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abril, 1988:

Romancos en el corazón de la Alcarria

 

Ahora que la primavera va asegurando su reinado, que las tardes de los domingos se ofrecen anchas y luminosas, casi calurosas, es ocasión propicia para salir a ver esos pequeños pueblos que se desperdigan por la geografía provincial, mínimos y bien cuidados, oferentes de su olor, de su silueta, de su palpitar antiguo y centenario. Uno de esos lugares bien pudiera ser Romancos, en el valle del Tajuña, cerca de Brihuega, y allí se fué, por dar ejemplo, este viajero hace unas tardes. A ventear el aire y distraer la soledad de sus domingos.

Sobre un irregular oterillo, en la confluencia de dos arroyos que, cada uno por su vallejo, bajan desde la meseta alcarreña, y corren luego unidos hasta el cercano y más ancho valle del Tajuña, se nos presenta este pueblo de Romancos, que por su nombre viene a indicarnos la presencia de los romanos en tiempos antiguos por sus cercanías. Parece indudable, según atestiguan documentos antiguos, que por el valle del Tajuña, o quizás por los altos de su margen derecha, pasaba una vía romana de segundo orden. Se han hallado junto al río restos de una villa romana.

Aquí se encuentra el viajero con un paisaje típicamente alcarreño, con huertos junto al arroyo, olivares y carrascos en las laderas, y cereal en los altos y en las vertientes poco empinadas de los montes. Antiguamente, espesos bosques de nogales cubrían su término, y había una planta de este tipo, la noguera de Socasa, tan inmensamente grande, que en el siglo XVI vino a verla el historiador Morales, quien hizo constar su admiración en por ella en «Las Antigüedades de España». Así lo leímos cierta vez en el amarillento paginar de tan venerable librote.

Es necesario echar un vistazo a la historia de este lugar: perteneció Romancos al Común de Villa y Tierra de Guadalajara, y en 1184, junto con otros lugares, esta comunidad se lo donó a don Gonzalo, un médico dueño de varios pueblos en el río Tajuña. Este lo dejó luego, y vino a parar al señorío que, en torno a Brihuega, habían formado los arzobispos de Toledo. En este señorío eclesiástico y feudal permaneció Romancos hasta el siglo XVI. En 1564 se hizo villa por sí, pagando al Rey ocho mil ducados. Pero después, Felipe II vendió el señorío del pueblo al secretario real don Juan Fernández de Herrera, y éste en 1580 se lo traspasó a don Diego de Ansúrez, vecino de Brihuega, en cuyo poder estuvo hasta 1586, momento en que la villa ejerció el derecho de tanteo, rescatándose y haciéndose señora de sí misma, pagando por ello nuevamente la fuerte suma de doce mil ducados.

Pero quizás porque el empeño para conseguir dicha cantidad fué imposible de remontar, y el Rey volvió a poner a la venta el pueblo de Romancos, en 1606, adquiriéndolo los Velasco, marqueses de Salinas del Río Pisuerga, quienes lo poseyeron en señorío hasta el siglo XIX. Los impuestos que cobraban eran bien suaves (12 gallinas, 2 orzas de miel y 60 reales cada año) pero el solo hecho del vasallaje, y aún añadida la circunstancia de que durante el siglo XVIII sus señores residieron en América, hizo insufrible a los de Romancos esta dependencia. La Constitución de 1812, aboliendo los señoríos particulares, eliminó esta situación.

Paseando por Romancos, el viajero se encuentra a gusto, porque encuentra limpio y en orden el entorno. Hay una plaza mayor enorme, con fuente y caserones de traza popular y entrañable. Abajo, junto a las huertas, encontramos la iglesia parroquial, que está dedicada a Nuestra Señora de la Concepción. Es un interesante ejemplar de arquitectura religiosa, construido en la primera mitad del siglo XVI. Su fuerte fábrica de sillar y sillarejo muestra dos puertas orientadas, a norte y a poniente. Esta última se compone de un sencillo arco de tres lóbulos, redondeados, sostenidos por jambas de junquillos de pequeños capiteles de decoración vegetal. Pero la puerta principal, orientada al norte, es más llamativa y vigorosa: es todo un cromo de arte antiguo: se compone de gran arco conopial ornado con cardinas, florones, etc., muy en la tradición del gótico final o isabelino. Junto a estas líneas ponemos su imagen, por dar una idea de cómo es solemne y peculiar.

El interior de esta iglesia se compone de tres naves, de grandes proporciones. Presenta capiteles y conjuntos ornamentales en los collarines de los pilares que separan las naves, mostrando carátulas y elementos simbólicos. A los pies del templo, un coro alto con balaustrada decorada con elementos platerescos, pero de tono muy popular, lo mismo que el friso en madera que corre bajo dicho coro. También es muy interesante la puerta de subida al coro desde la nave. Esta decoración de tipo plateresco popular es muy propia de este templo que, por ello, merece ser visitado. No exagero al decir que nada igual puede encontrarse en toda la provincia de Guadalajara. Imagínese el lector una decoración, tallada en piedra, y en madera, que esté a caballo entre lo románico simplón y el renacentista culto: esa melodía exótica es la que suena al contemplar carátulas y medallones de la iglesia de Romancos.

Cubriendo parte del inmenso muro del presbiterio, hay un retablo con algunas pinturillas de mediano mérito. Antiguamente tuvo un señor retablo que entre guerras y olvidos se perdió para siempre.

Se va el viajero de Romancos, con el regusto de haber estado sumido, un rato largo, en la vida cordial y casera de un pueblo alcarreño. La atmósfera parece como un producto de herboristería: huele a salvia, se pintan las aliagas amarillas por las cuestas, y, como es domingo, hay niños por todas las esquinas. Al bajar la cuesta rumbo al Tajuña, en las afueras del pueblo, se ve la ermita de la Soledad, del siglo XVIII, con un escudo episcopal en su portada. Pronto queda todo atrás, ya en la memoria: y el viajero pide entonces a sus lectores que vayan a ese rincón de la provincia, que alimenten, como él lo hace, su morral con visitas, con sonidos, con palabras que no entumezcan el alma, sino que la apliquen y abran a horizontes nuevos.

Pinilla de Jadraque, paradigma del románico

 

Aun en la primavera, estas altas tierras preserranas del valle del Cañamares reciben al viajero con frío en las esquinas. Se inclinan las copas todavía esqueléticas de los árboles. Y el sol que pone su dorado refulgir en las piedras y laderas, no es capaz de calentar casi nada. El viajero se ha lanzado, en su inconsciente práctica de bucear nostalgias, a caminar hasta Pinilla de Jadraque, donde ahora hace exactamente siete años ‑no lo olvidará nunca‑ la presencia de una mujer concedió a las piedras románicas un impalpable tono de perdurable alegría.

El pueblecillo, al que se llega por carretera desde Jadraque, pasando antes por Castilblanco y Medranda, es el último de la carretera. Allí se acaba el paso de vehículos y para seguir aguas arribas, rumbo al ex‑monasterio de San Salvador y al pantano de Pálmaces, no queda otro recurso que echarse a andar entre encinas. Que no es tampoco mala práctica. De todos modos, y de forma similar a lo que ocurre en tantos otros lugares mínimos de nuestra provincia, las calles pavimentadas, y la limpieza del ámbito sorprenden con agrado: en estos años ha cambiado el brillo de Pinilla.

Y digo que es el paradigma del románico porque el monumento capital de Pinilla es su iglesia parroquial, dedicada a la Asunción: catalogada como Monumento Histórico‑Artístico de categoría nacional, tras haber estado muchos años en trance de ruina, y gracias a las gestiones de un puñado de hombres preocupados por los viejos monumentos alcarreños, entre los que este viajero puede con auténtico orgullo ser contado, hoy brilla como nueva, restaurada y parece que definitivamente integrada en el mundo de los vivos.

Para quien se anime, en estas fechas de presumible color y calor próximos, a visitar el templo de Pinilla, daré aquí algunos elementos que permitan centrar su estampa, su valor, el aire solemne y redentor que tiene su masa de piedra dorada. Es, ya lo he adelantado, una obra magnífica de estilo románico rural, construida a finales del siglo XII o principios del XIII, que sufrió reformas posteriores, pues en el XVII se eliminó su ábside, que sería semicircular, para hacer una capilla mayor más amplia donde colocar un altarcillo barroco, y luego un incendio en nuestro siglo XX la arruinó en su interior, aunque fué finalmente reconstruida.

Sorprende, en su exterior, la enorme espadaña que corona el muro de poniente: es de cuatro vanos, muy pesada, toda ella de sillar calizo. Solamente otro templo románico hay en la provincia de Guadalajara con una espadaña de similares características: la de Hontoba en la Alcarria.

El edificio consta de una sola nave, con presbiterio cuadrado y sacristía adosada al sur. En ese interior, que siempre está en la semipenumbra de los edificios típicamente medievales, y en los que solo la luz de los ojos puede con la tiniebla de los siglos, destaca el arco triunfal que da paso desde la nave a la capilla mayor, y que se apoya, perfectamente semicircular, en sendos capiteles de muy perfecta talla y conservación: en el uno hay palmetas, en el otro piñas entrelazadas.

Apoyando en los muros del sur y poniente, aparece la estructura del atrio o galería porticada, heredero en este caso de las construcciones románicas que en las provincias de Soria y Segovia adornan tantas iglesias rurales. En el centro del costado meridional se abre la puerta de ingreso, consistente en un estrecho arco de medio punto apoyado en columnas pareadas que rematan en bellos capiteles de decoración geométrica y vegetal estilizada. De su ábaco surge una corrida imposta muy simple que se prolonga sobre el muro esquinero. El resto del ala sur del atrio se compone de ocho arcos, cuatro a cada lado de la puerta, también de medio punto, que apoyan sobre columnas pareadas y presentan magníficos capiteles de estilizada decoración foliácea. Estos arcos descansan sobre un podio o basamento.

En el ala de poniente del atrio se abren tres arcos más, también estrechos y apoyando sobre columnas pareadas, y sobre unos capiteles especialmente interesantes, pues muestran sus caras ocupadas por una abundante colección de temas iconográficos que posibilitan al viajero la ocasión de enzarzarse en evocaciones medievales, mitológicas y legendarias sin fin: como si del claustro de una poderosa catedral se tratase, en esos capiteles del ala de poniente de Pinilla surgen figuras arquetípicas como la mujer que sostiene peces en sus manos, los sirénidos coronados, los tres sabios de Oriente leyendo en filacterias, y por supuesto algunas imágenes de la religión cristiana, como la Crucifixión de Cristo, su Bautismo, y la presentación alegórica máxima de la Gloria del Hijo de Dios, que en su mandorla avellanada aparece majestuoso rodeado de los cuatro símbolos de los evangelistas.

Todavía algún detalle de interés que no debe ser olvidado. En el interior del atrio, una enorme pila bautismal, de cuando se hizo la iglesia, ofrece su señorial circunferencia de piedra. La puerta de entrada a la iglesia es asimismo muy hermosa. Tiene todos los caracteres propios del estilo: arcos semicirculares, baquetones múltiples, decoración de hojas, de puntas de diamante, etc.  Y, para terminar, distribuidas por los sillares de la parte más visible del templo, multitud de marcas de cantería que hacen pensar en seres humanos, en constructores esforzados e ilusionados del edificio.

Mañana, como siempre, será un buen momento para volver a Pinilla de Jadraque: siete siglos después, a contemplar la obra elegante y hermosa de gentes con fe; siete años después, a evocar la sonrisa rumorosa de quien es capaz de abrir el futuro cada día, y de poblarlo de ilusión cada instante.

Tomellosa, Archilla y Balconete, una excursión por el Tajuña

 

La tarde de primavera invita a lanzarse al campo, a ese campo de Guadalajara que brilla húmedo y tenso, dando la sensación callada de estar a punto de ponerse a cantar. Pocas emociones pueden darse en la vida, comparables a ese momento mágico y previo al inicio de un camino. El viajero y sus amigos se lanzan al campo de Guadalajara.

Se van al Tajuña, a esa porción de la tierra que se hunde entre las planas alcarrias, y forma un verdeante y callado hueco donde las arboledas, tímidamente verdes, y los barbechos aún ateridos, parecen abrigar y dar marco al río que es una culebra negra y callada, que pasa sin ofender a nadie.

Se llegan hasta Tomellosa, una villa de antigua prestancia, de historia sencilla y rural pálpito, donde al mediodía del domingo solo se oyen, saliendo de los balcones medio abiertos, gritos de guerra y tiros de armas de fuego (provenientes sin duda de algún espagueti televisivo). Las casas, de arquitectura popular casi indemne; la iglesia, en lo alto del caserío con su estructura de indefinido uniforme religioso; y la plaza, en la que se alza y grita ese Ayuntamiento tan hermoso, tan contundente, tan pletórico de comunales ínfulas. Ese Ayuntamiento de Tomellosa, cuya imagen acompaña a estas líneas, es uno de esos edificios que pudiera decirse paradigmático de una comarca: su simbolismo y su silueta hablan por sí solos. Los viajeros se congratulan de que lo estén restaurando, aunque parece ser que, por misteriosos mecanismos burocráticos, la cosa va más lenta de lo que todos desearían.

Sigue la carretera ascendiendo. Se retuerce el paisaje entre los olivos. Cantan alondras y algún jilguero pide guerra a la jilguera. Hay una brisa de seda que mueve ramas y yemas. En lo alto está Balconete, que es un pueblo alargado y cuestudo, estrecho y simpático. En la iglesia, que estaba cerrada a la hora de nuestra visita, pero que contiene un monumental retablo renacentista cuajado de pinturas, deja el viajero volar la imaginación, y desde el calicanto de piedra que cierra el jardín, mira sin ánimo la gris solemnidad de la tarde, mientras se le va el recuerdo hacia alguien que está lejos, que está ajena, que no sabe que las tardes duelen cuando están vacías.

Al final de la zigzagueante calle mayor de Balconete, se abre el paisaje y aparece una picota de perfiles góticos: en lo alto un florón de piedra y cuatro leones que son máscaras. Alguien poda las parras, o pinta las fachadas, o se apresura en llegar al bar para jugar la partida. De algunas chimeneas sale un humo denso y tosedor, picante, humano. Por los altos que rodean al pueblo cantan los chicos y las chicas, se sienten vivos, y ocupan lo que parecen restos de un castillo. Algunas ermitas, bien cuidadas y apacibles, se ofrecen en los extremos del pueblo. Del «vallejo» sube un run‑run de tractores.

Vuelven los viajeros al ancho valle. Ahora se encuentran en Archilla. Sobre el puentecillo de modernas viguetas que deja entrar al pueblo, se asoman todos y oyen correr las aguas: es un sonido de cristal roto, un canto de mil enanos locos, que se lleva lejos la luz, como de oro, del atardecer. Archilla está en un alto, y también tiene todas las calles pavimentadas, aunque con su estructura antigua y destartalada. La iglesia es de origen románico, tiene una espadaña triangular, oronda y maternal. El atrio nos muestra una columnata inusual: sobre finos pivotes metálicos se apoyan luego parejas de maderos. Esta iglesia, que se hundió totalmente hace años, ha sido reconstruida en su totalidad, y es un magnífico ejemplo de arquitectura moderna que respeta las viejas normas.

Por Archilla suenan las fuentes. Hay una calle, que no resistimos a fotografiar y dar aquí en estampa, que llaman «de la fuente»: los colores vivos de las fachadas (blancas, ocres, grises oscuras) y el ondular de sus perfiles, parecen hablar de un decorado teatral: en realidad, la vida, cuando es hermosa, parece una obra de teatro. Y los pueblos, cuando se mantienen en la paz del pretérito, dan la imagen idealizada de la felicidad. Los viajeros saludan en Archilla a otros amigos que tienen un chalet a la entrada. De tanto ir allí, no se dan cuenta que tienen un tesoro: los pueblos de la Alcarria, las sendas polvorientas que van junto a los ríos, los bordes calizos de la meseta, cualquier lugar donde hay silencio y sopla el aire, es el refugio cierto para intentar encontrarse a sí mismo. O sea, para tratar de tener algún día una dosis mínima de sabiduría.

La tarde de primavera, por el Tajuña arriba, se va apagando. Se cierra el libro de las pastas frías, y quedan los perfiles de una excursión que pasa por Tomellosa, por Balconete, por Archilla… en esos lugares, como en tantos otros de la Alcarria, hay callejas por descubrir, alguna iglesia de renacentistas acentos, alguna plaza, algún ayuntamiento, alguna picota que admirar. Y gente (poca) que da calor humano a esta tierra cada vez más sola.

Un pueblo de la Alcarria: Archilla

 

De entre la multitud de encantadores pueblos que forman la Alcarria, vamos a ocuparnos hoy de uno muy pequeño, pero verdaderamente encantador y que bien merece su conocimiento, tanto desde el punto de vista de su historia como de sus monumentos y, muy especialmente, de su paisaje. Rodeado de frondosas arboledas, húmedas praderillas, huertos y fuertes cuestarrones cubiertos de tomillar y olivares, asienta el caserío de Archilla, en la orilla del río Tajuña, y en la parte más baja de su valle medio. Las altas mesetas de la Alcarria se ciernen sobre los netos límites de los cuestudos cerros que forman el valle, exuberante de vegetación y arroyos, contrapunto de la seca meseta, melodía fiel de lo que la comarca alcarreña es en toda su dimensión y policromía.

Tras la reconquista de esta zona septentrional de la Alcarria, en el siglo XI, por Alfonso VI, en 1085, el lugar de Archilla quedó incluido en la jurisdicción del alfoz o Común de la Tierra de Guadalajara. En 1184, el Concejo de esta última villa entrega Archilla, como remate de antiguo pleito, a don Gonzalo, médico, que se hizo dueño de gran parte del curso del Tajuña (Archilla, Balconete, Romancos y aun los Yélamos). Desconocemos la identidad de este personaje, que sólo aparece en una serie de documentos de esa época haciendo cambios de pueblos.

El año 1186, este magnate lo donó a la Orden de Santiago. A su vez, la orden militar referida, en 1214, entregó el lugar de Archilla al arzobispo de Toledo don Rodrigo Ximénez de Rada, quien poco después se lo entregó al Cabildo toledano, aun quedando él con ciertas preeminencias y derechos. En 1233 se le concedió a Archilla la prerrogativa de usar el Fuero de Brihuega.

Durante los siglos de la Baja Edad Media siguió estando incluida esta aldea en el señorío alcarreño de los arzobispos toledanos. En la segunda mitad del siglo XVI, Felipe II obtuvo del Papa el poder suficiente para enajenar bienes pertenecientes a la Iglesia, órdenes militares o religiosas, y así hizo con Archilla, a la que dio privilegio de villazgo, y vendió a don Juan Hurtado en 1578. Era este rico caballero un famoso abogado de Guadalajara, regidor de dicha ciudad, y casado con doña Juana de Cartagena y Balmaseda. Su hija, doña Juana Hurtado, casó con don Luis Antonio de Alarcón. A finales del siglo XVI, el señorío de Archilla pasó a la noble familia alcarreña de los Dávalos. Su primer poseedor en esta rama fué don Hernando Dávalos, constructor de magnífico palacio en la plaza del mismo nombre de Guadalajara. En poder de esta familia se mantuvo el pueblo hasta la abolición de los señoríos en el siglo XIX.

Según Salazar y Castro, en el tomo III de la «Casa de Lara», los señores de esta familia que poseyeron Archilla fueron los siguientes: Hernando Dávalos y Sotomayor, del Consejo de Castilla y procurador en Cortes por el estado de los hijosdalgo de Guadalajara, sucediéndole sus descendientes:

don Alonso Dávalos y Sotomayor

don Fernando Dávalos y Sotomayor

don Francisco Domingo Dávalos y Sotomayor, caballero de Calatrava, mayordomo de don Juan de Austria

doña María Dávalos, viuda del primer marqués de Villatoya.

Cuando el Cardenal Lorenzana, arzobispo de Toledo, hizo unas «Relaciones» de su obispado al estilo de las de Felipe II, el señor de Archilla era el marqués de Tejada, que por entonces (siglo XVIII) residía en Medina del Campo.

Son escasos los monumentos artísticos que encierra Archilla. El más importante es la iglesia parroquial, pero también existen algunas casonas señoriales, y muchas construcciones de arquitectura popular alcarreña muy bonitas. La mencionada iglesia parroquial está dedicada a la Asunción de María, y en su origen fué construcción románica, quizás levantada por iniciativa de su señor el arzobispo don Rodrigo. Pero las modificaciones y arreglos posteriores la han bastardeado totalmente, mostrando hoy de interesante solamente su gran espadaña triangular con arcos para las campanas, y en el interior aparece, en su única nave, unas cubiertas de arcos entrelazados, de tradición gótica aunque hechos ya en el siglo XVI. Hay sendas casonas antiguas, con escudos heráldicos. Son las de los Bedoya y los Medrano. Muy bonita también la calle de la Fuente, junto al río.

En los pasados meses, las gentes de Archilla, animadas tanto por su alcalde como por el presidente de la Asociación Cultural «Amigos de Archilla», han tratado de encontrar un Escudo Heráldico que sirva de representación y emblema a su villa. En ese sentido, hemos elaborado un proyecto que actualmente se encuentra en trámites de aprobación por las instancias oficiales pertinentes, y que sería de acuerdo a la siguiente descripción:       

escudo español, de azur con un cofre o arca de plata, cortado de gules con un matraz y un escalpelo de oro, y en la campaña o punta de plata un puente de un solo ojo en su color y mazonado de sable, sobre ondas de azur y plata. Al timbre, la corona real cerrada.

La explicación de estas armas heráldicas sería la siguiente: en primer lugar, el propio nombre del pueblo, ARCHILLA, derivado del castellano antiguo archiella o arquilla, podría ser representado como un pequeño cofre o arca de metal noble. En segundo lugar, el hecho histórico de haber pertenecido en señorío durante algún tiempo del siglo XII a un famoso médico de Guadalajara llamado don Gonzalo, podría permitir la colocación en el emblema heráldico de la villa de Archilla de algunos ele­mentos propios de la práctica médica medieval, como un matraz de cristal y un escalpelo, también en metal noble. Y en tercer lugar, el hecho de estar condicionada la existencia geográfica de la villa por el río Tajuña que baña su término, sobre el que existen algunos puentes, podría dar lugar a la inclusión en la parte inferior del mismo de un puente sobre las ondas de un río.

La ermita sixtina de Valdeaveruelo

         

La tarde de invierno discurre apacible por los valles, ya verdeantes, de la Campiña. Un pequeño arroyo que baja desde las ondulaciones de la Sierra, se va ensanchando camino del Torote. Ríen los prados y apuntan las yemas de los sauces. El carrascal todavía adusto marca el contrapunto severo. Los viajeros han llegado hasta el lugar de Valdeaveruelo, que se encuentra a un lado de la zigzagueante carretera que desde Guadalajara por Cabanillas conduce a El Casar y a Uceda luego. Allí les reciben su amigo el pintor de barbas, el joven alcalde deportivo, la concejala de cultura, que es toda bondad, y un grupo de niños que siguen jugando a las mil cosas sonoras de una tarde de domingo.

Valdeaveruelo es uno de esos pueblos en los que apenas si hay algo para ver. A lo largo de los últimos años se han renovado casi todas las casas. Han surgido «hotelitos» por doquier, y el pueblo todo recibe ahora un cierto aire europeo al tener sus edificios aislados unos de otros, las calles pavimentadas, una alameda despejada y una chopera en ciernes que han plantado entre todos hace unas semanas. Su historia es apenas perceptible, pues aparte de ser lugar de repoblación surgido probablemente cuando la reconquista de la zona, en que recibió el nombre del entorno que ocupaba, poco más puede decirse de él: perteneció desde el siglo XII al Común aforado de Villa y Tierra de Guadalajara, pasando más tarde, probablemente en el siglo XVII, por venta de la Corona, a la familia ilustre de los duques de Medinaceli, quienes recibieron el vasallaje y ejercieron el señorío de sus gentes y tierras.

Aparte del paisaje apacible y doméstico del valle en que asienta, poco más hay que ver en Valdeaveruelo. La iglesia parroquial se alza en lo alto de la costanilla en que reposa el caserío. Es una iglesia de ladrillo y mampostería, apenas sin otro detalle artístico que su cuadrada torre de las campanas, y la galería arqueada que se abre sobre el muro sur, dejando colarse el sol del invierno sobre el embaldosado.

Abajo, al final del caserío, rumbo a la alameda del valle, está la ermita de la Virgen de las Angustias, que es la pieza artística y monumental más destacable del pueblo, y la que con seguridad va a dar qué hablar próximamente, pues a pesar de su sencilla apariencia exterior, conserva dentro una serie de elementos de arte que la hacen muy singular y realmente la constituyen en pieza única del patrimonio artístico de la Campiña del Henares. Por fuera no distingue el viajero otra cosa que los cuatro muros encalados del edificio, que se abre por una portada de clásico estilo bigeminado, con dos arcos separados por una columna, que remata a su vez en capitel jónico, sobre el que aparece tallado en piedra un raro escudo que a pesar de sus repintes aun permite observar cinco llagas sangrantes sobre el campo liso: es el emblema heráldico de Jesucristo.

Esa portada, orientada al levante, se protege de un atrio cubierto a tres vertientes, y apoyado en sendas columnas de piedra que rematan en capiteles jónicos y sobre ellos zapatas de tallada madera. En la parte interna de la viga maestra que sujeta ese atrio, aparece tallada la leyenda que dice cómo fué un matrimonio, ‑él se llamaba José y ella Inés‑, que en 1668 pagaron de sus pecunios la construcción de esta ermita, o al menos su reconstrucción en la forma en que hoy la vemos.

El interior reserva a los viajeros su sorpresa magnífica. Mientras que las paredes están blancas, solamente el muro del fondo ocupado por un feo altar que sirve para realzar la presencia de una talla de la Virgen de las Angustias en forma de Soledad, ofrece una alteración a su monotonía. Alzando los ojos, encontramos una sorprendente vista de pinturas y grutescos. Se trata de una cúpula en forma hemisférica, en la que tres niveles de ornamentos compiten por hacer de ella un cúmulo de refinada decoración.

En el centro, una complicada piña de escayola serviría en tiempos para que de ella colgara la gran lámpara votiva de plata que hoy ya no está. En un nivel más inferior, una serie de rosetones inscritos en medallones poligonales, dan con su color una sensación de riqueza decorativa que, finalmente, se completa con el nivel inferior, de grandes cuadros que alternando en sus formas, completan un conjunto de ocho paneles en los que, con un arte tosco y rural, pero muy expresivo, aparecen otras tantas escenas de la Pasión de Cristo dibujadas y policromadas.

Son estas escenas las que representan a la Oración en el Huerto de Getsemaní, Jesús ante Pilatos, el Despojo de las Vestiduras, la Coronación de Espinas, la Flagelación, Cristo mostrado al pueblo como «Ecce Homo», Cristo caído con la Cruz a Cuestas, y la Crucifixión en el monte Calvario. Esta última está destruida en parte, pues fué realizado un hueco en la parte de muro sobre la que luce, para empotrar en él el retablo de la ermita. Una pena porque es lo único que descompone el agradable conjunto de pinturas, cada una de las cuales se enmarca por complicados marcos de escayola al modo renacentista italiano, aunque ya con un innegable aire de barroco popular.

Todo este conjunto pictórico que remata la techumbre de la ermita de la Virgen de las Angustias de Valdeaveruelo tiene el valor intrínseco de lo que su belleza formal y su antigüedad de dos siglos encierra. Pero añade otro valor más, y es el de su infrecuencia, pues esa forma de decorar una sencilla ermita de las afueras de un pueblo es algo absolutamente inusual, y convierte a este monumento en un excepcional punto de referencia para valorar el arte popular del siglo XVIII en sus finales. Los colores, ya desvaídos, de pinturas y marcos, están pidiendo una restauración que les devuelva su primitivo brillo. Ello conllevaría el rescate, no solo de la mejor pieza artística de Valdeaveruelo, sino una de las más destacadas del arte rural de la Campiña del Henares. En cualquier caso, un nuevo elemento que añadir al patrimonio artístico de nuestra tierra, una nueva meta a la que peregrinar en pos de las huellas del arte generado por nuestros antepasados.