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mayo, 1982:

Historia del franciscanismo en Guadalajara (y III)

 

Será el siglo XVI el que, como antes se ha citado, verá el más denso crecimiento en nuestra tierra de la Orden Seráfica. La influencia del franciscanismo sobre la sociedad alcarreña se densifica al máximo. Entre los monasterios ya fundados y los que ahora se crean, puede calcularse con cierta aproximación que, en los finales de la centuria, son dos docenas de casas vivas las que existen en el territorio provincial, con una cantidad de unos 500 seres, entre frailes y monjas, que profesan el franciscanismo militante.

Será el primero de estos núcleos espirituales el que nace en la Guadalajara rica y creciente de 1524, cuando late en ella la pasión del conocimiento, las tertulias eruditas del palacio del Infantado, y por corredores y estrados el movimiento erasmista va recogiendo adeptos y purificando al pueblo. En el caserón, magnífico y lujoso de don Antonio de Mendoza, su sobrina Brianda erigirá convento de franciscanos bajo el titulo de la Piedad. Lo que había sido gran casona en la que el lujo del primer Renacimiento, por mano de Lorenzo Vázquez y Alonso de Covarrubias, había ganado un nombre merecido a Guadalajara, se transformó en esa fecha en una casa de oración y recogimiento, aumentada en los años con riquezas y los nombres de las hijas de las mejores y más nobles casas de la Alcarria. Tras muchos avatares después de la Desamortización del siglo XIX, este Convento sirvió para Cárcel, para Diputación Provincial, para Museo y para Instituto de Enseñanza Media, acabando hoy en la solitaria presencia de sus puertas cerradas.

En 1525, otro pueblo alcarreño, del área de los condes de Cifuentes, tendrá también su monasterio mendicante: Escamilla, en cuyo derredor creció la muralla y junto a ella -hoy en densa arboleda de antiguas presencias ruinosas-tuvo cenobio franciscano por fundación en ese año de don Hernando de Silva. Dos años después, 1527, la propia villa de Cifuentes será albergue amoroso para otra conjunción de monjas, estas capuchinas y bajo el patrocinio de Nuestra Señora de la Fuente, o de Belén. Al mismo don Hernando de Silva se debe la fundación  y erección de edificios y de la iglesia, con llegada de objetos de culto, tierras y rentas varias. En sus celdas, el espíritu devocional del siglo XVIII dio pálpito a algunas monjas de extraordinarias dotes: sor María Inés Martínez de la Cruz y Santa Rosa, «la monja de Trillo», como la llamaban, tuvo notorias dotes místicas. Y así otras muchas.

Otros dos años después, en el de 1529, arribaron las monjas a nuestra tierra. Una fundación se hace en Sigüenza: las batas de Villanuño, hermanas de un poderoso señor noble del obispado, deciden juntarse con otras devotas mujeres y crear un convento, que en principio se pone en la parte alta del burgo, pared por medio de la iglesia románica de Santiago. Años después, ya en nuestro siglo, bajarían a la alameda y junto a la iglesia de Nuestra Señoras de los Huertos, en la orilla gótica del río Henares, permanecen bajo la regla parda de Santa Clara. Ese año de 1529, la ciudad de Guadalajara recibirá nueva fundación, esta vez de una de las más ricas y humanistas familias de la ciudad: los Gómez de Ciudad Real. Fue don Pedro, caballero de guerras y aficionado a las poesías, quien cedió varias casas de su propiedad junto a la antigua parroquia de San Ginés hoy plaza de la Diputación y puso allí un nutrido grupo de franciscas menores, concepcionistas a secas, construyendo un fuerte y elegante convento que llegó entero hasta este mismo siglo nuestro

Pasado el ecuador de la centuria, en 1557 llegan los franciscanos a Cogolludo, la puerta de nuestra serranía. Es don Juan de la Cerda, duque de Medinaceli, gran señor que tiene en la plaza mayor del pueblo su fachada y sus armas talladas en piedra, quien trata de dar a su villa un nuevo servicio, espiritual en esta ocasión, y pone allí una comunidad, bajo la advocación de San Antonio, como convento y a la par Colegio de Misioneros que acudirán a evangelizar, más allá de las pardas extensiones de alto Henares, hasta la misma Oceanía. La guerra de la Independencia acabó con esta casa santa, de la que hoy sólo leves muros, alguna portada de severa línea, permanecen en pie.

En 1567, otra vez la Alcarria verá llegar a la grey franciscana: Escariche tendrá un convento monjil que don Nicolás Polo Cortés, señor de la villa, funda para dar cobijo, entre otras, a seis de sus hijas, llamadas por la vida religiosa con rara unanimidad. El resto de la Comunidad la traería desde las concepcionistas de Guadalajara. Puso su gran palacio señorial para utilidad del convento, y levantó adjunto un templo de reminiscencias góticas, hoy casi en ruinas, pero con el cuajado recuerdo de aquella comunidad viva, y pueblerina.

El flujo fundacional de conventos religiosos que padeció en su vida última la princesa de Éboli, dio lugar a que en su villa de Pastrana, y una vez fracasada la casa teresiana y carmelita en la que ella misma probó sus ineptitudes, fundara en 1574 otro convento, y lo pusiera en el mismo edificio. Esta vez sería para monjas concepcionistas, que al mando de doña Felipa de Acuña y Mendoza, vinieron desde Toledo. Es ésta una de las pocas comunidades monjiles que, a pesar de su inestable nacimiento en una época, una villa y una familia en crisis, logró sobreponerse a todas ellas y llegar, viva y dinámica, hasta nuestros días.

La Alcarria sigue, como un jardín verdeante y prolífico, dando cabida a los franciscanos. Así será Auñón, junto al Tajo, donde se pondrá nueva casa de frailes: es el año 1578, y será su fundador el señor de la villa, el potentado tesorero real don Melchor de Herrera. En ese convento vivieron largos años figuras insignes de la religión francisca como fray Martín de la Ascensión y Aguirre, protomártir del, Japón y elevado a los altares; fray Miguel de Yela o Auñón, que escribió una historia sobre la virgen del Madroñal, y aun el mismo don Diego de la Calzada, obispo de Salona y auxiliar del de Toledo, que en la villa alcarreña quedó a descansar de su ajetreada vida.

Otro de los conventos que aún pervive con latido, en idéntico edificio en el que fue lanzado a marchar, es el de Santa Clara de Molina, que aunque recibió el papeleo fundacional en 1537 se puso realmente en marcha, construido definitivamente, hasta 1584. La familia que ejemplarmente labró y puso hasta la última gota de sus caudales en darle vida, fue la de los Malos de Molina. La iglesia que utilizaron las monjas, venidas a poblar desde Huete, fue la románica de don Pero Gómez, levantada en los primeros días del Señorío. Tuvo desde su nacimiento, y hasta hoy en día, una especie de llamada unánime frente a las gentes de la tierra molinesa. Recibió en su seno a las hijas de muchas familias del territorio: heredó tierras y rentas, generó cariños y estuvo siempre en el corazón unánime, amplio como las sesmas mismas, del altiplano molinés.

En la ciudad de Guadalajara, y como una fundación más que añadir a las cuatro ya existentes en ese momento, una iniciativa privada vino a dotar en 1589 a la ciudad de un nuevo convento franciscano. Era indudable la importancia socio‑económica de la ciudad del Henares. El aumento de población suscitaba estas necesidades: fue un descendiente de los Medinaceli y Gómez de Ciudad Real, llamado don Antonio Arias Dávila, quien a su muerte testó a favor de la orden franciscana descalza, para que en Guadalajara pusiesen convento y le titularan de Antonio de Padua. Se levantó extramuros, al otro lado del barranco occidental, y aún hoy ese escueto y poco profundo vallejo ostenta en el lenguaje popular el nominativo de San Antonio, en recuerdo de aquel convento del que ni una sola piedra ha quedado.

Tamajón, a la sazón rico y populoso enclave en la entrada de la Sierra Central, tuvo también casa -y bien grande y nutrida- de franciscanos. Los señores de la villa, los omnipresentes y omnipotentes Mendozas, fueron sus fundadores en 1592. Doña María de Mendoza y de la Cerda fue quien en concreto dio las primeras pautas, creativas y económicas, de esta casa. Nada menos que 12.000 ducados de los de aquella época, sonora cantidad, sirvió para levantar el convento en la «Nava pequeña» junto a Tamajón. Las limosnas posteriores de las gentes serranas, su cariño a la Orden, y el atento socorro que en lo espiritual supieron dar estos frailes a las gentes del fío contorno, sirvieron para dar hondura a este encalve.

La última fundación franciscana del siglo XVI en Guadalajara es que en 1599 se erige en Fuentelencina, para monjas concepcionistas, y a cargo exclusivamente del Concejo. Una gran cantidad para ello fue entregada, en testamento, por doña María Heredia Inestrosa. L «casa de las monjas», como se la llamó siempre en este pueblo alcarreño a la edificación que las albergó un par de siglos, ha caído derribada en estos últimos años para dar paso a una construcción moderna.

Pasado el siglo XVI -que como hemos comprobado de forma quizás demasiado detallista, fue el período más franciscanista de nuestra historia- las fundaciones alcarreñas en la orden remiten un tanto de su acelerado ritmo. En el siglo XVII, nuestro dorado período de las letras y las artes, todavía dará frutos de oración nueva y engendrará nombres para la historia del santo de Asís. Sus fundaciones más esporádicas, menos potentes y duraderas, con más escasa incidencia que las anteriores. Pero deben ser también recordadas en este repaso de urgencia. Y así vemos que es Horche la villa que en 1605 crea su convento mínimo, con el título de San Juan de la penitencia, a instancias particulares de un clérigo, don Jerónimo de la Rúa, cura que había sido del pueblo y profesor de Teología en la Universidad de Toledo. Tuvo ciertas riquezas y un templo muy capaz que rivalizó en funciones con la parroquia de la villa. Sólo la francesada pudo con él, y hoy queda su restaurado esqueleto.

Poco después, en 1610, la villa de Uceda levantó su propio convento de mínimos. Pagó los gastos el duque de Uceda, y la pusieron por advocación la de San Buenaventura, quedando de esta casa muy poca documentación y escasa historia.

Otra fundación privada, en Sigüenza, aumenta la relación de esta centuria: en 1623, la ciudad de Sigüenza recibe de don Antonio de Salazar y dona Catalina de Villel el regalo de un convento de franciscanos, que con la advocación de Nuestra Señora de los Ángeles de porciúncula, se situó en el fondo de lo que unos años más tarde será la Alameda: una fachada de barroquismo mesurado para su iglesia, presidida por el emblema brazado del franciscanismo, da el recuerdo imperecedero de este cenobio a cuantos hoy aún pasan ante él. En este siglo XVII también

Brihuega, jardín de la Alcarria, tendrá su cenobio pardo. Creado por Juan de Molina, en unas peñas junto al castillo, fue desde su comienzo habitado por religiosos franciscanos de la reforma hecha por San Pedro de Alcántara, habiendo residido en él, como dicen antiguas crónicas, «varones de probada santidad y muchas letras». Y, en fin, de este tiempo, será el año de 1676 cuando otra nutrida población de la Alcarria, Jadraque, en concreto, vea nacer entre sus murallas, a un costado de ellas, el convento de frailes capuchinos que la duquesa del Infantado y señora de la villa, doña Catalina Gómez de Sandoval y Mendoza, con el apoyo económico del Concejo, el Cabildo eclesiástico de la villa y el provincial castellano de los capuchinos, fundaría junto a la ermita de Nuestra Señora de Castejón. Desapareció la grey en ocasión de la guerra de la Independencia, y del caserón antiguo quedan muros, patios y un enorme escudo de la duquesa fundadora.

El siglo XVIII, quizás por aquello de ser el «Siglo de las Luces y de la Razón», no verá en nuestra tierra sino la creación de un solo convento francisco: de mujeres concretamente. En Almonacid, y con fecha concreta en los inicios de la centuria. Las concepcionistas que se trasladaron desde Escariche, suscribieron un convenio con el Concejo, por el que se estipulaba que éste les cedía convento, huertas y bienes mientras estuvieran asentadas en el pueblo. Hace muy escasas fechas, esta comunidad se ha marchado de la villa alcarreña, dejando vacías su casa evocadora y recia.

Durante el siglo XIX, solamente tres fundaciones nuevas vinieron a completar la ya larga lista de casas franciscanas en la tierra alcarreña. En Pastrana, el año 1855, con ayuda de la parroquia y el Ayuntamiento, llegaron hasta el abandonado convento de San Pedro, que había sido casa madre de la reforma carmelitana, los franciscanos misioneros que aquí asentaron, con su seminario para la provincia de San Sebastián de Filipinas, sus museos carmelitanos y de objetos asiáticos, y su renovado espíritu que ha permanecido hasta hoy mismo. En la ciudad de Guadalajara, dos comunidades: la de concepcionistas de Nuestra Señora del Olvido, de la Orden de la Inmaculada Concepción de Nuestra Señora, comandadas por sor María Rafaela de los Dolores y Patrocinio, más conocida como la monja de las llagas», y en el mismo edificio, que es el que dejaron los carmelitas de la Epifanía en el recoleto marco que hoy conocemos por «la Plazuela del Carmen», en su iglesia y enorme convento anejo, la comunidad de frailes que bajo la advocación de «Nuestra Señora del Olvido, Triunfo y Misericordias» es la única presencia viva, militante y actual que a la ciudad le queda de aquel medieval empuje que San Francisco de Asís dio al Occidente en el siglo XIII. Ellos son, prueba de vitalidad y dinamismo, quienes han organizado en nuestra ciudad unas recientes Jornadas culturales en rememoración de San Francisco de Asís, a cuya obra en Guadalajara hemos querido rendir este recuerdo y homenaje.

Historia del franciscanismo en Guadalajara (II)

 

Ha habido, a lo largo de la historia, un total de treinta y tres fundaciones franciscanas en Guadalajara. Al menos, las permanentes, las que ha dejado una huella real y una historia concreta. Porque intentos ha habido, y muchos, que no llegaron a cuajar. De esos 33 nombres y figuras de conventos, 20 han sido fundaciones masculinas, y 13 femeninas. Como se ve, ha primado de manera clara la actividad evangélica y apostólica de los hombres, complementada por la actitud contemplativa, recóndita, de las mujeres.

Sumando unas y otras, repasemos ahora el número de creaciones franciscanas guadalajareñas en los diversos siglos, y así encontramos que fue el XVI, la centuria que caracterizó a Guadalajara en su más alta cota de crecimiento y riqueza, la que registró mayor número de fundaciones: un total de 13 son de esa época. Le siguen inmediatamente, ambos con cada uno, los siglos anterior y posterior, esto es: el XV y el XVII. Y luego son los extremos-cuando todavía no andaba la idea franciscana muy propagada por aquí, o cuando ya la religiosidad castellana fue decayendo- los que registraron menor número de fundaciones: el siglo XIII, el de la puesta en marcha, vio nacer cuatro casas pardas, y luego será el XIX, con 3, el XIV con 2 el XVIII con una sola, los que sigan.

 Cuanto al tipo de voluntad fundadora, también es muy aleccionador el recuento estadístico, pues de este modo podemos aproximarnos al conocimiento de las directrices sociales, de las fuerzas creativas que han dado lugar al apoyo y desarrollo del franciscanismo alcarreño. Repasando numéricamente las instancias creadoras de conventos y fundaciones, encontramos con que 13 de ellas han sido debidas a la generosidad de casas nobles; al menos, en señorío civil han surgido, y siempre constancia de haber sido la cabeza del territorio, el señor o su familia más directa, quien ha pagado edificio y gastos primeros de puesta en marcha. Es curioso también reseñar que de esas 13 fundaciones de iniciativa señorial casi la mitad, han sido debidas a los Mendozas, familia que mayor número de tierras acumuló en su poder durante los siglos medios y 3 de ellas fueron fundación de los Silva, condes de Cifuentes. Como de fundación privada, aparecen otros 10 conventos más. Quiere decir esto que fueron personas particulares, acaudaladas, las que emplearon su fortuna y su influencia en poner en marcha esa decena de creaciones franciscanas. Seis de ellas, como antes anticipaba, fueron debidas a la munificencia de los Concejos libres medievales, aunque todavía hasta fecha tan avanzada como el siglo XVIII, vemos al concejo de Almonacid de Zorita, realizar como tal una fundación concepcionista en su territorio. A las órdenes militares débese solamente la creación de un convento, el de los franciscanos de Pastrana, en el siglo XV, que fue patrocinado en su integridad por los Calatravos. Y será la propia Orden franciscana, en 3 casos, la que sin ayuda de nadie, con su propio entusiasmo y sentido social, dé a luz 3 conventos.

Aunque ya no tan explicativo para el repaso sociológico y propiamente histórico que estamos haciendo del franciscanismo en nuestra tierra de Guadalajara, sí puede ser curioso, apuntar la distribución geográfica de las casas creadas en estos siete últimos siglos porque ello viene, en cierto modo, a dar idea de la espiritualidad de nuestras gentes. Hay que añadir, de todos modos, la densidad poblacional de cada comarca y la existencia en ellas de ciudades relevantes que aglomeran un número crecido de fundaciones. De todas formas, destaca con mucho el territorio de la Alcarria, en el que han fundado nada menos que 24 del total de 33 casas franciscanas. Hay que tener en cuenta que incluimos a Guadalajara capital en esta comarca. Le siguen las Sierras con cinco conventos, también señalando que ahí radica Sigüenza. Y son ya finalmente el Señorío de Molina, con 3 fundaciones, y la Campiña del Henares, con una, las que siguen en este recuento.

La conclusión que se obtiene de este rimero de cifras que acabo de exponer, es, por encima de cualquier otra apreciación, lo nutrido y continuado de la atención hacia el movimiento franciscano que la población de Guadalajara y su tierra profesó en todas las épocas. Como resumen de ello, señalar otra vez que la época del siglo XVI, en cuanto cima de la espiritualidad y el humanismo en Castilla, es la que mayor número de fundaciones contempla, y que son los pueblos, villas y ciudades de señorío civil, especialmente y en mayoría los que pertenecen a la familia Mendoza, los que ponen a disposición de la grey parda de San Francisco el mayor número de edificios y medios económicos para establecerse. En cuanto a regiones, en fin, será la Alcarria la tierra que, por antonomasia, se hace franciscana profundamente.

Pero si hemos realizado hasta ahora una visión de conjunto, un avance generalizado de lo que fue, por toda Europa y por nuestro lar alcarreño más concretamente, el nacimiento y asentamiento del franciscanismo, queda ahora por realizar la tarea más pormenorizada, detallista y, quizás, más interesante, cual es la rememoración de todas y cada una de as fundaciones de esta Orden que han existido o aun existen entre nosotros. Si la historia es, al mismo tiempo, empresa que busca datos y los almacena, pero también tarea que interpreta esos datos y los le inserta en un contexto general, la  historia del franciscanismo en Guadalajara necesita también de ese dato concreto, de ese nombre fundador, de esa fecha de arranque, que sumado a otros datos similares que nos dé finalmente el sentido de ese camino ancho y prolífico, recorrido.

Veamos ahora, de una manera forzosamente sucinta y rápida, las fundaciones franciscanas en nuestra tierra, desde que, en el remoto siglo XIII, hasta los olivares y las majadas alcarreñas llegó el mensaje seráfico del Santo de Asís. Haremos este recorrido por un sendero cronológico, tomando el pulso, haciendo vibrar el recuerdo, de cada uno de los conventos mínimos que fueron creándose en el territorio de nuestra actual provincia. Entremezclando los de hombres y mujeres, a los de unas y otras comarcas, los de uno u otro origen fundacional. El hilo de los siglos, metódico y riguroso, será quien nos guíe en este viaje.

La primera de las casas franciscanas estuvo en la Alcarria. Era el año 1260, cuando por los trabajos de una mujer excepcional, doña Mayor Guillén de Guzmán, se erigió en lo que era pago de Liveto o aldea de San Miguel del Monte, un monasterio de «menoretas» que esta mujer sufragó para que las seguidoras de Santa Clara, ya con la regla franciscana, se establecieran y allí hicieran vida santa: en lo que hoy es finca de «los Cabezos» junto a Alcocer. Su estatua, en madera pobre y digna, fue testimonio de antigüedad y razón, Hoy sólo queda el recuerdo ‑unas pocas y desbaratadas piedras por el campo- de aquel cenobio primero.

Cuatro años después en 1264, surge la primera fundación parda masculina. Será en Atienza. Donde hoy se pueden contemplar, con cierto regusto nostálgico, las esbeltas arcadas góticas de lo que fue ábside de su iglesia, estuvo desde esa fecha el convento de «mínimos», que alentó el Concejo real atencino. En el siglo siguiente, la reina de Castilla doña Catalina de Lancaster, rehizo el edificio, sufragó el nuevo templo, y puso las bases económicas de esta próspera comunidad que fue muy querida de los habitantes serranos, quedando desecha en la época de la Desamortización.

En 1284 aparece otra fundación femenina, esta vez en la ciudad de Arriaca, a las orillas del Henares: en ésta que hoy nos alberga. Guadalajara era a la sazón señorío particular de doña Berenguela, hija de Alfonso X el Sabio. Esta mujer fue muy aficionada al naciente franciscanismo, y salpicó la geografía de su reino castellano leonés de conventos de monjas clarisas. El de Guadalajara lo puso primeramente en la cuesta de San Miguel, más o menos por donde hoy andan las Francesas, y luego se trasladó a la parte más baja y cómoda de la ciudad, a la judería, quizás ya con el deseo de realizar un apostolado efectivo entre las gentes de David. Allí levantóse hermoso, suntuoso edificio, y una iglesia en el siglo XIV que aún hoy -Santa Clara la llaman, Santiago es su nombre-muestra en su rigor de ladrillo y ataurique el espíritu recio de la Guadalajara medieval.

Siguió Molina en 1293, la ciudad del Gallo en la que su señora, feudal y comunera a un tiempo, a la sazón doña Blanca de Lara, puso en su testamento las mandas suficientes, generosas y nutricias, para levantar junto al río limpio un cenobio masculino que pronto alcanzó fama y riqueza. La nobleza toda del Señorío tuvo al convento de los franciscanos molineses como su templo familiar y su última morada. El arte gótico y el renacimiento se dieron cita entre sus muros. Los guardianes del cenobio tuvieron épocas que, de tal riqueza acumulada, aventajaban a los nobles en ostentación y boato. Luchas de claustrales y observantes dieron en el siglo XVI pie para una paz impuesta por el Emperador. Luego, la paz y las campanadas del Giraldo sobre Molina.

Durante el siglo XIV, serán dos fundaciones de frailes las que au­menten la nómina del franciscanismo alcarreño: en la capital, Guadalajara, y sobre las ruinas materiales y espirituales que en un alcor del burgo habían dejado los templarios, las infantas Isabel y Beatriz, hijas de Sancho IV de Castilla, y señoras de la ciudad a la sazón, fundan convento de franciscanos que, pasados los siglos, será el bastión más fuerte que los Mendoza alzan frente a la muerte: ello viene a significar que allí pondrán, en su gótico y elegante templo, el panteón mortuorio familiar, donando en cascada tierras y ofrendas para su manutención; obras de arte para adornar sus dependencias, y apoyo continuo para hacerlo el mejor de sus dominios. De allí salieron sabios y santos, escritores y catedráticos, manteniendo durante siglos una Escuela de Arte y Filosofía Moral que venía a ser equivalente a una pequeña Universidad arriacense. El fuego por dos veces intentó acabar con este monasterio que, finalmente, pasó a depender del Ejército y hoy es, como desde el siglo pasado, Fuerte de San Francisco, en las cotas más altas del núcleo urbano.

El otro convento del siglo XIV entra dentro de la órbita de renovación espiritual que se da en esa centuria bajo el trono de los Trastamaras. Se trata del alcarreño enclave de La Salceda, entre los términos de Tendilla y Peñalver, justo en el punto donde dice la tradición que se apareció la Virgen, sobre un sauce, a dos caballeros de la Orden de San Juan que por allí andaban asustados por fuerte tormenta. Fue Pedro de Villacreces quien se instaló en las fragosas tierras de la «garganta del  Diablo», en plena Alcarria salvaje, en forma aun eremítica, reuniendo pronto un notable plantel de sabios y santos en su derredor. Figuras de la Orden seráfica como San Diego de Alcalá o fray Francisco de Cisneros, Cardenal ‑ regente a comienzos del siglo XVI, tuvieron vida y responsabilidad durante muchos años en este convento. De su colección increíble, mítica casi, de obras de arte y edificios, sólo quedan hoy miserables ruinas. El año de su fundación se estima en 1366. El de su muerte, en 1835 cuando la Desamortización.

La Baja Edad Media, y más concretamente el siglo XV, comienza a contemplar el incremento claro de fundaciones pías en nuestra tierra, y concretamente el franciscanismo va a ganar un camino que hasta entonces había recorrido en compañía y en desventaja.

Hasta Alcocer llegan, en 1427, frailes franciscos con la Reforma de la Observancia. Ocuparon primero el despoblado de San Miguel, en los alrededores, y luego pasaron, ya en el siglo XVI, al interior de la población, donde nunca más de una veintena de frailes le dieron vida.

Poco después, en 1437, será Pastrana la que vea acrecentar la progenie del franciscanismo. La villa pertenecía por entonces a la poderosa Orden militar de Calatrava, y vio cómo los nuevos frailes de la reforma observante, dirigidos por fray Juan de Peñalver, que procedía de La Salceda, se instalaron espontáneamente en Valdemorales, a una legua de la villa. Fue en e año señalado cuando el maestre calatravo don Pedro Girón alentó su traslado al burgo, pagándoles casa y ajuar: levantando un convento hermoso, en lo alto del caserío que aún hoy domina con su espadaña de ladrillo e declive violento de Pastrana.

En el mismo siglo XV, otra villa de la Alcarria, Cifuentes, verá instalarse entre sus muros a los franciscanos. Será el año 1484 cuando el tercer conde don Juan de Silva deje larguísimas limosnas», buena librería, objetos de culto, y un nuevo y grandioso convento con su capilla,  para que los frailes mendicantes pongan allí su «convento de la cruz» que cuidará durante siglos la salud espiritual de la comarca: allí fueron a enterrarse, después de ordenar que sus riquezas cuajaran muros y arcas del convento, los más encopetados nobles de la Alcarria, y hasta uno de ellos, el conde cifontino don Fernando de Silva y Meneses Pacheco, en 1659, y viéndose cerca de la muerte, profesó de fraile y como  uno de ellos murió y fue enterrado.

En esa centuria se fundaron aún otros cenobios pardos: en 1488 púsose en Molina de Aragón un beaterio, el de Santa Librada, que fundó don Fernando de Burgos y que desapareció algunos años después. Y será Mondéjar, en 1489, una de las más preciadas posesiones de la casa Mendoza, la villa que vea levantarse nuevo convento en sus acreedores. La fundación de esta casa espiritual tendrá marchamo pontifical, pues el Papa Inocencio VIII firmó un Breve fundacional con las correspondientes licencias y se la entregó a su gran amigo,  embajador y acreditado diplomático de la Corte castellana, don Iñigo López de Mendoza, segundo conde de Tendilla. En su querida tierra mondejana, allá donde la Alcarria corre con ansias manchegas, puso el conde su cenobio, al que vistió con las mejores galas del primer Renacimiento: las estructuras arquitectónicas y los detalles ornamentales que había gustado en Roma y la Toscana, mandó poner entre los olivares y viñedos de su Alcarria: el arquitecto Lorenzo Vázquez diseñó y construyó convento de San Antonio de Mondéjar, hoy declarado, y aunque en lamentable ruina, monumento nacional, y quizás primera muestra del arte renacentista hispano. En el suelo de su templo se enterraron muchos marqueses, y nobles mondejanos, y en unas recientes excavaciones han aparecido sus nobles cráneos, ahora sí ya convertido en polvo para siempre.

La Guerra de las Comunidades, en Pastrana

 

El fenómeno de las Comunidades de Castilla, o «Guerra de las Comunidades» como también se le ha llamado, ha sido estudiado ya desde muchos puntos de vista, y recibido interpretaciones para todos los gustos. Es curioso un aspecto que hoy presenta este fenómeno: y es el hecho de que todavía hay personas, estudiosos del tema incluso, que toman partido por uno de los dos bandos que se debatieron en aquella conflagración civil, como si las miras de unos y otros tuvieran alguna relación con los partidos políticos o las fuerzas de opinión que se dan hoy en día. Realmente curioso: aún hay quien defiende a los comuneros porque piensan que eran de izquierdas (¡!) por aquello de que se alzaron contra Carlos I, y también hay quien echa toda la carne en el asador de sus argumentos a favor del Emperador por pretender que su gobierno simbolizaba la «eterna derecha», que como un motor cósmico viene moviendo al mundo desde siempre.

Las Comunidades hay, por una parte, que asumirlas, y, por otra, que estudiarlas en su contexto real, en ese momento inicial del siglo XVI en que se liquida el pensamiento medieval y nace el Renacimiento como vitalizador de una nueva sociedad. Si, en este aspecto, los Comuneros defienden un pasado medieval y unos modos de vida ancestrales frente a un nuevo sistema político y una revolucionaria idea del Estado, no habría más remedio que considerar a los primeros como reaccionarios y al segundo como progresista. Pero también caeríamos en un error de óptica.

Entre 1520 y 1522, Castilla entera saltó en pedazos por una guerra civil, provocada de forma inmediata por el abuso de poder de los asesores flamencos traídos por Carlos desde los Países Bajos, y con el sustrato mediato de unas tensiones sociales largo tiempo fraguadas en el seno mismo de la sociedad castellana. Desde el Cantábrico hasta el Mediterráneo, desde los llanos esteparios de León y Palencia a las serranías andaluzas, la guerra se cobró su tributo de sangre y dolor. Si los nombres de Toledo Segovia, Valladolid, Zamora, Medina y Tordesillas, Burgos y Villalar van indefectiblemente unidos a la contienda, no es menos cierto que la tierra de Guadalajara participó de modo expreso violento a veces, en el caso. La ciudad convocó un alzamiento interesante (por la mezcla de populismo e intelectualidad que le animó) y los altercados callejeros, en el palacio del duque y en los ánimos de todos, fueron notables. Cayó una cabeza, la de Pedro de Coca, carpintero, ajusticiado en la plaza de San Gil por orden del duque don Diego Hurtado de Mendoza.

En la tierra alcarreña hubo también batalla, asonadas y temores. En Fuentelencina, Mondéjar y Tendilla se refieren hechos de armas, con derramamiento de sangre y pasiones puestas a flote en ocasión de la Comunidad. Sería curioso -valioso diría también-ir rescatando los datos que en diversos archivos municipales quedan de seguro, todavía, sobre esta guerra. Con ellos podría recomponerse una historia de la guerra de las Comunidades en la Alcarria. Hoy vamos a dar unas leves pinceladas,-tomados los datos de los libros de actas del Concejo o Ayuntamiento de Pastrana- de lo que ocurrió en esta importante villa alcarreña en el invierno de 1521.

Ya en agosto de ese año, el Concejo quedó enterado de un escrito que la Junta de la Comunidad enviaba, pidiendo la entrada de 525.000 maravedies como aportación a la causa de la revolución, para ayuda de la campaña contra Toledo. Tenían que ser entregados al prior de la Orden de San Juan, que comandaba las tropas que iban contra la ciudad imperial. El ayuntamiento alegó que no podía pagar tal cantidad, pues quedaría en bancarrota. Pero unos días después acordó contribuir con 200.000 maravedises.

En diciembre de ese mismo año, sin embargo, la villa de Pastrana contribuyó con hombres a aumentar el ejército real. Los comuneros, viendo que la comarca pastranera se ponía de parte del Emperador, castigaron con rigor algunos de sus pueblos. Así, en el otoño de 1521, diversas partidas de comuneros atacaron los pueblos de Fuentenovilla, Hueva, Moratilla de los Meleros, Valdeconcha y Yebra, robando en ellas muchas picas, ballestas y escopetas, así como alimentos con que abastecerse. A Pastrana señalaron los revolucionarios diciendo y amenazando «que lo an de Robar y saquear». Con estas prevenciones, el Ayuntamiento puso en guardia a todos los vecinos contra «algunos que se dizen capitanes non lo seyendo en de servycio de su magestad e daño de la provincia e de las villas della» y obligó a que tuvieran en su casa armas y estuvieran pendientes de acudir en ejército a la primera llamada que en este sentido hiciera el teniente del gobernador que en la villa había. S pusieron bandos por las calles, se pregonó por todos los rincones de Pastrana: «que toda la gente desta villa de Pastrana vesinos e moradores desta dha villa estén presentes e Resydentes e esta dha villa de apercibo con sus armas para cada que convyniere lo que les fuera mandado y convynyere a la Justicia del Rey en pro e utylidad de la dha villa e provincia…»

Fueron nombrados capitanes de Pastrana Fernando de Bolligas, Pedro Alonso y Cristóbal Nadador, debiendo dedicarse a realizar un censo de los hombres dispuestos a salir en campaña si hiciera falta, y a inspeccionar y contar sus armas. Cada uno de los capitanes mandaría tres cuadrillas, sacando de ellas los hombres que ellos considerasen más aptos y útiles para el servicio de armas. La verdad es que no existen más datos en el libro de actas del Ayuntamiento, por lo que se pueda colegir la intervención de este «ejército pastranero» en la Guerra de las Comunidades. Y aunque ésta parece que pasó un tanto de refilón por nuestra villa, sí que puede afirmarse que, durante unos meses, encogió el corazón de sus habitantes con el temor de la batalla, y durante muchos años, es seguro, con la tristeza de una guerra que -como todas las guerras- no trajo vencedores ni vencidos, sino sólo la hiel amarga del sufrimiento para todos.

Historia del franciscanismo en Guadalajara (I)

 

Estamos todavía en la Edad Media. En esa edad sin límites y sin fronteras en la que lentamente el hombre se va rodeando de comodidades, va descubriendo la ciencia antigua de los griegos y dividiendo su sociedad aún más drásticamente en clases sociales. De esta época que los historiadores llaman «la baja Edad Media» proviene todavía en gran parte nuestra forma de estar en el mundo, nuestra clasificación de los seres y de sus sentimientos. El concepto del bien y el mal que todavía tenemos, es más medieval que renacentista. Y las necesidades morales y anímicas que nos acucian, son muy parecidas a las de entonces. A las de ese mundo de comien­zos del siglo XIII en que el joven Francisco de Asís se lanza al mundo para reformarlo.

Rompe Francisco una dura capa de hielo en el estanque secular de Occidente. Pues aunque aún achaca a revelación divina («Francisco, reedifica mi casa, que se arruina»), su intimo empuje, va decidido a operar en el más amplio plazal de los humanos: en ciudades y caminos, en pueblos y mercados y puertos y majadas. Va a dedicarse a andar, a hablar, a convertir. Después, a rezar. Cuando todo lo de antes haya cuajado en frutos. Así pues, el afán constructivo de Francisco de Asís se refleja en esa reconstrucción de las pobres ermitas de San Adrián, San Pedro y Santa María de los Angelés, en los alrededores de Asís. No le quería Dios ingeniero de edificios. Con doce compañeros más (Bernardo de Quintaval; Pedro Catani; Sabatino; Morico; Juan de Capella; Felipe Lobgo; Juan de San Constancio; Bárbaro; Bernardo de Bridante; Ángel Tancredo de Rieti, y Silvestre) se va al desierto de Rivotorto, a pensar en el futuro de la humanidad. Es el año 1208.

Y de allí, en efecto, sale una medida de ella: al año siguiente aprueba la orden, en la exposición verbal que el autor hizo, el Papa Inocencio III. Pocos años más tarde la aprueba oficialmente Honorio III. La pobreza y la evangelización son los puntales principales del nuevo instituto. Muy ajenos a su rápido y asombroso crecimiento debían estar benedictinos y cistercienses, que apenas si opusieron resistencia a lo que Inocencio y Honorio aprobaban, sabiendo con toda certeza que estaban ratificando una conmoción en el discurrir de la Humanidad. En uno de los puntos de la regla aparece escrito: «Vistan túnica con capilla y cordón; vistan todos de paños viles». Y descalzos, y coman lo que buena y generosamente reciban. Y enseñen el Evangelio. Y crezcan, crezcan, crezcan…

Y el hábito pardo y pobre de los franciscanos ha cubierto el mundo. Lo ha crecido. Desde el primer momento quisieron unirse las mujeres a esta empresa, y así es fundada la segunda Orden por Santa Clara de Asís, en 1212 tomando para su regimiento las mismas cláusulas de la regla de San Francisco. Lógicamente, en los siete siglos largos que lleva de vida la orden, sin lugar a dudas la más numerosa y extendida de la historia cristiana, ha sufrido algunas reformas y diferentes interpretaciones. Fruto de ellas han sido las variadas divisiones en que se han disgregado frailes y religiosas, siempre unidos, sin embargo, bajo el pardo sayal de su padre San Francisco. De la primera orden, de hombres solamente, han salido los monjes conventuales, los monjes capuchinos, y los frailes menores o franciscanos propiamente dichos, que a su vez comprenden a observantes, recoletos y descalzos. De todos ellos ha habido muestras en la provincia de Guadalajara, como más adelante se verá. De entre las clarisas, han surgido urbanistas; capuchinas; recoletas y descalzas; de la Divina Providencia, y Concepcionistas. Finalmente, y fruto también de la mente organizadora del santo de Asís, en 1221 tomó cuerpo la Orden Terciaria, formada por hombres y mujeres que, sin abandonar totalmente el mundo han querido dirigir su vida conforme a los cánones franciscanos. Se han dividido también en claustrales y seglares.

La rápida expansión del movimiento espiritual franciscano abarcó a nuestro país muy pronto, hecho que se aceleró con la visita del propio San Francisco, en 1217, a España. Se calcula que hacia el año 1700, solamente en nuestra nación había más de 15.000 religiosos de esta Orden, entre los que han ido descollando grandes figuras eclesiásticas, literarias y científicas, a pesar de ser su primordial intención, al ingresar en la Orden, la predicación evangélica y el ejemplo difícil de una vida pura y pobre.

Cuando en 1224, estando San Francisco orando en lo más alto del monte Vernia, se le apareció Cristo y le impuso en manos y pecho los estigmas de la Pasión, no estaba ocurriendo otra cosa que la divina confirmación a algo que ya estaba en marcha y no había de parar jamás. Francisco de Asís murió en 1226, pero la orden franciscana aún siguen, pujante, dedicada y santa, con el ánimo del primer día realizando su misión de transformar, todavía un poco más al mundo.

En la provincia de Guadalajara fueron sus institutos, tanto masculinos como femeninos, los que más proliferaron en las épocas propicias a la instauración de monasterios y conventos: A todos los puntos llegaban los frailes, y en todos eran entusiásticamente recibidos. De sus orígenes legendarios, de sus misiones y relaciones con otras órdenes, daré a continuación sucinta relación.

Situación de la Alcarria y Guadalajara en el siglo XIII

El momento en que surge por todo el Occidente europeo la nueva palabra franciscana, expandiendo su influjo a todos los rincones, tiene en la tierra de Guadalajara un peculiar y muy bien definido acento. Ha terminado la reconquista total del territorio, por parte de los Reyes castellanos, un siglo antes, y su asentamiento ha tenido que ser sancionado con la entrega en custodia, o señorío, de enormes extensiones de terreno, áridas hasta entonces, casi despobladas, que ahora vuelven a tomar nuevo interés y vitalidad, al ir recibiendo beneficios jurisdiccionales, cartas ‑ pueblas, y aun fueros que alientan el asentamiento y la repoblación. Son los momentos en que el Señorío de Molina, dado en behetría de linaje a la familia de los Lara, comienza a recibir gentes del norte peninsular a formar y acrecentar sus grandes pueblos, a elevar sus fortalezas magníficas y a fraguar un orden social nuevo, basado en el señorío civil, en e tutelaje de una familia, y en la autonomía social y orden representativo del pueblo.

El crecimiento demográfico y el despuntar económico de las alcarrias y serranías del sur de la Cordillera Central, de esta Guadalajara de «ultra‑puertos» que durante el siglo XIII se lanzan a crecer con energía, es debido en gran modo al sistema social que entre sus gentes se instituye. La donación de amplios territorios, por parte del rey castellano, a nobles, a obispos y a monasterios, se acompaña de entregas generosas a Concejos populares que no reconocen más tutela y mando que la del propio rey, siendo en todo lo demás totalmente autónomos. El poderío económico y el dinamismo social de esos Concejos-heredados en gran modo del subterráneo devenir de la antigua Celtiberia- harán surgir en sus pueblos y villas el fenómeno nuevo del franciscanismo. Mucho más que en los lugares de señorío civil o eclesiástico, los Concejos libres o villas de realengo tendrán la intención, puesta en práctica de ordinario, de elevar convento de frailes mínimos y acrecentarles en bienes y en posibilidades de expansión y funciones.

Los tiempos siguen evolucionando. La dinámica social castellana va haciendo perder fuerza a los Concejos comuneros, y dándosela a los señoríos de nobles y de grupos: las órdenes militares acrecientan su fuerza; el obispo y cabildo seguntino aumentan sin cesar su poderío. Y los Mendoza, con sus familias saprofitas, van abarcando constantemente nuevas fronteras y tierras, engullendo villas y lugares para su casi infinito señorío. Ello hará que también las fundaciones religiosas franciscanas reconozcan este origen pues serán-en su mayoría de casos lo veremos- estos conjuntos de nobles patriarcados, los que en definitiva hagan crecer el franciscanismo alcarreño.

Pero siempre, y esto debe quedar bien claro, con el dato señero de que fueron los concejos libres los que en principio ayudaron a la grey franciscana a su instalación entre nosotros. Por recordar, someramente, las fundaciones del siglo XIII y XIV, los nombres de Atienza, Guadalajara y Molina bien pueden servir de ejemplo clarísimo.

Los jardines del palacio del Infantado

 

Se ha hablado mucho, a lo largo de los siglos, y en especial últimamente, de los jardines del palacio del Infantado. Se ha hablado, sobre todo, por el abandono absoluto en que se los tiene, por parte del Ministerio de Cultura, propietario del edificio. Pues en la actualidad no es aquel recinto sino un inextricable bosque de hojas y de hierbas secas, almacén de tablones podridos, máquinas averiadas y restos basurarios de todo tipo. Dice el refrán que no es más limpio el que mas limpia, sino el que menos ensucia. A esos jardines no es que se le vayan a dar otra vez los lujosos perfiles que tuvieron antaño, pero si que podría verse, cuando menos, libres de tanto despojo inútil y tanta basura maloliente. Es el mínimo respeto que merece tan señalado y querido edificio: tenerlo limpio. Porque cuantos pasamos por allí a diario, parece que ya nos hemos inmunizado ante el espectáculo, pero yo he sido testigo, en varias y recientes ocasiones, de las frases que los turistas y viajeros que acuden por vez primera a contemplar el palacio del Infantado, dedican a los responsables del mismo, que junto a uno de los mejores edificios del arte gótico español, mantienen un solar en tal grado de abandono: es algo que choca y molesta, algo que desprestigia.

Y no debería ser así, pues precisamente ese amplio espacio que se abre a poniente del palacio mendocino, fue desde sus inicios, allá por los finales del siglo XV, un espectáculo curioso, y, desde luego, bello sobre toda ponderación. Cuando el segundo duque levantó, a partir de 1481, sus «casas mayores» por acrescentar la gloria de sus progenitores y la suya, llamó para participar en las obras a un gran número de artesanos mudéjares. Bajo la dirección técnica del arquitecto borgoñón Juan Guas, un buen puñado de alcarreños árabes hizo maravillas con la piedra, el yeso y la madera. De esa inspiración oriental surgieron también los jardines, en los que el agua fue protagonista, corriendo en delgados hilos por acequias y fuentes, en mil formas sonoras y refrescantes.

Pero llegó el siglo XVI y con él las reformas del quinto duque, que como su homónimo y tatarabuelo el constructor, se llamaba don Iñigo López de Mendoza. Completando una serie de alteraciones, más bien prácticas, en la disposición interna del palacio, y otras de carácter estético y al mismo tiempo doctrinal, en las techumbres de sus salas bajas, en las que mandó al pintor florentino Rómulo Cincinato colocar innumeras escenas de guerra y mitología, el hecho cierto es que, a partir de 1570, este quinto duque se propuso también realizar reformas en estos jardines palaciegos, y desarrollar en ellos un programa iconológico complementario de lo pintado en los techos de las salas.

La tradición humanista de rodear a las casas, siempre que se pudiera, de un ámbito natural, paradisíaco, tiene todo su apogeo en la Italia del Renacimiento. Se recoge la herencia clásica, propuesta por Teócrito y Virgilio, del «locus amoenus» en el país de Arcadia, y se elabora a través del neoplatonismo como un «paradiso terrestre» que, a través de la aportación literaria del Petrarca, será el lugar ideal para la «vita solitaria» como forma ideal de la existencia paradisíaca. En los jardines reformados del palacio del Infantado quiso poner el duque un complejo mundo de referencias mitológicas que acentuaran ese carácter de ámbito clásico, de reminiscencia humanista que él tanto apreciaba.

De los primitivos jardines, por supuesto, no ha quedado la más mínima referencia documental. Ni descripciones ni planos. De la renovación del quinto duque en el siglo XVI, se conocía alguna referencia, literaria tan solo, y desde luego no se conocían los planos, aunque hace poco se dijo, ignoro con qué base, que los planos estaban en la biblioteca y archivos de la Ciudad del Vaticano. Aunque esto me parece muy improbable, tampoco puedo negarlo, por no haber estado en dichos archivos. Pero lo que sí es cierto, es que hace un par de años, y tras largas investigaciones personales en el Archivo Histórico Nacional de Madrid, tuve la suerte de encontrar algunos planos y diseños de los mismos trazados por Acacio de Orejón, arquitecto y maestro de obras del duque don Iñigo, en los que, si bien están hechos para calcular medidas a la hora de la construcción, figuran suficientes datos para darnos idea de la disposición y simbolismo mitológico de otros jardines, hoy también perdidos. Estos planos a los que me refiero, se conservan en el Archivo Histórico Nacional, sección Osuna, carpeta 2, planos 68, 69 y 70, más otros planos (80, 81 y 82) en los que aparecen trazados que pueden referirse a estos jardines, especialmente uno grande y magnifico con un laberinto incluido. Puede verlos cualquiera que se lo proponga.

A los jardines se accedía desde la galería del poniente de palacio, y desde las cámaras de nueva construcción que por poniente continuaban la antigua fachada palaciega. Tras un pequeño espacio vacío, se pasaba al recinto donde varias fuentes lanzaban el agua a través de estatuas de dioses antiguos. Sabemos que una de estas fuentes, la llamada «fuente grande», fue hecha en Génova, encargada por el castellano de Milán, don Sancho de Padilla, para el duque alcarreño, y traída en barco hasta Cartagena, de donde llegó a Guadalajara en mayo de 1573. Dos marmolistas milaneses, llamados Juan Bautista Milanés y Domingo Milanés en los documentos, se encargaron de montar las piezas recibidas de Italia y poner en funcionamiento la fuente. No conocemos los motivos iconográficos de la misma, aunque sabemos que su planta era octogonal y llevaba una estatua en lo alto, y ocho en las esquinas del monumento, saliendo agua de todas y cada una de ellas.

Además de estas fuentes se proyectó un gran estanque que recibió el nombre de «estanque de Diana», según vemos en uno de los croquis de Orejón para este jardín. El estanque era lo suficientemente grande como para tener abundante fauna acuática (especialmente peces) y varios cisnes, así como una barca que permitía pasear en ella a través del estanque. Estos detalles nos los proporciona la carta de recomendaciones que el duque don Juan Hurtado de Mendoza hizo en 1603 a su alcaide de palacio Sancho López de Frías, recomendándole que en ausencia de los señores «tenga cuydado de dar de comer a los cisnes y no permitireis en nynguna manera que se lave en el estanque ni se pesque en él… y ordenareis que la barca se saque del estanque… y tendreis particular cuydado de que no hurten el agua de las fuentes de mi casa, y que estén siempre aderezadas y corrientes». El hecho de dedicar el gran estanque a la diosa Diana parece estar justificado por el tutelaje que esta figura mitológica tuvo sobre las diversas manifestaciones de la vida natural, sobre las fuentes, los lagos, los animales y los paisajes en general. Era un tributo que a esta diosa, a Diana, pagaba el duque, poniendo bajo su advocación un rincón de su jardín en el que, sin duda, tan agradables ratos pasaría.

Más lejos aún del edificio palaciego se puso un elemento nuevo en los jardines. Se trataba del «laberinto de Creta», ingeniosamente dispuesto de tal modo que venía a ser un complicado conjunto de corredores, pasadizos y acequias circulares por las que se accedía a una estrecha isla central en la que residía el minotauro. Sobre este elemento del jardín del palacio del Infantado solo tenemos la referencia gráfica que aparece en uno de los croquis de Orejón, y no conocemos referencia ni documento escrito alusivo a él. De todos modos, también su significado se nos muestra fácil y consecuente con el conjunto manierista del programa implantado por el duque en su mansión alcarreña: la utilización de un mito cretense como es el laberinto, el minotauro y la lucha de Teseo contra este ser, pudiera parecer, en principio muy desligada de la tónica general del conjunto, en el que priman alusiones a la historia romana y a la mitología olímpica. Pero basta con conocer la general utilización de este elemento «laberíntico» en la mayoría de los jardines del Renacimiento italiano para comprobar que u utilización en Guadalajara no hace sino afianzar el clasicismo de todo el programa.

La posibilidad de restaurar los jardines del palacio del Infantado, a base de los croquis hallados de la interpretación aportada, queda abierta a los proyectos que para este palacio, me consta mantiene el Ministerio de Cultura, en orden a una progresiva recuperación del mismo. Pero la necesidad de limpiar, de adecentar mínimamente su solar, es, en mi creencia, obligatoria e inmediata. Por barata, y por elemental.