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agosto, 1988:

Un edificio en trance de ruina:el convento del Carmelo de Budia

 

En ocasiones anteriores nos hemos ocupado de la historia y de algunos datos concretos del patrimonio artístico de Budia. Hoy, y tras comprobar la magnífica restauración que se ha realizado del Ayuntamiento de la villa, que recobra un primerísimo puesto en el «ranking» de Casas Consistoriales alcarreñas, vamos a ocuparnos, con la angustia que el caso requiere, dada su importancia y su perentoriedad, de un edificio que está en trance de hundimiento, y que no es otro que el antiguo, y hoy abandonado convento de los monjes carmelitas de Budia.              

Se sitúa en las afueras del pueblo, a occidente del mismo, en una meseta amplia que forma la montaña en declive: allá en la parte más alta de la villa se ve hoy la estructura de la iglesia conventual, con su magnifica fachada todavía en pie, aunque con amenazadores signos de ruina. Se trata de un ejemplo muy importante y característico de la arquitectura carmelitana del siglo XVII español, en la línea de las fachadas conventuales de Ávila, Madrid y Guadalajara que en esa centu­ria trazaron y construyeron varios monjes carmelitas. Sería concretamente un arquitecto de la Orden, el santanderino fray Alberto de la Madre de Dios, quien estableciera los más auténticos cánones de este tipo de arquitectura. El fue quien diseñó los conventos del Carmen en Guadalajara (el de San José y el de la Epifanía, la Colegiata de Pastrana, y el convento carmelita de San Pedro de Pastrana, en el que murió en 1635 y fué enterrado.

El convento de Budia, no se fundó realmente hasta 1732, siendo levantado el conven­to e iglesia inmediatamente después. Pero la tradición arquitectónica y artística que rezuma su silueta y su apariencia, pertenece en todo a la centuria anterior.

El cuerpo central de su fachada presenta tres arcos bajos de acceso, hoy cerrados de una verja. El central se escolta de planas pilastras, y se remata con vacía hornacina. Sobre ella aparece un enorme ventanal escoltado de almohadillado, que tenia por misión dar luz al coro, y sobre ella todavía gran remate triangular con bolones. El templo es de tres naves, con  gran cúpula, hoy ya hundida, sobre el crucero. Es verdaderamente lastimoso que una muestra de la arquitectura hispana de nuestro Siglo de Oro se halle en estas condiciones de abandono. Se trata, sin exageración ninguna, de una pieza arquitectónica absolutamente excepcional, bella y al mismo tiempo única.

El convento estuvo en funcionamiento desde 1732 hasta 1835, fabricándose en él gran parte del paño necesario para la vestimenta de la Orden de Castilla. La Desamortización decretada por Mendizábal de los bienes eclesiásticos, propició el abandono de los pocos monjes que quedaban, y desde mediados del siglo pasado el pueblo dedicó el patiecillo delantero de este convento para cementerio de la localidad, dejando el templo a su aire: tan a su aire, que tras casi ciento cincuenta años de abandono, cada día se cae un poco más. Si a ello añadimos el hecho de que, no hace todavía muchos años, el párroco de entonces decidió desmontar lo que quedaba de cubierta y poner a la venta tejas y vigas de la misma, el proceso de hundimiento se ha acelerado notablemente.

La visión de estas ruinas, evocadoras y señoriales, en la frialdad de la tarde de primavera, en esta altura de Budia desde la que se ven lejanos los horizontes olivareros de la Alcarria, es a un tiempo reconfortadora y triste. Lo primero porque al viajero le trae la certeza de que existió un tiempo en el que los hombres hacían las cosas con ilusión, con ganas, con el ímpetu de sembrar el país de cosas buenas, grandes, hermosas; lo segundo por ver que, siglos después, en un momento en que la teoría dice que el respeto a la cultura y a las raíces debe estar en la primera página de las actuaciones públicas, esas obras se vienen al suelo sin que apenas nadie proteste, ni se preocupe. El convento carmelitano de  Budia, las ruinas que quedan de él, merecen, por lo menos, una visita. Y después, entre todos, el clamor que propicie su restauración y su adecentamiento.

Un templo románico de cuerpo entero: el de Hontoba

 

En lo hondo de un estrecho valle que desde la meseta alcarreña se encamina al más amplio del Tajuña, se asienta este pueblo que debe su nombre a una fuente que en el centro del pueblo mana abundante. Los cerros del alrededor, a trechos cubiertos de olivos, son secos y ásperos. En cambio, el fondo del valle es frondoso y acogedor, y en él ha ido surgiendo en los últimos años gran cantidad de casitas de campo, o «chalés» que dicen los castizos.

Antes de viajar a Hontoba nos hemos leído su historia. Y hemos recordado como fue que a comienzos del siglo XII ya figuraba Hontoba en el territorio dominado, en la Alcarria baja, por la orden Militar de Calatrava. Los comendadores de Zorita ponían la justicia, los alcaldes y alguaciles, en este lugar. En el año 1498, por documento escrito en Alcalá, los Reyes Católicos, concedieron a Hontoba el título de Villa, aunque siguió perteneciendo a la Orden de Calatrava, y en el reinado del emperador Carlos I llegó a pagar la cantidad de mil y cien ducados a las arcas reales, para no ser desmembrada de la Orden y seguir teniendo por único señor al Emperador.

En el siglo XVII, el rey Carlos II decidió entregar el señorío de la villa de Hontoba a un alemán, don Francisco Antonio de Entenhard, caballero calatravo y teniente de la Guardia Alemana, pero la Orden protestó enérgicamente, aunque sin efecto. El señorío pasó luego a diversas familias por ventas y herencias.

Hontoba es hoy, y aun más desde que hace no muchas fechas se inaugurara, con la presencia del presidente Bono, el Ayuntamiento restaurado, y muy bien restaurado por cierto, un lugar afable, bien pavimentado, con aire de limpio y brillante.

De los diversos edificios de interés que encierra, el monumento más interesante del pueblo es la iglesia parroquial dedicada a San Pedro, obra de estilo románico rural, que bien merece una atenta visita por sí sola. Pertenece este edificio al siglo XII en sus finales, singularmente toda la cabecera del templo: el presbiterio, el ábside y la espadaña. El resto es obra posterior, del siglo XV. Tiene su acceso habitual por el muro de poniente, el que da a la plaza, entre dos gruesos machones. Al norte, ofrece un muro liso y al sur, en un pequeño jardín, la puerta de arco conopial con adornos góticos. El ábside, del que junto a estas líneas aparece un breve apunte realizado en el momento de nuestra visita, está orientado a levante, es semicircular, y presenta en su centro una ventana aspillerada rodeada de imposta en medio punto. Se divide dicho ábside en cinco porciones separadas por haces de columnas adosadas en grupos de tres, y se remata en capiteles foliados y sencillos modillones. Sobre el arco triunfal de paso al presbiterio, carga la gran espadaña románica de cuatro vanos, ejemplar que sólo puede compararse al que en Pinilla de Jadraque existe, y que hace solo unas pocas semanas comentaba también en mi habitual «Glosario».

El interior de San Pedro de Hontoba es de tres naves, más alta la central. Se ven separadas por gruesos pilares octogonales, con remates de alternadas molduras, que sostienen solemnes arcos semicirculares. Se separa la nave central del presbiterio, que está más elevado, por un gran arco triunfal de cuatro arquivoltas de arista viva, iniciando el arco apuntado, apoyando sobre un par de capiteles foliáceos, sencillos y bellos, a cada lado. El presbiterio se cubre de alta bóveda de sillería, de medio cañón, y el ábside con bóveda de cuarto de esfera del mismo material, dando un aspecto imponente por sus limpias y grises paredes de piedra viva. Una escalerilla que se inicia en el lado izquierdo del presbiterio, asciende en forma de caracol hasta la espadaña, teniendo por techo una pequeña cupulilla con arcos y clave. En este templo se puede admirar, todavía, el gran artesonado mudéjar que cubre la nave central, obra que presenta exquisitas labores de tracería geométrica de los ángulos y tirantes, y cuya fecha de elaboración ha de fijarse en los primeros años del siglo XVI. Finalmente, el viajero curioso, y con buena vista, puede entretenerse en admirar la imagen de Nuestra Señora de los Llanos, que goza de extendida devoción popular en Hontoba y amplias zonas de la Alcarria, y que es una minúscula talla en marfil, de unos cinco centímetros de altura, obra gótica de especial curiosidad.

Esta magnífica iglesia de estilo románico que pervive bastante completa en plena Alcarria, está amenazada actualmente del peligro de deterioro que suponen algunas profundas grietas que se han ido abriendo en sus muros, y especialmente es de requerir atención y presupuestos para ella desde el punto de vista de ser, sin duda alguna, un espléndido monumento medieval, de los que quedan muy pocos similares en esta parte baja de la provincia. Ello supone, ya por sí solo, motivo más que suficiente para que se inicie una restauración y un adecentamiento del templo, que suponga devolverlo a nuestros ojos con la pulcritud de su primera construcción originaria. Cuantos puedan, desde las imprescindibles instancias oficiales, hacer algo por dar a San Pedro de Hontoba su estampa genuina y la seguridad de su permanencia en los siglos, harán muy bien con ello.  

Tras la visita y el deseo, nos despiden las amables gentes de Hontoba con el musical despliegue de su rondalla: allá son los cánticos, las palmetadas y la amable invitación. Dejamos en la plaza, sonrientes y felices de ver que su pueblo es y pretende ser mejor cada día, a los buenos amigos que nos han enseñado las piedras grises y los proyectos de futuro. Los ojos de Águeda, que me acompaña, se han abierto aún más con tanta efusión y simpatía. El viajero sabe, con la certeza de las cosas que salen del corazón, que allá deja unos buenos amigos.

Un jadraqueño ilustre: fray Pedro de Urraca

 

Entre los numerosos personajes que, nacidos en la actual provincia de Guadalajara, dejaron una huella importante en el continente americano, durante los primeros años o siglos de su colonización hispánica, debemos destacar a fray Pedro de Urraca, fraile mercedario, que nació en la villa de Jadraque, enton­ces perteneciente a la casa de Mendoza, en el año 1583. Fueron sus progenitores don Miguel Urraca y doña Magdalena García, naturales de la villa de Baños de la Rioja. Su primo carnal, don Juan Urraca de Baños, caballero de la Orden de Santiago, ocupó el puesto de ayo de los pajes del rey, sirviendo en la corte de los tres sucesivos Felipes austriacos. En su familia abundaron los varones dedicados a la religión, lo cual incitó al joven Pascual (así le pusieron en las aguas del bautismo, cambiando luego el nombre por el de Pedro en el rito de la Confirmación) a seguir él mismo esos senderos de perfección.

Salió de Jadraque a los 15 años, junto a su hermano Francisco. Embarcó en Sevilla rumbo a América, tratando de buscar la fortuna en las tierras lejanas del Nuevo Mundo. Llegado a Panamá, y tras haber sobrevivido a una tormenta muy fuerte, por Guayaquil subió a Quito, donde encontró a su hermano en el con­vento franciscano. Dos años después, tras un periodo de formación junto a los jesuitas, decidió integrarse en la Orden de la Mer­ced. No tenía todavía los 18 años. Profesó en la Orden fundada por Pedro de Nolasco el 2 de febrero de 1605. Cambió entonces su nombre por el de Fray Pedro de la Santísima Trinidad.

Tras ordenarse sacerdote unos años después, fue trasla­dado por sus superiores al convento de la Merced en Lima, concre­tamente al que era denominado como «convento de la Recoleta de Belén», recién fundado en los primeros años del siglo XVII. Allí quedaría, hasta su muerte. A excepción de un viaje de pocos años (1621 a 1626) que realizó a España, para visitar a su familia en Jadraque, y servir de confesor una temporada de la reina doña Isabel de Borbón, contactando en la Corte madrileña con fray Juan Falconi, compañero de Orden y muy famoso por entonces como predi­cador y asceta, fray Pedro de Urraca siempre vivió en la capital peruana, rodeado del afecto y admiración de los frailes de su convento y de la población toda de la ciudad. Ello se debió a su capacidad para la mortificación, que se hizo proverbial; a su don de consejo y profecía; a su bondad y fama de milagrero, y, funda­mentalmente, a su afán evangelizador, propagador de la devoción por la Santa Cruz de Cristo, y por sus padecimientos de dolor y alteraciones de la piel, que le forzaron a estar durante muchos años prácticamente incapacitado para otra cosa que no fuera rezar y dar consejos. De la evolución de su enfermedad, minuciosamente narrada en la biografía que sobre él escribió fray Felipe Colom­bo, se han hecho interesantes estudios, siendo especialmente completo y clarificador el realizado por el Dr. Castillo Ojugas, quien califica de artropatía psoriásica en grado muy avanzado el padecimiento dermatológico‑articular del fraile jadraqueño.

Tras muchos años de padecimientos, Urraca murió en Lima el 7 de agosto de 1668. Se iniciaron entonces las informaciones que la jerarquía religiosa mandó recoger con objeto de acumular datos para un posible proceso de beatificación, que, aunque lentamente, todavía hoy sigue adelante. Se propagó por el Perú, especialmente entre los estratos indígenas, la devoción por la Cruz, que fray Pedro había iniciado, y abriéronse láminas, y hasta en Madrid llegaron devotos que hizieron abrirlas, repar­tiéndolas y venerándolas, según nos dice su biógrafo. En este sentido, consta el dato de que tras su muerte, y aún en los últimos años de su vida en que la fama del jadraqueño había ido alcanzando cotas muy notables, se hicieron numerosos retratos al óleo, y se grabaron estampas en las que fray Pedro de Urraca aparecía, revestido de su hábito de fraile mercedario, y acompa­ñado de los elementos iconográficos propios de su orden, de su nombre y de sus querencias.

Esta es, en resumen, la biografía de un ilustre jadraqueño, el padre mercedario fray Pedro de Urraca, quien alcanzó fama de santidad y milagrería en las tierras fructíferas del virreinato del Perú allá por el siglo XVII, y que hoy ha venido al recuerdo de todos, en estas fechas que se van haciendo mas cercanas de la celebración del Quinto Centenario del Descubrimiento de América y, como ahora se le quiere llamar, de forma oficial, del Encuentro de las dos culturas.    

Proposición Bibliográfica

La biografía fundamental de Urraca es la que escribió COLOMBO, fray Felipe, OM, y publicada en Madrid, en 1674, con el título de El Job de la Ley de Gracia. Un resumen accesible de esa obra se encuentra en HERRERA CASADO, A.: De Jadraque al Perú: Fray Pedro de Urraca, en «Glosario Alcarreño», Tomo II, «Sigüenza y su tierra», Guadalajara, 1976, pp. 141‑147. Ver también  la merito­ria obra de BRIS GALLEGO, J. M.: Jadraque, Guadalajara, 1985, en la que se aportan algunas noticias sobre este fraile. Actualmente se está editando, por parte de la Institución Provincial de Cultura «Marqués de Santillana», un trabajo amplio y meticuloso sobre este personaje y su obra americana, del que es autora la historiadora Celia Ferrer, y que posiblemente vea la luz en este mismo año.

Recuerdo de Bujalaro

 

Uno de los pueblos que culminan, en su recóndito valle, el territorio alcarreño antes de adentrarse en las sierras celtibéricas, es Bujalaro, un pequeño lugar al norte de Jadraque al que este cronista profesa un especial cariño por diversas circunstancias. Fuera una la de ser el lugar natal de ese magnífico escritor que se llama Antonio Pérez Henares, al que sus amigos llamábamos, en tiempos, simplemente «Chani». Fuera la segunda la de haber servido de lugar donde vio la luz primera María Teresa Butrón, trabajadora de la cultura en primera línea. Y fuera, en fin, la última pero no la postrera, la circunstancia de que un día de invierno, pusiera Lede sus ojos hermosos sobre la portada plateresca de su parroquial iglesia.

Quieren servir estas líneas de ofrecimiento para que nuestros lectores, sufridos y fieles, tengan una idea de donde poder dirigir sus pasos y sus miradas en la próxima ocasión en que salgan a pasearse la tierra alcarreña. Este lugar de Bujalaro ofrece el leve y mágico entronque entre lo real y lo soñado. Para el autor de estas líneas, se mezclan cuando lo evoca las imágenes de su iglesia parroquial, que es un monumento de primera línea del Renacimiento seguntino, duro en su perfil de piedra, asomante tras un cristal empañado, con el rostro dulce y la voz pretérita de la mujer que ama.

Este pequeño lugar fue en lo antiguo, tras la reconquista, en el siglo XII, parte de la tierra de Atienza. Años después, en el siglo XV, pasó a formar parte del Común de Villa y Tierra de Jadraque (incluido en su sesma del Henares) en cuya jurisdicción permaneció muchos siglos. En 1434, el rey Juan II hizo donación de Bujalaro, junto con Jadraque y otros muchos pueblos comarcanos, a don Gómez Carrillo, su cortesano. El hijo de éste, Alfonso Carrillo de Acuña, malcambió todo este territorio por el pueblo de Maqueda al cardenal don Pedro González de Mendoza, quien se erigió en señor de Jadraque y su tierra, levantó el castillo llamado de «El Cid» y fundó un mayorazgo con todo ello, denominado como «el Condado de El Cid», pasando a su muerte a poder de su hijo primogénito don Rodrigo Díaz de Vivar y Mendoza, marqués de Cenete, recayendo dos generaciones después, por uniones matrimoniales, en el duque del Infantado, en cuyo poder siguió hasta el siglo XIX en que fueron abolidos los señoríos.

La iglesia parroquial, que es lo que merece hacer el viaje hasta Bujalaro, está dedicada a San Antón. Es un edificio de la primera mitad del siglo XVI. Al exterior, y en el muro norte, muestra la portada de ingreso, valioso ejemplar de estilo plateresco, obra de los artífices que en esos momentos trabajan en la catedral de Sigüenza. A uno de esos grandes artistas, como fueron Alonso de Covarrubias, Nicolás de Durango, Francisco de Baeza, etc., debe pertenecer la traza y talla de esta magnífica portada. Se conforma de un arco semicircular flanqueado de adosadas columnas que apoyan en moldurados pedestales, y que se recubren totalmente de decoración plateresca muy fina, rematando en capiteles compuestos, sosteniendo un arquitrabe con leyenda y ornamentación del estilo, coronándose a los extremos por sendos flameros, mientras en el centro se yergue, escoltada por roleos, una hornacina de idénticas características a la de la portada, cobijando bajo venera una talla apreciable, aunque ya muy desgastada por la erosión, de la Virgen María. En la clave del arco de entrada se ve un escudo de las llagas de Cristo sostenido por ángeles, y en las enjutas de dicho arco aparecen San Pedro y San Pablo, con sus respectivos atributos. En el friso de la puerta aparece la siguiente leyenda: Ave Regina Cellor Ave Dna Angelor 1540, que desarrollada y traducida viene a decir: «Salve Reina de los Cielos, Salve Señora de los Ángeles, 1540». Sobre la hornacina de la Virgen hay otra frase de difícil lectura, por su desgaste. Y junto a ella, a su izquierda, hay empotrada en el muro una lápida de la época en que se lee, desarrollando las abreviaturas: «acabóse esta obra siendo cura el reverendo señor bachiller Suárez, Deán de Sigüenza y mayordomo Alonso Martínez Molinero».

El interior del templo es de una sola nave, con el presbiterio al fondo, algo elevado, al que se pasa por un gran arco de medio punto, algo irregular, apoyado en sendas pilastras con sencilla moldurada y decorado con bolas. El altar es barroco, hecho en 1753, de tipo popular, conteniendo una talla de San Antón. El artesonado de esta iglesia es de madera, muy interesante, con labores mudéjares en toda su extensión, obra del siglo XVI.

Poco más cabe mirar por la superficie, ahora brillante y en el recuerdo mojada, de Bujalaro. La imagen que, en línea y perfil escueto, acompaña estas líneas, pudiera servir de reclamo para que quien nunca estuvo en este pueblo se acerque a ver, en el reposo del día feriado, la silueta única de su portada. A Bujalaro volverá, sin embargo, el recuerdo de quien esto escribe. Porque allí estuvieron, y eso es suficiente título para darle categoría astral, un frío día de invierno juntos Orestes y la final, la dulce, la infinita Lede.