Sigüenza, dicho y hecho

viernes, 27 agosto 1993 0 Por Herrera Casado

 

A Sigüenza se le puede siempre buscar alguna nueva faceta por la que intentar redescubrirla. Desde un punto de vista formal, quizás me falte (nos falte a muchos) verla desde la perspectiva aérea. A mí concretamente aún me falta admirarla desde lo alto de los campanarios de la catedral: debo confesar que aún no he subido a ellos. Pero desde un punto de vista más significativo, esencial (podría decirse que iconológico), el simbolismo de Sigüenza no se acaba, y es susceptible de ser visto desde múltiples perspectivas. Por ejemplo, tratar de comprender a la ciudad como una caja de maravillas, como un cofre de tesoros; a la Alameda como un salón de reuniones, donde sin querer se dan cita aires y gentes; al castillo como un foco que ilumina y ve, una atalaya hecha para ser admirada, y para controlar. En fin, mil y una apreciaciones. Como digo, sin fin.

Hace algunos años, los «Anales Seguntinos» me publicaron un trabajo que titulaba «Sigüenza, forma y símbolo», en el que venía a tratar de analizar, aunque muy parcialmente, esa ambivalencia entre lo que se ve de Sigüenza (lo que puede describir cualquiera que se ponga delante) y lo que significa cualquiera de sus partes, por no decir el todo: la esencia última de sus cuestas, de su color, de sus coloreados vitrales o las caras (más de 300) que adornan el techo abocinado de la Sacristía Mayor de su catedral. De esas dos formas cabe, todavía, mirarla. Me gustaría invitar a mis lectores a que vayan de nuevo hasta Sigüenza, recorran sus calles y plazas una tarde de invierno, de un día cualquiera entre semana. Cuando cabe la posibilidad de encontrarse solos en el dédalo de cuestas y perspectivas. No angustia ese vacío. Al contrario, el ser humano que vive esa experiencia se crece, se siente poseedor del entorno, cree incluso dominarlo.

En Sigüenza se pueden, un día como el que describo, o esta tarde mismo, hacer muchas cosas (en el orden estrictamente cultural y humanístico: uno mismo con la ciudad y su silencio). Se puede, por ejemplo, buscar el circuito completo de sus murallas. Llegar hasta el castillo, y bajar por la calle de Valencia, o atravesar el Portal Mayor, y bajar hasta el Torreón para luego mirar paredes, espaldas, rastros incluso en fotografías viejas… subir la calle mayor y a través de la Puerta del Sol meterse a la arboleda del Vadillo, contemplar la ciudad por su costado norte, como recostada, dolorida, casi negra.

También se puede hacer un trabajo que Davara, en su memorable discurso (tesis doctoral) proponía sobre las funciones comunicativas de la ciudad seguntina, y entrar a la catedral, y pasear por sus naves, por su deambulatorio, por su claustro, y contemplar las «casas» de canónigos y de nobles, con sus portadas, sus blasones, sus ventanales al Cielo, sus asientos definitivos: una locualidad que, recorriendo a solas el templo catedralicio (a mí me ha pasado) espanta y atenaza: es un murmullo de multitud lo que sube de las losas, lo que se levanta tras las paredes.

Si entramos a la Sacristía «de las Cabezas», la algarabía es ensordecedora. Se escucha el mundo. La «imago mundi» de que hablaba Davara está allí puesta. La que los neoplatónicos defienden, (el arte  como intento de reducción a una sola dimensión de la pelea eternal del macrocosmos con el microcosmos humano) se sale del cuadro, de la estancia, y nos derriba. En el techo de esa estancia, y en sus muros, hay algo más que tallas, maravillosas por otra parte, y que personajes (el Obispo, la Sibila, el Rey, el Profeta, el musulmán, el canónigo orejudo). Hay la representación del mundo, del doliente sobre todo, que trata de colocarse en esa bóveda donde la promiscuidad es tan humana, donde todos se juntan al fin, los altos y los bajos, los que se cubren de joyas y los que solo el harapo de los hombros tiene por manteo. Toda una teoría teológica está puesta en esa estancia. Desde la puerta de la Sacristía, que puede verse a cualquier hora, aunque en la penumbra del retro‑altar, y que ofrece catorce tallas en madera de otras tantas mártires, que hacen guardia en la puerta del Cielo, hasta la bóveda misma, cargada de seres que tratan de llegar a la Gloria. Pasando por los medallones de las enjutas (con estas líneas vemos uno de ellos, exquisito de formas, elegante como pocos) en los que como guardianes se asoman los primeros apóstoles (Pedro de las llaves y Pablo de la espada), los profetas y sabios antiguos, las Sibilas anunciadoras de Cristo, y los «putti» o angelillos revoltosos que tiran a Dios de las barbas, y se ríen de las Virtudes que adornan los muebles de la estancia. Al fin, tras pasar la impresionante reja que Hernando de Arenas compuso para este lugar, se entra en el «sancta sanctorum» del templo, en la Capilla de las Reliquias, donde su planta cuadrada, escoltada de atlantes, estípites y cariátides paganos y sufrientes, permite que en la altura surja la cúpula hemiesférica, representación aérea (espacio arquitectónico puro, cuanto más vacío) de lo que todos buscábamos: el Cielo, porque allí están los santos, los de verdad, los que enseñan el Evangelio, y los profetas mayores, y al fin Dios Padre, como en la punta del cohete que se prepara para salir hacia el Cosmos único y definitivo.

Son, quizás, muchas palabras. Dichas deprisa, y sin más objetivo que ofrecerte, amigo lector, en este final del verano en que todavía puedes aprovechar a ver Sigüenza con otros ojos, la posibilidad de acercarte a su esencia. Sobrepasar las formas, olvidarte del calor, del cansancio, del sueño. Y volar sobre las piedras, sobre esta pluriforme teoría de gentes, de historias, y de anécdotas que buscan entregarte (sólo el sabio, el iniciado lo consigue) la razón definitiva de su existir. Su esencia, vamos.