a la Desamortización de Mendizábal.

Hoy, como digo, sus riquezas artísticas y sus legajos documentales se han perdido por completo. Sólo quedan mudas y escuetas las piedras y ruinas que se ven junto al Tajo. Ya que estamos en el año del Centenario de Layna Serrano, cumple también aquí recordarle, y decir cómo fue el hecho de la exclaustración forzada de estas ruinas las que en 1931 le llevaron a escribir un importante libro, ‑el primero de los suyos‑ que hoy anda superagotado, dificilísimo de encontrar. En ese libro de Layna sobre «El Monasterio de Ovila» se encuentran las fotografías y dibujos de antes de llevárselo. La historia completa del monasterio, y la descripción perfecta y meticulosa del mismo. Como una aportación al Centenario de este prolífico autor y cronista, el Ayuntamiento de Trillo podía haber tenido la gentileza, para con todos los alcarreños (y puesto que posibles tiene, como lo demuestra organizando cada mes una «Semana Cultural») de reeditar esta obra, facilitando así su mejor conocimiento, y el avivando el recuerdo de quien tanto laboró por la Alcarria que centra Trillo. No ha sido así ahora,  pero quizás algún día…

Un personaje de la historia de Cifuentes: Fray Diego de Landa y Calderón

 

De entre las múltiples esquinas que la historia de la villa de Cifuentes posee, una es la que hoy escojo para remembrar y traer a la consideración de mis lectores. Es la de un fraile caminante y enjundioso, listo como pocos, pero también violento. Un prototipo de la raza. Exponente también, para nuestra gloria y nuestra desgracia, de la actuación de los hispanos en América durante el siglo XVI. Se trata, sin más preámbulos, de don Diego de Landa y Calderón (1524‑1579) a quien las historias apostrofan de muy diversas maneras, siempre con el fray de su condición franciscana por delante: desde máximo estudioso de la mayística, a tiranuelo el más sádico de cuantos pisotearon las culturas autóctonas mesoamericanas.

Veamos qué razones hay para los que de un lado u otro de su figura se colocan. Perteneciente a una linajuda familia cifontina (los de Quirós y Calderón, procedentes de las montañas norteñas y asentados en la villa alcarreña al comienzo de su repoblación en el siglo XIII), fraguó su ardor religioso al contacto de los franciscanos del Convento de la Cruz, pasando luego, en plena adolescencia, al convento de San Juan de los Reyes en Toledo, donde profesó.

Se fue para América en 1547, junto con otros cinco religiosos de su Orden, en el grupo que encabezaba Nicolás de Albalate y que se dirigía a Yucatán para proseguir tareas de descubrimiento y conquista. Fue destinado al convento de franciscanos de Izamal (un grupo de cabañas de paja, por entonces) que fue realmente construido bajo su dirección a partir de 1552. Cuatro años más tarde era custodio de toda la provincia del Yucatán, y primer Definidor de la misma. Algo después, Landa fue nombrado primer responsable de la nueva provincia franciscana que unía las de Yucatán y Guatemala. Desde 1560 era guardián del convento de Mérida.

La figura de fray Diego de Landa ha estado marcada siempre por la polémica, debido a la actuación que emprendió para frenar lo que él denominaba «prácticas de idolatría» entre los indios mayas. Y así, en 1562, fue el dirigente máximo que procedió contra varias decenas de caciques, y multitud de indios, procesando a los más destacados, castigándolos de diversas maneras (trasquiles, encorazados y ensambenitados) procediendo, tras torturas, a destruir y quemar ídolos (más de 5.000), grandes piedras de altar, rollos con jeroglíficos y cientos de vasijas. Muchos indios, ante la magnitud del castigo, desesperados se suicidaron.

Su excesivo rigor fue mal visto en la Corte, siendo llamado para ser juzgado. En 1563 volvió a España, pero se consideró finalmente que los franciscanos en Yucatán tenían también el mandato de inquisidores según algunas Bulas papales. Nuestro personaje fue finalmente absuelto, quedando en España varios años, concretamente en Guadalajara, en Toledo, y en Cifuentes, donde se dedicó a escribir su gran obra, la Relación de las cosas de Yucatán que quedó terminada en 1566.

En 1572 embarcó fray Diego nuevamente para América, como obispo designado de Mérida y de todo el Yucatán. Se sabe que mandó imprimir una Doctrina Cristiana en lengua maya. Tras diversos viajes por el territorio de su diócesis, murió en Mérida a los 54 años de su edad. Sus restos fueron  traídos a España, y depositados en una de las capillas de la nave del Evangelio de la parroquia, donde aún en el siglo pasado se podía leer el epitafio, que desapareció en la Guerra Civil. Hoy, en Mérida, en la céntrica plaza de Izamal, cerca del Convento del que fuera guardián, se ve una estatua que recuerda a este gran estudioso de la mayística.

Hace pocos años, con motivo de haber creado la editorial de «Diario 16» una colección de libros sobre textos originales relacionados con la empresa americana (bajo el título «historia 16»), se puso en edición y a la venta el libro de Fray Diego de Landa. En él, se hace por parte del profesor Miguel Rivera una interesante introducción a la figura del fraile y al entorno en que vivió, y luego se pone completo el manuscrito que él redactara en su pueblo natal, en Cifuentes, allá por 1566, en una temporada que, obligado por las circunstancias, como hemos visto, hubo de venirse a residir a este pago de la Alcarria.

Del libro no me cabe hacer aquí el más mínimo comentario. No cabría. A quienes apasiona (porque no es para menos, la mayística y todo lo relacionado con la historia primigenia de América, y más especialmente con el Yucatán) reproduzco la frase con que inicia el Capítulo III, todo un reto a los investigadores de hoy: «Que algunos viejos de Yucatán dicen haber oído a sus pasados que pobló aquella tierra cierta gente que entró por levante, a la cual había Dios librado abriéndoles doce caminos por la mar, lo cual, si fuese verdad, era necesario que viniesen de judíos todos los de las Indias…» Esa teoría que, al parecer, llevaba Colón en su mollera, de que se llegaba a la Nueva Tierra Prometida en llegando a América, donde sería posible instalar el Reino de los Justos con mayor facilidad que en la pútrida Europa, es la que utiliza Landa para explicar las leyendas de los indios mayas sobre su mítico origen. Sobre su desaparición, aunque hoy ya se sabe que fueron unas viruelas especialmente feroces, Landa no debía tener tantas dudas. Porque de otra forma quizás no, pero lo que es a disgustos, unos cuantos indios sí que se llevó por delante…