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octubre, 1975:

El monasterio de calatravas, en Pinilla

 

Abunda la provincia de Guadalajara, y el partido de Sigüenza en particular, de lugares recónditos a los que no se ha dedicado toda la atención que se merecen. Rincones de nuestra geografía donde se reúnen todos ­los ingredientes de un paisaje inaudito y expresivo; donde, en fin podemos dedicar un rato, en silencio y en paz a la meditación y al goce puro del lento devenir de las cosas.

Uno de estos lugares es el antiguo monasterio de San Salvador, que yace en ruinas silenciosas, casi mudas, media legua al norte de Pinilla de Jadraque, río Cañamares arriba. Fue poblado de monjas calatravas durante, varios siglos de da Edad Media y en el aire que le circunda, sobre cada una de las hojas de roble que conforman el paisaje, se escucha mínima una letanía lejana y como perdida. El camino desde el pueblo es cómodo para hacerlo andando, mirando despaciosamente las bravas orillas del río, los bosquecillos que sobreviven a seculares talas, las rocas bermejas dé Pálmaces que se divisan a lo lejos. Sobre un promontorio de suave declive, aparecen los muros, las heridas abiertas por el tiempo y los abandonos en la estructura primitiva del monasterio. Ese momento de descubrir en lo alto la rústica imagen de un edificio que, luego lo sabremos por la historia, tuvo el favor de los reyes y el mecenazgo de grandes señores, es algo impagable y permanente en el recuerdo.

Los restos de este cenobio se dedican hoy, por su propietario particular a guardar ganado y aperos. Podemos en ellos adivinar aún lo que fue iglesia, claustro y dependencias. Todo ello en una escala reducidísima, prueba de lo humilde que debió ser la institución. Hacia el norte aparece la masa parda de su iglesia, románica de una sola nave, rematada en ábside semicircular, en el que aparecen, sujetando el alero, algunos canecillos de tipo antropomórfico, y un par de columnas recias, preludio, quizás de futuras y nunca arribadas ampliaciones, a septentrión. Hacia el norte, los pies de la iglesia se continúan con un cuerpo edificado que luego tuerce y se prolonga hacia poniente. En su cara norte aparece una portada sencilla pero curiosa. Se trata de un gran arco semicircular, adovelado, sobre el que aparecen tres emblemas muy locuaces: al frente figura el águila bicéfala del imperio, con la fecha de 1515, en que se hacía reforma en el convento, y se ponía esta puerta nueva, inmácula desde entonces. A su derecha aparece, en ruda talla, el retrato de San Bernardo, padre espiritual de la orden que habitaba esta soledad. Y a la izquierda en redonda contundencia, la cruz florenzada de la orden de Calatrava, rodeada en dos círculos de esta leyenda: «Carolvs Dei Gracia Rex Castelle, Legionis et Aragonis et anbas Sicilia et G ‑ Administrator Perpetus Mtre Ordinis Calatrave et Cister» que recuerda al monarca gobernador de varios mundos. El interior de esa nave está dividido por tabique de barro y madera, posteriores al abandono del convento. Por el sureste también se prolonga, la iglesia, formando un ala, corta, que cerraba el claustro. Aún se ve a medio tapar por la maleza, la puerta gaminada de la sala capitular, con un par de desgastados capiteles de razón vegetal. El resto son montículos de yerba que nació sobre los  escombros. Y un silencio, encallecido por el  que pasar tiritando.

La historia del monasterio de San Salvador es sencilla y doméstica, breve incluso, con la brevedad que cuatro cotidianos siglos confieren a las cosas humanas. A principios del siglo XIII, estaba todo aquel territorio en manos de unos ricos burgueses de Atienza, don Rodrigo Fernández y su mujer doña María. Se les ocurrió donar aquello a alguna orden religiosa para que pusieran monasterio, y de acuerdo con su hermano don Martín Fernández y demás parientes, decidieron entregárselo al obispo de Sigüenza, para que él fuera quien fundara el monasterio. Y así ocurrió. ­En el lugar llamado «Sotial de Hacham», un sotillo con ascendencia moruna, «in honoris et nomine Santo Salvatoris» puso el obispo don Rodrigo un grupo de monjas cistercienses encabezado por doña Urraca, Fernández, abadesa, quizás familiar de los fundadores y ya desde el primer momento contaron con «vasallos, e heredamientos, e montes, e ríos, e molinos, a yermo, e poblado, todo con sus entradas e con sus salidas» por los términos de Torremocha, Ledanca, Bujalaro y otros pueblos limítrofes. Tuvo su inicio este monasterio, según su carta fundacional, el 17 de junio  de 1218.

Se suceden luego las oraciones, el trabajo y la vida comunitaria, que pone un hálito de novedad y misterio en aquellas tierras de caza y trashumancia. Tuvo el monasterio muy pronto, la tarea de servir de centro de formación, -un internado se diría hoy-, para las Jóvenes de la pudiente sociedad medieval. Así vemos como el 23 de noviembre del año 1290, doña María Gómez, viuda de Fernando Alvarez de Barrio, del Rey de Atienza, pide a doña Yelo González, abadesa de San Salvador, que reciba a Teresa, a Mayor y a Gracia, sus­ tres hijas, «por las criar e emponerlas en ­los usos o las costumbres dé la orden».

Ya por entonces, eran las monjas de Pinilla plenamente integrantes de la Orden de Calatrava, siendo la Primera noticia de esta filiación, de 20 de noviembre de 1263.  No hacía mucho que habían pasado a ser de manto negro y cruz roja al pecho, pues en esta fecha dispone don Rodrigo yáñez. «Maestre general de la Orden de la Cavallería de Calatrava», que su personero Lope Alfonso, comendador de la Riba, entendiera en los asuntos «de la Abadesa e del Convento del Monasterio de St. Salvador de Peniella, que es fija de la Orden de Calatrava» y Protegiera dicha institución.

El resto de su historia, de la pomposa relación de noticias que sobre este minúsculo retazo de vida, espiritual nos ha quedado, se desarrolla sobre los papeles y pergaminos de donaciones, confirmaciones, ventas y heredamientos. Lentamente fue adquiriendo, esta comunidad importantes privilegios por parte de los piadosos reyes castellanos, y gran copia de tierras y posesiones que los vecinos, ricos y pobres, de los contornos, les hacían cuando no sabían a quien, dejar por herederos, o por asegurar así un más fácil camino para la salvación de su alma. Merecen ser conocidos algunos de los documentos que fraguan esta breve, y sencilla historia monasterial.

En 1221 extendía en Burgos el rey Fernando III un privilegio por el que amparaba y protegía a este monasterio, todavía cisterciense. Años después, en 1292 Sancho IV confirmaba dicho privilegio y concretaba todo el territorio que pertenecía a las monjas “dende la peña negra fasta la peña rubia derecho, de las dichas peñas aguas vertientes por ambas partes del Río en derecho de las, dichas peñas hasta juntar con el edificio de dicho Monasterio”, siendo obligadas al mismo tiempo, a dejar una entrada para abrevadero y camino de los ganados. Les exime de impuestos, así como a sus vasallos. Poco después en 1294, Fernando IV, a ruegos de la abadesa doña Theodisa, manda poner un mayordomo en el convento, para que se ocupe de las cuentas y defensas administrativas siendo exento también de toda carga tributaria. En otros documentos, extendidos por las abadesas y aún por vecinos de la zona, vemos como las donaciones y, por tanto, los acrecentamientos del patrimonio conven­tual eran incesantes. Durante el siglo XIII, primero de su existencia, fueron por lo menos siete abadesas las que regentaron, con gran sabiduría, tacto y política, esta casa religiosa. Recordemos ahora sus nombres, que forman un hermoso ramillete de nombres medievales: doña Urraca Fernández, doña Mayor Fernández, su hermana, que antes había sido priora, doña Sancha Pérez, doña Teresa, doña Yelo González Theodisa, y doña Toda Díaz.

Escasean luego las noticias durante los siguientes siglos, y es a fines del siglo XVI que se rompe definitivamente el ya precario hilo de vida de este monasterio. Por frío, por solitario, por alejado de los centros don se podían obtener más abundantes limosnas y favores, las monjas calatravas, solicitaron del rey Felipe II, su traslado a otro lugar más habitable. En 1576 fue concedido el favor, saliendo inmediatamente hacia Almonacid de Zorita, donde, se construyó convento en las afueras del pueblo, se levantaron retablos y se prosperó en dineros e influencias. Tanto, que esta comunidad de Calatrava no paró hasta verse asentada, en 1623, en la corte del reino, donde fue desde entonces muy favoreci­da de los reyes.

Mientras, allí en Pinilla, en la cuestecilla verdeante junto a las aguas del Cañamares, creció la soledad, y se hizo tan grande, que llevó por tierra edificios, claustros y sonoridades. Y quedó, esto que hoy, viajero, puedes contemplar. Un pedazo de amortajada historia clavado en medio de la tierra serrana de Guadalajara.

Mudejarismo en Guadalajara

 

Nos reunimos en esta ocasión para exaltar un tema, un camino recorrido, una faceta recóndita paro elocuente, del arte y la cultura de nuestra tierra. Materializada en una construcción religiosa, personificada en un pueblo que ha sabido comprender, en este mundo de hoy que rinde diario homenaje al confusionismo, la misión preclara, trascendente y sublime que cada apartado rincón de la geografía hispana, y a sus habitantes, le cabe realizar. Ha sido la construcción de esta iglesia parroquial de Aldeanueva de Guadalajara, ya ocho veces centenaria, la que ha servido de espejo en nuestra provincia a las tareas, más bien escasas, de restauración de viejos edificios arquitectónicos y obras de arte, consiguiendo el primer puesto en la competición provincial que nuestra Institución Cultural “Marqués de Santillana” ha convocado con motivo del Año Europeo para la Defensa del Patrimonio Arquitectónico. Durante varios años, un hombre de ilimitada esperanza y de atinado juicio, amparado por su entusiasmo, y por el apoyo de la jerarquía eclesiástica y el propio pueblo fiel de Aldeanuela, -ese hombre es su párroco don Calixto García– ha llevado a cabo, con los escasos medio que la economía parroquial disponía, una tarea magnífica de limpieza, remozamiento y acabado de estructuras y detalles en este templo, que le han hecho colocarse, desde su oscuro puesto antiguo, en la primera línea de las obras de arte de esta provincia de Guadalajara. Catalogada esta iglesia en el escasísimo repertorio del estilo románico-mudéjar, nos da pie para que, en esta hora de júbilo como es la de entregar un premio por su atinado rescate, recordemos aunque sea por encima, la aventura total de lo que se conoce por “mudejarismo” en España, lugar único del mundo donde esta forma de vida y de cultura se ha dado.

 Nos asalta desde el principio una duda. Y es precisamente la consideración de las posibilidades que existen para catalogar como “cultura” propia e independiente, éste que llamamos mudejarismo, y que para otros no es sino una situación social de características muy propias, que llega a dar sus manifestaciones culturales, en el ámbito general del país, bajo un prisma propio. Lo mudéjar no es sino la expresión de un determinado estrato social, creado en el curso de una situación histórica concreta. En pocas líneas, y con las salvedades que toda generalización demanda, podemos decir que los mudéjares son aquellos individuos de raza, religión y cultura árabe que no abandonaron el territorio que ocupan cuando es reconquistado por el Estado cristiano, castellano o aragonés, en ese proceso secular que como Reconquista. Quedan en una situación parecida a la de los cristianos que no abandonaron su territorio cuando la invasión árabe, y que conocemos como mozárabes. En ambos casos se respetaron vidas, haciendas, religión y cultura, con un admirable sentido de la tolerancia. Las condiciones especiales de sometimiento a que quedaron sujetos estos individuos, han sido las que han creado su nombre. Como constitutivos del Estado con el que durante siglos se ha guerreado, y a pesar del respeto de los vencedores, éstos les someten a unos impuestos o tributos. Estas características tuvieron enseguida un nombre entre los árabes, derivado del primitivo del “ahl – ad – dayn” (gente que permanece, gente rezagada), y fueron denominados, por parte de los que abandonaron los territorios ocupados, “mudayyan”, o sea: tributario, vasallo, sometido. De esta palabra, acuñada con seguridad en la región aragonesa-levantina, de mayor densidad de estas gentes, derivó la voz castellana de “mudéjar” que hoy usamos. Los castellanos sin embargo, no utilizaron esta palabra hasta mucho tiempo después de convivir con ellos, y hasta finales del siglo XV, en que tal ocurre, les denominaron “moros” simplemente.

También este detalle es ilustrativo de otro aspecto de la cuestión mudéjar, y es el tipo de gente, la condición social de los que constituyeron este grupo: sabido es que la invasión de Hispania por parte de gentes africanas, el año 711, se llevó a cabo por un escasísimo número de soldados, árabes y sirios principalmente, que no sobrepasaron el número de 20.000. Durante el transcurso de los siglos la sucesiva entrada de gentes beréberes y norteafricanos fue consolidando un pueblo, el hispano-árabe, en el que entraban a formar parte, también como estrato de inferior categoría social, los cristianos mozárabes, y en el que descollaban como dirigentes, por su mayor formación cultural y su prestigio de raza originaria, los árabes del próximo oriente. En los días de la Reconquista, es el pueblo bajo, el sustrajo berebere, el que se queda en territorio conquistado por los cristianos. Nada le mueve a seguir el paso de sus dirigentes, pues no tienen, como ellos el sentido práctico sobre el religioso. La jurisprudencia musulmana y el Corán condenaron siempre esta actitud. Ningún hijo de Mahoma debía quedar a residir entre los cristianos. Y a ninguno que tal hiciera le podía ser reconocido su carácter de creyente en caso de nueva conquista por parte de los árabes. Dejaba de pertenecer al imperio de la “dar – al – Islam”, y era consideraron, por unos y otros, como pobre de categoría moral. El mudéjar se alza ante nosotros, sin embargo, como un ser que ama su tierra, la única que ha conocido, y reclama su derecho a ocuparla, a trabajarla y disfrutarla. Levantado su razón vital por encima de las consideraciones sociales o religiosas que otros les hacen. El sentimiento nacionalista de estos individuos, ha sido probado por diversos autores que se han ocupado del problema mudéjar. Para Isidro de las Cajigas está claro este punto, incluso sustentado por el hecho de sur un estrato social bajo. Dice así este autor en su obra acerca de los mudéjares: “Entre mudéjares habría árabes o quienes pretendiesen descender de jefes orientales, para es indudable que en su mayoría fueron beréberes, mauritanos, que juntamente con los hispano-romanos islamizados, se apegaban al terreno seducidos indiferentes a la carencia legítima de un “imán” que los guiara, y un poco rebeldes a la tiranía fanática de su propia religión, que les imponía la huída. Ese nacionalismo y amor a la tierra española por parte de un grupo social, fue puesto de manifiesto siglos después, cuando la expulsión definitiva de los moriscos de España: los del pueblo extremeño de Hornachos llegaron a ofrecer a Felipe III la entrega de la poderosa “casba” de los Udaias de Salé la Nueva (hoy Rebata) a cambio de que les permitiese regresar a su tierra española y practicar libremente su religión.

 Es el problema de la formación de lo mudéjar, como se ve, una cuestión meramente sociológica, de evolución de grupos étnicos o, por los menos, entramados por una razón de religión y de cultura, que se ven inmersos en una sociedad que los asimila fácilmente. La primara andadura de este concepto se da en el siglo XI, y es fácil centrarla en el año 1085, el de la reconquista de Toledo por Alfonso VI de Castilla. En ese momento cuando se puede decir que cambia el rumbo de la hegemonía sobre la península ibérica, y se pasa del case absoluta dominio islámico, la cristiano que encabeza Castilla. Repitiendo ideas anteriormente expuestas, vemos cómo una parta del pueblo musulmán, de raza diversa para centra en base coránica, queda reducida en aljamas abundantes y pobladas en el seno del territorio nuevamente conquistado por los reinos cristianos. Se ha querido ver en esos grupo un “espíritu de contradicción” que les lleva a creer la “cultura mudéjar” como una reacción hacia la mayoría predominante de los conquistadores. Creemos, sin embargos, que es radicalizar demasiado un asunto que consta de unas bases claras, unos mecanismos sencillos, y un resultado no demasiado llamativo. Ni podemos hablar, en último término, de “cultura mudéjar”, ni podemos quitar al mudejarismo, como amplia manifestación de vida, una fuerza y una originalidad incuestionables.

Más que un sistema de reacción y rebeldía, es un esfuerzo de acomodación y convivencia haba un destino común, si no de ideales, sí de la vida y de realización humana. Al provenir sus manifestaciones de un estrato popular, no existen muestras declaradas de lo que entendemos como base sustentadora de la cultura: un pensamiento, unos sistemas de expresión, una ciencia o una enseñanza. Asimilan, sí, y transforman lo asimilado, pero bajo el crisol de unas anteriores pautas totalmente islámicas. Y es en el terreno artístico donde se lleva a cabo esta simbiosis ejemplar e interesantísima y lo cristiano y lo árabe. El arte mudéjar como parte el mudejarismo dental, es lo que vamos a examinar en el territorio de nuestra actual provincia de Guadalajara.

La extensión del fenómeno mudéjar es muy amplio, aunque, lógicamente, reducido al ámbito de la península ibérica. El arte diamante del mismo ha sido catalogado, por tanto, como el más puramente hispánico de todos los estilos. Dentro de nuestra geografía, son las zonas de ambas Castillas, con centro en Toledo y Tierra de Campos, Aragón, con centro de Zaragoza y Teruel; Valencia y toda Andalucía, las que registran la huella, más o menos amplia, del estrato mudéjar. El reino de Aragón es, sin embargo, el de más profunda mudejarización, teniendo en cuenta que la persistencia de la vida islámica, con gobierno propio, duró mucho tiempo después de la reconquista de amplias zonas de Castilla, y habiendo estado regia por monarca árabes muy influidos de su entorno cristiano occidental, y en grades relaciones con él. Guadalajara, especialmente en su parte norte y serrana, apenas registra la presencia de mudéjares, dado que esa zona fue fronteriza mucho tiempo, y por tanto poco apta para el asentamiento reposado. Lo contrario de las partas bajas del territorio, los valles del Jarama, Henares y Tajuña, en que la feracidad del suelo y la antigua tradición romano-visigótica hizo poner numerosos núcleos urbanos.

El tema del mudejarismo en Guadalajara lo vamos a ver desde tres puntos de vista, quizás fragmentarios, incluso en algún detalle, pero en todo caso aleccionador de lo que este modo de vida supuso en el devenir de nuestra historia, nuestra literatura y nuestro arte.

Quedaron muchos musulmanes en las tierras bajas de Guadalajara, tras su reconquista en los siglos XI y XII. La conquista misma de nuestra capital, hecha mediante trato de Alvar Fáñez de Minaya con los dirigentes árabes que la ocupaban, es una prueba de ello. En tal ocasión no se derramó una gota de sangre, y el cambio de dueños se realizó porque las condiciones puestas por el castellano serían blandas y aceptables por los árabes. De ello no da confirmación el hecho de que fueran gran cantidad de estas gentes las que quedaran a seguir viviendo y laborando junto al Henares. Todavía en tiempos de Alfonso VI, los caballeros que estaban al mando de Hita hicieron una correría hasta Guadalajara, donde mataron algunos moros en ella habitantes ya bajo la protección del rey. Lo refiere el cronicón de Grimaldo, y añada que el rey castellano tuvo mucho disgusto de ello y castigó a los de Hita. La aljama mudéjar de Guadalajara fue muy importante y numerosa. Sus individuos siguieron dedicándose a los oficios artesanos, muy especialmente a la alfarería o “alcallería”, poblando la parte baja de la ciudad, cerca ya del río, en lo que hoy se conoce como “cacharrerías”. Hacían cacharros, y también cerámica y ladrillos. Su otra profesión más ejercida, fue la de “alarife” o albañil, trabajando en múltiples obras que los cristianos emprendieron durante los siglos XIII al XV. Especialmente en iglesias, murallas, etc., dando a todas esa construcciones el aire mudéjar característico. De estos alarifes hay prueba incluso con nombres, de que a finales del siglo XV trabajaban varios de ellos en las obras del palacio del Infantado, traía de aguas a la ciudad, etc. También existen pruebas documentales de la presencia de maestros carpinteros, ensambladores y rejeros, tanto en la misma ciudad como en los pueblos cercanos. Los batidores de metal tenían su asiento en la calle de “caldereros”, con que se conoció durante mucho tiempo a la que hoy denominados del “museo”. Incluso se dedicaron los mudéjares a los oficios de zapateros, curtidores y pellejeros, de lo que no nos ha quedado recuerdo gráfico. Se sabe, no obstante, que tenían su pequeña mezquita en el llamado “Almajil”, más o menos donde hoy se alza el convento de las Carmelitas de Abajo. Hasta el mismo año de la expulsión de los moriscos, en 1609, tuvo Guadalajara abundancia de ellos, y hasta hoy ha llegado su recuerdo.

Repartidos por la provincia existieron otros núcleos importantes de mudéjares: hasta el siglo XVI hubo almas en Almoguera, Hita, Brihuega, Pastrana y Zorita. Aunque este último pueblo fue poblado en 1156 con gentes mozárabes venidas desde Calatayud y Zaragoza, a lo largo de los siglos, y por sucesivas reconquistas de los árabes, se asentó geste de esta raza y religión en el lugar, quedando luego a vivir. Confirma esta noticia el fuero de Zorita, donde se les mencionas, lo mismo que el de Brihuega, del que sabemos existía un fueron para los cristianos, que se conserva, y otro especial para los moros o mudéjares; que se ha perdido. En Pastrana existe todavía el barrio del Albaicín, en el que residieron numerosos moriscos traídos de las Alpujarras para ocuparse en la empresa textil de la Pangía, junto al Tajo.

Pasando al terreno de lo puramente literario, es necesario comentar aquí alado de lo que es ha dicho acerca del origen mudéjar del “Libro del Buen Amor”, del Arcipreste de Hita. Ha sido fundamentalmente Américo Castro, “La realidad histórica de España”, quien apunta estas ideas. Una de ellas es la planamente árabe de que “vivir en la carne no significa necesariamente alejarse del espíritu, ni viceversa”. Al igual que Iben Hazam. El Arcipreste escribe “por dar ensiempro”, e porque sean todos aprcebidos”, y tiende un continuo puente, en sus versos, entre moralidad y sensualidad. Otro detalle en el que se ha querido ver una claro influjo musulmán, es la censura en el uso del vino “de cómo el Amor castiga al Arcipreste que aya en sí buenas costumbres, e sobre todo que se guarde de bever mucho vino blanco e tinto”, pues no procede del Evangelio tal recomendación, sino del Corán. Su comparación al libro de Hazam “El collar de la paloma”, hace del “Buen Amor” un espejo de la concepción vital musulmana. La experiencia erótica de Juan Ruiz, su doble vertiente de impulso sensual-freno ascético, loco amor-buen amor, es de procedencia islámica. Para Américo Castro, incluso los temas básicos de la literatura española, como son las figuras del pícaro, del don Juan y de la Trotaconventos, que tienen en el Arcipreste de Hita su inicio, son típicamente islámicos. Aunque se han hecho valiosas críticas a esta teoría, la formación mudéjar del arcipreste es indudable. La vega del Henares, de tradición árabe en la baja Edad Media, donde nace y se forma el poeta. Su convivencia con gentes lectoras del Corán. Sus estudios en Toledo, en aquella escuela que llevaba la tradición de los Traductores, de la simbiosis de tres razas, de la filosofía de Gunsilavo, ejemplo cultural todo ello único en Europa y muy atractivo para cuanto en aquella ciudad del Tajo se formaron luego.

Como un apéndice a es entronque de la literatura con lo mudéjar, sólo citaremos los retazos de “literatura aljamiada” que han quedado, consistentes en poesías o zéjeles escritos en idioma castellano, pero servidos con los caracteres del alifato o alfabeto árabe. El “poema de Yuçuf” y las “Coplas y poemas en alabanza de Mahoma” tuvieron amplia resonancia en la España de los siglos XII al XV, y demuestran, una vez más, la íntima y familiar mezcla de culturas, cristiana y árabe, dando por resultado “lo mudéjar”.

Ello nos lleva a tratar, finalmente, el tema del arte, tanto arquitectónico como ornamental, que este modo de vida de la Edad Media Española nos dejó bajo la impronta del mudejarismo. Se ha discutido mucho, especialmente en el reciente Congreso Internacional sobre Mudejarismo que tuvo lugar el mas pasado en Termal, de la auténtica dimensión del arte y la plástica mudéjar: incluso de su existencia o inexistencia. Cuestión tan radical se planteó al examinar a fondo las aportaciones verdaderamente originales del pretendido arte mudéjar: la toma de detalles de las construcciones y ornamentos árabes y cristianos, hacen ponerse a muchos críticos en la línea de negar la existencia de esta estilo en cuanto a tal. No es este lugar de tomar una postura sobre el problema, pero creemos que un arte no lo constituye solamente el conjunto de facetas originales, y sus ejemplos más notables, de una determinada forma de tratar la materia: un arte existe desde el momento en que es expresión clara y concreta de una sociedad también muy delimitada. Y tanto más puro cuanto de un grupo de características muy peculiares proviene. El arte mudéjar, pues, es para nosotros algo real, muy extendido y dador a la historia del arte español, de sus ejemplos quizás más autóctonos, y, desde luego, de entre los más bellos y significativos. Su extensión territorial llega a regiones muy distantes y de vario fondo social: desde la Tierra de Campos en Castilla la Vieja, al Algarbe portugués, y desde el Aragón pleno a la Andalucía sevillana y onubense. Pasando, es obvio, por esta tierra de Guadalajara, donde quedaron piezas magistrales, de las que hoy sobreviven ante nuestros ojos y sensibilidades, algunos que trataremos de recordar. Los campos en que con mayor amplitud se desarrolla el mudejarismo artístico, son los de la arquitectura, en todas sus facetas, paro especialmente a considerar los templos cristianos y judíos, los palacios comunales y torres civiles o militares. En la escultura es de destacar la aportación general en la cubrición de techumbres, con artesonados de madera, creando una tradición que duró hasta la época del barroco, y se extendió hasta América. Y la pintura, con elaboración de conjuntos pictóricos iconográficos muy valiosos e interesantes, de los que cabe destacar entre todos el artesonado de la catedral de Teruel.

Muestras del arte mudéjar en Guadalajara, ha habido muchísimas, y otra aún quedan para nuestra admiración. De entre lo desaparecido, demos recordar ahora la serie de iglesias que adornaban la ciudad de Guadalajara, desde los siglos XIII y XV en que cobró mayor auge y crecimiento la población, aportando dinero gentes cristianas inmigradas, y dando la base del trabajo, y, en muchos casos, la vena del ingenio, el pueblo moro que aquí se quedó tras la reconquista. Nadie puede dudar, tras conocer, en somero repaso, el cómputo de edificios de este tipo que Guadalajara poseyó, del aire auténticamente mudéjar, tan denso como hoy lo pude presentar Toledo, Teruel o Tarazona, hasta los últimos años del siglo pasado, tenía Guadalajara. Cosa que puede extrañar hoy, cuando después de varios siglos de reformas urbanísticas, esta ciudad se va casi huérfana de manifestaciones artísticas del estilo morisco. Como muestra de lo que el arte mudéjar tenía en Guadalajara de cumplida manifestación, cabe recordar la ya desaparecida iglesia de Santiago, junto al palacio de los duques del Infantado, construida en el siglo XIV, y muy pronto cubiertas sus naves de capillas y mausoleos. Fue derribada al comienzo de nuestro siglo, y sabemos que estaba construida y revestida al exterior totalmente de ladrillo, con figuras geométricas abstractas. La iglesia de San Gil fue otro ejemplo magnífico de construcción morisca, con una puerta a poniente formada por gran arco de herradura apuntado, enmarcada en alfiz, totalmente similar a los ingresos del actual templo de Santa María. La puerta, soberbio ejemplar mudéjar, sobrevivió hasta los años veinte, en que a pesar e estar declarada Monumento Nacional, fue derribada por necesidades urbanísticas, quedando su terreno estéril hasta ahora. Sólo resta hoy de este templo las demacradas ruinas de una parte de su ábside, en el que se ven algunas ventanas cegadas formadas por arcos semicirculares en degradación, todo en ladrillo. Al interior, destacaba la capilla de los Orozco, totalmente revestida sus paredes de yeserías policromadas en alborotada conjunción gótico-mudéjar, en la que podían leerse largas frases en alifato, mezcladas con escudos nobiliarios de la castellana familia, envuelto todo en la decoración totalmente islámica de la tracería abstracta. En ningún de nuestra provincia podía verse tan íntima conjunción de dos culturas, tan prístina muestra de auténtico mudejarismo.

De la iglesia de San Miguel del Monte, a la que era neja la capilla del doctor Luís de Lucena, aún existente, sabemos también que fue construida en la Baja Edad Media, y restaurada en los comienzos del siglo XVI, siendo derribada en 1859. Por un grabado de Villamil inserto en la obra de Escosura “La España artística y Monumental”, podemos hacerlos idea de este templo, que presentaba un atrio porticado orientado al sir, en el que se abría dos puertas: una a la iglesia, y otra, formando ángulo con la anterior, a la capilla. Le de Villamil un aire románico a esta atrio, con capiteles tallados sobre finas columnas, que no creemos correspondiera exactamente a la realidad. La torre de este templo no reunía interés especial. De los también desaparecidos templos mudéjares de San Andrés, San Julián y San Esteban, nos han quedado muy escasas referencias. Asió como del de Santo Tomé, actual santuario de Nª Sra. De la Antigua, del que tan sólo resta primitivo el ábside, con tres ventanas polilobuladas, muy altas, de graciosa traza morisca. Incluso entro lo que sabemos desaparecido del estilo mudéjar en Guadalajara, aparece un templo de construcción civil, con amplias arcadas delante, y un par de torres flanqueando su fachada.

Aún hoy nos quedan en Guadalajara capital tres maravillosos ejemplos de arquitectura mudéjar, que valen como sombra de lo que fue el conjunto de estas construcciones. Es la más antigua, sin duda, la iglesia, hoy concatedral, de Santa María la Mayor, iglesia cristiana desde sus comienzos, y no aprovechada de interior mezquita como se ha dicho. Ello es evidente considerando la estructura del templo, incluso teniendo en cuenta posterior ampliaciones y reformas, pues, la colocación de fachadas, vanos, torre e incluso orientación general del templo, con su ábside a levante, coinciden en todo con los cánones de la arquitectura tradicional cristiana. Los talles, sí, son de honda tradición islámica. Y en esta composición se fragua el verdadero arte mudéjar. Tres grandes puertas tiene esta templo, una de ellas cegada, consistente en grades arcos de herradura apuntados, bajo alfiz y apoyados en sencillas jambas, en un trazado netamente siriaco. La materia es el ladrillo, y aún añada una de ellas el detalle de tres vano sobre el alfiz, típico de la arquitectura califal e islámica en España, y en ambas se ve el detalle de las enjutas de los arcos, de un rizo del ladrillo que incluye sendas piezas de cerámica verde que se han querido interpretar como símbolo del “dar – al – Islam”. La torre del templo de Santa María es cuadrada, de recio aspecto, con espilleradas ventanas, y unas cornisas en las que el ladrillo juega un honroso y magnífico papel ornamental. Modernamente se añadió un chapitel apuntado que le quita gran parte de su encanto medieval. Le sigue en antigüedad el templo de la actual parroquia de Santiago, antaño del convento de Santa Clara, obra mudéjar con ribetes y guías de goticismo acusado. De tres naves alargadas, cerrado presbiterio cubierto con cúpula gallonada, toda de ladrillo visto, ofrece unas columnas prismáticas de piedra, con basas gotizantes, y un exterior y un ábside, bastardeado ya, de gran sabor mudéjar. La tercera muestra de esta arquitectura tan castiza es la capilla de Luís de Lucena. Con ella se rompe la apretada línea de popularismo que el mudéjar tuvo siempre, y se abre un capítulo del estilo que tuvo poco continuación; la utilización cultista y en simbiosis con el manierismo post-renacentista, entro del humanismo de clave hondamente romano-florentina. Esta capilla, perfectamente conservada al exterior y en necesidad de urgente restauración en su interior, estuvo adosada al templo parroquial de San Miguel, ya desaparecido. Fue levantada a expensas del humanista alcarreño Luís de Lucena, clérigo, médico, arquitecto y escritor, residente durante muchos años e Roma, asistiendo la salud de los Papas, y dando tono hispánico a las reuniones de la Academia Colonna. Con el nombre de Capilla de Nª. Sra. De los Ángeles, diseñó y levantó este monumento en 1540, fecha traída para lo puro de su razón mudejarista. No quiere ello decir que fuera levantado este edificio por artesanos y alarifes moriscos, aunque cae dentro de los más probable, sino que el fundador y constructor se inspiró en el estilo más abundante y representativo de la arquitectura de la ciudad: todo el edificio está construido en ladrillo, que consigue, especialmente en frisos y alero, unos efectos sorprendentes. Sus paramentos, orientados al Norte, Sur, y a Poniente el más amplio, muestran las huellas de sus arcos, que en tiempos fueron descubiertos, conformando así uno de los escasísimos ejemplos de “capilla abierta” de los que se tiene noticia en toda Europa. Reforzado las esquinas, así como el centro del muro accidental, se levantan unos cubos cilíndricos que rematan en almenadas cupulillas, sustentadas a su vez por modillones. El pronunciado alero reposa sobre un complicado friso de mocárabes, en el que se abren algunos huecos apuntados para dar luz al piso superior. La decoración de ladrillo consigue, en los huecos que entre sí forman los modillones, representar cruces y otras figuras ornamentales. El interior es, en las pinturas de sus techumbres, obra de Cincinato hacia 1590, un amplio mundo de iconografía religiosa, que homos descrito y analizado recientemente como un “camino en el Cielo hacia Cristo”, articulándose en una serie de escenas bíblicas escoltadas por figuras de virtudes, profetas y Sibilas que recuerdan en todo caso, y a reducida escala, la Capilla Xistina del Vaticano.

Todavía en la ciudad de Guadalajara nos queda un magnífico ejemplo de arquitectura y arte mudéjar, velado en su apreciación por la máscara del estilo gótico que en su espíritu se desarrolla: me estoy refiriendo a la fachada del palacio de los duques del Infantado, obra de Juan Guas hacia 1480, y para la que hemos revindicado recientemente su pleno sentido hispano, mudéjar en esencia: esa distribución de las cabezas de clavo de su fachada, colocadas en 13 hileras, cada una en el centro de una imaginaria red de rombos, como la decoración de “sebka” árabe, o el efecto de “arquitectura suspendida” de la galería alta de ventanas y garitones, que, a pesar de su detalle gótico-florido, la disposición es heredada claramente de las portadas árabes de Córdoba y Granada. La influencia estructural mudéjar, por lo tanto, cobre en este monumento una razón poderosa de existencia, logrando, como arte verdadero, ser trasfondo de una ornamentación distinta y más moderna. En el interior de este palacio del Infantado se encontraban magníficos ejemplos de artesonados mudéjares, los más ricos del mundo, sin duda alguna, ya no existen.

Fue en esta faceta constructiva, la de grandes artesonados y decoraciones en madera para sustentar coros, puertas, etc., donde los artesanos carpinteros mudéjares pusieron también su empeño más alto, y no dejaron, en la actual provincia de Guadalajara, ejemplos notables. Abundan estos ejemplos, y fueron mucho más numerosos hasta la pasada guerra civil, en la parte baja de la provincia, centrada por los ríos Henares y Tajuña con sus afluentes. De estructuras sencillas, en forma de artesa con tirantes y decoración de entrelazos más o menos complicados, podemos señalar los artesonados, aún existentes, en las iglesias parroquiales de Hontoba, el Cubillo de Uceda, Valdenuño Fernández, Aranzueque, o los soportes del coro del Casar de Talamanca y Málaga del Fresno, todos ellos construidos con seguridad en el siglo XVI, pero en un estilo mudéjar puro. También del siglo XVI y heredados de este código ornamental, aunque ya con un aire inconfundibles de platerequismo , son los diversos artesonados del palacio ducal de Pastrana y el de la escalera del palacio de don Antonio de Mendoza, antiguo Instituto de Guadalajara, así como los de algunos salones del palacio de los Dávalos o de otra casa en la plaza de la fuente de los Cuatro Caños en Pastrana. También en este capítulo de la ornamentación, cabe reseñar la gran chimenea del palacio ducal de Cogollado, obra realizada en estuco por alarifes moriscos, de un efecto sorprendente y riquísimo.

Para terminar, sólo recordar otros varios ejemplos de notable arquitectura mudéjar en nuestra provincia, de carácter netamente popular y rural, pero que dan el necesario contrapunto y complemento al estilo. Destacan las iglesias del Pozo de Guadalajara y de Aldeanueva entre las de origen románico, por haber sido levantadas en los siglos XII o XIII bajo esta pauta arquitectónica, pero ornamentada conforme a los cánones utilizados por los alarifes mudéjares. Fruto de la primera oleada de población cristiana, en ambos casos se adoptan soluciones estructurales puramente románicas: nave única de bóveda de cañón; fuertes muros, atrio al sur con puerta de medio punto en el caso de Aldeanueva y de arco de herradura apuntado en el Pozo. Al interior, un presbiterio semicircular, con semicúpula que alcanza aquí en Aldeanuela una fuerza y un resultado plástico difíciles de superar. Puesto que es a este templo de Aldeanueva de Guadalajara al que en este día venimos a homenajear, y, después de dar vueltas y vueltas acerca del fenómeno mudéjar, cumple dedicarle una atención mayor: al exterior construido de hiladas de ladrillo alternando con otras piedras y tapial, ello se funda en la carencia de piedra sillar en toda la zona de la Alcarria. Gran paramento de poniente en el que aparece una pequeña puerta de pureza morisca, que en origen estuvo abierta. Sobre el muro norte, en el que vemos un curioso alero de ladrillo, se sitúa la torre, más moderna. Hacia levanta aparece el humilde ábside, semicircular, con modillones sustentando el tejado, y al sur, protegiendo la entrada, el atrio de razón popular, con vanos cerrados por arquitrabes y sustentados por columnas de madera. La puerta del templo está formada por un par de arquivoltas de piedra que descansan sobre sendas jambas. Se enmarca por alfiz decorado en ladrillo, presentado a ambos lados le típico rizo morisco. No es demasiado rico el exterior de este templo, pues en cuanto al ábside es indudablemente mejor el del Cubillo de Uceda, obra también románico-mudéjar, pero en Aldeanuela se supera todo conocido penetrando al interior, a este recinto sin par en toda la arquitectura religiosa provincial, sólo igualado por algunos templos toledanos o leoneses. Hiladas de ladrillo y sillarejo en las paredes, cubierta de madera, y este presbiterio, elevado ligeramente, escoltado por sendos pares de columnas en las que aun se ven, por remate, otros tantos capiteles románicos de sencilla decoración vegetal. El recinto semicircular, cubierto de cúpula de cuarto de esfera toda en ladrillo, con tres ventanas al fondo, es, no nos cansamos de repetirlo, un ejemplo digno de figurar incluso en las más resumidas antologías del arte mudéjar. Para remate, aquí a la izquierda aparece la puerta de entrada a la sacristía, realizada también por artesanos moriscos, siguiendo un complicado tema ornamental de tracería en estrellas y entrelazos, y que presenta aún restos de decoración pictórica.

Estamos seguros que aún quedan otros ejemplos de mudejarismo repartidos por nuestra provincia. Algunos todavía ocultos bajo capas de yeso y reformas de siglos, como pasaba en el templo que nos ocupa. Otros, como los de Albendiego, con sus celosías absidiales de corte judeo-morisco, los restos del templo de San Simón en Brihuega, el antiguo claustro del convento de Lupiana, la torre de Cabanillas, y otros muchos, mereceros de estudio más detenido. He abusado de vuestra atención y ya termino. Solamente quiero, ahora, señalar y resaltar, una vez más, el magnífico ejemplo que Aldeanuela de Guadalajara ha dado en el campo del arte y de la cultura. Desde nuestra primera autoridad eclesiástica hasta su párroco incansable, pasando por el pueblo todo que ha sabido comprender, apreciar y aceptar esta reforma imprescindible y magnífica, han merecido justamente este premio que ahora se le entrega, con motivo del Año Europeo para la Defensa del Patrimonio Arquitectónico, y el agradecimiento y la admiración de cuantos amamos el arte y nos ocupamos de defenderlo.

Muchas gracias.

Leído en Aldeanueva de Guadalajara el 24 – Octubre – 1975, en el acto de entrega del premio provincial del Año Europeo del Patrimonio Arquitectónico, a la iglesia de Aldeanueva.

Los cofrades de Alustante

 

La vida actual, que es para nosotros tan moderna como lo era la suya para los hombres del siglo XVI o incluso de principios de nuestra vigésima centuria, tiene sin embargo sobre las otras épocas un poder especialmente devastador en lo que se refiere a las esencias culturales y peculiaridades de vida de los pueblos. Caminos, carreteras, coches, televisión y otros sistemas han logrado nivelar las conciencias y los gustos de tal manera, que el folklore de honda raíz primitiva, esa manifestación de vida que caracteriza a España entera, y a cada uno de sus pueblos en particular, ha desaparecido completamente.

Este año que ya terminando se ha caracterizado, en una inmensa cantidad de lugares de nuestra provincia, por el cambio de fechas dé sus fiestas patronales. Todas se han trasladado a algún domingo de agosto, para que todos aquellos emigrados residentes en las ciudades, puedan usar de sus vacaciones y llegarse al pueblo a celebrar… no se sabe el qué: cohetes, música, baile y una función religiosa, que va quedando sin sentido en, el momento en que, se les desgaja a estos días de su peculiar colocación en el calendario. Todas las fiestas estaban situadas en sus diversas épocas por alguna razón, fundamentalmente de tipo agrícola, y en algunas ocasiones, como herencia de antiquísimos ritos prehistóricos, de raíz pagana. Pero en los mismos, pueblos parece ser que esto no le importa a nadie.

Viene éste a cuento de una hermosa tradición, también desaparecida actualmente, que tuvo el pueblo de Alustante, en el señorío de Molina, hasta hace muy pocos años. Eran las diversas ceremonias, parecidas, aparte de eso, a las de muchísimos otros pueblos de Guadalajara, de sus cofradías y cofrades. En un antiguo libro que guarda la parroquia de Alustante, hemos podido leer las ordenanzas de la «Muy Honrrada y Noble Cofradía y Hermandad del Santo Christo de Alustante», fundadas en 1583. Es muy probable que ya existiera esta serie de instituciones, con ordenanzas canónicamente aprobadas. No se trata de ninguna cofradía profesional o artesana, ya que de este tipo, tan corrientes en Cataluña, Valencia y países de Europa por nuestras tiernas escasearon, si bien de este estilo gremial podemos considerar muchas que llevan una gran carga de costumbre agrícola y ganadera. Esta del Cristo de Alustante es exclusivamente de orden cristiano, religioso y. benéfico, y sirve para aumentar la cohesión entre todos los vecinos del pueblo bajo el signo común del cristianismo. Para hacer una idea de las funciones, un tanto supervisoras, que realizaba, hay que anotar cómo su primer abad o rector religioso fue «don Pedro López Luzón, comisario del Santo Oficio de la Inquisición, y cura que al presente es… de esta Parrochial de Santa María de la Asunción de Alustante»

Brevemente trataré de exponer algunos de los rasgos más característicos de esta cofradía, viva hasta después de nuestra guerra civil, y que hacía revivir con sus ceremonias exteriores y callejeras un aspecto de auténtica fuerza, enriquecedor de nuestro folklore y de los modos hondamente humanos de convivir y manifestar sus creencias nuestros antiguos paisanos. Es una pieza de la etnografía de Guadalajara para la que ya no pueden aportarse fotografías, dibujos, grabaciones ni casi relaciones habladas. Hay que ceñirse al dato documental, tan escaso en la mayoría de nuestros pueblos. Ello es un aldabonazo más de la urgente tarea de recoger el folklore de nuestra tierra, antes de que ‑desaparezca totalmente.

La advocación de esta Cofradía es, como digo, «el Santo Cristo de Alustante», hoy conocido como «Cristo de las Lluvias», y que se conserva en la capilla lateral del Evangelio en la iglesia parroquial de Alustante. Se trata de una tabla del siglo XVI, en madera, de patético aspecto y mal arte. De la cofradía se decía en su inicio «que tiene y guarda a Honrra de Dios y, de Iesu Xpo su Hijo y de Sancta María su madre y de los sanctos doce apóstoles y demás sanctos sus Patrones que son San Fabián y San Sebastián, San Roque y Sancta Catalina martir, y San Bonifacio» La podían constituir cuantos vecinos varones quisieran, y ya desde el principio se diferenciaban sus miembros en dos tipos: «los unos de disciplina y sangre, y los otros de acha y luz y que así los unos como los otros estén obligados a aver y tener sus túnicas negras tan largas que lleguen a los pies con sus capirotes y cordones necessarios… y así mesmo los que fueren de sangre an de tener sus disciplinas con cinco rosetas, y los que fueren de luz an de tener un acha de cera…. ty una vara» Los cargos directivos eran los de abad, que recaía en el párroco del lugar prioste, primera autoridad civil de la cofradía; mayordomo, que hacía de segundo jefe, y los respectivos «acompañados» del prioste y mayordomo, que subían al cargo respectivo al año siguiente. Las elecciones y cambios de cargo se hacían el día 3 de mayo, festividad de la Cruz.

Entre las diversas obligaciones de los cofrades del Santo Cristo de Alustante, estaba en primer lugar la de oír misa en su altar cada viernes del año. Dos de los cofrades más nuevos señalados por el prioste, tenían como obligación la de asistir a los compañeros enfermos. Y en caso de muerte, el luto y, el acompaña  miento era general de toda la Cofradía. Dicen, así las ordenanzas «que siempre y quando fuere muerto algún cofrade desta Cofradía, sea amortajado con su túnica negra y cubierta su cabeza con su capirote y cogulla, y ceñido con su cordón… y así cubierto y compuesto su cuerpo se ponga en la tumba y andas», y como detalles gráficos interesantes de esta ceremonia podemos señalar cómo se mandaba tuviera la cofradía «un paño negro… el qual tenga por el medio una cruz colorada, y alrededor su flocarura negra y colorada para su adorno… con que se cubran el día de la difunción y muerte del cofrade … » y termina «queremos que nuestra cofradía tenga una campanilla con la qúal se haga señal el día de la muerte de algún cofrade, ta­ñéndola por las calles … »

Quizás en el aspecto de folklore externo fuera lo más interesante y llamativo la procesión que, dos veces al año, organizaba esta cofradía por calles y campos. Debían hacerse el día de Jueves Santo y el de la Invención de la Cruz o sea, el 3 de mayo Y escuetamente señala: «y que en ellas se hallen todos los cofrades con sus .hábitos y túnicas negras, y con sus achas y luces, desta manera: que el jueves santo estén obligados los de disciplina y sangre a azotarse en la dicha procesión, y los de acha y luz a irles alumbrando en toda la procesión. Mas el Día de la Inbención de la Cruz cumplan con llebar sus túnicas negras y la disciplina en el hombro los que fueren de sangre, y los de luz lleben sus achas encendidas en la mano. Queremos que estas procesiones se hagan a la hermita de San Fabián y San Sebastián deste lugar» El espectáculo de estos hombres cubiertos de túnicas negras iluminados por los hachones de cera, y azotándose sus propias espaldas por las calles, todavía heladas de la primavera de Alustante, debla ser fuerte e inolvidable.

La devoción por este Santo Cristo todavía hoy se conserva. Era en el siglo, XVII tan fuerte y, hondamente calada en las gentes de Alustante y su comarca, que, se anotaron, también en un libro que hoy conserva la parroquia, los diversos milagros que realizaba Del año 1611 son estas palabras «De secas y garrotillo hay tanto número de cosas maravillosas, que han sucedido con el aceite de la lámpara, que no se pueden escribir». Y apunto aquí uno de estos casos, que, como se ve, también llevaba su ritual tauma­túrgico: «Juan del Valle tenía un hijo enfermo con una brava seca y calentura de dos años, el niño que no podía comer, ni beber llebolo en brazos a la yglesia quando ya anochecía. Untolo con el aceyte de la lámpara y presentolo encima la tabla del altar con cierta promesa bolvió a Casa con el niño y en la mañana ni tenía seca ni calentura» El título de Cristo de las Lluvias le vino, por el milagro acaecido en 1614, a 17 de junio “haviendo seca general por toda España, que todo perecía, vino el pueblo de Piqueras a este santo Christo, con gran humildad y reberencia a pedir agua a Dios y avie­ndo de decirse la missa… y al salir de missa se vió encima de los quemados una nubecita, como un bellón de lana y se dividió en dos y por el ayre fue llevada la una por encima a piqueras y, llovió allí la una de la tarde y a la noche nos dio Dios merced por acá, y otro día amaneció raso»

Estampas son, éstas bebidas, por nacidas, en la raíz de los pueblos, y que debían ser conservadas en la memoria de todos.

Nacimiento y mocedad del río Ungría

 

Tuvo el Día de la Provincia, Celebrado el pasado domingo en El Casar de Talamanca, un suceso afable inmerso, y como desapercibido, entre las palabras y la música. Entre las rendijas de la fiesta se coló la presentación de un libro, de una nueva aportación bibliográfica que hace a la provincia la Institución de Cultura «Marqués de Santillana» Corrió la cosa entre amigos, por las manos de cuantos aficionan tierras y sentires alcarreños. El propio autor, Francisco García Marquina, con un montón de ejemplares bajo el brazo, y dedicando sonriente cada libro, poniendo en las portadas un trocito de corazón fue dando al público conocimiento de su obra que el año pasado consiguió el galardón «Camilo José Cela» para libros de viajes por Guadalajara. Se llama éste «Nacimiento y Mocedad del río Ungría», y además del prólogo de Cela, del académico de la Real de la Lengua Camilo José Cela, y del sabroso relato viajero de García Marquina, lleva unos dibujos encantadores y una presentación cuidada, con esmero. Son 125 páginas de amable, sabrosísima lectura, por la que pasa el alma cómoda y alegremente sintiendo vibrar las telas últimas de la tierra y el paisaje, acordándose por cada línea de tantas horas vividas en los umbríos caminos, bajo las sonoras choperas de junto al río que poco a poco nos van haciendo olvidar estas urgencias cotidianas de la movida ciudadana.

Desde Torija y Fuentes de la Alcarria, sigue la senda, saltando el delgado y hondo Ungría, por los términos de Valdesaz y Caspueñas, para unirse al Matayeguas más abajo en Valdeavellano y Atanzón. Cada pueblo tiene su molino, fatalmente abandonado o heroicamente vivido, y su costumbre y conseja. Cada recodo del camino, en fin, lleva el motivo de íntima fuerza telúrica que hace meditar al viajero.

Al hilo de un río hace García Marquina su viaje y su relato. Tomando como tantos otros hicieran antes; una cinta de agua por guía y compañera. De entre las pocas cosas que callada y sabiamente ponen hoy día su dedo en el corazón del hombre, están los tíos de la Alcarria, bordeados de, huertecillas yermas y, como éste de Ungría, molinos que perdieron su bandera de harina y leyenda. En ellos se refleja el nombre y la palabra de la gente de pana y azadón, de esos trabajadores silenciosos que se afanan «con trabajos ciertos y esperanzas inciertas» Y, por debajo de cada línea, la textura recia, templada en fría soledad y cálida sangre del pensamiento del autor; de un hombre que, fuera de su actividad profesional, por suerte para él, no limitada a tareas rutinarias), se ocupa en mirar la vida que le rodea, leer algunos libros, y pensar. ¿Un intelectual? Estoy seguro que no le cuadra esta palabra a García Marquina. Un vividor, sí, con el sentido ancho dilatado que esta palabra tiene cuando la vida discurre entre, las cuatro inmensas paredes del campo: ver amanecer cada día entre los árboles; oír, como primera noticia el rumor del agua; saber del porqué de cuanto le rodea con olor, con color y con distancia; y, en fin, buscar a cada instante la razón de la humana sinrazón, el sentido último del hombre, y sus conjuntos.

El libro que comentamos, «Nacimiento y mocedad del río Ungría», no es un libro de viajes. Es el libro de un viaje sólo, de una excursión que pudo hacerse en unas horas. Es el rescate, sin datos rimbombantes ni personajes famosos, de la historia. Porque también es historia el nacer y morir de los molinos, de las gentes que trabajan junto a ellos, y al fin se fueron a otros horizontes más oscuros. El derecho de lo humilde a su propia historia está aquí, en estas páginas sencillas, reivindicado.

De los muchos aciertos que lleva por sus páginas el libro, es el estilo. A poco de leer, salta la frase: «Esto huele a Cela» A lo superficial, y meramente visual sino el entramado sencillo de la de Cela, que no es, en definitiva, descripción de la realidad. García Marquina, él mismo, pone luego en la página 87 esa misma frase autocriticándose: “Opina que huele a Cela, especialmente en dos cosas: su amor a lo concreto y el elemento sorprendente” Y es a continuación el propio autor quien exime al crítico de su tarea, y dice la clave de estas páginas: «Pero se independiza por otras dos: el tratamiento psico­lógico y la dosis de naturaleza» dice Camilo en el prólogo, que es te libro lleva variadas actitudes y materiales: «la poesía, la sabiduría, la geografía, la historia, el cachondeo … » Uno no ve el cachondeo por ninguna parte. Baraja el humor sus cartas, y detrás de él va, como siempre, el más hondo dolor traspasado. En las páginas de García Marquina hay, sí de todo. Pero por encima se dibuja, como el humo de una fogata en la tarde de otoño, ya desvaída la luz, el dolor de la tie­rra. Y su esperanza.

En este comentario de urgencia no cabe más que la felicitación a Francisco García Marquina, maestro del decir, y a la Institución de Cultura «Marqués de Santillana» por habernos brindado impreso este delicioso relato caminero. Más adelante haremos cavilaciones sobre una y otra faceta de su diáfano paginar.

La geografía urbana de Sigüenza

 

Sigüenza, la de las mil caras, La de las mil proezas, la que en un repique de campanas se desentumece de mil años de historia, es un cofre abierto pleno de tesoros. Y es el principal de ellos su eco vivo, palpitante, de tiempo pasado, de historia bruñida, de arte exquisito. Sobre esos pórticos románicos, sobre esos enterramientos góticos y fachadas platerescas, vibra en Sigüenza, aún con más fuerza, la savia eterna del pueblo español, el fiel documento, tallado y viviente, de un modo de ser y de existir: en la evolución de esta ciudad, en su nacimiento, crecimiento y mil y un detalles urbanísticos, se encuentra escrita la magnífica, interesantísima y siempre aleccionadora historia del desarrollo de una ciudad hispana.

Hace ya años que un hombre estudió, ‑ porque primero amó y se empeñó en comprenderlo – el desarrollo de Sigüenza: estudio de geografía urbana dinámica que apareció en la revista de «estudios geográficos» en 1946, a las páginas 633 a 666, complementando con 8 figuras y planos, y siete láminas conteniendo el doble de fotografías. Magnífica aportación, no sólo al conocimiento y entendimiento consiguiente de la Ciudad Mitrada, sino sugestiva de muchas cosas que aún quedan por hacer y estudiar en nuestra provincia. Y ésta creemos que es si no a primordial, si una de las más dignas tareas que le cabe al científico, al humanista, al educador: no sólo la de descubrir y proclamar, no sólo la de compendiar y realizar síntesis, no sólo, en fin, la de sumar rimeros de conocimientos en las gentes, sino la de apuntar posibilidades de estudio, la de crear inquietudes, la de abrir caminos, aun sin luego hallarlos.

Pero no divaguemos y vayamos con este tema tan interesante. Estudia Terán en primer plano el asentamiento de Sigüenza en un terreno de diversos orígenes geológicos. Y pasa enseguida al análisis de los más antiguos asentamientos de la ciudad. Vemos así como fue primero asentamiento de los arévacos, pueblo celtíbero que incluso acuñó moneda en esta altura, quienes tuvieron su castro en lo alto de Villavieja, arriba de la cuesta que llaman de las Merinas. Conquistada por los romanos, éstos colocaron a Segontia en lo más hondo del valle justo en el lugar por donde discurría la calzada que desde Mérida subía a Zaragoza, a través de Arriaca y Segontia. De todos modos fue esta ciudad recostada en la parte de la Solana, a la derecha del río.

Siglos adelante, la población se trasladó al otro lado del Henares y ya consta que en tiempo de los árabes se distinguían, aunque muy pequeñas, pues su importancia fue eclipsada por la estratégica posición de Medinaceli, dos Sigüenzas: la «Alcalá» de los dominadores, en lo alto de la cuesta, donde hoy está el castillo, y la «Medina» de los mozárabes, en la parte de la vega. Fueron éstos quienes construyeron un primer templo a las orillas del río, que al llegar la época de la reconquista, serviría de primera y provisional sede catedralicia del naciente obispado: se trata de a actual ermita de Nuestra Señora de los Huertos. El ardor constructivo y organizador de don Bernardo de Agen primer obispo y señor de la Sigüenza eterna, hizo que se dedicara enseguida, a partir de 1124, a la construcción de la catedral románica y de la «Segontia inferior» que la rodeaba. Es en 1146 que Alfonso VII concede a. don Bernardo el dominio de la «Segontia Superior», con su castillo y otra porción de casas alrededor, determinando la unión administrativa del conjunto, aunque de hecho siguieron siendo dos ciudades separadas entre si por terreno vacío y rodeadas ambas, especialmente la superior de murallas. El crecimiento de Sigüenza supuso que uno y otro de estos dos grupos urbanísticos capitaneados respectivamente por la catedral y el castillo fueran creciendo de una manera centrífuga, derribando sus antiguas murallas y echándolas más lejos de la ciudad superior, como con verdadero detalle de entomólogo basado en relaciones coetáneas y documentos, nos refiere Terán. Fue en 1494 cuando el obispo don Pedro González de Mendoza asistió y propulsó la unión total de ambos núcleos, derribando la muralla que rodeaba a la catedral, y creando una plaza en el punto de enlace de los mismos, levantando una hilera de casas soportaladas en el borde del barranco del Vadillo, que nada tenía hasta entonces. Hoy en día se pueden contemplar, a través de arcos y murallones, los diversos cinturones pétreos que Sigüenza ha tenido. Será después, en fin, la Sigüenza barroca que en el barrio de San Roque encuentra su dimensión y su pauta de crecimiento, por virtud del empuje e iniciativa del obispo don Juan Díaz de la Guerra, que arriba hasta lo que entonces, en el siglo XVIII, eran orillas del Henares, con la ermita de los Huertos, la del Humilladero y el convento de franciscanas, (hoy Ursulinas) simples afueras. También creció Sigüenza, en el siglo XIX, hacia la parte occidental, cayendo por el declive del arroyo de Valmedina. Un barrio de agricultores, totalmente rural, se vio capitaneado por la iglesia de Santa María, que se acabó en 1833, y limitando al norte por el colegio de Jerónimos y la Universidad, hoy Seminario y Palacio Episcopal, respectivamente.

Siguió Sigüenza extendiéndose, creando barrios y calles a lo largo del siglo XIX, en tono burgués discreto, cuando no, humilde, hacia el norte, siendo un nuevo eje de atracción desde 1860, la estación del ferrocarril, que parecía iba a dar nueva vida a la ciudad. Hoy es esa misma vega del Henares y la parte nororiental hacia la carretera de Guijosa y Alcuneza, la que está viendo su crecer continuado.

El estudio de Terán no para sin embargo, en este análisis dinámico arquitectural. Acomete después el pormenor, a través de los siglos, de la curva demográfica, que vemos ascender desde el siglo XVI al XVII, luego bajar, y subir levemente en el XIX para estacionarse hasta nuestros días, en que de nuevo se dispara hacia arriba. Es también la actividad de la población, desde la baja Edad Media, hasta nuestros días, la que en este trabajo magnífico se analiza con detalle. De como una ciudad eminentemente guerrera y eclesiástica pasa a ser un típico burgo medieval, y posteriormente su, centraje en la agricultura, el pequeño comercio que proporcionan las ferias, y el hundimiento progresivo que, en nuestra era industrial, supone para la ciudad él carecer de este recurso. En los, últimos años es esta faceta de la pequeña industria, y el filón creciente y pletórico del turismo, lo que está haciendo cobrar un nuevo impulso a la Ciudad Mitrada. Termina Terán con un epígrafe valiosísimo: el estudio de la fisonomía urbana en lo que se refiere a trazas de calles, estructuras de edificios, externas e internas, sus agrupamientos por parroquias, tipos de viviendas, de comercios, etc., con magníficos dibujos.

El valor de este trabajo lo vemos, no sólo por el que en sí tiene de definidor de un latido y serena apreciación de un devenir ciudadano, sino por lo que de camino abierto supone en este tipo de incógnitas provinciales. No es total ni exhaustivo, por supuesto. El doctor Martínez Gómez-Gordo, cronista actual de la ciudad y gran conocedor y estudioso de toda su historia y entresijos, está preparando, con enfoque amplio, este análisis de geografía e historia urbanística. De otras poblaciones de la provincia hay ya algo hecho. El doctor Layna Serrano, en su «Historia de la villa de Atienza», nos dio una visión, aunque no unitaria, si total, del desarrollo urbanístico, entroncado con la historia propia, de la villa serrana. Recientemente ha sido Aurora García Ballesteros quien ha realizado un amplio estudio, todavía inédito, acerca de este mismo tema en la ciudad de Guadalajara. Con todo, es esto muy poco si lo comparamos con lo que queda por hacer. Lugares de gran interés histórico, como Molina de Aragón, Zorita de los Canes, Brihuega y Pastrana, esperan este análisis de historia urbanística: el influjo de sus primitivos pobladores: el crecimiento en torno a un castillo o palacio; la creación de nuevos barrios a costa de industrias o mercados; sus murallas y sus extrarradios; sus actividades comerciales y agrícolas, todo ello enlazado con la historia del lugar correspondiente. Buen ejemplo, y buena guía de líneas magistrales es el libro de Henri Pirenne «Las ciudades de la Edad Media», que aclara muchos puntos en torno a la dinámica del crecimiento aldeano y burgués. Pero es todavía otro el camino que, no ya sólo cómo posibilidad, sino como ineludible y perentoria necesidad, espera a quienes quieran trabajar por estas trochas de Guadalajara. Se trata del rescate, documental, gráfico y aún histórico, con sus correspondientes cargas de folklore y etnología, de la arquitectura popular de nuestra tierra, en trance de desaparición. Sirva de pauta y ejemplo esa obra colosal que Carlos Flores ha escrito «Arquitectura popular española», y que, en nuestra opinión, debe ser llevada aún más lejos: fotografías o dibujos de todos los edificios con sabor tradicional; de las calles y plazas, de sus emplazamientos… y su catalogación y archivo. La tarea es, pues, inacabable, sugestiva e inaplazable, Creemos que podría ser un modo de comenzar a trabajar para ese elevado número de jóvenes que en Guadalajara desean realizar una tarea cultural, de cara no sólo a un intimismo de grupo, sino frente a la sociedad y a la historia. Es un verdadero compromiso en el que se abren mil caminos.