Romancos en el corazón de la Alcarria

viernes, 29 abril 1988 0 Por Herrera Casado

 

Ahora que la primavera va asegurando su reinado, que las tardes de los domingos se ofrecen anchas y luminosas, casi calurosas, es ocasión propicia para salir a ver esos pequeños pueblos que se desperdigan por la geografía provincial, mínimos y bien cuidados, oferentes de su olor, de su silueta, de su palpitar antiguo y centenario. Uno de esos lugares bien pudiera ser Romancos, en el valle del Tajuña, cerca de Brihuega, y allí se fué, por dar ejemplo, este viajero hace unas tardes. A ventear el aire y distraer la soledad de sus domingos.

Sobre un irregular oterillo, en la confluencia de dos arroyos que, cada uno por su vallejo, bajan desde la meseta alcarreña, y corren luego unidos hasta el cercano y más ancho valle del Tajuña, se nos presenta este pueblo de Romancos, que por su nombre viene a indicarnos la presencia de los romanos en tiempos antiguos por sus cercanías. Parece indudable, según atestiguan documentos antiguos, que por el valle del Tajuña, o quizás por los altos de su margen derecha, pasaba una vía romana de segundo orden. Se han hallado junto al río restos de una villa romana.

Aquí se encuentra el viajero con un paisaje típicamente alcarreño, con huertos junto al arroyo, olivares y carrascos en las laderas, y cereal en los altos y en las vertientes poco empinadas de los montes. Antiguamente, espesos bosques de nogales cubrían su término, y había una planta de este tipo, la noguera de Socasa, tan inmensamente grande, que en el siglo XVI vino a verla el historiador Morales, quien hizo constar su admiración en por ella en «Las Antigüedades de España». Así lo leímos cierta vez en el amarillento paginar de tan venerable librote.

Es necesario echar un vistazo a la historia de este lugar: perteneció Romancos al Común de Villa y Tierra de Guadalajara, y en 1184, junto con otros lugares, esta comunidad se lo donó a don Gonzalo, un médico dueño de varios pueblos en el río Tajuña. Este lo dejó luego, y vino a parar al señorío que, en torno a Brihuega, habían formado los arzobispos de Toledo. En este señorío eclesiástico y feudal permaneció Romancos hasta el siglo XVI. En 1564 se hizo villa por sí, pagando al Rey ocho mil ducados. Pero después, Felipe II vendió el señorío del pueblo al secretario real don Juan Fernández de Herrera, y éste en 1580 se lo traspasó a don Diego de Ansúrez, vecino de Brihuega, en cuyo poder estuvo hasta 1586, momento en que la villa ejerció el derecho de tanteo, rescatándose y haciéndose señora de sí misma, pagando por ello nuevamente la fuerte suma de doce mil ducados.

Pero quizás porque el empeño para conseguir dicha cantidad fué imposible de remontar, y el Rey volvió a poner a la venta el pueblo de Romancos, en 1606, adquiriéndolo los Velasco, marqueses de Salinas del Río Pisuerga, quienes lo poseyeron en señorío hasta el siglo XIX. Los impuestos que cobraban eran bien suaves (12 gallinas, 2 orzas de miel y 60 reales cada año) pero el solo hecho del vasallaje, y aún añadida la circunstancia de que durante el siglo XVIII sus señores residieron en América, hizo insufrible a los de Romancos esta dependencia. La Constitución de 1812, aboliendo los señoríos particulares, eliminó esta situación.

Paseando por Romancos, el viajero se encuentra a gusto, porque encuentra limpio y en orden el entorno. Hay una plaza mayor enorme, con fuente y caserones de traza popular y entrañable. Abajo, junto a las huertas, encontramos la iglesia parroquial, que está dedicada a Nuestra Señora de la Concepción. Es un interesante ejemplar de arquitectura religiosa, construido en la primera mitad del siglo XVI. Su fuerte fábrica de sillar y sillarejo muestra dos puertas orientadas, a norte y a poniente. Esta última se compone de un sencillo arco de tres lóbulos, redondeados, sostenidos por jambas de junquillos de pequeños capiteles de decoración vegetal. Pero la puerta principal, orientada al norte, es más llamativa y vigorosa: es todo un cromo de arte antiguo: se compone de gran arco conopial ornado con cardinas, florones, etc., muy en la tradición del gótico final o isabelino. Junto a estas líneas ponemos su imagen, por dar una idea de cómo es solemne y peculiar.

El interior de esta iglesia se compone de tres naves, de grandes proporciones. Presenta capiteles y conjuntos ornamentales en los collarines de los pilares que separan las naves, mostrando carátulas y elementos simbólicos. A los pies del templo, un coro alto con balaustrada decorada con elementos platerescos, pero de tono muy popular, lo mismo que el friso en madera que corre bajo dicho coro. También es muy interesante la puerta de subida al coro desde la nave. Esta decoración de tipo plateresco popular es muy propia de este templo que, por ello, merece ser visitado. No exagero al decir que nada igual puede encontrarse en toda la provincia de Guadalajara. Imagínese el lector una decoración, tallada en piedra, y en madera, que esté a caballo entre lo románico simplón y el renacentista culto: esa melodía exótica es la que suena al contemplar carátulas y medallones de la iglesia de Romancos.

Cubriendo parte del inmenso muro del presbiterio, hay un retablo con algunas pinturillas de mediano mérito. Antiguamente tuvo un señor retablo que entre guerras y olvidos se perdió para siempre.

Se va el viajero de Romancos, con el regusto de haber estado sumido, un rato largo, en la vida cordial y casera de un pueblo alcarreño. La atmósfera parece como un producto de herboristería: huele a salvia, se pintan las aliagas amarillas por las cuestas, y, como es domingo, hay niños por todas las esquinas. Al bajar la cuesta rumbo al Tajuña, en las afueras del pueblo, se ve la ermita de la Soledad, del siglo XVIII, con un escudo episcopal en su portada. Pronto queda todo atrás, ya en la memoria: y el viajero pide entonces a sus lectores que vayan a ese rincón de la provincia, que alimenten, como él lo hace, su morral con visitas, con sonidos, con palabras que no entumezcan el alma, sino que la apliquen y abran a horizontes nuevos.