Los jardines del palacio del Infantado

sábado, 1 mayo 1982 0 Por Herrera Casado

 

Se ha hablado mucho, a lo largo de los siglos, y en especial últimamente, de los jardines del palacio del Infantado. Se ha hablado, sobre todo, por el abandono absoluto en que se los tiene, por parte del Ministerio de Cultura, propietario del edificio. Pues en la actualidad no es aquel recinto sino un inextricable bosque de hojas y de hierbas secas, almacén de tablones podridos, máquinas averiadas y restos basurarios de todo tipo. Dice el refrán que no es más limpio el que mas limpia, sino el que menos ensucia. A esos jardines no es que se le vayan a dar otra vez los lujosos perfiles que tuvieron antaño, pero si que podría verse, cuando menos, libres de tanto despojo inútil y tanta basura maloliente. Es el mínimo respeto que merece tan señalado y querido edificio: tenerlo limpio. Porque cuantos pasamos por allí a diario, parece que ya nos hemos inmunizado ante el espectáculo, pero yo he sido testigo, en varias y recientes ocasiones, de las frases que los turistas y viajeros que acuden por vez primera a contemplar el palacio del Infantado, dedican a los responsables del mismo, que junto a uno de los mejores edificios del arte gótico español, mantienen un solar en tal grado de abandono: es algo que choca y molesta, algo que desprestigia.

Y no debería ser así, pues precisamente ese amplio espacio que se abre a poniente del palacio mendocino, fue desde sus inicios, allá por los finales del siglo XV, un espectáculo curioso, y, desde luego, bello sobre toda ponderación. Cuando el segundo duque levantó, a partir de 1481, sus «casas mayores» por acrescentar la gloria de sus progenitores y la suya, llamó para participar en las obras a un gran número de artesanos mudéjares. Bajo la dirección técnica del arquitecto borgoñón Juan Guas, un buen puñado de alcarreños árabes hizo maravillas con la piedra, el yeso y la madera. De esa inspiración oriental surgieron también los jardines, en los que el agua fue protagonista, corriendo en delgados hilos por acequias y fuentes, en mil formas sonoras y refrescantes.

Pero llegó el siglo XVI y con él las reformas del quinto duque, que como su homónimo y tatarabuelo el constructor, se llamaba don Iñigo López de Mendoza. Completando una serie de alteraciones, más bien prácticas, en la disposición interna del palacio, y otras de carácter estético y al mismo tiempo doctrinal, en las techumbres de sus salas bajas, en las que mandó al pintor florentino Rómulo Cincinato colocar innumeras escenas de guerra y mitología, el hecho cierto es que, a partir de 1570, este quinto duque se propuso también realizar reformas en estos jardines palaciegos, y desarrollar en ellos un programa iconológico complementario de lo pintado en los techos de las salas.

La tradición humanista de rodear a las casas, siempre que se pudiera, de un ámbito natural, paradisíaco, tiene todo su apogeo en la Italia del Renacimiento. Se recoge la herencia clásica, propuesta por Teócrito y Virgilio, del «locus amoenus» en el país de Arcadia, y se elabora a través del neoplatonismo como un «paradiso terrestre» que, a través de la aportación literaria del Petrarca, será el lugar ideal para la «vita solitaria» como forma ideal de la existencia paradisíaca. En los jardines reformados del palacio del Infantado quiso poner el duque un complejo mundo de referencias mitológicas que acentuaran ese carácter de ámbito clásico, de reminiscencia humanista que él tanto apreciaba.

De los primitivos jardines, por supuesto, no ha quedado la más mínima referencia documental. Ni descripciones ni planos. De la renovación del quinto duque en el siglo XVI, se conocía alguna referencia, literaria tan solo, y desde luego no se conocían los planos, aunque hace poco se dijo, ignoro con qué base, que los planos estaban en la biblioteca y archivos de la Ciudad del Vaticano. Aunque esto me parece muy improbable, tampoco puedo negarlo, por no haber estado en dichos archivos. Pero lo que sí es cierto, es que hace un par de años, y tras largas investigaciones personales en el Archivo Histórico Nacional de Madrid, tuve la suerte de encontrar algunos planos y diseños de los mismos trazados por Acacio de Orejón, arquitecto y maestro de obras del duque don Iñigo, en los que, si bien están hechos para calcular medidas a la hora de la construcción, figuran suficientes datos para darnos idea de la disposición y simbolismo mitológico de otros jardines, hoy también perdidos. Estos planos a los que me refiero, se conservan en el Archivo Histórico Nacional, sección Osuna, carpeta 2, planos 68, 69 y 70, más otros planos (80, 81 y 82) en los que aparecen trazados que pueden referirse a estos jardines, especialmente uno grande y magnifico con un laberinto incluido. Puede verlos cualquiera que se lo proponga.

A los jardines se accedía desde la galería del poniente de palacio, y desde las cámaras de nueva construcción que por poniente continuaban la antigua fachada palaciega. Tras un pequeño espacio vacío, se pasaba al recinto donde varias fuentes lanzaban el agua a través de estatuas de dioses antiguos. Sabemos que una de estas fuentes, la llamada «fuente grande», fue hecha en Génova, encargada por el castellano de Milán, don Sancho de Padilla, para el duque alcarreño, y traída en barco hasta Cartagena, de donde llegó a Guadalajara en mayo de 1573. Dos marmolistas milaneses, llamados Juan Bautista Milanés y Domingo Milanés en los documentos, se encargaron de montar las piezas recibidas de Italia y poner en funcionamiento la fuente. No conocemos los motivos iconográficos de la misma, aunque sabemos que su planta era octogonal y llevaba una estatua en lo alto, y ocho en las esquinas del monumento, saliendo agua de todas y cada una de ellas.

Además de estas fuentes se proyectó un gran estanque que recibió el nombre de «estanque de Diana», según vemos en uno de los croquis de Orejón para este jardín. El estanque era lo suficientemente grande como para tener abundante fauna acuática (especialmente peces) y varios cisnes, así como una barca que permitía pasear en ella a través del estanque. Estos detalles nos los proporciona la carta de recomendaciones que el duque don Juan Hurtado de Mendoza hizo en 1603 a su alcaide de palacio Sancho López de Frías, recomendándole que en ausencia de los señores «tenga cuydado de dar de comer a los cisnes y no permitireis en nynguna manera que se lave en el estanque ni se pesque en él… y ordenareis que la barca se saque del estanque… y tendreis particular cuydado de que no hurten el agua de las fuentes de mi casa, y que estén siempre aderezadas y corrientes». El hecho de dedicar el gran estanque a la diosa Diana parece estar justificado por el tutelaje que esta figura mitológica tuvo sobre las diversas manifestaciones de la vida natural, sobre las fuentes, los lagos, los animales y los paisajes en general. Era un tributo que a esta diosa, a Diana, pagaba el duque, poniendo bajo su advocación un rincón de su jardín en el que, sin duda, tan agradables ratos pasaría.

Más lejos aún del edificio palaciego se puso un elemento nuevo en los jardines. Se trataba del «laberinto de Creta», ingeniosamente dispuesto de tal modo que venía a ser un complicado conjunto de corredores, pasadizos y acequias circulares por las que se accedía a una estrecha isla central en la que residía el minotauro. Sobre este elemento del jardín del palacio del Infantado solo tenemos la referencia gráfica que aparece en uno de los croquis de Orejón, y no conocemos referencia ni documento escrito alusivo a él. De todos modos, también su significado se nos muestra fácil y consecuente con el conjunto manierista del programa implantado por el duque en su mansión alcarreña: la utilización de un mito cretense como es el laberinto, el minotauro y la lucha de Teseo contra este ser, pudiera parecer, en principio muy desligada de la tónica general del conjunto, en el que priman alusiones a la historia romana y a la mitología olímpica. Pero basta con conocer la general utilización de este elemento «laberíntico» en la mayoría de los jardines del Renacimiento italiano para comprobar que u utilización en Guadalajara no hace sino afianzar el clasicismo de todo el programa.

La posibilidad de restaurar los jardines del palacio del Infantado, a base de los croquis hallados de la interpretación aportada, queda abierta a los proyectos que para este palacio, me consta mantiene el Ministerio de Cultura, en orden a una progresiva recuperación del mismo. Pero la necesidad de limpiar, de adecentar mínimamente su solar, es, en mi creencia, obligatoria e inmediata. Por barata, y por elemental.