La ermita sixtina de Valdeaveruelo

viernes, 1 abril 1988 0 Por Herrera Casado

         

La tarde de invierno discurre apacible por los valles, ya verdeantes, de la Campiña. Un pequeño arroyo que baja desde las ondulaciones de la Sierra, se va ensanchando camino del Torote. Ríen los prados y apuntan las yemas de los sauces. El carrascal todavía adusto marca el contrapunto severo. Los viajeros han llegado hasta el lugar de Valdeaveruelo, que se encuentra a un lado de la zigzagueante carretera que desde Guadalajara por Cabanillas conduce a El Casar y a Uceda luego. Allí les reciben su amigo el pintor de barbas, el joven alcalde deportivo, la concejala de cultura, que es toda bondad, y un grupo de niños que siguen jugando a las mil cosas sonoras de una tarde de domingo.

Valdeaveruelo es uno de esos pueblos en los que apenas si hay algo para ver. A lo largo de los últimos años se han renovado casi todas las casas. Han surgido «hotelitos» por doquier, y el pueblo todo recibe ahora un cierto aire europeo al tener sus edificios aislados unos de otros, las calles pavimentadas, una alameda despejada y una chopera en ciernes que han plantado entre todos hace unas semanas. Su historia es apenas perceptible, pues aparte de ser lugar de repoblación surgido probablemente cuando la reconquista de la zona, en que recibió el nombre del entorno que ocupaba, poco más puede decirse de él: perteneció desde el siglo XII al Común aforado de Villa y Tierra de Guadalajara, pasando más tarde, probablemente en el siglo XVII, por venta de la Corona, a la familia ilustre de los duques de Medinaceli, quienes recibieron el vasallaje y ejercieron el señorío de sus gentes y tierras.

Aparte del paisaje apacible y doméstico del valle en que asienta, poco más hay que ver en Valdeaveruelo. La iglesia parroquial se alza en lo alto de la costanilla en que reposa el caserío. Es una iglesia de ladrillo y mampostería, apenas sin otro detalle artístico que su cuadrada torre de las campanas, y la galería arqueada que se abre sobre el muro sur, dejando colarse el sol del invierno sobre el embaldosado.

Abajo, al final del caserío, rumbo a la alameda del valle, está la ermita de la Virgen de las Angustias, que es la pieza artística y monumental más destacable del pueblo, y la que con seguridad va a dar qué hablar próximamente, pues a pesar de su sencilla apariencia exterior, conserva dentro una serie de elementos de arte que la hacen muy singular y realmente la constituyen en pieza única del patrimonio artístico de la Campiña del Henares. Por fuera no distingue el viajero otra cosa que los cuatro muros encalados del edificio, que se abre por una portada de clásico estilo bigeminado, con dos arcos separados por una columna, que remata a su vez en capitel jónico, sobre el que aparece tallado en piedra un raro escudo que a pesar de sus repintes aun permite observar cinco llagas sangrantes sobre el campo liso: es el emblema heráldico de Jesucristo.

Esa portada, orientada al levante, se protege de un atrio cubierto a tres vertientes, y apoyado en sendas columnas de piedra que rematan en capiteles jónicos y sobre ellos zapatas de tallada madera. En la parte interna de la viga maestra que sujeta ese atrio, aparece tallada la leyenda que dice cómo fué un matrimonio, ‑él se llamaba José y ella Inés‑, que en 1668 pagaron de sus pecunios la construcción de esta ermita, o al menos su reconstrucción en la forma en que hoy la vemos.

El interior reserva a los viajeros su sorpresa magnífica. Mientras que las paredes están blancas, solamente el muro del fondo ocupado por un feo altar que sirve para realzar la presencia de una talla de la Virgen de las Angustias en forma de Soledad, ofrece una alteración a su monotonía. Alzando los ojos, encontramos una sorprendente vista de pinturas y grutescos. Se trata de una cúpula en forma hemisférica, en la que tres niveles de ornamentos compiten por hacer de ella un cúmulo de refinada decoración.

En el centro, una complicada piña de escayola serviría en tiempos para que de ella colgara la gran lámpara votiva de plata que hoy ya no está. En un nivel más inferior, una serie de rosetones inscritos en medallones poligonales, dan con su color una sensación de riqueza decorativa que, finalmente, se completa con el nivel inferior, de grandes cuadros que alternando en sus formas, completan un conjunto de ocho paneles en los que, con un arte tosco y rural, pero muy expresivo, aparecen otras tantas escenas de la Pasión de Cristo dibujadas y policromadas.

Son estas escenas las que representan a la Oración en el Huerto de Getsemaní, Jesús ante Pilatos, el Despojo de las Vestiduras, la Coronación de Espinas, la Flagelación, Cristo mostrado al pueblo como «Ecce Homo», Cristo caído con la Cruz a Cuestas, y la Crucifixión en el monte Calvario. Esta última está destruida en parte, pues fué realizado un hueco en la parte de muro sobre la que luce, para empotrar en él el retablo de la ermita. Una pena porque es lo único que descompone el agradable conjunto de pinturas, cada una de las cuales se enmarca por complicados marcos de escayola al modo renacentista italiano, aunque ya con un innegable aire de barroco popular.

Todo este conjunto pictórico que remata la techumbre de la ermita de la Virgen de las Angustias de Valdeaveruelo tiene el valor intrínseco de lo que su belleza formal y su antigüedad de dos siglos encierra. Pero añade otro valor más, y es el de su infrecuencia, pues esa forma de decorar una sencilla ermita de las afueras de un pueblo es algo absolutamente inusual, y convierte a este monumento en un excepcional punto de referencia para valorar el arte popular del siglo XVIII en sus finales. Los colores, ya desvaídos, de pinturas y marcos, están pidiendo una restauración que les devuelva su primitivo brillo. Ello conllevaría el rescate, no solo de la mejor pieza artística de Valdeaveruelo, sino una de las más destacadas del arte rural de la Campiña del Henares. En cualquier caso, un nuevo elemento que añadir al patrimonio artístico de nuestra tierra, una nueva meta a la que peregrinar en pos de las huellas del arte generado por nuestros antepasados.