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febrero, 1978:

Alcarreños en Indias

 

Estas modestas entregas del Glosario Alcarreño, que sólo persiguen dar a conocer, y por tanto a querer, parcelas las más variadas de nuestra tierra de Guadalajara, a un número, cuanto más grande, mejor, de gentes, han conseguido arribar a ciertos núcleos de hispanistas americanos, muy especialmente en los Estados Unidos de Norteamérica, que gustan de leer éstos retazos del pasado histórico, artístico o costumbrista, de nuestra provincia. A ellos, con un saludo cordialísimo, van dedicadas estas líneas.

Que no pueden ser más ajustadas, pienso, en tratando de personajes alcarreños, si no es sacando a la luz temblorosa del recuerdo aquellas figuras de hom­bres que, nacidos en las tierras del Henares, de Alcarria, de Sie­rras y de Molina, fueron a América y allí dieron la talla, siempre gigantesca como a aquel continente le cuadra, de sus virtudes, sus saberes y su heroísmo. Alcarreños en Indias: una tradición que no ha cesado, desde aquél arriacense don Diego de Mendoza que con Cristóbal Colón se metió en el primer barco que llegó a sus costas, hasta insignes figuras que, en renovada misión cultural, siguen dando la voz de Alcarria por sobre las inacabables extensiones americanas. Recuerdo a José de Creeft, a Ciriaco Morón, a Julia González Barba, por colocar aquí tres nombres repre­sentativos. Hay muchos más.

Tratar de todos los naturales de la actual provincia de Guadalajara, que fueron en América conocidos y triunfantes, sería llenar de apretadas líneas varias páginas de este periódico. Por ello me limito a recordar, con brevedad y dejando la puerta abierta para que cada cual penetre a gusto en la vida de cada uno de ellos, a  los que más destacaron en el Nuevo Mundo.

La más alta presencia de Guadalajara en América, es esa otra, ciudad hermana, la Jalisciense Guadalajara, que entre los alcarreños, don Nuño Beltrán Guzmán, el capitán Juan de Oñate, y el Virrey Mendoza, fundaron y dieron vida en la primera mitad del siglo XVI. Allí mismo y siglos más tarde, otros alcarreños dieron fruto abundante, como fray Pedro de Ayala, franciscano natural de nuestra ciudad, que alcanzó el puesto de obispo de Guadalajara de Méjico, o don Juan Ruiz Colmenero, natural de Budia, que desde una canonjía en la catedral de Sigüenza, fue enviado a América, a fines del siglo XVI, para ocupar la misma mitra, aunque no llegó ello a ser realidad.

Entre las gentes de armas que cruzan el Atlántico, recordamos a don Blas de Atienza, que acompañó a Vasco Núñez de Balboa en el descubrimiento del Océano Pacífico; a Alonso de Molina, que formó con los famosos trece de Pizarro en la conquista del Perú; a Alonso de la Fuente, pastranero, en la misma aventura embarcado; al capitán molinés don Diego Agustín de Ortega, que llegó a gobernador de la isla de Puerto Rico en 1601; a don Rodrigo Campuzano Sotomayor, maestre de campo en Perú; y tantos otros.

La más abundante tropa fue la de religiosos, que desde Guadalajara regó con, abundancia las tierras americanas. Simples frailes, misioneros audaces; y orondos arzobispos: de todo prestó la Alcarria al recién descubierto continente. No mencionaremos sino más conocidos o sobresalientes: el famoso fray Pedro de Urraca, fraile mercedario, «nacido al mundo en la villa de Xadraque, a la religión en el Convento de la ciudad de Quito, al cielo en el de la ciudad de Lima en el Perú», según reza la portada de su biografía, escrita por el padre Colombo en 1674, viniendo a resumir su vida de viajero y hombre piadosísimo, que dejó imborrable huella en los lugares en que desarrolló sus virtudes gigantescas. Otro famoso clérigo, el cifontino fray Diego de Landa, fue abanderado de su Orden en el Yucatán, escalando puestos ‑y en América se escalaba por el propio esfuerzo ‑ hasta la dignidad episcopal de Mérida. Convirtió gran porción de indios al cristianismo, aunque, según todos los indicios, se le fue la mano en ocasiones, llevado de su entusiasmo misionero, y ejecutó algunos sonados castigos; nosotros le recordamos especialmente por su obra «Relación de las cosas de Yucatán», sabrosa crónica social de los indios en el siglo XVI. También de Cifuentes era fr. Diego Ladrón de Guevara Orozco y Calderón, quien a fines del S. XVII alcanzó los obispados de Guamanga, el Cuzco y Quito, y ya en 1710 ocupó el cargo de virrey del Perú. El arzobispado de Santa Fe de Bogotá, lo ocuparon, en diversas épocas, don Antonio Sanz Lozano, natural de Cabanillas del Campo, y don Juan Bautista y Martínez‑Atance, que lo era de Maranchón, según recientemente nos ha mostrado José Sanz y Díaz. Alcarreño universal lo fue don Tomás López Medel, de Tendilla, quien en la primera mitad del siglo XVI pasó a Méjico, llegando a ser Oidor de Guatemala y gobernador de Yucatán. Propuesto para varios obispados, decidió regresar a la península, y dispuso una generosa fundación, con capilla y abundantes obras de arte, en el convento jerónimo de su villa natal. Fray Francisco Miño, de Horche, fue vicario general de la orden de los Mercedarios en Indias. Entre la tropa de jesuitas, con las finas dotes políticas de que la orden, ha sido dotada, destacaron Alonso Sánchez, de Mondéjar y Gregorio López, de Alcocer, que trabajaron en Méjico, y pasaron posteriormente a Filipinas. En el territorio de la Florida destacó, cómo evangelizador, fray Francisco Pareja, natural de Auñón, en el siglo, XVII. Y el fundador de los franciscanos en el territorio de Guatemala ha sido considerado unánimemente el alcarreño fray Gonzalo Méndez de quien, muerto «en olor de santidad» el año 1588, se cuenta todavía el curioso «mil­agro de los peces del lago de Atitlán». Y seguiríamos mencionando obispos, y no acabaríamos en largo trecho: el molinés don Martín Garcés de Velasco, obispo de La Paz; el arriacense fray Juan Beltrán de Guzmán, electo arzobispo de Méjico; don Francisco Fabián y Fuero, y don Victoriano López Gonzalo, ambos molineses de Terzaga, y ambos obispos de la Puebla de los Ángeles, en Méjico…

Centenares, por supuesto, de gentes alcarreñas, que dieron todo lo mejor que en sí llevaban por dejar el sello de España, que era su lengua, su religión, su forma de ser, su apasionamiento, su gallardía, su raíz universal e inconfundible en las tierras americanas. Los ánimos emprendedores del briocense don José López Pérez; la energía política y constructora de don Juan de Mendoza y Luna, marqués de Montesclaros, eternizado en sus virreinatos de Méjico y Perú; la curiosidad perenne del médico y científico don Juan de Cárdenas, que escribió un curioso libro sobre las costumbres de  los indios; el arte insuperable de Juan del Campo, natural de Hita, que desarrolló sus habilidades de pintor por diversos lugares de la nueva América…

Y, sin proponérmelo, se ha ido haciendo en exceso larga la relación de estos «alcarreños en Indias» que he querido brindar, a modo de evocación y, quizás, de acicate para un estudio más detenido, a cuantos en los Estados Unidos y otros lugares de América gustan de conocer las múltiples facetas que esta nuestra tierra de Guadalajara ha ido dando, en desbordamiento de generosidad, a la historia y el arte de España y del mundo.

Antiguas cofradías y hermandades

 

Entre los muchos temas que al investigador y conocedor de las antiguas formas de vida en la tierra de Guadalajara se le ofrecen, ocupa un lugar destacado el que supone conocimiento y profundización en un modo muy peculiar de asociación de las gentes: los cabildos, cofradías y hermandades, que con un fundamento religioso, y social al mismo tiempo, por lo que de solidaridad entre sus miembros encerraba, se constituyeron desde la Edad Media hasta casi nuestros días, teniendo su momento de máximo apogeo en los siglos, XVI y XVII.

De todos son conocidos los antiquísimos y perdurables ejemplos de la Caballada de Atienza o los Caballeros de Doña Blanca en Molina, sobre las que la pasada semana hice algún comentario. Modelos de asociación religiosa y civil a un tiempo. Son cabildos, o cofradías. Celebran a San Julián, o la Santísima Trinidad, a la Virgen, y al mismo tiempo se unen para defender sus intereses profesionales en la arriería, o su «status» social de caballeros.

Los ejemplos podrían multiplicarse al infinito. Algunas de estas cofradías han sido ya estudiadas, en sus constituciones, normas, desarrollo y anécdotas, como por ejemplo la que, honda y magistralmente presentaba, estudiada fr. Ramón Molina Piñedo en el número 4 de la revista «Wad‑al-hayara» de la Institución Marqués de Santillana: se refería a la Cofradía de San Nicolás de Gari, en Yunquera de Henares, y venía a demostrar cómo las incidencias generales de la historia de España, y las particulares de’ la región y pueblo en que asentaba, recaían sobre la cofradía, modificándole, al tiempo .que presentaba la influencia que dicha hermandad tuvo sobre la vida y las gentes yunqueranas. Algunas otras cofradías alcarreñas han sido estudiadas: en el, número 1 de «Wad ‑ al ‑ hayara»  presenté la de la Vera Cruz de Valdenuño Fernández, y en el número 5 de dicha revista, próximo a aparecer, doy la reseña, y las constituciones del Siglo XV, de la Cofradía de San Sebastián, en Tartanedo. Incluso un repaso amplio a todas las cofradías y hermandades, algunas de especial curiosidad, de la villa de Horche, ofrecí en un libro sobre temas alcarreños.

Lo interesante sería que estos estudios se multiplicasen. Quizás una primera etapa de monografías  y datos sobre las instituciones religioso‑populares de nuestra tierra, diera lugar posteriormente a un estudio de conjunto, de amplia visión, de comparaciones y resultados que nos dieran los puntos básicos, las variaciones, incluso las anécdotas que brindan estas cofradías: es tema para quien de verdad se interese por el pasado de nuestra provin­cia.

El enumerar unas y otras nos haría llenar páginas y páginas. Dedicadas a la Virgen hay centenares. El libro de García Perdices «Cual Aurora Naciente» menciona varias. También ten las Relaciones Topográficas de la provincia de Guadalajara, que editó comentadas, don Juan Catalina García a principios de este siglo, se presentan gran número de las que hacia 1580 estaban vivas en nuestro entorno. Y son, u a fin, esos recónditos archivos parroquiales, abiertos en ocasiones para algunos, afortunados que en ellos pueden investigar, donde la primera materia de estudio se ofrece y reclama atenciones.

Por dejar una imagen gráfica, aunque breve, de estas cofradías Guadalajara, presento uno de los emblemas de la Cofradía de la Virgen de la Candelaria, de Retiendas, en nuestra serranía, donde el día 2 de febrero, y ahora el primer domingo de dicho mes, se celebra multitudinariamente la fiesta grande del pueblo, con danzas clamorosas de la botarga, fabricación de dulces, procesión ritual y exhibición pública de la cofradía y de estos bellos emblemas de plata en que se representa a la Virgen titular. Centenares de ejemplos hay en nuestra tierra, que están esperando ser encontrados, degustados, archivados y estudiados por vosotros.

San Julián: mito y folclore

 

Según el antiguo santoral católico, el día 12 de febrero, se celebraba en la Iglesia universal la festividad de San Julián. Tras la revolución que en las nóminas celestes introdujo el Concilio Vaticano II, a San Julián se le ha trasladado de fecha, y ahora le celebramos el día 16 de este mismo mes. En todo caso, estos próximos días han de ser de recuerdo para este curioso personaje del cual, y por lo que respecta a la vertiente folklórica que de su culto ha derivado en nuestra provincia, haremos ahora una breve glosa.

Trae su aventura biográfica, entre otros santorales, el «Breviario Seguntino» del siglo XIII, que le sitúa en el primer siglo después de Cristo, haciéndole natural de la región del Bierzo, aunque el «Romancero español» le supone hijo de padres españoles, pero nacido en Nápoles. Está claro que su origen es totalmente legendario. Cristianización, incluso, de algún mito pagano anterior, del que no sería ejemplo muy lejano el de Edipo, como parricida contra voluntad, y por insoslayable hado. Hijo de poderosos señores, perteneciente a, la alta nobleza, un día perseguía en su caza a un grande y hermoso ciervo, que, viéndose acosado por Julián, se le volvió y le habló, anunciándole que con su propia mano mataría a su padre y a su madre. Asustado, Julián huye lejos de su casa para no cometer semejante atrocidad. Llega a un lejano país donde se casa con una princesa y vive feliz. Pero sus padres le buscan, y, guiados de unos y otros, llegan al palacio donde vive, encontrando sólo a la esposa de Julián. Esta les brinda, su hospitalidad y les cede la misma habitación que usa el joven matrimonio. Vuelve Julián que, ignorante de la buena noticia de la llegada de sus padres, encuentra que en su habitación, en su propia cama, duerme un hombre junto a una mujer que piensa es su joven esposa. Ciego de ira, los mata. Reconoce entonces que ha cumplido, con su propia mano, la profecía del ciervo: ha sido parricida. Para rogar el perdón de Dios se va a los caminos, peregrino errante, y alberga y cuida a los enfermos y a los leprosos en un hospital de su fundación. En el transcurso de los siglos, especialmente a partir de la Baja Edad Media, San Julián se torna el prototipo del caminante, y del caballero. Se le representa en hábito galante, con atributos de caza, con espada y daga, incluso con un halcón sobre la mano izquierda. También como monje, o caminante, u hospitalero recibiendo leprosos. Los caballeros le toman por su patrón. Los caminantes también, y es frecuente en las veredas que cruzan España en la Edad Media, oír esta frase que se dirigen mutuamente los polvorientos viajeros: «Ayúdeos San Julián» ó «Válgaos San Julián». El mito del parricidio acaba cristianamente, con el perdón de Dios que le es enviado a San Julián por boca de un ángel. Encarna, de todos modos, dos arquetipos del género humano: el caballero, y el caminante.

Hay dos cofradías de origen antiquísimo, en la actual provincia de Guadalajara, que toman a San Julián por su patrón: la de «la Caballada» de Atienza, de fines del siglo XII, y la de «los Caballeros» de Doña Blanca, en Molina, del siglo XIII. En Atienza se constituyó la cofradía exclusivamente en honor de San Julián, pues así se apelaba el hospital de la villa, y además la hermandad la constituían los «arrieros» de ella, gentes de camino perenne, que tomaban por abogado celestial a tan gran caminante. Las constituciones escritas del S. XIII nos muestran a esta cofradía de «la Caballada» bajo el título de la Santísima Trinidad y San Julián, olvidándose poco a poco este último apelativo. Ha habido incluso quien ha querido, hilando demasiado fino, unir la advocación del santo caminante a la idea del parricidio en conexión con el hecho de que los arrieros atencinos habían salvado la vida del Rey niño Alfonso VIII del mal deseo de su tío el leonés rey Fernando, que le quena matar. Dejémoslo, pues, en la simple advocación a un santo que, en el momento de constitución de la famosa cofradía, era el abogado por excelencia de los caminos y las gentes que en ellos se ganaban la vida.

Molina de Aragón nos muestra la otra vertiente de este tema: el Cabildo de Caballeros de doña Blanca, fundado por esta señora en el siglo XIII con cien hombres nobles de a caballo de su alta y fortificada villa, se hizo «en honor de la Santísima Trinidad, Santa María y San Julián». En este caso será la advocación mariana la que permanecerá, con el título de Nuestra Señora del Carmen, perdiéndose los otros dos. Pero el culto a San Julián por estos caballeros molineses fue intenso durante varios siglos. Valgan estos ejemplos comprobados históricamente: el día del santo, en el mes de febrero, celebraban todos una convivencia y una misa cantada. Aunque las reuniones y nombramientos de cargos se hacían el día de la Asunción, el prioste salía elegido ante la puerta de la Iglesia de Santa María la Vieja, que pertenecía a los Caballeros Templarios. Los cofrades regalaban ese día un hermoso caballo para la fábrica de la iglesia. En ella había un viejo retablo dedicado a San Julián, que aparecía en diversas pinturas vestido de caballero, seglar, con un azor en la mano. Aún es de constatar el dato de que cuando los caballeros molineses entraban a luchar en alguna batalla, invocaban a gritos a su patrón San Julián.

De seguro que habría en nuestra provincia, y aun en otros lugares de España, otras cofradías y hermandades dedicadas a este simpático santo, en una y otra de sus acepciones arquetípicas. El hecho de encontrar dos en nuestra tierra, tan clásicas y conocidas, aunque todavía poco aclaradas en este común origen de su advocación a San Julián, es lo que nos ha hecho glosar este tema en las páginas, coincidiendo con la próxima celebración de la festividad de este poblador del cielo.

Fuentes de pueblo

 

Estamos convencidos que la promoción cultural, de mayor o menor calibre, no se consigue con la organización de actos, aulas, conferencias o actividades del tipo que sean, en las que el común de las gentes actúe meramente de espectador o recipiente. La cultura auténtica, a la que no se accede sino por una Vía educativa la busca y elabora el propio individuo. Lo importante, pues, es crear inquietudes, proporcionar firmes bases educacionales, y facilitar las vías por las que cada uno pueda llegar a la cultura, palabra múltiple y, en definitiva, meramente personal.

Estos breves y esquemáticos retazos que el «Glosario Alcarreño» quiere proporcionar, no persiguen conformar una cultura alcarreña, vocablo petulante como pocos, sino brindar caminos por donde todos puedan pasar en dirección a una más amplia visión de la realidad, actual y pretérita, de nuestra tierra. Hoy quiero traer a mis lectores un tema que se me ha hecho querido a lo largo de los viajes y caminares por, la provincia, por sus pueblos y aldeas sencillos, sinceros, vivos: las fuentes rurales, los pilones, los abrevaderos, los chorros de limpia y fría presencia acuosa El centro de un lugar, el mentidero, el lugar de citas, el corazón sonoro y añorado de muchos pue­blos, es la fuente de piedra gris y musgos, que en la plaza mayor, o en el rincón más cotidiano nos espera. No será éste un catálogo de hermosas fuentes, de artísticas entalladuras o leyendas sorprendentes. Quisiera, eso sí, que estas líneas sirvieran para que todos vieren en estos elementos un motivo más de goce estético, un dato  de fuerza rural que nos lleve a quererlos, a conocerlos mejor, a respetarlos y tratar de conservarlos en la mejor y más pura manera posible.

La tierra seca que, según tradición, es sede de nuestras existencias, guarda bajo se estuche la rica vena del agua. Los ocres horizontes de la Campiña, Alcarria y páramos serranos, nos dan el rumor del agua a cada paso. La sabiduría popular dejó los nombres inscritos en su pueblo.

Ahí están Fuentelahiguera, Fuentelencina, Fuentenovilla. Allá, a la raya de Aragón, encontramos la villa de Fuentelsaz. O en las estribaciones ibéricas el poblado de Villanueva de las Tres Fuentes, recóndito y remoto como pocos. Aun nombres poco evolucionados siguen saludándonos: Hontoba Hontanillas, Fontanar… siempre con el sonoro repicar del agua. Y aun ese enhiesto lugar que es Fuentes de la Alcarria, en cuyas laderas surgen los arroyos ‑el borbollón, el ‑Ojuelo‑ que darán nacimiento a un río, el Ungría, que de tan humano tiene mocedad y aun amoríos.

Hay un lugar en la Alcarria, que es Brihuega, donde el agua tiene repetida teoría: por todas partes de la ladera donde asienta el pueblo surge el agua. En sus alrededores también. Y en el caserío, hasta hace poco había 16 fuentes, con más de 35 caños en total. Sin duda la más famosa es la fuente Blanquina, la de los doce caños, que aún deja un sobrante a un lado con el que se podrían encañar otros tantos. Tiene siempre como un vaho esplendoroso en derredor, y su sonoridad es casi catedralicia.

Argecilla, en el valle del Badiel, es también lugar de fuentes y manantiales. Hasta por las calles corren, en rumor perenne, los sobrantes de unas y otros.

Fuentelencina bien puede presumir de tener su fuente, bien plantada, en el centro de la plaza, frente al blasonado ayuntamiento, con un pilón que parece una piscina.

Y Medranda, junto al Henares, su ejemplar curioso, que consiste en arca y muro, y tres grandes carátulas talladas en piedra, muy bajas, de donde surge por sus bocas el ímpetu acuoso. Jadraque aun, con su monumental fuente del siglo XVIII, oronda y matronal, querida y hoy ya un tanto arrinconada en su plaza mayor, de donde nadie, afortunadamente, es capaz de quitarla.

Hay fuentes que son capaces de llenar por sí solas el gran espacio de una plaza.­ Así ocurre con la de Ledanca, de firme piedra tallada, con una leyenda en derredor que recuerda el año (fue en el siglo XVIII) en que un alcalde, mandó hacerla. O con esta de Arbancón, picuda y admirable como pocas; sirviendo en todo momento de contrapunto a un pequeño ayuntamiento con su torre relojera, o a esas casas de popular arquitectura que, en el dibujo adjunto, vemos acompañarla. Y es, también, fuente monumental, aunque un tanto arrinconada, la que en Budia presume en su plaza mayor, pegada a los muros del ayuntamiento, obra conjunta del remoto siglo XVI.

La de los Cuatro Caños en Pastrana merecería todo un capítulo aparte. Porque no se comprende la villa sin su fuente. Porque es capaz de arrebatar el ánimo, y suspender la catarata de los minutos tan sólo contemplándola. Su gran copa pétrea que arroja a los cuatro vientos el agua venida del monte; y detrás de ella adivinándose las calles blasonadas, los palacios de la Inquisición y caballeros calatravos en la cuesta de la Palma. Cerca, en Albalate de Zorita, nos sorprende el monumento de su fuente, merecedora de un estudio aparte, y de una defensa total y absoluta de su integridad, pues salta a raya de lo cordial para entrar en la categoría de monumento. Un, gran escudo en que aparece tallada la cruz del Perro y leyenda alusiva a su milagroso hallazgo, aparece en el centro de los sillares del muro. Quien busque, desde ahora, el repetido encanto de las presencias aldeanas de las fuentes, debe acudir a Albalate sin dudarlo.

A la salida de Valdeavellano, lejos ya del pueblo, y en el camino de herradura que va a Atanzón, surge la recia y pesada fuente que en lo alto lleva tallado el escudo de Castilla y León, sin otro aditamento real, como significando la pertenencia a un estado donde ese emblema reúne a tierras y a gentes.

Y para fuentes en verdad artísticas, la de Atienza, en su plaza baja, del Ayuntamiento: un pilón seis veces lobulado un pináculo tallado que acaba en mitológicos delfines, casi un recuerdo de reales teorías y jardines en palaciegos complejos. Es obra barroca del siglo XVIII. 

También en Guadalajara capital hubo numerosas y cotidianas fuentes, como lugar de rico subsuelo acuoso. Quizás la más cordial para todos era aquélla, con su pilón enorme, su adoquinado teñido, que presidía la plaza de Budierca y le daba un neto aire aldeano dentro de la ciudad. Imperativos modernistas nos han ido quitando todas las fuentes públicas, y aun ahora, el viajero caminante que a Guadalajara llega con sed tiene que entrar en un bar a pedir cualquier cosa taponada, porque no encontrará respuesta si pregunta: «¿Dónde está la fuente de este pueblo?»

Todos los pueblos, sí; todas las villas y ciudades deberían tener su fuente pública, su antigua fuente pública, su antigua fuente sonora y húmeda donde encontrar la referencia, la identidad, el íntimo convencimiento de que se pertenece a una comunidad humana.

Pero sigamos viajando por entre ellas. Curiosas son, de verdad, las de Zorita de los Canes y la de Hinojosa, que, día y noche, sin fallar, mantienen su ritmo de intermitencia, variando cada pocos segundos el caudal de su chorro, hasta casi desaparecer, y volver luego alborotada y alegre a echar su carga. Y aún, y ya para terminar, un dato curioso que encontré en viejos papeles, concretamente de Rueda de la Sierra, en el Señorío de Molina: es el contrato para hacer la fuente pública, o pilón. Fue su autor el cantero Juan Vélez, y la hizo en febrero de 1531 por valor de 7 ducados, pagaderos en tres plazos. Se comprometía a hacer la obra «muy buena y perfecta», con un arca encima del pilón, que debía tener 20 pies de largo y 3 de ancho. La vaquera del pilón había de ser de piedra labrada por dentro, con un pasamanos por fuera. Las piedras de este pilón debían ir enlazadas “a macho y hembra”. Aún se ve, en Rueda de la Sierra, esta obra de Juan Velez, duradera en los siglos.

Y así podríamos estar largas horas, charlando sobre estas cordiales presencias de las fuentes de pueblo en nuestra tierra. Que sean estas palabras acicate para acercarse a ellas, para conocerlas mejor, para estudiarlas en serio, a fondo, buscando datos, realizando planos, fotografías; recogiendo leyendas. Dejando, en fin, su retrato acabado para los siglos futuros.