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junio, 1989:

El escudo heráldico de Molina de Aragón

 

La ciudad de Molina de Aragón es una de las más antiguas de la provincia de Guadalajara, y cuenta con una histo­ria densa y propia, en la que aparece, desde hace muchos siglos, la existencia de un escudo de armas que siempre la ha distinguido y señalado de otros lugares.

Molina usó escudo de armas propio desde el siglo XII, poco después de haber sido reconquistada a los árabes por Alfonso I de Aragón. Las milicias concejiles molinesas participa­ron en la conquista de Cuenca y entonces pusieron, en lo alto de las murallas de dicha ciudad el escudo con la rueda de molino. Posteriormente, en el siglo XIII, tras la «concordia de Zafra» que establecía la boda de la hija del conde molinés, doña Mafal­da, con el infante don Alfonso, hermano del rey Fernando III, se añadió como emblema un brazo armado sosteniendo entre sus dedos un anillo o alianza. Ya en el siglo XVIII, el apoyo de los molineses a la causa borbónica en la Guerra de Sucesión, hizo que el primer monarca de esta dinastía, Felipe V, le concediera el uso de una campana inferior con cinco flores de lis.

Repartido en antiguos sellos concejiles, documen­tos y piedras talladas, el escudo molinés ha ido evolucionando a lo largo de la historia, hasta llegar al que hoy utiliza oficial­mente, sancionado por unas costumbres y una tradición, en emble­mas y documentos oficiales. La descripción más pormenorizada, está en las páginas de la Historia del Señorío que en el siglo XVII escribiera don Diego Sánchez de Portocarrero.

El primitivo escudo de Molina fueron dos ruedas de molino, en plata, sobre fondo azul. En los primeros tiempos, tras la reconquista del lugar a los árabes, usó por armas una sola rueda. De ese modo se veía en uno de los torreones del antiguo castillo de Cuenca, en el muro que daba al Huécar, en recuerdo del señalado papel que habían tenido los molineses, al mando del conde don Pedro, en el asalto y toma de Cuenca en 1177. También en algunos sellos antiguos de la ciudad se veía este escudo de una sola rueda, pues axial lo adoptaron sus condes en los primeros tiempos de su dominación.

Algo después, concretamente en el siglo XIII, se añadió un nuevo elemento simbólico al emblema molinés. En el primer cuarto de esa centuria se concertaron las bodas de doña Mafalda Manrrique, hija del tercer conde de Molina, con el infan­te de Castilla don Alonso, hijo del Rey Alfonso X el Sabio. Este entronque matrimonial supondría la incorporación, dos genera­ciones mas adelante, del Señorío molinés a la corona caste­llana. Tan trascendente hecho pasó al blasón de Molina, y lo hizo en la forma concreta de un brazo armado, revestido del metal fuerte de la armadura, dorado todo él, del que emerge una mano de plata que sostiene entre sus dedos pulgar e índice un anillo de oro. Des­pués de aquel entronque, y concretamente desde la boda de la señora Dona María de Molina con el rey Sancho IV el Bravo de Castilla, Molina pasó a la corona castellana y es así que, aun hoy, el Rey de España es, además, señor de Molina, heredero directo de aquellos poderosos Laras que tuvieron en la roja altivez del castillo molinés su nido de águilas y su sede de cultura.

El tercer elemento de que consta el escudo de Molina, el mas moderno, es una campana inferior en la que apare­cen cinco flores de lis, de oro, sobre campo de azul. Otorgó este añadido emblema el primero de los Borbones, el rey Felipe V, cuando fué sabedor de lo mucho que los vecinos de Molina habían trabajado y sufrido en la guerra de Sucesión, antes de su acceso al trono español. Ese símbolo tan francés, cual es la flor de lis, quedó añadido al castizo par de ruedas y al poderoso brazo anillado, como conjunción de fuerzas y de batallas en el largo devenir de una historia multisecular y plena de significados.

A lo largo del tiempo se han ido introduciendo pequeñas variantes, que se han ido admitiendo por el uso, pero que conviene ponderar y dejar en sus justos términos. Una de ellas es la de poner un cetro de oro en vez de una barra en el cuartel primero. Es otra la de colocar una sola flor de lis en la campana inferior, en vez de las cinco mas comúnmente utilizadas. Y por fin cabe señalar la versión, equivocada a todas luces, de colocar una moneda entre los dedos de la mano de plata, obra de heraldistas poco conocedores del sustrato histórico del que pro­ceden las armas molinesas.

Finalmente, y para concretar tantas desperdigadas interpretaciones e inconexas reformas o versiones, el Ayuntamien­to de la Ciudad de Molina de Aragón decidió someter a sanción definitiva y oficial su blasón heráldico, pidiendo para ello previamente los informes de algunos relevantes heraldistas, y finalmente aceptando la versión definitiva que la Real Academia de la Historia aprobó en su sesión de 17 de enero de 1975. Así queda, en el idioma escueto y preciso de la ciencia del blasón, la estructura del de Molina de Aragón:

Escudo español, partido, de azur la barra de plata acompañada de dos ruedas de molino del mismo metal, y de azur un brazo defendido o armado de oro, la mano de plata, teniendo entre los dedos índice y pulgar un anillo de oro. En la punta, de azur, cinco flores de lis de oro, puestas en aspa. Al timbre, la corona real cerrada.

El escudo heráldico de Guadalajara

 

Una de las señas de identidad mas características de una ciudad, es sin duda alguna el escudo heráldico que la representa y simboliza la esencia de su historia y sus aconteceres. En esta ocasión vamos a recordar cual es exactamente el escudo de la ciudad de Guadalajara, y el porqué de su contenido y significado.

I.

Muestra el emblema guadalajareño un paisaje medieval escue­to: un campo llano al fondo del cual surge una ciudad amurallada. Alguna torre descuella sobre las almenas del primer tramo. Una puerta cerrada se acurruca en una esquina del murallón. Sobre la punta de la torre, un banderín con la media luna nos dice que la ciudad es islámica, que la pueblan moros, aunque no se les vea. Sobre el campo verde del primer término, un guerrero medieval monta un caballo. Va revestido el caballero de una armadura de placas metálicas, una celada que le cubre la cabeza y plumas que como lambrequines brotan de ella. Va armado con una espada, o lanza, en señal de fiera ofensa. Detrás de él, formados y prie­tos, unos soldados admiran el conjunto, expectantes. De sus manos surgen verticales las lanzas. Parte de sus cuerpos se recubren por escudos que llevan pintadas cruces. Son un ejército cristiano que acaudilla un caballero: se llama Alvar Fáñez, el de Minaya, y es algo familiar del Cid Ruy Díaz, y teniente de su mesnada. Un cielo oscuro, de noche cerrada, tachonado de estre­llas y en el que una media luna se apunta, cubre la escena.

Dice la tradición que este emblema, tan historiado y proli­jo, es la imagen fiel de un momento, de una singular jornada de la ciudad. Representa la noche del 24 de junio de 1085, una noche espléndida y luminosa de San Juan, de hace ahora 900 años. La ciudad de al fondo es Guadalajara la árabe, la Wad‑al‑Hayara de las antiguas crónicas andalusíes. El campo verde sería la orilla izquierda del barranco del Coquín, lo que durante muchos años fué Castil de Judíos o Cementerio hebraico. Allá se apuestan el caballero Alvar Fáñez y sus hombres de armas. Esperan el momento, en el silencio de la noche, cuando sus habitantes duerman, y uno de los suyos abra el portón que da paso desde el barranco al barrio de los mozárabes. Escondidos cada cual por su lado, a la mañana siguiente aparecerán con sorpresa por las calles del burgo, y sus habitadores ya nada podrán hacer ante la consumación de la conquista.

Escudo y tradición, se funden en una hermosa leyenda que, desde hace siglos, las abuelas nos fueron contando a los nietos, revistiendo de magia medieval, de ardor guerrero, de sonidos metálicos y frases perdurables esta conseja que nació, hace ya más de nueve siglos, para poner el sello de lo maravilloso en algo que probablemente fué muy prosaico, pero que necesitaba cubrirse con tales vestiduras. Allí están, escudo y tradición, para que siga rodando, junto a los fuegos de las chimeneas, o las faldillas de las mesas camillas, de los labios secos de los viejos a los oídos vírgenes de los niños.

II.

El origen del escudo heráldico municipal de Guadalajara, sin embargo, no es ése. Es algo también más sencillo y prosaico. Se formó, posiblemente en el siglo XVI, cuando las ciudades comenza­ron a ponerse el traje largo del blasón. Y lo hizo a costa de refundir, en una sola imagen, lo que hasta entonces había consti­tuido el auténtico emblema o sello concejil guadalajareño. La existencia de este sello la descubrió el primer cronista provin­cial de Guadalajara, don Juan Catalina García López, a quien se le donó don Fernando Alvarez, que lo sacó de no sabemos dónde. El cronista mandó reproducir, en cera, y a mayor tamaño, aquel sello que colgó de sedas rojas, blancas y verdes de los documentos medievales del concejo arriacense. Y así hoy posee nuestro Ayun­tamiento todavía una copia de este monumento arqueológico, que no por ser de pequeño tamaño, deja de ser grande en importancia.

Ese sello, redondo, y en cera, lo ponía el juez en los documentos que el Concejo extendía. Donaciones, cambios, dere­chos, inventarios, etc. llevaban pendientes de sus pergaminos esta marca ciudadana. En su anverso, aparecía una gran ciudad medieval sobre las aguas de un río. Por encima de las ondas suaves del agua (suponemos que del Henares) se alza una ciudad en la que, tras pequeña muralla, vénse iglesias, palacios y torreo­nes. Es, sin duda, la Guadalajara del siglo XII, el burgo que con su Fuero y sus instituciones en marcha comenzaba a escribir una historia larga y densa. En derredor de la ciudad, una leyenda que dice «Sigillum Concilii Guadelfeiare», que viene a significar «el sello del Concejo de Guadalajara».

En el reverso, un caballero revestido a la usanza de la plena Edad Media, montado en brioso y dinámico corcel que cabal­ga. El personaje lleva entre sus manos una bandera, totalmente desplegada, en la que se ven varias franjas horizontales. Junto a él, una borrosa palabra parece interpretarse: «ius» que signifi­caría «juez» y que identificaría al caballero con este personaje, el más importante y representativo de la Ciudad, en aquella época. Era el juez, el más señalado de los «aportellados» o representantes del pueblo, que gobernaban la ciudad durante unos años, renovándose periódicamente. Administraba justicia, presidía los concejos, cabalgaba al frente de las procesiones cívicas portando el estandarte de la ciudad. Y guardaba el sello conce­jil, ése en el que él mismo aparecía, para estamparlo en los documentos más importantes. En su derredor, otra confusa leyenda nos deja ver el fragmento del texto que lo circuía: «Vías Tuas Domine Demostras Michi Amen».

Cuando en el siglo del Renacimiento, y repito para concluir, los hombres de Guadalajara, guiados de sus sabios y a veces imaginativos cronistas e historiadores, decidieron crear el es­cudo heráldico del Municipio, lo tuvieron fácil: en una sola escena mezclaron las dos caras del sello. Y así surgió la ciudad y el caballero. Entonces se le adornó con la leyenda de Alvar Fáñez, que desde cinco siglos antes corría entre las gentes, y así quedó, hasta hoy, blasón y tradición, unidos. Una herencia hermosa, simpática, que hemos querido nuevamente recordar y di­vulgar a todos.

Finalmente, reseñar que en un trabajo de reciente aparición presentado en el I Encuentro de Historiadores del Valle del Henares, celebrado en Guadalajara en Noviembre de 1988 (BARBADI­LLO ALONSO, J.; CORTES CAMPOAMOR, S.: Evolución histórica del es­cudo de la ciudad de Guadalajara, en «Actas del I Encuentro de Historiadores del Valle del Henares», Alcalá, 1988, pp. 83‑96), se reconsidera esta evolución y uso de las armas heráldicas de la ciudad de Guadalajara. Con documentos formales fehacientes, los autores demuestran que esta ciudad usó como emblema heráldico exclusivamente la imagen de un caballero, andante o galopante, con espada o con lanza en la mano, solo o acompañado de un sembrado de estrellas, desde el siglo XVI hasta la segunda mitad del siglo XIX, en la que se añaden los elementos que hoy confor­man el escudo: la muralla, la ciudad, y el ejército acompañante.

El escudo heráldico de Cogolludo

 

Nos toca esta semana recordar la historia de la Villa de Cogolludo, para que al hilo de ella podamos rememorar el origen y la evolución de sus armas municipales, esas que hoy constituyen su Escudo Heráldico, simbolismo más concreto y querido de la población preserrana. Desde tiempo inmemorial, Cogolludo ha venido utilizando armas propias, que han adquirido, por la tradición de largos años, el carácter de Escudo Heráldico Municipal. Sin embargo, de forma similar a los otros lugares que estudiábamos las pasadas semanas, tampoco han llegado estas armas a gozar nunca de ratificación oficial por organismo competente.

La propia historia de la villa de Cogolludo explica el origen y significado de las armas que trae como propias desde hace siglos. Fué primeramente propiedad de la Orden de Calatrava, y luego pasó sucesivamente por los señoríos de los Orozco y los Mendoza. Finalmente, en el siglo XV, al casar el cuarto conde de Medinaceli, don Gastón de la Cerda, con doña Leonor de Mendoza, segunda hija del marqués de Santillana, pasó la villa al señorío de los La Cerda, en cuya posesión se mantuvo hasta el siglo XIX. Esta familia usó los títulos de duques de Medinaceli y de marqueses de Cogolludo. El hecho de estar profusamente distribuidas sus armas por el palacio ducal de la plaza mayor, por las iglesias de la villa, y aun por otros lugares y monumentos de la misma, hicieron que con el paso de los años llegara a identificarse el emblema heráldico de los La Cerda con el de su villa de Cogolludo, y es así que hoy se usa, de forma tradicional y comúnmente admitida, el siguiente símbolo como propio del pueblo:

Escudo español, cuartelado. El primero y cuarto cuarteles, partido, a la derecha de gules una torre de oro mazonada de sable y aclarada de gules, y a la izquierda de plata un león rampante de gules. El segundo y tercero cuarteles, de azur, con tres flores de lis, de oro. Al timbre, corona real cerrada.

Es verdad que este es el escudo exacto de la familia de los La Cerda, y por lo tanto a las armas municipales de Cogolludo debería dárseles el apelativo de vasallaje, pues toma para el municipio el emblema de quienes fueron sus señores largos siglos. Esas armas pueden verse, magníficamente talladas, en la portada del gran palacio ducal que culmina la plaza mayor de la villa, y en la chimenea gótico‑mudéjar de su salón principal. En cualquier caso, por larga tradición Cogolludo ha hecho suyas las figuras y los esmaltes de los duques de Medinaceli. Es esa, pues, la mejor forma de reconocer hoy a la villa por su símbolo tradicional.

El escudo heráldico de Cifuentes

 

Al igual que las anteriores villas cabezas de partido, de las que en pasadas semanas hemos recordado la génesis y evolución de sus emblemas heráldicos, la Villa de CIFUENTES ha venido utilizando, desde tiempo inmemorial, armas propias, que han adquirido, por tradición de varios siglos, el carácter de Escudo Heráldico Municipal. Tampoco han llegado estas armas a gozar de ratificación oficial por organismo competente.

Hemos examinado los escudos que la villa utilizó ya en el siglo XIII como sello concejil, y otros que aparecen tallados o pintados en edificios de la villa. Así, se sabe que Cifuentes ostentaba en los años del siglo XIII, un sello en cera, pendiente de cinta de seda azul, en que aparecían cuarteladas las armas de Castilla y Portugal, propias de la señora de la villa, doña Beatriz, y en el reverso unos cursos de agua moviendo ruedas de molino. Con estos símbolos, los aportellados o representantes del común y villa cifontina, daban validez a los documentos por ellos extendidos o aceptados. También en el edificio de la Balsa se ve un escudo tallado en piedra, del siglo XIX, en que aparece un castillo sobre dos ruedas de molino. Esa balsa fué siempre una de las propiedades del Ayuntamiento, y es de suponer que ello se quisiera demostrar poniendo el escudo municipal sobre su princi­pal muro.

La referencia mas antigua a la existencia del escudo de la villa de Cifuentes como tal, la hemos encontrado en la «Relación Topográfica» que el pueblo envió al Rey Felipe II en 1569, firmada por Francisco Calderón de Quirós, y cuyo original manuscrito se halla en la biblioteca del Real Monasterio de San Lorenzo de El Escorial. Allí se dice que «…trae por insignias y armas la dicha Villa un Escudo con un Castillo y muchas fuentes que corren debajo de dicho Castillo, no hay mas…»

La presencia de un castillo en el escudo de armas de la villa de Cifuentes, reconoce su primitivo origen en las armas propias del reino de Castilla, al que de siempre ha pertenecido. Y además se ha adoptado como emblema por significar el monumento más antiguo y capital, que dio razón y fuerza a la villa: el castillo que construyó don Juan Manuel, y que aun hoy muestra su bella estampa sobre lo alto del pueblo, aunque necesitada de un mejor cuidado. Las fuentes o arroyos que corren por el monte que sustenta al castillo, son expresivas de los numerosos manantiales que surgen del cerro y que dan nacimiento al río Cifuentes. De esos manantiales surgió el nombre del pue­blo, Cifuentes, que se decía venía de «cent fontes» o mas lógica­mente, de «septem fontes», aludiendo a siete fuentes que surgen en torno al pueblo.

Conforme a todo lo referido anteriormente, las armas que constituyen el Escudo Heráldico Municipal de Cifuentes han de representarse y describirse del siguiente modo:

Escudo español, de azur, con un castillo atalayado de oro, mazonado de sable y aclarado de gules, terrazado sobre un monte en su color del que surgen siete fuen­tes de plata. Al timbre, la corona real cerrada.

De esta guisa las utiliza el actual Ayuntamiento, aun­que sin que sepamos muy bien la razón, en el emblema oficial que hace algunas fechas aparecía como símbolo del municipio en los programas de fiestas se eliminó la parte superior de la corona real, dejándola abierta. No es que éste sea un detalle de excesi­va importancia, pero las normas de la Real Academia de la Histo­ria, institución que siempre tiene la última palabra en las cuestiones de la heráldica hispánica, advierten de la convenien­cia de timbrar con la corona real cerrada a los emblemas heráldi­cos de los Municipios españoles.

El escudo heráldico de Brihuega

 

Pasamos hoy al estudio del emblema heráldico muni­cipal de la villa de Brihuega, que también ha venido utilizando, desde tiempo inmemorial, armas propias, que han adquirido, por tradición de muchos siglos, el carácter de Escudo Heráldico Municipal. Su herencia directa a partir del sello concejil utili­zado en la ratificación de los documentos medievales, es la prueba de su venerable ancianidad y larga tradición. Sin embargo, nunca han llegado estas armas a gozar de ratificación oficial por algún organismo competente, léase la Real Academia de la Historia o el Ministerio de Gobernación.

En la historia de la villa de Brihuega, rica en vicisitudes y acciones de importancia, destacan dos hechos capi­tales que han trascendido en su plasmación en el escudo propio de la villa. Es a destacar en primer lugar su pertenencia a la Corona de Castilla, desde el siglo XI, en que el rey toledano Almamún se la concedió a Alfonso VI, y éste, con posterioridad a la toma de Toledo, concretamente en 1086, la donó a la Mitra episcopal toledana, en señorío. Esta tutela de la villa, por parte de los Arzobispos de Toledo, se extendió desde el siglo XI al XVII, y fue en su magnífico «Castillo de la Peña Bermeja» que ellos tuvieron su morada y palacio. Por otra parte, cuenta la tradición mas querida de Brihuega, que también en el siglo XI se apareció la Virgen María, entre las rocas que sustentan el casti­llo, a la princesa mora Elima, que en él residía. Esta Virgen aparecida, con el nombre de la Peña, quedó para siempre como patrona de la Villa.

El origen del escudo municipal de Brihuega está, como ya hemos dicho, en su antiguo sello concejil, que al mismo tiempo presenta estos elementos capitales de la historia y la tradición de la villa. Ya se encuentra este sello en un documento de 1311, cuyo original se conserva en el Archivo Episcopal de Toledo. Pendiendo de una cinta encarnada de seda, aparece en el anverso del sello una imagen de la Virgen Maria, sentada, con su hijo Jesús en los brazos. En la orla se lee: «dominus tecum benedicta tu». Sin duda se trata de la Virgen de la Peña. En el reverso se ve un castillo de tres torres, y entre la central y las laterales aparecen sendos báculos pastorales, leyéndose en la incompleta orla: «sigilum concilii».

Ambas caras del sello concejil, unidas, y adoptan­do los esmaltes propios del blasón, han constituido tradicional­mente, el Escudo Heráldico Municipal, que debe ser representado correctamente del siguiente modo: escudo español, en campo de gules, un castillo donjonado de tres torres, de oro, mazonado de sable y aclarado de gules; entre la torre central y las latera­les, sendos báculos episcopales de oro; y por cimero de la torre central, una imagen de la Virgen María con su Hijo Jesús en los brazos, apareciendo entre nubes, en plata. Al timbre, la corona real.

Debe, sin embargo, tenerse presente un par de modificaciones que a esta estructura se le han hecho en ocasio­nes, y que son, por una parte, la representación de un solo báculo, en diagonal, acolado tras la torre mayor del castillo, y por otra, la representación de la Virgen en forma de Inmaculada Concepción, en recuerdo de haber sido el día de su festividad cuando la villa fue librada por las tropas borbónicas de sus ocupantes austriacos e ingleses. Son variaciones que, en cual­quier caso, no anulan la representación clásica del escudo brio­cense.