Fuentes de pueblo

sábado, 4 febrero 1978 0 Por Herrera Casado

 

Estamos convencidos que la promoción cultural, de mayor o menor calibre, no se consigue con la organización de actos, aulas, conferencias o actividades del tipo que sean, en las que el común de las gentes actúe meramente de espectador o recipiente. La cultura auténtica, a la que no se accede sino por una Vía educativa la busca y elabora el propio individuo. Lo importante, pues, es crear inquietudes, proporcionar firmes bases educacionales, y facilitar las vías por las que cada uno pueda llegar a la cultura, palabra múltiple y, en definitiva, meramente personal.

Estos breves y esquemáticos retazos que el «Glosario Alcarreño» quiere proporcionar, no persiguen conformar una cultura alcarreña, vocablo petulante como pocos, sino brindar caminos por donde todos puedan pasar en dirección a una más amplia visión de la realidad, actual y pretérita, de nuestra tierra. Hoy quiero traer a mis lectores un tema que se me ha hecho querido a lo largo de los viajes y caminares por, la provincia, por sus pueblos y aldeas sencillos, sinceros, vivos: las fuentes rurales, los pilones, los abrevaderos, los chorros de limpia y fría presencia acuosa El centro de un lugar, el mentidero, el lugar de citas, el corazón sonoro y añorado de muchos pue­blos, es la fuente de piedra gris y musgos, que en la plaza mayor, o en el rincón más cotidiano nos espera. No será éste un catálogo de hermosas fuentes, de artísticas entalladuras o leyendas sorprendentes. Quisiera, eso sí, que estas líneas sirvieran para que todos vieren en estos elementos un motivo más de goce estético, un dato  de fuerza rural que nos lleve a quererlos, a conocerlos mejor, a respetarlos y tratar de conservarlos en la mejor y más pura manera posible.

La tierra seca que, según tradición, es sede de nuestras existencias, guarda bajo se estuche la rica vena del agua. Los ocres horizontes de la Campiña, Alcarria y páramos serranos, nos dan el rumor del agua a cada paso. La sabiduría popular dejó los nombres inscritos en su pueblo.

Ahí están Fuentelahiguera, Fuentelencina, Fuentenovilla. Allá, a la raya de Aragón, encontramos la villa de Fuentelsaz. O en las estribaciones ibéricas el poblado de Villanueva de las Tres Fuentes, recóndito y remoto como pocos. Aun nombres poco evolucionados siguen saludándonos: Hontoba Hontanillas, Fontanar… siempre con el sonoro repicar del agua. Y aun ese enhiesto lugar que es Fuentes de la Alcarria, en cuyas laderas surgen los arroyos ‑el borbollón, el ‑Ojuelo‑ que darán nacimiento a un río, el Ungría, que de tan humano tiene mocedad y aun amoríos.

Hay un lugar en la Alcarria, que es Brihuega, donde el agua tiene repetida teoría: por todas partes de la ladera donde asienta el pueblo surge el agua. En sus alrededores también. Y en el caserío, hasta hace poco había 16 fuentes, con más de 35 caños en total. Sin duda la más famosa es la fuente Blanquina, la de los doce caños, que aún deja un sobrante a un lado con el que se podrían encañar otros tantos. Tiene siempre como un vaho esplendoroso en derredor, y su sonoridad es casi catedralicia.

Argecilla, en el valle del Badiel, es también lugar de fuentes y manantiales. Hasta por las calles corren, en rumor perenne, los sobrantes de unas y otros.

Fuentelencina bien puede presumir de tener su fuente, bien plantada, en el centro de la plaza, frente al blasonado ayuntamiento, con un pilón que parece una piscina.

Y Medranda, junto al Henares, su ejemplar curioso, que consiste en arca y muro, y tres grandes carátulas talladas en piedra, muy bajas, de donde surge por sus bocas el ímpetu acuoso. Jadraque aun, con su monumental fuente del siglo XVIII, oronda y matronal, querida y hoy ya un tanto arrinconada en su plaza mayor, de donde nadie, afortunadamente, es capaz de quitarla.

Hay fuentes que son capaces de llenar por sí solas el gran espacio de una plaza.­ Así ocurre con la de Ledanca, de firme piedra tallada, con una leyenda en derredor que recuerda el año (fue en el siglo XVIII) en que un alcalde, mandó hacerla. O con esta de Arbancón, picuda y admirable como pocas; sirviendo en todo momento de contrapunto a un pequeño ayuntamiento con su torre relojera, o a esas casas de popular arquitectura que, en el dibujo adjunto, vemos acompañarla. Y es, también, fuente monumental, aunque un tanto arrinconada, la que en Budia presume en su plaza mayor, pegada a los muros del ayuntamiento, obra conjunta del remoto siglo XVI.

La de los Cuatro Caños en Pastrana merecería todo un capítulo aparte. Porque no se comprende la villa sin su fuente. Porque es capaz de arrebatar el ánimo, y suspender la catarata de los minutos tan sólo contemplándola. Su gran copa pétrea que arroja a los cuatro vientos el agua venida del monte; y detrás de ella adivinándose las calles blasonadas, los palacios de la Inquisición y caballeros calatravos en la cuesta de la Palma. Cerca, en Albalate de Zorita, nos sorprende el monumento de su fuente, merecedora de un estudio aparte, y de una defensa total y absoluta de su integridad, pues salta a raya de lo cordial para entrar en la categoría de monumento. Un, gran escudo en que aparece tallada la cruz del Perro y leyenda alusiva a su milagroso hallazgo, aparece en el centro de los sillares del muro. Quien busque, desde ahora, el repetido encanto de las presencias aldeanas de las fuentes, debe acudir a Albalate sin dudarlo.

A la salida de Valdeavellano, lejos ya del pueblo, y en el camino de herradura que va a Atanzón, surge la recia y pesada fuente que en lo alto lleva tallado el escudo de Castilla y León, sin otro aditamento real, como significando la pertenencia a un estado donde ese emblema reúne a tierras y a gentes.

Y para fuentes en verdad artísticas, la de Atienza, en su plaza baja, del Ayuntamiento: un pilón seis veces lobulado un pináculo tallado que acaba en mitológicos delfines, casi un recuerdo de reales teorías y jardines en palaciegos complejos. Es obra barroca del siglo XVIII. 

También en Guadalajara capital hubo numerosas y cotidianas fuentes, como lugar de rico subsuelo acuoso. Quizás la más cordial para todos era aquélla, con su pilón enorme, su adoquinado teñido, que presidía la plaza de Budierca y le daba un neto aire aldeano dentro de la ciudad. Imperativos modernistas nos han ido quitando todas las fuentes públicas, y aun ahora, el viajero caminante que a Guadalajara llega con sed tiene que entrar en un bar a pedir cualquier cosa taponada, porque no encontrará respuesta si pregunta: «¿Dónde está la fuente de este pueblo?»

Todos los pueblos, sí; todas las villas y ciudades deberían tener su fuente pública, su antigua fuente pública, su antigua fuente sonora y húmeda donde encontrar la referencia, la identidad, el íntimo convencimiento de que se pertenece a una comunidad humana.

Pero sigamos viajando por entre ellas. Curiosas son, de verdad, las de Zorita de los Canes y la de Hinojosa, que, día y noche, sin fallar, mantienen su ritmo de intermitencia, variando cada pocos segundos el caudal de su chorro, hasta casi desaparecer, y volver luego alborotada y alegre a echar su carga. Y aún, y ya para terminar, un dato curioso que encontré en viejos papeles, concretamente de Rueda de la Sierra, en el Señorío de Molina: es el contrato para hacer la fuente pública, o pilón. Fue su autor el cantero Juan Vélez, y la hizo en febrero de 1531 por valor de 7 ducados, pagaderos en tres plazos. Se comprometía a hacer la obra «muy buena y perfecta», con un arca encima del pilón, que debía tener 20 pies de largo y 3 de ancho. La vaquera del pilón había de ser de piedra labrada por dentro, con un pasamanos por fuera. Las piedras de este pilón debían ir enlazadas “a macho y hembra”. Aún se ve, en Rueda de la Sierra, esta obra de Juan Velez, duradera en los siglos.

Y así podríamos estar largas horas, charlando sobre estas cordiales presencias de las fuentes de pueblo en nuestra tierra. Que sean estas palabras acicate para acercarse a ellas, para conocerlas mejor, para estudiarlas en serio, a fondo, buscando datos, realizando planos, fotografías; recogiendo leyendas. Dejando, en fin, su retrato acabado para los siglos futuros.