Casonas molinesas (IV)
Antes de acabar nuestro repaso a los viejos y nobles edificios de las casonas del Señorío, hemos de detenernos forzosamente en la capital del mismo, en esa ciudad de Molina de Aragón, en la que tantas cosas han ido cambiando a lo largo de los siglos, hasta llegar a nuestros días, en que, como anteriormente decía, sólo una pálida sombra de lo que fue se cierne ante nuestros ojos. La mansión de los primitivos señores, los poderosos Laras, se yergue sobre el caserío, en noble estampa medieval. No es otra cosa que el castillo molinés, del que ya tantos elogios se han dicho, aunque aún está incompletamente estudiado. Abajo, junto al río, colmando calles estrechas y silenciosas plazas, se apiñaban los palacios y casonas de sus habitantes, en nutrida muestra de una sociedad de especiales características. Uno de los lugares de España en que con mayor densidad poblaron gentes del estado noble, haciendo bueno el primitivo nombre de que usó la ciudad en la Edad Media, y que en justicia debería recobrar: el de Molina de los Caballeros. En el año 1655, el alcalde de los hijosdalgo, D. Alonso de Dávila y Carrillo, realizó el empadronamiento de todas las familias que, por privilegio de nobleza estaban exentas de pagar impuestos. Aunque en la relación incluye también a los exentos de pago por tener armas y caballo, así como a los cofrades de la Compañía Militar de Doña Blanca, arroja la lista un total de 205 familias. No mucho más del doble tendría Molina en esa mitad del siglo XVII por habitantes. Lo que nos viene a demostrar la gran densidad del estamento noble en la ciudad del Gallo.
Claro es que no todos habitaban en palacios o señoriales casonas. Muchos de ellos arrastran con la cabeza alta una hidalguía de papelotes y espada, pero escasísima de recursos económicos.
Puesto que en la relación se añaden, cuando la tienen, la profesión del sujeto, podemos comprobar que son muchos más los que no poseen arte ni oficio, frente a los más bien escasos que se ocupan en algo útil, como capitán, abogado, carpintero, médico, tejedor e incluso hortelano. Lo más general es que no se ocuparan en nada práctico, salvo pasear, hablar de pasadas grandezas y hacerse reverencias unos a otros, siendo sin duda ésta una de las causas de la decadencia molinesa: el haber existido tanta gente a cuya «honra» le afectaba el trabajo e incluso el «agudo pensar», que les rebajaba de clase y les hacía ser sospechosos de judaísmo. En ese sencillo «estar mano sobre mano», cargados de blasones y sin producir nada, vínose abajo el esplendor molinés alcanzado en la Edad Media, quedando reducida a cenizas la figura de la ciudad el 2 de noviembre de 1810, cuando fue saqueada e incendiada por las tropas francesas hasta sus mismos cimientos.
De los pocos palacios que entonces se salvaron, aún muchos menos nos han llegado hasta hoy. La plazuela de «tres palacios» que llaman, se rodea de viejos caserones mutilados y sin gran interés. Al desaparecer la puerta de Valencia, cayó la casona de los Vázquez Torremilano en la plaza de San Pedro tenía su mansión la familia abundante de don Fernando Muela Fino de Lariz, de la que sólo se salvó el escudo de armas, sobrepuesto a una construcción moderna. Y eso es, más o menos, lo que ha ocurrido con otros palacios. Derribados en la guerra de la Independencia, a lo largo del siglo XIX y primera parte del XX, lo más que han conseguido salvar han sido los escudos de armas, tallados en piedra, de sus habitantes primitivos.
De las casonas que hoy subsisten, merece recordar la que llaman «la Subalterna», un sencillo palacete del siglo XVI que perteneció a la familia de los Molina. En la calle Cuatro Esquinas, aún se alzan dos magníficos ejemplos, un poco ajados, pero aún vivos, de los palacios molineses erigidos en el siglo XVI, aunque posteriormente reformados. Me refiero al de los Funes, marqueses de Villel, justo en la esquina a la plazuela de San Miguel, en la que se levanta la sombra del palacio de los Arias. La mansión de los Funes es de un soberbio empaque, con enorme portalón arquitrabado, algunos balcones y ventanas a la fachada, y, lo más interesante del caso, una corrida galería de arcos de ladrillo en el más alto nivel del edificio, bajo el alero, dentro de la más pura tradición aragonesa. De este estilo serían muchos palacios que hubo en Molina, de los que tan sólo éste, y alguna casa particular desperdigada por la ciudad, se conserva.
En la misma calle de Cuatro Esquinas se abre el gran portalón de la casona de los Montesoro, en la que sabemos vivió, en el siglo XVI, la hoy beata María de Jesús López de Rivas. Nada interesante, aparte la puerta y el escudo, tiene esta casa al exterior. Por dentro se conserva hoy inmaculada en su distribución, encantada y parada en épocas remotas: suntuosa escalera de tres tramos; gran rellano cubierto de tapices y ocupado de bargueños y sillones; un total de 64 habitaciones heladoras, y en ellas resistiendo las huellas de los pasados siglos: el archivo familiar, retratos de antiguos señores, militares, abogados, comerciantes de ultramar, un piano y armarios cuajados de abanicos, medallas, joyeros, cristalerías… Esta de los Montesoro es, hoy por hoy, de lo más interesante en el aspecto estudiado de arquitectura civil en Molina.
Recordaremos, finalmente, uno de los ejemplares más singulares de arquitectura palaciega de toda la provincia, y, por supuesto, el más interesante de Molina: se trata del palacio del virrey de Manila, también conocido por la «casa de las pinturas». Fue erigido en el siglo XVIII por don Fernando Valdés y Tamón, un asturiano que ocupó, durante una docena de años, el difícil puesto de gobernador de las islas Filipinas y que en Molina se afincó al casar con una fémina de la familia de los Vigil de Quiñones, en cuyo poder estuvo hasta hace bien poco.
Digo que es ejemplar curiosísimo porque, aparte su magnífica puerta moldurada con barroquismo, el historiado escudo militar que la corona, la distribución de ventanas y balcones, el magnífico alero y otros pormenores que en su interior se conservaban, la fachada principal fue cubierta, por orden de su constructor, con varias pinturas murales en lo mejor de la tradición italiana. Es realmente escasa la presencia de pinturas en la fachada de un palacio, en el conjunto de toda la arquitectura española. Como singularísimo ejemplo debería destacarse este palacio molinés que, sin embargo, ha ido siendo abandonado y recientemente reformado, haciéndole perder algunas de sus características arquitectónicas más singulares.
En la fachada de esta casona colocó el constructor una docena de grandes pinturas murales, de las que sólo unas pocas han sobrevivido al desgaste de los elementos atmosféricos. Aún vemos algunos paneles representando una reunión de sabios, alabando con frase latina la supremación del estudio filosófico, otra pintura representa un milagro en que se apareció un cuadro con el efigie de la Virgen María, quizás vivido por el propio constructor, pues se sabe que Valdés era muy aficionado a la pintura, hasta el punto de que, según cuenta la tradición molinesa, necesitó una recua de un centenar de mulas para trasladar a su palacio la colección de lienzos que poseía. Se destaca en el centro del paramento una vista general de Manila, con sus edificios más característicos, y la representación de algunos árboles frutales propios de las Filipinas, indicando sus nombres. La falta de varios paneles pintados en esta fachada nos impide captar el simbolismo de con junto que el autor quiso dar a esta suma de pinturas, pero, insisto, así y todo mantiene elevadísimo el interés de este palacio para la historia de la arquitectura civil española. La parte más triste de esta relación es el señalar cómo, con objeto de transformarlo en viviendas actuales, y una vez descartada la idea que en principio se tuvo que derribar el palacio, ha sido transformado totalmente en su interior, desmontada la cubierta, con una torrecilla muy característica que poseía sobre ella, y roto por completo la unidad constructiva al elevar una planta nueva sobre el palacio, todo ello a pesar de las protestas que contra este atenta do al arte y la arquitectura se alzaron.
Estos son, en fin, algunos de los aspectos de un viaje rápido y superficial que por el Señorío de Molina hemos realizado en busca de algunos elementos valiosos y reveladores de un antiguo modo de vida y arquitectura. Sirvan ellos para abrir las puertas a un entusiasmo y a un deseo de mejor conocer estos aspectos, y ojala muchos lectores de estas páginas se den ahora a buscar nuevas parcelas de esta «arquitectura civil» molinesa, de la que muchos otros ejemplares existen y merecen ser admirados.