Memorias de un concejo: el de Guadalajara
La historia de los cargos públicos de la ciudad de Guadalajara es toda una historia ejemplar. De esas que se pueden contar a niños y a adultos, en noches de invierno o en evocaciones de verano, y siempre con la coletilla moralizante, el zumo de la experiencia servido una vez más entre los recovecos monocordes de la Historia. Gentes que ostentaron el poder sobre calles, sobre mercados, sobre puertas y procesiones. Quizás sobre algunas cosas más que al fin no dijeron las crónicas. Gentes que salieron del pueblo siempre, al compás de muy diversas batutas en cada caso. Cargos sonoros, cargos comprometidos, hazañas heroicas y grises permanencias. De todo hubo. Vamos a recordar, aunque sea brevemente, el orden de esta ejemplarizante historia.
En 1085, las tropas de Alfonso VI se hacen, capitaneadas por Alvar Fáñez de Minaya, con la Wad‑al‑Ha yara de los árabes. La villa de Guadalajara, real y abundantemente poblada de gentes orientales, tiene ya su vida propia. Con una pauta general se organiza el Ayuntamiento que ha de regir el burgo medieval: Alcaldes, Regidores, Jurados, Alcalde de Alzadas, Alcalde de Hijosdalgo, Alguacil mayor, procurador general, alcayde del Alcázar y diputados por los estados de Caballeros y del Común del alfoz. Así se componía la Corporación municipal. Y el método de elección era sencillo: ellos mismos, reunidos cada año, para el día otoñal de San Miguel, en el atrio soleado de la iglesia de San Gil, la más cercana a la Plaza y al Ayuntamiento, con secreto voto elegían los cargos para el año siguiente. Escrutadas las papeletas de las elecciones, se publicaban luego en el edificio comunitario, viniendo así a noticia de la villa.
La vara de Alguacil mayor, muy estimada de todos, no entraba en la elección. Era ostentada de manera automática, por turno, cada año por el hidalgo que más tiempo llevara casado. Modo curioso de respetar la institución familiar en esto del mando público. Sabían, pues, a quién correspondía en cada momento este cargo.
Las cosas fueron bien durante varios siglos. Después de elegidos, juraban solemnemente cumplir sus oficios cada uno, para que no huviese Mudanza ni Variedad.
Las ambiciones humanas, sin embargo, dieron al traste con el sistema. Fue en 1395 cuando llegaron a tal grado de enturbiamiento las relaciones concejiles, y, según frase del historiador, «huvo tan gran discordia en las eleziones de estos officios, tan reñidas contiendas y disenssiones entre los electores, tanta contradiccion de los Pretendientes que se tomó la resolución a que suelen llevar tan absurdas peleas: propusieron al Almirante de Castilla y gran señor de la casa Mendoza, don Diego Hurtado, que fuera él quien de su voluntad extrajera nombres y los conjugara con los cargos. Los votos secretos fueron transformados en decisiones secretas. Todo con muy buen semblante de unos y otros. Señor, esta República se halla tan beneficiada de V.S. y ha experimentado tan grandes mercedes y beneficios, que no pudiendo pagar tan buenas obras, reconociendo a V. S. por padre de su Patria, ponemos en su mano la election de todos los officios de Guadalaxara, fiados que quien sin obligacion forzosa así ha mirado y mira por los particulares d e ella con tanta honra y provecho nuestro, hará mejor por lo común de las cabezas que nos han de governar, y pues Dios se la dió a V.S. tan llena de prudencia y rectitud, ponemos en manos de V.S. las varas y el derecho de nombrar los Ministros y officiales de esta República». Así dijeron a don Diego, galán a la sazón de veinte años, quien así inauguraba el período feliz de una tiranía con todos los visos de renaciente italianismo.
La entrega de voluntades era, sin embargo, renovable cada año. Para San Miguel seguían juntándose todos los ediles en el atrio de San Gil, y allí decía el Procurador general: «Por quitar debates de suertes y votos, y evitar Renzillas y Pleytos, dése la elección al Señor Almirante de Castilla, don Diego Hurtado de Mendoza, que la hará mejor que nosotros, y con mayor Pro de esta República». Y respondían todos, en plebiscito exitoso: «Dénsela. Dénsela». Y así continuaron las cosas, extenso el derecho del duque del Infantado a la elección de Procuradores en Cortes por la ciudad.
Fue en 1517, estando sentado en el más principal sillón del palacio del Infantado don Diego Hurtado de Mendoza, tercer duque, que las gentes de Guadalajara dieron en quitarle su confianza y reconocimiento. Quizás la cuestión de las Comunidades, tan drásticamente solucionada aquí por el magnate, levantó la savia popular y fue todo, por cauces legales, a juicios y chancillerías, que finalmente dieron la razón a los caballeros, hidalgos y común de la ciudad. En 1543, siendo cuarto duque don Iñigo López, obtuvo Guadalajara de nuevo su prerrogativa de elegirse en voto secreto los cargos concejiles. Se extendió a la elección de Procuradores en Cortes, y comenzó, en ese mismo año, la existencia de Corregidor, cargo puesto por el Rey en persona sabia y recta, forastera de la ciudad. Cuando en 1455 se puso el primero, en la persona de Pedro de Guzmán, los Mendoza tuvieron tanta fuerza que lograron eliminar también esa ingerencia estatal en una ciudad de la que, aun no siendo dueños, gobernaban de modo absoluto. En 1543, finalmente, se inició la serie de Corregidores de Guadalajara. La primera autoridad civil recayó entonces en D. Antonio de Quesada, que era catedrático de Cánones en la Universidad de Alcalá. Cada tres o cuatro años se cambiaba la persona, con un ritmo que impedía encariñamientos y aficiones. Y, aunque entonces se reconoció al Concejo arriacense la facultad de elegirse sus cargos entre el pueblo, hasta 1565 no comenzó a ponerse en práctica, pues el duque don Iñigo siguió litigando algunos años.
Al fin fue reconocida de manera absoluta la forma libre y secreta de la llegada a los puestos de responsabilidad municipal. De ellos se ascendía a las oportunidades de representar a la ciudad en Cortes ante el Rey: Mandó el Concejo que trasen en suertes de un Procurador en Cortes todos los Regidores, y que metidas en cántaros las cédulas con sus nombres, un niño sacase una, y el nombre de ella era el Procurador de Cortes. Mandó que el Ayuntamiento nombrase doze personas de el estado de cavalleros hijosdalgo, y de estos doze el corregidor escogiese seis, los más beneméritos, y estos sorteasen la suerte, y el que saliese ese fuese Procurador de Cortes, y desde entonces hasta oy se observa este modo de election.
Nos cuenta tan peregrinas y aleccionadoras epopeyas el padre jesuita Hernando Pecha, en su «Historia de Guadalaxara», en los tres primeros capítulos de su libro cuarto, tocante al brazo seglar, obra que, escrita en 1632, aún se conserva inédita, manuscrita, en la Biblioteca Nacional de Madrid (1), de donde he sacado estos datos que, estoy seguro, a más de uno entretendrán, y a otros pocos darán que pensar.
(1) Este breve e ingenuo trabajillo histórico‑literario fue escrito en 1975 y, por unas u otras razones, no ha podido ver la luz hasta hoy. A estas alturas, la obra que cito como manuscrita y recóndita de Hernando Pecha está ya editada y al alcance de todos.