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septiembre, 1984:

El científico alcarreño Luís del Río Lara

 

En la ancha galería de personajes ilustres que la tierra alcarreña ha dado al mundo, no podía faltar la figura del briocense Luís del Río Lara, ilustre científico, pionero en muchos aspectos, y olvidado injustamente. Se trata de una de las per­sonalidades más relevantes en el pa­norama de la Historia de la Medici­na española, y podría colocársele en una imaginaria orla de los médicos positivistas más notables, junto a Cajal, Rubio, Ariza o Letamendi. El abrió un camino en la nueva ciencia española, recluido en sus cátedras y en sus laboratorios bioquímicos y anatomopatológicos. Calladamente a base de años de vocación y estu­dio, que son las dos armas básicas para saber medicina, levantó unos auténticos cimientos sobre los que luego apoyaría la nueva bioquímica y bacteriología españolas.

Luís del Río y Lara nació en Bri­huega en 1855. Murió también en Brihuega, apartado ya por jubilación de su trabajo y sus relaciones, olvi­dado de todos, en 1939, pocos me­ses después de concluida la Guerra Civil española. Fue a estudiar Medi­cina a Madrid, formándose adecua­damente, como alumno interno, en el entonces prestigioso Hospital de la Princesa. Allí se puso en contacto con la rama más avanzada y pro­gresista de la Medicina española, concretamente con el Instituto de Técnica Operatoria fundado por Fe­derico Rubio. Nuestro personaje en­tró a trabajar en el laboratorio de histopatología que dirigía allí Euge­nio Gutiérrez, pionero en España de esta materia.

Una vez concluidos sus estudios, fue nombrado ayudante de clases prácticas de histología y anatomía patológica en la Facultad de Medici­na de Madrid, junto al entonces ca­tedrático Aureliano Maestre de San Juan. Tras su etapa formativa, en la que pudo estar en contacto con las figuras y las técnicas más avanzadas de la especialidad, del Río marchó a Sevilla para participar en la docencia que impartía la Escuela Li­bre de Medicina y Cirugía, que ha­bía fundado antes Rubio y Galí, y que entonces tenía en Ariza y luego en Roquero los puntales de los nue­vos estudios e investigaciones sobre anatomía patológica en España.

En 1892 se abrieron cátedras de histología en varias universidades españolas. Del Río opositó a ellas, y ganó la de Zaragoza. Allá estuvo muchos años, lo mejor de su vida, enseñando y aprendiendo. Durante 30 años, nuestro personaje formó otras tantas promociones de médi­cos, y los inculcó los nuevos modos de ver la medicina, basados en los aspectos bioquímicos del enfermar, dando también sus clases, ya más tradicionales, de Histología, Anato­mía Patológica y Microbiología. En la Universidad zaragozana creó un laboratorio para enseñanza y prác­tica de estas disciplinas, realizando allí numerosos experimentos, espe­cialmente relacionados con la actinomicosis.

De su estancia en Zaragoza proce­den la mayoría de las publicaciones de Luís del Río. Empezó sus estu­dios sobre la actinomicosis en 1900, y poco antes, en 1898, publicó la primera edición de unos «Elemen­tos de microbiología para uso de los estudiantes de Medicina y Veterina­ria», que puede considerarse como el primer libro español de texto, de­dicado de forma monográfica, a la microbiología, separada ya entonces de forma total, de la anatomía pato­lógica. Años después, y todavía en Zaragoza, publicó un «Manual de técnica micrográfica, histoquímica y citología» (1923), de uso universitario, al igual que el subsiguiente «Manual de histología normal» que publicó en 1924, y que venían a ser unas útiles obras de generalización y ofrenda práctica de todos los co­nocimientos de las respectivas ma­terias puestas al día.

También fue activo participante en los diversos congresos y reuniones que sobre su especialidad médi­ca se hicieron por entonces. Y así, en el IX Congreso Internacional de Higiene y Demografía, que se cele­bró en Madrid en 1898, presentó va­rias comunicaciones muy interesan­tes, y obtuvo una medalla de oro.

La actividad fundamental de Luís del Río, sin embargo, se centró en sus trabajos de laboratorio, para los que contó siempre con una vocación sin límites, aunque con medios eco­nómicos restringidos. Tanto en Se­villa primero, como luego en Zara­goza y finalmente en Madrid, el brio­cense del Río fue pionero en el mon­taje de las instituciones de investigación en torno a la microbiología, y en ese sentido es reconocido uná­nimente por los tratadistas de historia de la Medicina. Sin embargo, en su propia tierra natal fue poco apreciado, quizá por el aislamiento intelectual y científico de esta pro­vincia, especialmente en los años en que del Río actuó: y así vemos que Diges Antón, en su obra sobre «Bio­grafías de hijos ilustres de la provin­cia de Guadalajara», no menciona al sabio briocense.

Luís del Río Lara alcanzó en 1923 la cátedra de Histología en la Facul­tad de Medicina de la Universidad de Madrid, cuando dicha cátedra quedó vacante a la jubilación de don Santiago Ramón y Cajal. Continuó unos años más en lugar de tanto prestigio, y se mantuvo en su línea de trabajo constante y hombría de bien. Es de justicia que ahora, en este Glosario por donde las tierras las historias y las gentes de Guada­lajara desfilan para cumplida memoria, figura la silueta, aunque sea en breve rasgo, de tan ilustre cien­tífico y médico alcarreño como fue Luís del Río Lara.

Bibliografía:

Báguena, M. J.: La Microbiología española del siglo XIX, Valencia, tesis doctoral, 1983.

López Piñero, J.M. y otros: «Dic­cionario histórico de la ciencia mo­derna en España», Madrid, 1983.

Zubiri Vidal, F.: Historia de la Real Academia de Medicina de Zaragoza, Zaragoza, 1976.

Antiguos oficios de Guadalajara

 

Es inútil insistir en el hecho de que Guadalajara tuvo, en el siglo XVI, la época de su mayor dinamismo y fuerza: una variedad tal de gentes, de hechos azañosos, de nue­vos edificios, que es fácil calificar aquella época como la «Edad Dora­da» de la ciudad.

Ya hemos recordado en otras ocasiones la erección de monumen­tos, palacios y conventos singulares, cuando el estilo plateresco unido al tradicional mudéjar, puso el brillo de lo moderno sobre las cuatro es­quinas de la antigua Arriaca. Y tam­bién las figuras de próceres, de eru­ditos, de guerreros y herejes que en Guadalajara esculpieron sus biogra­fías a golpes de dolor y éxitos. Pero esa otra parcela del humano sopor­te, la que conforma la sociedad y, en definitiva, mueve el mundo, cual es el pueblo llano que en el laborar de cada día pone su cifra, su escudo y su pirueta, nos muestra también, en derroche de datos, algunos aspec­tos de lo que fue aquella Guadalaja­ra del siglo XVI, cuajada de gentes de todos los países, burgo moderno y atracción de cuantos querían labrarse un porvenir seguro.

En los legajos polvorientos que atesora el Archivo Histórico Provin­cial, sito en el Palacio del Infanta­do de Guadalajara, se encuentran datos inacabables y curiosísimos so­bre la vida de nuestra ciudad en los siglos pretéritos. De allí voy a sacar, como al azar de una baraja, unas cuantas figuras, quizás sin relieve, pero sí reveladoras de un modo de vida, puntas de témpano que enseñan los derroteros por los que la sociedad de aquel tiempo caminaba. Son todos ellos datos rigurosos tomados de diversos legajos del men­cionado Archivo de Protocolos no­tariales, especificando de cada uno el lugar o fuente histórica de donde los he tomado.

Creo que es interesante sacar ahora, en este momento de alegría desbordante y amor sin barreras a la ciudad, estos nombres que nos hablan de antiguos oficios, de vie­jos quehaceres que hoy pudieran sorprender. Al hilo de las ocupacio­nes, salen también los nombres de algunos que merecerían, por la per­fección que pusieron en sus obras, pasar a la historia del arte.

Un oficio de porvenir y provecho, allá por 1569, era el de empedrador, consistente en ponerle pavimento a las calles, los caminos, los puentes o incluso soportales y zaguanes de ca­sas. Para ser maestro en el oficio había que seguir una «carrera» que precisaba de varios años de apren­dizaje y otros de oficialía, amén de varios exámenes y acúmulo de expe­riencia. En ese año se presentó a examen un tal Eugenio de Auñón, quien se vio ante un tribunal for­mado por los «peritos» o veedores puestos por el Ayuntamiento cada año. Para este trámite, y que a la sazón eran Francisco de Buenvecino, Juan de Riaza y Pedro el Rojo, titulados «veedores y examinadores del oficio y arte de empedradores y albañilería y carpintería de la ciu­dad…». El tribunal se formó con ellos, y con don Gutierre de Torres, regidor y representante del Conce­jo, y Alonso López, escribano real y notario de los hechos. El examen al que sometieron al aspirante fue suave… «llenar de Piedra tosca y nybelar llanamente una calle y un patio, y de piedra menuda una cla­raboya de buelta rredonda e un jay­rado e unos manojos rromanos y desde abaxo y de fazer un çymiento de barro y un quarto de casa de alto de quatro tapias en alto y un tejado a dos aguas acabado con ofi­çio y con un caballete de yeso y barro, e por tanto le declaravan e declararon por hexamynado del di­cho oficio», aprobándole en él y dándole finalmente la cédula para poder ejercer por su cuenta (1).

Aquellos que habían conseguido, tras seguir algunos estudios y pasar por experiencias varias, tener bue­na letra, podían opositar a un buen empleo como ayudante de escribano. Esto le ocurrió en 1567 al viz­caíno Francisco Dengraba, vecino de Rentería, que en Guadalajara en­contró trabajo en el gabinete de don Juan de Contreras, criado y «ofici­nista principal» del duque del In­fantado. En las dependencias admi­nistrativas del primer Mendoza se generaba un enorme volumen de bu­rocracia, dado que aquí en Guadalajara estaba centralizado el Tribunal de Justicia señorial, la Contaduría principal y toda la administración propia de unos estados inmensos.

Al referido vizcaíno -joven que, como tantos otros del país norteño, tuvo que emigrar a Castilla a en­contrar un trabajo con el que po­der vivir, ya que su «país» no le ofrecía otra cosa que o irse al mar o echarse al monte con los gana­dos- le pagaron catorce ducados anuales por su trabajo, además de la comida durante todo ese tiempo. Y se lo había de pagar Contreras de esta manera: «de los mysmos escri­tos que escribiere en vuestro estudio lo que se montare, y si no alle­garen lo que se sacare de los dichos escritos a los dichos catorce duca­dos que me los habeys de pagar de vuestra propya hacienda en fin del dicho año y si pasare el balor de los dichos escritos de los dichos ca­torze ducados, han de ser para mí (2).

También como lagereros se ga­naban muchos alcarreños la vida en aquella época. Cuando la Alcarria toda producía aceite de fama mundial, y el verdor de los olivos inundaba páramos, navas y cuestarro­nes. En 1567, Juan Molinero y Pe­dro López, vecinos de Valdeavella­no, fueron contratados por Catalina Martínez de Fresneda, viuda de Francisco de Masilla, para servir de lagareros en el molino aceitero que esta señora tenía «en el arrabal de San Roque, extramuros de la ciudad de Guadalajara» (3). Por esa zo­na de San Roque había varios mo­linos aceiteros en aquella época, en el camino que desde la ciudad su­bía, atravesando espeso bosque, has­ta la ermita del santo.

Uno de los oficios bien pagados, y de prestigio, que podían tenerse en la Guadalajara del siglo XVI era el de maestro cantero. La mayoría de ellos eran montañeses, santanderinos, venidos de los dominios men­docinos de las Asturias de Santilla ­y de la merindad de Trasmiera Uno de ellos fue Pedro de Mazeteve, que vino del lugar de Bárcena, en la Trasmiera, traído por su tío del mismo nombre, cantero allá, y fue puesto de aprendiz junto al afama­do Juan de Ballesteros, el autor de numerosas obras de cantería en la ciudad y alrededores, y maestro ma­yor de las obras de los duques del Infantado Era 1573. El joven, de 18 ó 20 años, venía encantado a la Castilla linajuda donde los señores de su pueblo, como todopoderosos monarcas, tenían su Corte y sus mi­lagros. Se le puso al servicio de Ba­llesteros por espacio de cinco años, y en ese tiempo, el maestro se obligaba a darle de comer, beber, ves­tir y calzar «honesta y moderadamente y como sea costumbre a dar a otros aprendices», y además le de­bía prestar herramientas y materiales «con que labre y aderece, o pa­ra trazar cuando quisiere», siempre que no fuera en sus horas de traba­jo. Al terminar es tiempo, en el que el muchacho trabajaría a las órdenes de Ballesteros, este le daría «un vestido mediado» y las herramientas necesarias para poder ejer­cer su trabajo como oficial cantero (4).

Como este podríamos recordar muchísimos otros casos. Quizás sea aún más curioso el documento o «Carta de Servicio» en el que Juan de Acedo, cantero, vecino de la montañesa localidad de Ambrusero, pero a la sazón (1572) estante en Guadalajara, ponía a su sobrino Juan de Pomar al servicio del maestro de cantería Juan de Ballesteros, que, como antes decía, era el de mayor prestigio en Guadalajara por aquellos días. Le ponía a su servicio por dos años, y se escribía así el documento: él os a de serbir y bos le abeis de dar de comer y beber bes­tir y calzar lo que ubiere menester onesta y moderadamente, y el bes­tido conforme a aprendiz y le abeis de enseñar el oficio y arte de can­tería lo que pudiera de sy e la avilidad del dcho ju° de pumar bastare y le aveis de dar tinta y papel y pluma, compas y yeso para que traze y se ensaye en hazer figuras y otras cosas tocantes al dcho offº y arte y en esto a de poder ocupar el dho Juº de pomar los ratos que quisie­re después de haldado de su traba­jo y obra y acabado el dho tiempo le aveis de dar una escoda y una pica y dos cinceles y dos yerros y un bestido con el qual a de salir de vues­tro servicio que sea tan bueno y al­go mejor que el que el dho ju° de pomar tiene al presente…» (5). Ver­daderamente curiosa la forma en que los jóvenes de la época se ha­cían con la práctica y aun maestría de un arte tan fundamental como era el de construir edificios. (Dícese, y este es un tema para investigar más despacio, que los canteros mon­tañeses, allí donde iban, fundaban sectas de carácter paramasónico, con lenguajes y ceremonias de esoterismo incierto, Leer a Sánchez Dragó y su «Gárgoris y Habidis», tomo cuarto, donde con más detalle se interroga sobre el tabú de la construc­ción y cantería).

Y van surgiendo oficios, nombres, artesanías, primeras y últimas figu­ras de la zarabanda ciudadana arria­cense, cuando no había encierros de toros, pero sí hermosas procesiones con invenciones famosas (hoy carrozas) en las que los gremios y las instituciones del burgo enseñaban su mejor cara. Entre el polvo de los papeles surge el nombre de Luís Carvajal, bordador, de quien en­cuentro el testamento, hecho el 1 de enero de 1572 (6) y en él se dice que pedía ser sepultado en la iglesia de San Esteban. Fue un artista sin­gular, que puso su vida y su empe­ño en el noble arte de entremezclar hilos de varias calidades y colores para conseguir lujosas piezas de ce­remonial religioso o boato profano: en su testamento cita algunas de las piezas que creó, y en esa fecha aún le debían: una casulla, un frontal de altar, unas albas, estolas y manípulos para la iglesia de Fontanar; una capa toda bordada de rica imagnine­ría, tasada nada menos que en 50.000 maravedíes, para la iglesia del lugar de Valbueno; una Magda­lena y una Santa María Egipciaca, a un labrador de Beleña que dice lla­marse Negrales; una capa de difun­tos de paño negro, de gran lujo, para la iglesia de San Esteban, de la que debía ser parroquiano, y que de­ja su cobro muy en el aire, como si barruntara que pronto se iba a usar esa capa en honor y recuerdo suyo; y Otras muchas cosas, como unas cenefas «bordadas al romano sobre te­las de oro» para los altares de la iglesia de San Miguel…

El aire, el tiempo, el olvido… to­do se lo llevó de aquella Guadalaja­ra singular, única, quizás mejor que la nuestra, desde luego más curio­sa, misteriosa y apasionante a nuestros ojos. Estos retazos breves han sido destellos de una época, que hoy, en medio del bullicio incesante de la Fiesta, hemos querido rescatar como fiel contrapunto a la alegría.

Fuentes documentales

(1) -Archivo Histórico Provin­cial de Guadalajara (A.H.P.G.) ­Protocolo 105 -Escribano Juan Fernández.

(2) -A.H.P.G. ‑Protocolo 132‑ Escribano Pedro Medinilla, fol. 145.

(3) -A.H.P.G. -Protocolo 132‑ Escribano Pedro Medinilla, fol. 168v.

(4) -A.H.P.G. ‑Protocolo 136‑ Escribano Pedro Medinilla.

(5) -A.H.P.G. -Protocolo 135‑ Escribano Pedro Medinilla.

(6) -A.H.P.G. ‑Protocolo 156‑ Escribano Juan Medina de Roa.

Guadalajara, retazos del pasado

 

Cuando la fiesta llega, puntual a su cita, a nuestra ciudad de Guadalajara, parece que a mu­chos interesa rebuscar otra vez en las páginas de su pasado, co­mo si el paseo por las antiguas callejas y el repaso de sus viejos monumentos, trajera un aire de más auténtica ciudadanía, una versión más pura del burgo, en un intento de recuperar el tiem­po ido.

No es Guadalajara un emporio de monumentalidad ni un de­rroche de joyas del arte antiguo. Tuvo en tiempos un esplendor que no supo mantener. La rique­za y ostentación de unos se vio luego, pasados los siglos, derri­bada por los sueldos y la deja­dez o desidio de otros, permitió que desaparecieran inestimables edificios y entornos ciudadanos. Pero aún con lo poco que aún guarda nuestra ciudad, si se cui­dara como debe, y aún se promo­cionara en lo que cabe, resalta­ría como una interesante ciudad castellana, en la que podría pa­ladearse el aire seguro de los si­glos remotos.

No es este momento de dedi­carse a la evocación intensa, concentrada. El sonido del cohe­te y la charanga parece alejar con prisa cualquier meditación sobre la Guadalajara pretérita. Pero si es ocasión propicia para ofrecer motivos de entretener las horas varias de la Feria en andar, como en puntillas, los ámbitos serenos, silenciosos, don de la voz del pasado puede oírse con pompa.

Y es esa época concreta del Renacimiento, del siglo XVI especialmente, en la que Guada­lajara fue más bella misma, creadora de su leyenda y de su historia más socorrida, la que bien podríamos andar en esta suerte acompaña, al gran pala­cio de don Antonio de Mendoza, antiguo Instituto de Enseñan­za Media, que se levantó en me­dio del barrio de la Judería allá por los comienzos de la decimosexta centuria, con la pompa solemne del nuevo estilo traído de Italia: será Lorenzo Vázquez, el arquitecto mendocino, quien tra­ce equilibradas proporciones del espacio y la materia, cuaje en zapatas y capiteles su inspira­ción estudiosa de la antigüedad romana, y ponga el nuevo con­cepto de residencia señorial en clave de confort, superando la tradición castillera del país; más adelante, por encargo de doña Brianda de Mendoza, será Alonso de Covarrubias quien trasfor­me en convento el palacio, y añada la iglesia de la Piedad al mismo, con una portada en la que el genio y la pericia escultó­rica del autor quedó bien paten­te. Un detalle de esa prodigiosa puerta aparece junto a estas lí­neas, y quizás sea la única que pueda contemplar el curioso pues las obras que desde hace años se están llevando a cabo en su interior, y ahora interrumpi­das, hacen muy difícil la con­templación de esta joya para el simple turista. ­

De aquellos años, principios del siglo XVI, podrá el curioso hallar memoria si da un paseo por la plaza de Dávalos, a las es­paldas del ayuntamiento. Allá se encuentra, en una esquina que el sol de media tarde ilumina y viste de oro pardo, el antiguo palacio de los Dávalos y Soto­mayor. Un sencillo patio con ca­piteles del más pretérito rena­cimiento alcarreño, escudos de la familia, y musgos viejos le confieren un aire parsimonioso e inédito para la mayoría. La portada luce también blasones familiares, columnas, entablamentos, y hasta un par de ca­balleros en lucha. Y en interior, vacío y sin vida, contiene algu­nos artesonados de la misma época, de valor incalculable.

Sobre la plaza de Santo Do­mingo, antaño lugar del merca­do semanal de los martes, y hoy uno de los puntos abiertos de en­cuentro ciudadano, se yergue la blanca y fuerte silueta de la iglesia de San Ginés, antes con­ventual de Santo Domingo. Es­tos frailes, y su prior fray Bar­tolomé Carranza, que lo fue al­gún tiempo en el siglo XVI, le­vantaron un templo fastuoso, que pensaron cubrir con una fachada tan grande y ostentosa como la de su convento de San Esteban en Salamanca. No llegó a tanto, por falta de dineros, conflictos con otros frailes, y procesamiento del superior, pero aún entre la desgastada piedra de Horche se adivinan las figu­ras de los Hércules en lo alto, los escudos de la Orden de Predica­dores, y algunas cabezas en me­dallones ocupando el intradós del arco de la portada, en esbo­zo que recuerda lo que la Sacristía de las Cabezas de la Catedral de Sigüenza alcanzó a conseguir.

Otro estilo, radicalmente dis­tinto, contrapuesto aún con el plateresco que adornó los seve­ros y medidos espacios renacen­tistas, fue el mudéjar, que en Guadalajara tuvo también gran predicamento, desde el momen­to de la reconquista en el siglo XI, hasta el XVI que comenta­mos. La capilla de Luís de Lu­cena es un soberbio ejemplo, hoy perfectamente restaurado, de es­ta época. Su autor, un humanis­ta concienzudo, pensador, mate­mático y médico que llegó a ser­lo de los Papas, puso en esta capilla que él quiso para ente­rramiento, -aunque los avatares de la vida dejaron sus huesos en Roma para siempre- el aire más tradicional que cabía en la Guadalajara de su época. El olvidó un momento las lecciones de proporción, de recuperación de lo antiguo, de sabiduría grie­ga o romana que preconizaban los antiguos y optó por hacer, en el estilo de su tierra, una capilla-­panteón con ladrillos y piedra caliza solamente. En el interior, años después de su muerte, el florentino Cincinato puso color e historias en forma de pintura a los techos. En ellos estalla hoy la hora del Renacimiento alcarre­ño más genuino.

Cerca, en el templo de Santa María, hoy concatedral de Gua­dalajara, también podrá encon­trar el viajero o curioso algún testimonio de una época esplén­dida. Tras pasar las puertas de genuino sabor árabe, el fondo de la nave se ocupa con un retablo todo tallado en madera y policromado con exquisitez. Es obra del siglo XVII en sus comienzos, realizada en la propia ciudad, mostrando una serie de altorre­lieves con escenas de la vida de Cristo y la Virgen, de gran cali­dad. La «Adoración de los Pasto­res», uno de sus paneles bajos, podemos contemplarla junto a estas líneas.

Son imágenes que surgen al hilo de un paseo, en el devanar de los recuerdos, de una ciudad con historia y pasado solemne. De aquella época crucial van quedando progresivamente me­nos recuerdos, y en días como éstos que se avecinan, casi es imposible su rescate: pero las imágenes de unos edificios, los espacios, callejas y estructuras, revelan lo que fue Guadalajara, y acrecienta en muchos el deseo de conocer su historia, el ir y venir de sus personajes, la fra­gancia inacabable de sus mejores días.

El convento de San Francisco en Molina

 

El pasado fin de semana, los días 1 y 2 de septiembre, han tenido lu­gar en la ciudad de Molina de Ara­gón las celebraciones del Día de la Provincia, que han recibido un im­pulso renovado y de extraordinarias dimensiones culturales y sociales, de reinstaurarse después de un período de 8 años en que dicha celebración no había tenido lugar. La Excelentí­sima Diputación Provincial de Guadalajara, en un alarde de ofrecimien­to de actos a los pueblos de nuestra tierra, y con un fondo de organiza­ción perfecta, ha estrenado para es­ta ocasión un nuevo centro cultural recuperado para la provincia: el antiguo templo del Convento de San Francisco de Molina, más conocido, popularmente, por «el Giraldo». Se trata de una obra importante de ar­quitectura, en la que los diversos si­glos y estilos artísticos fueron de­jando múltiples huellas, y aunque el aspecto exterior y total da una apa­riencia de obra barroca, en el inte­rior aparecen conjuntados los mo­dos de hacer gótico, renacimiento y barroco, con amalgama continua de escudos nobiliarios, imágenes talla­das en piedra, y espacios aboveda­dos que le confieren un equilibrio dignísimo.

En este lugar, Molina de Aragón recupera una obra de arte que na­ció de una antiquísima institución histórica, cual fue el convento de la Orden franciscana, y al mismo tiem­po gana un nuevo lugar en el que la cultura ha de ser protagonista. Este centro cultural, que acaba de nacer para la ciudad del Gallo y para Gua­dalajara entera, bien merece que hoy le dediquemos nuestro recuer­do, y hacer por las páginas de su historia y los pálidos muros de su arquitectura un somero repaso.

De su historia podemos decir que fue hacia 1280‑84 que se fundó este monasterio. Y que lo hizo la señora y condesa de Molina doña Blan­ca, hija de don Alonso y doña Mafalda Manrique de Lara. Ya en el testamento de 1293, esta señora pi­de ser enterrada en el altar de Santa Isabel, en el monasterio que ella había construido en Molina. En este su testamento, doña Blanca dejó ciertas donaciones con destino a es­te su monasterio: manda a los fran­ciscanos que, con su cuerpo, recojan 4.000 maravedíes anuales, a sacar del pecho que pagan los judíos de Molina, el día de San Miguel de ca­da año, para que de ellos vistan y coman los frailes claustrales para quienes hizo la fundación, volviendo a repetir en esta ocasión, que si no lo ocupasen «frailes de clausura» que pase automáticamente a los clé­rigos del Cabildo de Molina. Esto daría en el futuro muchos proble­mas en la ciudad por competencias y afanes de posesión sobre este edificio e institución.

Al morir doña Blanca, el rey Sancho de Castilla colaboró en la construcción y mantenimiento de este convento. En el siglo XIV fue la reina doña Catalina, mujer de Enrique III, quien les dio nuevas subvenciones sobre la moneda blanca y la martiniega de la ciudad. La construcción del templo y edificio se fue completando poco a poco, y de él llegó a poder decir el cronista ­molinés Elgueta que «llegó a ser tan rico, que los religiosos vivían como caballeros, y el guardián del convento se trataba como un Obisp­o, y tenía caballos y perros de caza alcones para su regalo». Otras familias molinesas, además de los Rey­es, hicieron entregas generosas al convento: los Malo, Garcés, condes e Priego, los Ruiz de Molina y Ruiz de Marcilla fundaron sendas capillas en la iglesia.

A comienzos del siglo XVI, la tranquila vida molinesa y francisca­na se vio turbada cuando la reforma de fray Francisco Ximénez de Cisneros vino a extirpar muchas lacras que afeaban lo que debía ser mues­tra y limpio ejemplo del hacer reli­gioso. Se puso en marcha la aboli­ción de la regla claustral, y el in­tento de poner en él la reforma de la Observancia, como se estaba ha­ciendo en toda Castilla. El guardián de los franciscanos «a la vieja usan­za» de Molina, fray Gonzalo de Ta­rancón, se opuso abiertamente al pretendido cambio, y se redujo en el convento de forma tal que pare­cía desde fuera estar sometido a un asedio guerrero. Por las buenas no hubo forma de hacer doblegar su empeño y, llevando el asunto a la propia Corte, el Emperador Carlos V, en 1525, extendió una Provisión Real, en la que mandaba a su algua­cil de Casa y Corte, Cristóbal Ca­cho, que con la «ayuda de Regido­res, Oficiales, Justicias, Caballeros, Escuderos e hombres buenos de la Villa» sacaran del edificio a los frai­les claustrales y pusiera a los de la Observancia regular en posesión del mismo

Tras este problema, ya resuelto «por las bravas», vino otro: el Cabildo de clérigos de Molina intentó quedarse con la institución, aducien­do que ya habían desaparecido los monjes claustrales de ella. En 1527 solucionó el licenciado Inestrosa el problema un tanto «a la salomóni­ca»: dividió en tres partes los bienes en litigio, y dio una al Cabildo de clérigos molineses, otra a los frailes y otra a los patronos particulares. Ello trajo disensiones, a veces trans­formadas en auténticos altercados públicos, entre los clérigos del cabil­do y los frailes franciscanos.

El destrozo de los franceses ter­minó con la vida de este convento, que desde 1812 permaneció abando­nado, y a partir de la Desamortización de Mendizábal en 1835 quedó a disposición del Estado, que colocó entre sus muros el Hospital de San­to Domingo, y a su cuidado a las re­ligiosas de Santa Ana. Hoy sigue es­ta comunidad cuidando el Internado de Ancianos del Señorío, donde se da acojo a muchos venerables viejecillos de la tierra molinesa que allí pasan sus últimos años cuidados por las religiosas.

El edificio de la iglesia, propiedad del Ayuntamiento de Molina de Aragón, es el que ha sido ahora res­taurado perfectamente y puesto al servicio de la comunidad. En prin­cipio fue un edificio de puras líneas góticas, que a lo largo de los siglos sufrió reformas, algunas tan sustan­ciales, que supusieron su renovación total en el siglo XVIII. El gran coro que tenía a los pies, ha sido eli­minado en la actual reforma restauradora para dar mayor amplitud y grandiosidad a la nave única. Esta ­es de altos muros blancos, con pilastras de tipo barroco en sus capi­teles adosados, rematando en bóveda encañonada. El crucero, amplísi­mo, Se culmina por gran cúpula he­misférica con linterna, y a los lados de la nave y en los extremos del cru­cero se abren varias capillas, de las que destacan las de los Lara, de tra­dición gótica, y las de los Malo y los Ruiz de Marcilla, en hermoso resplandor renacentista. La portada abre al norte, mostrando un ingreso, del siglo XVIII muy sencillo y elegante, y sobre el extremo levante se yergue la torre, llamada «del Giraldo» por tener como remate una gran veleta metálica que muestra una figura con grandes alas. Esta to­rre está dentro del estilo del círcu­lo del arquitecto Fando, que construyó similares torres en las iglesias de Arbeteta y Terzaga. A un costa­do de los pies del templo, se abre la capilla de la Venerable Orden Ter­cera con portada barroca y ábside semicircular.

El acondicionamiento que se ha hecho, poniendo este magno edificio, casi catedralicio, al servicio de la cultura molinesa, ha consistido en la limpieza, añadido de elementos perdidos, y acoplamiento de luces y sonido, así como el mobiliario nece­sario, que lo convierte en uno de los salones de actos más espectaculares y bellos que posee la provincia de Guadalajara. Rematando el conjun­to, y llenando por completo la pared del fondo del presbiterio, se ha puesto, en interminable pergamino, un buen fragmento del Fuero moli­nés, aderezado con figuras de los monumentos de Molina y su escudo. Es preciso reconocer que con este mural podía haberse hecho algo me­jor, más acorde con los tiempos en que estamos, y con más imaginación o creatividad artística de lo que se ha hecho. Pero de todos modos, es una forma digna de completar el en­torno, que, repito, vine a ser un nuevo lugar de encuentro con la cultura, la tradición y el espíritu de nuestra tierra, y más concretamente de la tierra molinesa.