Guadalajara, retazos del pasado
Cuando la fiesta llega, puntual a su cita, a nuestra ciudad de Guadalajara, parece que a muchos interesa rebuscar otra vez en las páginas de su pasado, como si el paseo por las antiguas callejas y el repaso de sus viejos monumentos, trajera un aire de más auténtica ciudadanía, una versión más pura del burgo, en un intento de recuperar el tiempo ido.
No es Guadalajara un emporio de monumentalidad ni un derroche de joyas del arte antiguo. Tuvo en tiempos un esplendor que no supo mantener. La riqueza y ostentación de unos se vio luego, pasados los siglos, derribada por los sueldos y la dejadez o desidio de otros, permitió que desaparecieran inestimables edificios y entornos ciudadanos. Pero aún con lo poco que aún guarda nuestra ciudad, si se cuidara como debe, y aún se promocionara en lo que cabe, resaltaría como una interesante ciudad castellana, en la que podría paladearse el aire seguro de los siglos remotos.
No es este momento de dedicarse a la evocación intensa, concentrada. El sonido del cohete y la charanga parece alejar con prisa cualquier meditación sobre la Guadalajara pretérita. Pero si es ocasión propicia para ofrecer motivos de entretener las horas varias de la Feria en andar, como en puntillas, los ámbitos serenos, silenciosos, don de la voz del pasado puede oírse con pompa.
Y es esa época concreta del Renacimiento, del siglo XVI especialmente, en la que Guadalajara fue más bella misma, creadora de su leyenda y de su historia más socorrida, la que bien podríamos andar en esta suerte acompaña, al gran palacio de don Antonio de Mendoza, antiguo Instituto de Enseñanza Media, que se levantó en medio del barrio de la Judería allá por los comienzos de la decimosexta centuria, con la pompa solemne del nuevo estilo traído de Italia: será Lorenzo Vázquez, el arquitecto mendocino, quien trace equilibradas proporciones del espacio y la materia, cuaje en zapatas y capiteles su inspiración estudiosa de la antigüedad romana, y ponga el nuevo concepto de residencia señorial en clave de confort, superando la tradición castillera del país; más adelante, por encargo de doña Brianda de Mendoza, será Alonso de Covarrubias quien trasforme en convento el palacio, y añada la iglesia de la Piedad al mismo, con una portada en la que el genio y la pericia escultórica del autor quedó bien patente. Un detalle de esa prodigiosa puerta aparece junto a estas líneas, y quizás sea la única que pueda contemplar el curioso pues las obras que desde hace años se están llevando a cabo en su interior, y ahora interrumpidas, hacen muy difícil la contemplación de esta joya para el simple turista.
De aquellos años, principios del siglo XVI, podrá el curioso hallar memoria si da un paseo por la plaza de Dávalos, a las espaldas del ayuntamiento. Allá se encuentra, en una esquina que el sol de media tarde ilumina y viste de oro pardo, el antiguo palacio de los Dávalos y Sotomayor. Un sencillo patio con capiteles del más pretérito renacimiento alcarreño, escudos de la familia, y musgos viejos le confieren un aire parsimonioso e inédito para la mayoría. La portada luce también blasones familiares, columnas, entablamentos, y hasta un par de caballeros en lucha. Y en interior, vacío y sin vida, contiene algunos artesonados de la misma época, de valor incalculable.
Sobre la plaza de Santo Domingo, antaño lugar del mercado semanal de los martes, y hoy uno de los puntos abiertos de encuentro ciudadano, se yergue la blanca y fuerte silueta de la iglesia de San Ginés, antes conventual de Santo Domingo. Estos frailes, y su prior fray Bartolomé Carranza, que lo fue algún tiempo en el siglo XVI, levantaron un templo fastuoso, que pensaron cubrir con una fachada tan grande y ostentosa como la de su convento de San Esteban en Salamanca. No llegó a tanto, por falta de dineros, conflictos con otros frailes, y procesamiento del superior, pero aún entre la desgastada piedra de Horche se adivinan las figuras de los Hércules en lo alto, los escudos de la Orden de Predicadores, y algunas cabezas en medallones ocupando el intradós del arco de la portada, en esbozo que recuerda lo que la Sacristía de las Cabezas de la Catedral de Sigüenza alcanzó a conseguir.
Otro estilo, radicalmente distinto, contrapuesto aún con el plateresco que adornó los severos y medidos espacios renacentistas, fue el mudéjar, que en Guadalajara tuvo también gran predicamento, desde el momento de la reconquista en el siglo XI, hasta el XVI que comentamos. La capilla de Luís de Lucena es un soberbio ejemplo, hoy perfectamente restaurado, de esta época. Su autor, un humanista concienzudo, pensador, matemático y médico que llegó a serlo de los Papas, puso en esta capilla que él quiso para enterramiento, -aunque los avatares de la vida dejaron sus huesos en Roma para siempre- el aire más tradicional que cabía en la Guadalajara de su época. El olvidó un momento las lecciones de proporción, de recuperación de lo antiguo, de sabiduría griega o romana que preconizaban los antiguos y optó por hacer, en el estilo de su tierra, una capilla-panteón con ladrillos y piedra caliza solamente. En el interior, años después de su muerte, el florentino Cincinato puso color e historias en forma de pintura a los techos. En ellos estalla hoy la hora del Renacimiento alcarreño más genuino.
Cerca, en el templo de Santa María, hoy concatedral de Guadalajara, también podrá encontrar el viajero o curioso algún testimonio de una época espléndida. Tras pasar las puertas de genuino sabor árabe, el fondo de la nave se ocupa con un retablo todo tallado en madera y policromado con exquisitez. Es obra del siglo XVII en sus comienzos, realizada en la propia ciudad, mostrando una serie de altorrelieves con escenas de la vida de Cristo y la Virgen, de gran calidad. La «Adoración de los Pastores», uno de sus paneles bajos, podemos contemplarla junto a estas líneas.
Son imágenes que surgen al hilo de un paseo, en el devanar de los recuerdos, de una ciudad con historia y pasado solemne. De aquella época crucial van quedando progresivamente menos recuerdos, y en días como éstos que se avecinan, casi es imposible su rescate: pero las imágenes de unos edificios, los espacios, callejas y estructuras, revelan lo que fue Guadalajara, y acrecienta en muchos el deseo de conocer su historia, el ir y venir de sus personajes, la fragancia inacabable de sus mejores días.