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marzo, 1979:

Hombrados (Notas de su historia)

 

Sobre la paramera molinesa, incluido en el antiguo Señorío que fundara, allá por el siglo XII, don Manrique de Lara, y dentro de la sesma del Pedregal, asienta el caserío de Hombrados, antiguo como todos sus vecinos, pues debe datar su existencia de cuando se realizó la repoblación del territorio, a costa de castellanos viejos y de vascos, en los siglos XII y XIII. Cercano al pueblo está el castillo de Zafra, sobre unas prominencias rocosas, en un escorzo de bella estampa y honda historia, y del que ya hemos tratado en ocasión anterior. Ese castillo de Zafra, que sobre la aguda espina de la serrezuela del mismo nombre otea las vertientes de Tajo y de Ebro, en uno de los lugares más altos de España, fue levantado posiblemente por los árabes y luego incluido entre los bienes propios de la casa condal de Molina, registrando sus cercanías el hecho sonoro del cerco a que sometió el rey Fernando III al conde don Gonzalo Pérez de Lara, al que en parte mermó sus atribuciones feudales.

La etimología del nombre de Hombrados es poco clara; quizás pueda aludir a su situación baja respecto a las serrezuelas que le rodean, en lugar hondo, umbrío. Pero esto no casa, al menos hoy, con su geografía, que es de apariencia desnuda, abierta al sol, a los vientos, y que deja ver el caserío desde largas distancias. Para el viajero que por primera vez llega a Hombrados es un gozo contemplar sus calles bien distribuidas, su plaza mayor magnífica y aseada; sus casonas venerables, con recio sillar construidas; su iglesia parroquial en lo alto del caserío, y algunos escudos distribuidos por muros y sobrepuertas. Un monumento bellísimo, destacable en todos los contornos, es la ermita de la Soledad, situada a la salida de la villa, hacia el norte: se trata de una magnífica construcción de estilo barroco, en cuya portada se ve un escudo que lleva tallada una cruz con los anagramas IHS‑MAR a sus lados, y la fecha de 1698, en que, indudablemente, fue construida. De una sola nave, remata en un amplio crucero, que al exterior revela su planta cuadrada, y, en lo alto de sus esquinas, sendas carátulas como de indios o extraños guerreros, añadiendo la fecha de 1798 en que en estos detalles fueron terminados. Viene a abarcar estas dos fechas el siglo XVIII completo, que se reveló, por construcción de monumentos y por personajes famosos aquí nacidos, como el más próspero y fructífero para Hombrados.

Tras unos años o siglos de lenta agonía, la historia de este pueblo molinés ha venido a cambiar por obra de un buen puñado de entusiastas hijos del pueblo, que han trabajado, y siguen haciéndolo con alto interés y entrega, en la tarea de renacer la vida de Hombrados, creando un centro de convivencia ejemplar, con actividades socio-cultrales muy numerosas y dando un empuje suficiente para cambiar la faz y el pálpito del pueblo. El viajero que hasta aquí llegue va a notar, sin duda, ese aire de renovación, que, de todos modos, nunca llega a apagar lo que de «viejas esencias» y «viejas presencias» muestra su caserío: las casonas y las callejuelas; iglesia y ermitas; el castillo y la plaza mayor, son parte vital de Hombrados y, en simbiosis perfecta con el hoy vivo, permanecen y adelante marchan.

Para el curioso buscador de lo viejo será, quizás, lo más sorprendente el palacio que preside la plaza mayor de Hombrados: de oscuro sillar y rectangular trazado, con vanos pequeños y un portalón arquitrabado sobre el que asienta un balcón, y aún encima un escudo tallado en pálida piedra, muy bien conservado, que nos habla de antiguos linajes y personajes esforzados. Perteneció la casona y escudo a una hidalga familia molinesa, la de los González Chantos y Ollauri, que la construyeron en el siglo XVIII. De ese linaje fue la más ilustre figura la de don Diego Eugenio González Chantos y Ollauri, que en Hombrados nació, el 15 de noviembre de 1931, siendo sus padres don Tomás González y doña María Chantos, ésta de Campillo de Dueñas. A los catorce años comenzó sus estudios en el Colegio de la Escuela Pía de Daroca, pasando luego a estudiar durante dos años la Teología con los dominicos de Teruel, pasando, en 1750, al Colegio de San Antonio, de Sigüenza, tomando aquí los tres grados-el de Bachiller, Licenciado y Doctor-en Teología, desempeñando cátedra en varias ocasiones y haciendo con gran lucimiento oposiciones a la Magistral y a la Lectoral de la catedral y cabildo seguntino, pasando luego a ampliar estudios en el Colegio Mayor del Arzobispado, en Salamanca, llegando en 1772 a la dignidad de Maestrescuela del Cabildo de Sigüenza. En 1784 fue presentado por el rey para el deanato de dicho cabildo, y con este cargo, de gran importancia eclesiástica y aun social, pues suponía una intervención directa e importante en los asuntos públicos de la ciudad y Señorío de Sigüenza, alternó su cátedra de Vísperas de Teología en la Universidad seguntina.

Durante casi cincuenta años ocupó en la catedral de la ciudad mitrada un puesto de canónigo en el coro. Su actividad espiritual, en el púlpito y misional, alternó con su empleo de catedrático de Teología, y aun con su pasión preferida en torno a los temas históricos, hasta el punto de que fue en este campo en el que González Chantos y Ollauri nos dejó escritos de gran utilidad, impresos, unos, y manuscritos y ya perdidos, otros. Su permanencia en el archivo de la catedral de Sigüenza le permitió consultar muchos y antiguos legajos, entre los que perdió, un año tras otro, la vista. Pero sacó datos suficientes como para escribir un libro en torno a la historia y la leyenda de Santa Librada, cuyo largo título no resisto a transcribir aquí. Es éste: «Santa Librada Virgen y Mártir, patrona de la Santa Iglesia, Ciudad y Obispado de Sigüenza; vindicada del manifiesto error y supuesto falso de que por los años de 1300 traxo de Italia el cuerpo de la Santa el Obispo Don Simón, y le colocó en esta iglesia; como también de las falsedades que en el siglo XVII se interpolaron en su rezo, apoyadas y creídas por las ficciones del supuesto Arcipreste Julián Pérez y sus hermanos Cronicones. Y una Disertación al fin sobre qual de los dos Obispos de Palencia Don Arderico y Don Tello fue el tío carnal de San Pedro González Telmo». Fue impreso en Madrid, en 1806, y consta de 191 páginas, en cuarto. Es libro curioso y con algunas noticias inéditas y de interés, en especial en lo referente al monasterio benedictino de Valfermoso, en el valle del Badiel. De otras obras de González Chantos, de las que nos han llegado referencias muy concretas, nada queda, pues sólo los manuscritos existían y éstos volaron a desconocidos paraderos. Era una el «Resumen de varias correcciones y advertencias que a vista del archivo de la Santa Iglesia de Sigüenza se deben hacer sobre el Cathalogo Nuevo de los Obispos de ella que dio a luz Dn. Diego Sanchez Portocarrero o del Cathalato Seguntino, que publicó Dn. Josef Renales, con otras varias noticias sueltas pertenecientes a la dicha iglesia, ciudad y obispado», de 58 hojas, en cuarto, y que a principios de este siglo paraba en la biblioteca particular del señor Rodríguez Tierno, magistral de Sigüenza.

Otro breve manuscrito suyo, en el que reproducía varias inscripciones y epitafios de la catedral seguntina, y cronología de los obispos de la ciudad, regaló don José Barba y Flores a don Manuel Pérez Villamil, habiéndose perdido también su paradero. Otros escritos totalmente perdidos de González Chantos y Ollauri fueron la «Descripción de los baños romanos de Mandayona», «Ilustración de varios capítulos de Tito Livio sobre la historia de España» y una «Colección de varias noticias históricas y topográficas de Sigüenza». Fue él, según afirma, quien descubrió en el camino entre Mandayona y Aragosa, junto al río Dulce, en el lugar que dicen «La Hoya de la Argamasa», un amplio y bellísimo conjunto de mosaicos romanos pertenecientes a alguna villa, de las muchas que, sin duda, existieron en las orillas de los valles del Dulce y del Henares.

Historiador y arqueólogo, don Diego Eugenio González Chantos y Ollauri es una de las más sobresalientes figuras del ambiente cultural de nuestra provincia en el siglo XVIII. Llegada la invasión napoleónica, y tras ella la crudelísima guerra de la Independencia, nuestro personaje se refugió primeramente en el pueblecito de Renales, donde coincidió con el dibujante Luís Gil Ranz, quien retrató al canónigo de modo magistral, rodeado de libros, tinteros y plumas, apoyada la mano sobre sus obras manuscritas y acompañándole su escudo de armas. Luego se retiró a Rata del Ducado (hoy Santa María del Espino), donde murió el 27 de marzo de 1812, y allí en su iglesia parroquial quedó enterrado.

Un curiosísimo documento, ya perdido, y cuya copia he podido consultar, viene a decirnos ampliamente cuáles fueron los orígenes de esta familia de los González Chantos y Ollauri, que residieron en Hombrados en el siglo XVIII. Se trata de la Certificación de Armas de dichos apellidos que en 1779 extendió el Cronista y Rey de Armas don Julián José Brochero, describiendo los blasones que a dichos apellidos correspondía usar, sus causas y orígenes, y certificando la hidalguía de don Diego Eugenio y la de sus hermanos, sobrinos y demás familiares allegados. El apellido Chantos lo describe el cronista como originario de Inglaterra, descendiente del tronco de la familia Brugges, en la que brillaron diversos capitanes, políticos y eclesiásticos. Desde luego, en el Señorío de Molina asentaron los Chantos desde casi los comienzos del territorio, en el siglo XII, y tuvieron solar en Castellar, Prados Redondos, Tordellego, Cillas, Morenilla y, por supuesto, en Hombrados. Los Ollauri provienen del lugar del mismo nombre, junto a Briones en la Rioja Alta. Llegados a Castilla, los que asentaron en el señorío molinés procedentes de la Merindad de Arratia. en Vizcaya, fueron tronco diverso de los que en Guadalajara y Alcalá de Henares crearon también fuertes y acrisoladas familias. De uno y otro apellido da el cronista Brochero pormenorizada razón a don Diego Eugenio, y por ser interesante el documento, aun a riesgo de hacerme pesado, me animo a transcribirlo en parte, pues de una manera clara nos da una visión de lo que la heráldica y el lenguaje de las armas, de los símbolos y los colores podía expresar, en tiempos antiguos. La descripción de las armas de los apellidos Chantos y Ollauri coincide, por supuesto, con las que, talladas en piedra, se ven sobre el balcón central del palacio de esta familia en Hombrados. Dice así Brochero:

Chantos: «El blasón de esta casa se compone en campo de oro una banda murada, o almenada, y contramurada, y en la parte alta un león, gules, rapante, que trepa sobre sus almenas».

Ollauri: «Trae sobre rojo torre calzada de plata, sobre ondas de azul y plata, y sobre éstas y a la puerta un león pardo andante».

Y continúa explicando el simbolismo de estas armas y sus colores: «Son los escudos de Armas un generoso aliento que conmueve a los descendientes a imitar las gloriosas acciones de sus pasados, cifradas en ellos con misteriosas figuras de colores y metales, de que haremos exposición según los Autores Heráldicos de más crédito; pues en el oro se representa Nobleza, riqueza, poder y sabiduría; en la plata, limpieza de sangre, pureza y verdad. En el color rojo, ardor, coraje, atrevimiento, valentía y derramamiento de sangre propia o enemiga. En el color azul, celo, amistad, dulzura y fidelidad. En el color negro, o pardo de que es el León, se demuestra devoción, sentimiento, luto y muerte. El león es símbolo de valerosos y fuertes capitanes en defensa de la fe católica, su rey y Patria. La banda murada y contramurada es expresión de haber algún hijo de esta Casa de Chantos escalado o asaltado algún castillo, torre o muralla, con escalera, bastida u otro instrumento bélico. La torre es representación de haberla ganado, defendido o sydo Alcayde de ella con gran peligro de la vida, que es lo que representan las ondas de azul y plata sobre que está puesta. El morrión que cubre al escudo mirando al flanco derecho de él en señal de su legitimidad con tres grilletes en la visera, de acero bruñido claveteado de oro y surmontado de plumas de varios colores, representan éstas como aquél los diversos guerreros pensamientos de los hijos de estas dos casas de Chantos y de Ollouri, que proyectó la cabeza y ejecutó el brazo».

Y acaba señalando quiénes y en qué ocasiones pueden usar tales armas como representantes elocuentes de su apellido, de su linaje y de su hidalguía: «De cuyas armas podrán y deberán usar como nobles hijos‑dalgo de sangre, en quieta y pacífica posesión, según el mencionado testimonio de Juan Antonio Martínez, nuestros interesados don Diego González Chantos de Ollauri, natural del lugar de Hombrados, Dignidad de Maestre Escuela de la Santa Iglesia de la ciudad de Sigüenza; su primo don Diego González Chantos de Ollauri, vecino de Castellar, y su hijo llamado también don Diego González Chantos de Ollauri, don Vicente Chantos, natural de Tordellego, Prepósito de la Congregación de San Felipe Neri de Molina, y su hermano don Bartolomé González Chantos, haciéndolas grabar, esculpir, bordar y pintar en sus respectivos sellos, anillos, reposteros, tapices, alfombras, casas, portadas, sepulcros, epitafios, cenotafios, plata labrada y demás partes acostumbradas; entrar con ellas en torneos, alcancías, estafermos, cañas, sortijas, asambleas y demás actos de honor permitidos a solo los caballeros hijos­dalgo de estos Reynos de España»

Son éstas las antiguas palabras que, al viajero de hoy, harán revivir nombres y hazañas antiguas. Para Hombrados es un timbre de honor contar, en su plaza mayor con el tallado símbolo de unas gentes que fueron ilustres, no sólo por su cuna, sino por sus actividades y trabajos. En definitiva, hemos podido conocer un poco mejor, y arrancar palabras, a las mudas piedras que, desde hace siglos, presiden, en Hombrados el comunitario, ir y venir de sus nobles y trabajadores vecinos, hoy más que nunca unidos y en la conciencia segura de su común destino.

Viaje a Peralejos de las Truchas

 

Por la que hoy es bien asfaltada carretera que desde Molina llega a Terzaga, y de allí surge un ramal a la derecha que, por intrincadas serranías y espesos pinares va mostrando sugestivos panoramas, hemos llegado a Peralejos de las Truchas, pueblo molinés incluido en la sesma de la Sierra, del que tanto hemos oído hablar, pero al que en pocas ocasiones hemos llegado, pues hasta ahora la carretera era muy mala y el camino se hacía pesado y eternizable

Las palabras y los escritos del peralejano ilustre José Sanz y Díaz nos habían animado a hacer este recorrido. Nadie como él ha investigado y escrito sobre su pueblo. Los datos de su historia, la referencia de sus tradiciones aldeanas, a él las debemos. En su prosa limpia, directa y generosa, ha sabido poner los mejores acentos cuando tocaba el tema de Peralejos, ese rincón de la Sierra Molina en que tanto él como su antiguo linaje han nacido. Nuestro deseo, una vez contemplado el bello rincón del pueblo, los grandiosos paisajes del Tajo y recibido el trato amable de sus gentes, es poner en estas páginas algunos datos para que sean otros nuevos viajeros, animados por unas comunicaciones que ya son aceptables, y espoleados por la curiosidad de conocer tanta maravilla se acerquen por ese lugar único y bellísimo que es Peralejos de las Truchas.

Se cruza en el camino el río Cabrillas y ya se saca la experiencia de lo extraordinario que en punto a paisajes es su recorrido. El río Cabrillas, junto al Hoceseca y al Tajo, son los tres brazos acuosos que ponen su pálpito de amor sobre el término de Peralejos. El resto son convulsiones de terreno: riscos y cantiles rocosos que asoman sobre los hondos cauces de los ríos; elevadas ondulaciones cubiertas de pinos; algunos llanos, muy escasos, donde aún puede recogerse cereal y algo de fruta y huerta, y caminos, trochas insignificantes que se deslizan entre piedras, subiendo y bajando de continuo, por esta geografía que muestra sus espléndidos colores (azul, verde, rojo y gris) sobre el agrio y alborotado relieve del terreno.

Quien guste andar sobre una naturaleza virgen; hacer fotografías increíbles; pescar truchas en aguas frías; buscar fósiles, minerales raros, flora poco vista; deleitarse con el trato abierto y simpático de unas gentes que tienen el corazón grande y generoso, dispuesto siempre a considerar amigo al que llega, ése debe poner ya rumbo a Peralejos, porque allí va a encontrar eso que busca.

Muestra el pueblo, contemplado desde el cerro Molina, un bello conjunto homogéneo de clásica arquitectura popular serrana, compuesto de más de doscientas casas, atravesado al centro por un arroyo escaso al que cruzan dos puentes, y que hoy ha sido ya en parte canalizado y cubierto. De los edificios peralejanos, destaca la iglesia parroquial, que está dedicada al apóstol San Mateo, y es un edificio noblote y grande, sin demasiados atavíos artísticos pero con pálpito cordial. Al exterior destaca su torre de las campanas, y, sobre el muro del Sur, se abre un pórtico amplio, al que se accede desde el atrio por un par de arcos. La fachada, sin especial relieve, muestra a sus lados, sobre las jambas laterales, tallada una leyenda que dice: «Fízose esta portada año de 1652, siendo cura párroco don Guillermo de Marcos y sacristán, Gonzalo Sep de Baresla», lo que viene a confirmar la previa sospecha del entendido en arte, de que este edificio es obra del siglo XVII. El interior es también muy amplio: tiene tres naves esperadas entre sí por arcos de medio punto, siendo la central más alta que las acompañantes. Su planta es de cruz latina, pues muestra un crucero amplio, cubierto por cúpula hemisférica, en cuyas pechinas se dibujan con vivos colores los cuatro evangelistas. A los lados hay aún capillas laterales, en un total de seis. Presenta distribuidos por el templo, diversos altares barrocos, de trazo y hechura populares, con varias tallas de la época, siglos XVII y XVIII, entre las que destacan una pareja de San Pedro y San Pablo; un San Sebastián de madera, hoy restaurado; el Santísimo Cristo; la Virgen del Carmen y la Virgen de Ribagorda, patrona del pueblo, que pasa un año en la parroquia y otro en la ermita del monte. Tiene también algunos cuadros interesantes, con dos escenas del Purgatorio y, sobre todo, una magnífica serie de lienzos de Apóstoles, colocados muy altos sobre los muros de la nave principal y que impiden ver en detalle lo que desde lejos se adivina como extraordinarios retratos, que, para mi, son sin duda, lo mejor de la iglesia.

Deambulando nuevamente por el pueblo, el viajero podrá admirar, en la plaza de la iglesia, junto al clásico Ayuntamiento, una bella fuente de cuatro caños. En la ancha calle mayor surgen varias viviendas tradicionales, con galerías abiertas, de madera, en su primer piso. Un gran trinquete o juego de pelota adorna la plaza Mayor. Y aún deberá seguir el curioso repasando las calles, las plazas, los recuestos e íntimos rincones de Peralejos. Si tiene tiempo suficiente no puede dejar de contemplar algunas casonas nobiliarias que, en la más pura tradición molinesa, albergaron durante siglos a linajudas familias peralejanas. Caserones enormes, de sillar y aparejo firme con portalones de adovelados arcos semicirculares, rematados por escudos de armas, sus ventanas cubiertas de buena y graciosa rejería, y alguna parra o arboleda dando frescor a la piedra y a la historia.

Entre ellas destacan la de los Sanz, familia hidalga originaria de Navarra, fundada por Fortún Sanz de Vera, y cuyos descendientes llegaron al Señorío de Molina en el siglo XIV. Esta casona fue edificada a fines del siglo XVI, y luego, en 1670, reedificada por el canónigo, consejero real e inquisidor, don Mateo Sanz Caja, quien la añadió una capilla de sencilla arquitectura y fuertes muros. En su portada luce el escudo de la familia. En la calle de la Cañada destaca la casona de los Jiménez, algo más moderna, pues a comienzo del siglo XVII la fundó y construyó un tal Jiménez Ramos, boticario agricultor y ganadero peralejano quien puso también escudo de armas, al que añadieron el anagrama de Cristo algunos de sus descendientes, clérigos ilustres.

También la «casa grande» de los Araúz es digna de nota: fue edificada en 1816, y albergó durante varias generaciones a esta ilustre familia, en la que destacaron políticos, escritores y ganaderos, y que hay tiene su residencia en la casa‑fuerte de la Vega de Arias, junto a Tierzo. El viajero deberá, todavía, recorrer el pueblo y asombrarse con otras casonas, como las llamadas de «doña Jacoba» y de «doña Ramona» y otras muchas de recio aspecto serrano, con dinteles de grandes piedras talladas, ventanas cubiertas de rejas, y en todas partes un aire de serenidad increíble.

Por los alrededores, y aparte de los espléndidos paisajes, puede el curioso entretener el día. La ermita, de Nuestra Señora de Ribagorda, venerada patrona del pueblo, está situada a unos cuatro kilómetros al sureste del pueblo, sobre un ameno prado, al pie de las ingentes terreras de la Muela. De muy antiguo origen, medieval sin duda, fue reconstruida totalmente en el siglo XVIII, a costa de los Araúz, de los cuales se ven algunas lápidas sepulcrales en su pueblo.

La tradición dice que en un escondido y bien protegido valle de los alrededores de Peralejos, a fines del siglo XII, quizás amparado por los condes molineses, se fundó un monasterio de monjes cistercienses, que vino a durar pacos años, pues los frailes pasaron al cenobio de Piedra, en los confines nororientales del Señorío, poco después, quedando abandonado, y hoy ya completamente perdido, dicho monasterio.

Por el término, y muy escondido entre ásperos riscos y casi impenetrables bosques, pueden verse las ruinas ciclópeas del torreón o castillo de Saceda, sobre la árida cima de una montañuela, oteando el barranco del Rincón, por donde caen en cascadas las aguas que bajan del prado de La Lobera. Otro despoblado que es interesante visitar es el de Zarzoso, en el que se ven ruinas y huellas notables de antigua población. Y aún restos propicios a la excavación o la investigación arqueológica, son los que se encuentran en el barranco de los Encarcelados. La casa del Común de Villa y Tierra es un palacio perdido en el monte, en el que dice la tradición, que se reunían los diputados de las Sesmas del Señorío, y que, aun en ruinas, también merece ser visitado.

Memorias de un concejo: el de Guadalajara

 

La historia de los cargos públicos de la ciudad de Guadalajara es toda una historia ejemplar. De esas que se pueden contar a niños y a adultos, en noches de invierno o en evocaciones de verano, y siempre con la coletilla moralizante, el zumo de la experiencia servido una vez más entre los recovecos monocordes de la Historia. Gentes que ostentaron el poder sobre calles, sobre mercados, sobre puertas y procesiones. Quizás sobre algunas cosas más que al fin no dijeron las crónicas. Gentes que salieron del pueblo siempre, al compás de muy diversas batutas en cada caso. Cargos sonoros, cargos comprometidos, hazañas heroicas y grises permanencias. De todo hubo. Vamos a recordar, aunque sea brevemente, el orden de esta ejemplarizante historia.

En 1085, las tropas de Alfonso VI se hacen, capitaneadas por Alvar Fáñez de Minaya, con la Wad‑al‑Ha yara de los árabes. La villa de Guadalajara, real y abundantemente poblada de gentes orientales, tiene ya su vida propia. Con una pauta general se organiza el Ayuntamiento que ha de regir el burgo medieval: Alcaldes, Regidores, Jurados, Alcalde de Alzadas, Alcalde de Hijosdalgo, Alguacil mayor, procurador general, alcayde del Alcázar y diputados por los estados de Caballeros y del Común del alfoz. Así se componía la Corporación municipal. Y el método de elección era sencillo: ellos mismos, reunidos cada año, para el día otoñal de San Miguel, en el atrio soleado de la iglesia de San Gil, la más cercana a la Plaza y al Ayuntamiento, con secreto voto elegían los cargos para el año siguiente. Escrutadas las papeletas de las elecciones, se publicaban luego en el edificio comunitario, viniendo así a noticia de la villa.

La vara de Alguacil mayor, muy estimada de todos, no entraba en la elección. Era ostentada de manera automática, por turno, cada año por el hidalgo que más tiempo llevara casado. Modo curioso de respetar la institución familiar en esto del mando público. Sabían, pues, a quién correspondía en cada momento este cargo.

Las cosas fueron bien durante varios siglos. Después de elegidos, juraban solemnemente cumplir sus oficios cada uno, para que no huviese Mudanza ni Variedad.

Las ambiciones humanas, sin embargo, dieron al traste con el sistema. Fue en 1395 cuando llegaron a tal grado de enturbiamiento las relaciones concejiles, y, según frase del historiador, «huvo tan gran discordia en las eleziones de estos officios, tan reñidas contiendas y disenssiones entre los electores, tanta contradiccion de los Pretendientes que se tomó la resolución a que suelen llevar tan absurdas peleas: propusieron al Almirante de Castilla y gran señor de la casa Mendoza, don Diego Hurtado, que fuera él quien de su voluntad extrajera nombres y los conjugara con los cargos. Los votos secretos fueron transformados en decisiones secretas. Todo con muy buen semblante de unos y otros. Señor, esta República se halla tan beneficiada de V.S. y ha experimentado tan grandes mercedes y beneficios, que no pudiendo pagar tan buenas obras, reconociendo a V. S. por padre de su Patria, ponemos en su mano la election de todos los officios de Guadalaxara, fiados que quien sin obligacion forzosa así ha mirado y mira por los particulares d e ella con tanta honra y provecho nuestro, hará mejor por lo común de las cabezas que nos han de governar, y pues Dios se la dió a V.S. tan llena de prudencia y rectitud, ponemos en manos de V.S. las varas y el derecho de nombrar los Ministros y officiales de esta República». Así dijeron a don Diego, galán a la sazón de veinte años, quien así inauguraba el período feliz de una tiranía con todos los visos de renaciente italianismo.

La entrega de voluntades era, sin embargo, renovable cada año. Para San Miguel seguían juntándose todos los ediles en el atrio de San Gil, y allí decía el Procurador general: «Por quitar debates de suertes y votos, y evitar Renzillas y Pleytos, dése la elección al Señor Almirante de Castilla, don Diego Hurtado de Mendoza, que la hará mejor que nosotros, y con mayor Pro de esta República». Y respondían todos, en plebiscito exitoso: «Dénsela. Dénsela». Y así continuaron las cosas, extenso el derecho del duque del Infantado a la elección de Procuradores en Cortes por la ciudad.

Fue en 1517, estando sentado en el más principal sillón del palacio del Infantado don Diego Hurtado de Mendoza, tercer duque, que las gentes de Guadalajara dieron en quitarle su confianza y reconocimiento. Quizás la cuestión de las Comunidades, tan drásticamente solucionada aquí por el magnate, levantó la savia popular y fue todo, por cauces legales, a juicios y chancillerías, que finalmente dieron la razón a los caballeros, hidalgos y común de la ciudad. En 1543, siendo cuarto duque don Iñigo López, obtuvo Guadalajara de nuevo su prerrogativa de elegirse en voto secreto los cargos concejiles. Se extendió a la elección de Procuradores en Cortes, y comenzó, en ese mismo año, la existencia de Corregidor, cargo puesto por el Rey en persona sabia y recta, forastera de la ciudad. Cuando en 1455 se puso el primero, en la persona de Pedro de Guzmán, los Mendoza tuvieron tanta fuerza que lograron eliminar también esa ingerencia estatal en una ciudad de la que, aun no siendo dueños, gobernaban de modo absoluto. En 1543, finalmente, se inició la serie de Corregidores de Guadalajara. La primera autoridad civil recayó entonces en D. Antonio de Quesada, que era catedrático de Cánones en la Universidad de Alcalá. Cada tres o cuatro años se cambiaba la persona, con un ritmo que impedía encariñamientos y aficiones. Y, aunque entonces se reconoció al Concejo arriacense la facultad de elegirse sus cargos entre el pueblo, hasta 1565 no comenzó a ponerse en práctica, pues el duque don Iñigo siguió litigando algunos años.

Al fin fue reconocida de manera absoluta la forma libre y secreta de la llegada a los puestos de responsabilidad municipal. De ellos se ascendía a las oportunidades de representar a la ciudad en Cortes ante el Rey: Mandó el Concejo que trasen en suertes de un Procurador en Cortes todos los Regidores, y que metidas en cántaros las cédulas con sus nombres, un niño sacase una, y el nombre de ella era el Procurador de Cortes. Mandó que el Ayuntamiento nombrase doze personas de el estado de cavalleros hijosdalgo, y de estos doze el corregidor escogiese seis, los más beneméritos, y estos sorteasen la suerte, y el que saliese ese fuese Procurador de Cortes, y desde entonces hasta oy se observa este modo de election.

Nos cuenta tan peregrinas y aleccionadoras epopeyas el padre jesuita Hernando Pecha, en su «Historia de Guadalaxara», en los tres primeros capítulos de su libro cuarto, tocante al brazo seglar, obra que, escrita en 1632, aún se conserva inédita, manuscrita, en la Biblioteca Nacional de Madrid (1), de donde he sacado estos datos que, estoy seguro, a más de uno entretendrán, y a otros pocos darán que pensar.

(1) Este breve e ingenuo trabajillo histórico‑literario fue escrito en 1975 y, por unas u otras razones, no ha podido ver la luz hasta hoy. A estas alturas, la obra que cito como manuscrita y recóndita de Hernando Pecha está ya editada y al alcance de todos.

Casonas molinesas (IV)

 

Antes de acabar nuestro repaso a los viejos y nobles edificios de las casonas del Señorío, hemos de detenernos forzosamente en la capital del mismo, en esa ciudad de Molina de Aragón, en la que tantas cosas han ido cambiando a lo largo de los siglos, hasta llegar a nuestros días, en que, como anteriormente decía, sólo una pálida sombra de lo que fue se cierne ante nuestros ojos. La mansión de los primitivos señores, los poderosos Laras, se yergue sobre el caserío, en noble estampa medieval. No es otra cosa que el castillo molinés, del que ya tantos elogios se han dicho, aunque aún está incompletamente estudiado. Abajo, junto al río, colmando calles estrechas y silenciosas plazas, se apiñaban los palacios y casonas de sus habitantes, en nutrida muestra de una sociedad de especiales características. Uno de los lugares de España en que con mayor densidad poblaron gentes del estado noble, haciendo bueno el primitivo nombre de que usó la ciudad en la Edad Media, y que en justicia debería recobrar: el de Molina de los Caballeros. En el año 1655, el alcalde de los hijosdalgo, D. Alonso de Dávila y Carrillo, realizó el empadronamiento de todas las familias que, por privilegio de nobleza estaban exentas de pagar impuestos. Aunque en la relación incluye también a los exentos de pago por tener armas y caballo, así como a los cofrades de la Compañía Militar de Doña Blanca, arroja la lista un total de 205 familias. No mucho más del doble tendría Molina en esa mitad del siglo XVII por habitantes. Lo que nos viene a demostrar la gran densidad del estamento noble en la ciudad del Gallo.

Claro es que no todos habitaban en palacios o señoriales casonas. Muchos de ellos arrastran con la cabeza alta una hidalguía de papelotes y espada, pero escasísima de recursos económicos.

Puesto que en la relación se añaden, cuando la tienen, la profesión del sujeto, podemos comprobar que son muchos más los que no poseen arte ni oficio, frente a los más bien escasos que se ocupan en algo útil, como capitán, abogado, carpintero, médico, tejedor e incluso hortelano. Lo más general es que no se ocuparan en nada práctico, salvo pasear, hablar de pasadas grandezas y hacerse reverencias unos a otros, siendo sin duda ésta una de las causas de la decadencia molinesa: el haber existido tanta gente a cuya «honra» le afectaba el trabajo e incluso el «agudo pensar», que les rebajaba de clase y les hacía ser sospechosos de judaísmo. En ese sencillo «estar mano sobre mano», cargados de blasones y sin producir nada, vínose abajo el esplendor molinés alcanzado en la Edad Media, quedando reducida a cenizas la figura de la ciudad el 2 de noviembre de 1810, cuando fue saqueada e incendiada por las tropas francesas hasta sus mismos cimientos.

De los pocos palacios que entonces se salvaron, aún muchos menos nos han llegado hasta hoy. La plazuela de «tres palacios» que llaman, se rodea de viejos caserones mutilados y sin gran interés. Al desaparecer la puerta de Valencia, cayó la casona de los Vázquez Torremilano en la plaza de San Pedro tenía su mansión la familia abundante de don Fernando Muela Fino de Lariz, de la que sólo se salvó el escudo de armas, sobrepuesto a una construcción moderna. Y eso es, más o menos, lo que ha ocurrido con otros palacios. Derribados en la guerra de la Independencia, a lo largo del siglo XIX y primera parte del XX, lo más que han conseguido salvar han sido los escudos de armas, tallados en piedra, de sus habitantes primitivos.

De las casonas que hoy subsisten, merece recordar la que llaman «la Subalterna», un sencillo palacete del siglo XVI que perteneció a la familia de los Molina. En la calle Cuatro Esquinas, aún se alzan dos magníficos ejemplos, un poco ajados, pero aún vivos, de los palacios molineses erigidos en el siglo XVI, aunque posteriormente reformados. Me refiero al de los Funes, marqueses de Villel, justo en la esquina a la plazuela de San Miguel, en la que se levanta la sombra del palacio de los Arias. La mansión de los Funes es de un soberbio empaque, con enorme portalón arquitrabado, algunos balcones y ventanas a la fachada, y, lo más interesante del caso, una corrida galería de arcos de ladrillo en el más alto nivel del edificio, bajo el alero, dentro de la más pura tradición aragonesa. De este estilo serían muchos palacios que hubo en Molina, de los que tan sólo éste, y alguna casa particular desperdigada por la ciudad, se conserva.

En la misma calle de Cuatro Esquinas se abre el gran portalón de la casona de los Montesoro, en la que sabemos vivió, en el siglo XVI, la hoy beata María de Jesús López de Rivas. Nada interesante, aparte la puerta y el escudo, tiene esta casa al exterior. Por dentro se conserva hoy inmaculada en su distribución, encantada y parada en épocas remotas: suntuosa escalera de tres tramos; gran rellano cubierto de tapices y ocupado de bargueños y sillones; un total de 64 habitaciones heladoras, y en ellas resistiendo las huellas de los pasados siglos: el archivo familiar, retratos de antiguos señores, militares, abogados, comerciantes de ultramar, un piano y armarios cuajados de abanicos, medallas, joyeros, cristalerías… Esta de los Montesoro es, hoy por hoy, de lo más interesante en el aspecto estudiado de arquitectura civil en Molina.

Recordaremos, finalmente, uno de los ejemplares más singulares de arquitectura palaciega de toda la provincia, y, por supuesto, el más interesante de Molina: se trata del palacio del virrey de Manila, también conocido por la «casa de las pinturas». Fue erigido en el siglo XVIII por don Fernando Valdés y Tamón, un asturiano que ocupó, durante una docena de años, el difícil puesto de gobernador de las islas Filipinas y que en Molina se afincó al casar con una fémina de la familia de los Vigil de Quiñones, en cuyo poder estuvo hasta hace bien poco.

Digo que es ejemplar curiosísimo porque, aparte su magnífica puerta moldurada con barroquismo, el historiado escudo militar que la corona, la distribución de ventanas y balcones, el magnífico alero y otros pormenores que en su interior se conservaban, la fachada principal fue cubierta, por orden de su constructor, con varias pinturas murales en lo mejor de la tradición italiana. Es realmente escasa la presencia de pinturas en la fachada de un palacio, en el conjunto de toda la arquitectura española. Como singularísimo ejemplo debería destacarse este palacio molinés que, sin embargo, ha ido siendo abandonado y recientemente reformado, haciéndole perder algunas de sus características arquitectónicas más singulares.

En la fachada de esta casona colocó el constructor una docena de grandes pinturas murales, de las que sólo unas pocas han sobrevivido al desgaste de los elementos atmosféricos. Aún vemos algunos paneles representando una reunión de sabios, alabando con frase latina la supremación del estudio filosófico, otra pintura representa un milagro en que se apareció un cuadro con el efigie de la Virgen María, quizás vivido por el propio constructor, pues se sabe que Valdés era muy aficionado a la pintura, hasta el punto de que, según cuenta la tradición molinesa, necesitó una recua de un centenar de mulas para trasladar a su palacio la colección de lienzos que poseía. Se destaca en el centro del paramento una vista general de Manila, con sus edificios más característicos, y la representación de algunos árboles frutales propios de las Filipinas, indicando sus nombres. La falta de varios paneles pintados en esta fachada nos impide captar el simbolismo de con junto que el autor quiso dar a esta suma de pinturas, pero, insisto, así y todo mantiene elevadísimo el interés de este palacio para la historia de la arquitectura civil española. La parte más triste de esta relación es el señalar cómo, con objeto de transformarlo en viviendas actuales, y una vez descartada la idea que en principio se tuvo que derribar el palacio, ha sido transformado totalmente en su interior, desmontada la cubierta, con una torrecilla muy característica que poseía sobre ella, y roto por completo la unidad constructiva al elevar una planta nueva sobre el palacio, todo ello a pesar de las protestas que contra este atenta do al arte y la arquitectura se alzaron.

Estos son, en fin, algunos de los aspectos de un viaje rápido y superficial que por el Señorío de Molina hemos realizado en busca de algunos elementos valiosos y reveladores de un antiguo modo de vida y arquitectura. Sirvan ellos para abrir las puertas a un entusiasmo y a un deseo de mejor conocer estos aspectos, y ojala muchos lectores de estas páginas se den ahora a buscar nuevas parcelas de esta «arquitectura civil» molinesa, de la que muchos otros ejemplares existen y merecen ser admirados.

Casonas molinesas (III)

 

La villa de Tortuera, también en el Señorío molinés, es uno de los enclaves donde con profusión de cantidades y calidades se nos ofrece ejemplos de esta sencilla arquitectura civil que son los palacios o casonas nobiliarias. Es una de ellas, en el extremo oriental del pueblo, la de los Romero de Amayas hoy deshabitada, pero Íntegra en su conservación. No es un ejemplo característico, pues a más de haber sido construida en el siglo XVIII, sufrió luego reformas especialmente en la fachada, con profusión de balcones y grandes ventanas, que la desligan de la corriente general de estas construcciones. Presenta sobre la puerta, eso sí, el gran escudo familiar, sostenido de dos niños, y apoyado sobre la furiosa cabeza barbada de un viejo. Quizás en simbolismo de una estirpe. Linaje éste de los Romero de Amayas que no fue demasiado prolífico ni importante. En Tortuera se recuerda entre los habitantes de la casa a dos personajes del siglo XVII, eclesiásticos ilustres. Don Juan de Amaya Malo y don Marcos Antonio de Amaya, canónigos e inquisidores en Córdoba, y a un fraile del siglo siguiente, fray Antonio Romero Colás, misionero en el Perú.

La plaza mayor de Tortuera, con su copuda olma en el centro, es ejemplo aún vivo de urbanismo molinés y tradicional. Se rodea en tres de sus costados por señoriales casonas, dejando el cuarto para que luzca su maciza presencia la iglesia parroquial. Entre las varias casas de esta plaza, destaca la de los Moreno, bien conservada, y sencilla, en cuya fachada de cuadradas dimensiones destacan el portón de grandes dovelas, semicircular, rematado por escudo, y las pequeñas ventanas.

Este característico aire militar, tan propio de estas construcciones molinesas, se va conservando como rémora de la Edad Media y sobrevive en esta avanzada fecha de los siglos XVII y XVIII. Buen ejemplo, de los mejores del Señorío, es la casona de los López Hidalgo de la Vega, situada en lo más alto del pueblo, totalmente aislada del resto de las construcciones con un ancho espacio abierto en su frente. algo modificada a comienzos de siglo al haber heredado dos familias mal avenidas, separando en el interior del caserón sus viviendas, abriendo una puerta en lo que fue ventana lateral de la fachada, y tratando con diverso criterio los elementos exteriores de sus moradas, pero sigue mostrando su empaque y traza ejemplar. Se trata de una gran fachada de rectangular proporción, de mampostería reforzada con sillar en las esquinas, basamentos y vanos, con alero simple de ladrillo. En esta fachada se muestran tres niveles bien diferenciados: el inferior, donde aparece la puerta de entrada, arquitrabada y sin otro motivo ornamental que el gran escudo familiar, cubierto de yelmo y lambrequines, y dos ventanas laterales, cuadradas, cubiertas con reja la derecha. El segundo nivel es de ventanales cuadrados, uno por cada vano del nivel inferior, también cubiertos de magníficas rejas de hierro trabajado a mano. Y, finalmente, el nivel superior, con otras tres ventanas que se corresponden a los camaranchones. Al costado, occidental del edificio se aplica el patio, delimitado por altísimo paredón rematado en almenas, con un aire muy marcado. En el costado oriental se abren también grandes ventanales cubiertos de buenas rejas.

La historia de esta familia es abundante, su descendencia numerosísima, y creo que ha de ser de algún interés aprovechar esta oportunidad para dar algunas noticias, hasta ahora inéditas, obtenidas en los archivos parroquiales de Tortuera y Rueda de la Sierra, acerca de la familia que construyó y habitó esta, no ya casona, sino verdadero «palacio» como en el libro «becerro» de la villa se le llama.

El abolengo de los López en el señorío de Molina, se remonta a los mismos orígenes de esta entidad territorial. Ya a comienzos del siglo XIII aparecen, en documentos del Infante don Alonso de Molina, Garci López, Fernán López de la Parra, ambos del estado noble. Más adelante en el testamento de la Infanta doña Blanca, señora de Molina, aparecen como albaceas Fernán López, Garci López, Miguel Y Martín López sus capellanes; Sancho López, su despensero, entre otros. Ya en 1326 don Hernán López de Traid ocupaba el cargo de Jurado de Molina. Y es a fines del siglo XIV cuando aparece Juan López de Cillas, alcalde que fue de Molina, y auténtico iniciador de esta estirpe numerosísima. Extendida por los lugares de Cillas, Tortuera, Rueda, Fuentelsaz, Milmarcos, Cubillo de la Sierra, Morenilla y Tordelpalo incluso por Embid y Mazarete, donde entroncan con los López Mayoral, es finalmente en Tortuera donde se asientan. Inicialmente funcionarios del estado molinés, servidores en la casa condal de Lara enseguida se enriquecen, haciéndose prepotentes ganaderos. De sus filas surgen militares, letrados, eclesiásticos, en nutrida grey de la que sería prolijo hablar en detalle. No podemos dejar de hacerlo, sin embargo, de los constructores de la casona que comentamos, pues constituye dicha familia un ejemplo clarísimo de la ordenación social que en el siglo XVII se disponía en el seno de una familia de la nobleza. Aunque, como en este caso, fuese una nobleza totalmente de entronque rural, pues consta que los constructores vivieron siempre en Molina, o en esta su casa de Tortuera, que cuidaron de hacerla en todo, y de ordenarla en su interior, como cualquier palacio de la corte.

Construyó la casona don Diego López Hidalgo Mangas, en los primeros años del siglo XVII. Heredero directo del linaje de los López, ya con varias ejecutorias de nobleza ganadas por sus antepasados. Casado con doña Magdalena de la Vega García, tuvieron numerosa e ilustre prole. Uno de los caprichos que tuvo este matrimonio fue el de ir colocando los retratos, al óleo y de cuerpo entero, de sus hijos en el portalón de entrada y en la escalera principal; cuatros que aún perduraban a principios de este siglo, y en los que aparecían, revestidos de hábitos, togas y becas, rodeados de escudos y leyendas explicativas de sus méritos, los ilustres vástagos de la familia. Allí estaban retratados doña María López y doña Brígida López, ambas monjas del Convento de Concepcionistas de Berlanga, donde murieron muy jóvenes, comidas quizás de la humedad y de la tisis, pero dentro de esa recia tradición castellana de dedicar a la clausura a las hembras que, pasada cierta edad, bastante temprana, no habían tomado estado de casada. Sus hermanos fueron dedicados a las letras y los latines: don Marcos López, colegial que era del de Lugo, en la Universidad de Alcalá, murió el año 1623, a los veinticinco años de edad, siendo aún estudiante. Don Lucas López, colegial del de Artes de San Ambrosio, también en la Universidad Complutense, alcanzó altos puestos en la carrera religiosa: visitador de los obispados de Calahorra y Sigüenza; mayordomo del obispo de esta Diócesis, provisor de Badajoz, Vicario General del Ejército de Extremadura y Visitador de sus Hospitales. Don Mateo López se quedó en cura de Prados Redondos. Pero el cuarto de los varones, don Diego López Hidalgo de la Vega, alcanzó los obispados de Badajoz, y Coria, muriendo cuando lo era electo del de Pamplona.

Tras los momentos de esplendor conocidos por la casona de Tortuera en el siglo XVII, su vida fue haciéndose lánguida y escurrida. Quedaron los recuerdos: un gran archivo familiar, en el que las ejecutorias de nobleza, los inventarios de ingentes bienes, las escrituras de compraventa, los libros de testamentos y fundaciones, daban la medida exacta del poder alcanzado por estos López Hidalgo; una biblioteca riquísima, con numerosas ediciones del siglo XVII; los mencionados retratos de la familia constructora; una numerosa colección de lienzos con escenas de caza, paisajes, e incluso una serie de escenas y leyendas alegóricas; bargueños, cobres, estampas, tapices y un sinfín de riquezas. En el transcurso de este siglo, los herederos vendieron todo seguramente por cuatro dineros a los anticuarios, y el archivo que al parecer a nadie interesaba, lo quemaron solemnemente.

De tanta historia contenida, hoy queda en Tortuera, y esperemos que por mucho tiempo, el caserón solamente: la casona nobiliaria de los López Hidalgo de la Vega, viva aún ante nuestros ojos.