Antiguos oficios de Guadalajara

viernes, 21 septiembre 1984 0 Por Herrera Casado

 

Es inútil insistir en el hecho de que Guadalajara tuvo, en el siglo XVI, la época de su mayor dinamismo y fuerza: una variedad tal de gentes, de hechos azañosos, de nue­vos edificios, que es fácil calificar aquella época como la «Edad Dora­da» de la ciudad.

Ya hemos recordado en otras ocasiones la erección de monumen­tos, palacios y conventos singulares, cuando el estilo plateresco unido al tradicional mudéjar, puso el brillo de lo moderno sobre las cuatro es­quinas de la antigua Arriaca. Y tam­bién las figuras de próceres, de eru­ditos, de guerreros y herejes que en Guadalajara esculpieron sus biogra­fías a golpes de dolor y éxitos. Pero esa otra parcela del humano sopor­te, la que conforma la sociedad y, en definitiva, mueve el mundo, cual es el pueblo llano que en el laborar de cada día pone su cifra, su escudo y su pirueta, nos muestra también, en derroche de datos, algunos aspec­tos de lo que fue aquella Guadalaja­ra del siglo XVI, cuajada de gentes de todos los países, burgo moderno y atracción de cuantos querían labrarse un porvenir seguro.

En los legajos polvorientos que atesora el Archivo Histórico Provin­cial, sito en el Palacio del Infanta­do de Guadalajara, se encuentran datos inacabables y curiosísimos so­bre la vida de nuestra ciudad en los siglos pretéritos. De allí voy a sacar, como al azar de una baraja, unas cuantas figuras, quizás sin relieve, pero sí reveladoras de un modo de vida, puntas de témpano que enseñan los derroteros por los que la sociedad de aquel tiempo caminaba. Son todos ellos datos rigurosos tomados de diversos legajos del men­cionado Archivo de Protocolos no­tariales, especificando de cada uno el lugar o fuente histórica de donde los he tomado.

Creo que es interesante sacar ahora, en este momento de alegría desbordante y amor sin barreras a la ciudad, estos nombres que nos hablan de antiguos oficios, de vie­jos quehaceres que hoy pudieran sorprender. Al hilo de las ocupacio­nes, salen también los nombres de algunos que merecerían, por la per­fección que pusieron en sus obras, pasar a la historia del arte.

Un oficio de porvenir y provecho, allá por 1569, era el de empedrador, consistente en ponerle pavimento a las calles, los caminos, los puentes o incluso soportales y zaguanes de ca­sas. Para ser maestro en el oficio había que seguir una «carrera» que precisaba de varios años de apren­dizaje y otros de oficialía, amén de varios exámenes y acúmulo de expe­riencia. En ese año se presentó a examen un tal Eugenio de Auñón, quien se vio ante un tribunal for­mado por los «peritos» o veedores puestos por el Ayuntamiento cada año. Para este trámite, y que a la sazón eran Francisco de Buenvecino, Juan de Riaza y Pedro el Rojo, titulados «veedores y examinadores del oficio y arte de empedradores y albañilería y carpintería de la ciu­dad…». El tribunal se formó con ellos, y con don Gutierre de Torres, regidor y representante del Conce­jo, y Alonso López, escribano real y notario de los hechos. El examen al que sometieron al aspirante fue suave… «llenar de Piedra tosca y nybelar llanamente una calle y un patio, y de piedra menuda una cla­raboya de buelta rredonda e un jay­rado e unos manojos rromanos y desde abaxo y de fazer un çymiento de barro y un quarto de casa de alto de quatro tapias en alto y un tejado a dos aguas acabado con ofi­çio y con un caballete de yeso y barro, e por tanto le declaravan e declararon por hexamynado del di­cho oficio», aprobándole en él y dándole finalmente la cédula para poder ejercer por su cuenta (1).

Aquellos que habían conseguido, tras seguir algunos estudios y pasar por experiencias varias, tener bue­na letra, podían opositar a un buen empleo como ayudante de escribano. Esto le ocurrió en 1567 al viz­caíno Francisco Dengraba, vecino de Rentería, que en Guadalajara en­contró trabajo en el gabinete de don Juan de Contreras, criado y «ofici­nista principal» del duque del In­fantado. En las dependencias admi­nistrativas del primer Mendoza se generaba un enorme volumen de bu­rocracia, dado que aquí en Guadalajara estaba centralizado el Tribunal de Justicia señorial, la Contaduría principal y toda la administración propia de unos estados inmensos.

Al referido vizcaíno -joven que, como tantos otros del país norteño, tuvo que emigrar a Castilla a en­contrar un trabajo con el que po­der vivir, ya que su «país» no le ofrecía otra cosa que o irse al mar o echarse al monte con los gana­dos- le pagaron catorce ducados anuales por su trabajo, además de la comida durante todo ese tiempo. Y se lo había de pagar Contreras de esta manera: «de los mysmos escri­tos que escribiere en vuestro estudio lo que se montare, y si no alle­garen lo que se sacare de los dichos escritos a los dichos catorce duca­dos que me los habeys de pagar de vuestra propya hacienda en fin del dicho año y si pasare el balor de los dichos escritos de los dichos ca­torze ducados, han de ser para mí (2).

También como lagereros se ga­naban muchos alcarreños la vida en aquella época. Cuando la Alcarria toda producía aceite de fama mundial, y el verdor de los olivos inundaba páramos, navas y cuestarro­nes. En 1567, Juan Molinero y Pe­dro López, vecinos de Valdeavella­no, fueron contratados por Catalina Martínez de Fresneda, viuda de Francisco de Masilla, para servir de lagareros en el molino aceitero que esta señora tenía «en el arrabal de San Roque, extramuros de la ciudad de Guadalajara» (3). Por esa zo­na de San Roque había varios mo­linos aceiteros en aquella época, en el camino que desde la ciudad su­bía, atravesando espeso bosque, has­ta la ermita del santo.

Uno de los oficios bien pagados, y de prestigio, que podían tenerse en la Guadalajara del siglo XVI era el de maestro cantero. La mayoría de ellos eran montañeses, santanderinos, venidos de los dominios men­docinos de las Asturias de Santilla ­y de la merindad de Trasmiera Uno de ellos fue Pedro de Mazeteve, que vino del lugar de Bárcena, en la Trasmiera, traído por su tío del mismo nombre, cantero allá, y fue puesto de aprendiz junto al afama­do Juan de Ballesteros, el autor de numerosas obras de cantería en la ciudad y alrededores, y maestro ma­yor de las obras de los duques del Infantado Era 1573. El joven, de 18 ó 20 años, venía encantado a la Castilla linajuda donde los señores de su pueblo, como todopoderosos monarcas, tenían su Corte y sus mi­lagros. Se le puso al servicio de Ba­llesteros por espacio de cinco años, y en ese tiempo, el maestro se obligaba a darle de comer, beber, ves­tir y calzar «honesta y moderadamente y como sea costumbre a dar a otros aprendices», y además le de­bía prestar herramientas y materiales «con que labre y aderece, o pa­ra trazar cuando quisiere», siempre que no fuera en sus horas de traba­jo. Al terminar es tiempo, en el que el muchacho trabajaría a las órdenes de Ballesteros, este le daría «un vestido mediado» y las herramientas necesarias para poder ejer­cer su trabajo como oficial cantero (4).

Como este podríamos recordar muchísimos otros casos. Quizás sea aún más curioso el documento o «Carta de Servicio» en el que Juan de Acedo, cantero, vecino de la montañesa localidad de Ambrusero, pero a la sazón (1572) estante en Guadalajara, ponía a su sobrino Juan de Pomar al servicio del maestro de cantería Juan de Ballesteros, que, como antes decía, era el de mayor prestigio en Guadalajara por aquellos días. Le ponía a su servicio por dos años, y se escribía así el documento: él os a de serbir y bos le abeis de dar de comer y beber bes­tir y calzar lo que ubiere menester onesta y moderadamente, y el bes­tido conforme a aprendiz y le abeis de enseñar el oficio y arte de can­tería lo que pudiera de sy e la avilidad del dcho ju° de pumar bastare y le aveis de dar tinta y papel y pluma, compas y yeso para que traze y se ensaye en hazer figuras y otras cosas tocantes al dcho offº y arte y en esto a de poder ocupar el dho Juº de pomar los ratos que quisie­re después de haldado de su traba­jo y obra y acabado el dho tiempo le aveis de dar una escoda y una pica y dos cinceles y dos yerros y un bestido con el qual a de salir de vues­tro servicio que sea tan bueno y al­go mejor que el que el dho ju° de pomar tiene al presente…» (5). Ver­daderamente curiosa la forma en que los jóvenes de la época se ha­cían con la práctica y aun maestría de un arte tan fundamental como era el de construir edificios. (Dícese, y este es un tema para investigar más despacio, que los canteros mon­tañeses, allí donde iban, fundaban sectas de carácter paramasónico, con lenguajes y ceremonias de esoterismo incierto, Leer a Sánchez Dragó y su «Gárgoris y Habidis», tomo cuarto, donde con más detalle se interroga sobre el tabú de la construc­ción y cantería).

Y van surgiendo oficios, nombres, artesanías, primeras y últimas figu­ras de la zarabanda ciudadana arria­cense, cuando no había encierros de toros, pero sí hermosas procesiones con invenciones famosas (hoy carrozas) en las que los gremios y las instituciones del burgo enseñaban su mejor cara. Entre el polvo de los papeles surge el nombre de Luís Carvajal, bordador, de quien en­cuentro el testamento, hecho el 1 de enero de 1572 (6) y en él se dice que pedía ser sepultado en la iglesia de San Esteban. Fue un artista sin­gular, que puso su vida y su empe­ño en el noble arte de entremezclar hilos de varias calidades y colores para conseguir lujosas piezas de ce­remonial religioso o boato profano: en su testamento cita algunas de las piezas que creó, y en esa fecha aún le debían: una casulla, un frontal de altar, unas albas, estolas y manípulos para la iglesia de Fontanar; una capa toda bordada de rica imagnine­ría, tasada nada menos que en 50.000 maravedíes, para la iglesia del lugar de Valbueno; una Magda­lena y una Santa María Egipciaca, a un labrador de Beleña que dice lla­marse Negrales; una capa de difun­tos de paño negro, de gran lujo, para la iglesia de San Esteban, de la que debía ser parroquiano, y que de­ja su cobro muy en el aire, como si barruntara que pronto se iba a usar esa capa en honor y recuerdo suyo; y Otras muchas cosas, como unas cenefas «bordadas al romano sobre te­las de oro» para los altares de la iglesia de San Miguel…

El aire, el tiempo, el olvido… to­do se lo llevó de aquella Guadalaja­ra singular, única, quizás mejor que la nuestra, desde luego más curio­sa, misteriosa y apasionante a nuestros ojos. Estos retazos breves han sido destellos de una época, que hoy, en medio del bullicio incesante de la Fiesta, hemos querido rescatar como fiel contrapunto a la alegría.

Fuentes documentales

(1) -Archivo Histórico Provin­cial de Guadalajara (A.H.P.G.) ­Protocolo 105 -Escribano Juan Fernández.

(2) -A.H.P.G. ‑Protocolo 132‑ Escribano Pedro Medinilla, fol. 145.

(3) -A.H.P.G. -Protocolo 132‑ Escribano Pedro Medinilla, fol. 168v.

(4) -A.H.P.G. ‑Protocolo 136‑ Escribano Pedro Medinilla.

(5) -A.H.P.G. -Protocolo 135‑ Escribano Pedro Medinilla.

(6) -A.H.P.G. ‑Protocolo 156‑ Escribano Juan Medina de Roa.