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junio, 1975:

Don Juan Catalina García: su obra

Retrato de D. Juan-Catalina García López

Si la semana pasada veíamos la existencia del sabio historiador alcarreño don Juan Catalina García, fundamentada en la sencillez y la hombría de bien, hoy vamos a reparar, aunque sea por encima, la obra que nos legó, en fruto de su interés y su trabajo. Es, en definitiva, lo que queda del hombre y de su voluntad inmortal: una obra que le pervive y continúa hablando, por su boca o su letra, a las generaciones sucesivas. Quien trabaja y abre nuevos caminos no puede morir nunca. Don Juan Catalina García  recorrió y pobló muchas parcelas de la historia de Guadalajara.

Destacando sus obras más importantes, podemos reseñar un libro grueso, ya con aspecto venerable en todas las bibliotecas que ‑afortunadas ellas ‑ lo poseen: la «Biblioteca de escritores de la provincia de Guadalajara y bibliografía, de la misma hasta el siglo XIX». La Biblioteca Nacional premió esta obra en 1897 y dos años después, en la imprenta de los sucesores dé Rivadeneyra, se ‘editó. A lo largo dé sus 800 páginas discurren multitud de noticias históricas de nuestra tierra, protagonizadas por aquellos, nativos de ella que, unos más, otros menos, dejaron algo escrito, ya en manuscrito, ya im­preso.

La obra comprende fundamentalmente dos partes. La primera, dedicada al estudio bio‑bibliográfico, de multitud de escritores nacidos en la provincia de Guadalajara, y la segunda a citar y comentar escritos referentes a muy diversas y abundantes» localidades de esta misma provincia. Durante varios años, el señor Catalina García anduvo revisando archivos, quitándoles el polvo a los manuscritos de la  Biblioteca Nacional, la Academia de la Historia y otras venerables instituciones madrileñas en las que se guarda tanto callado decir de nuestro pretérito discurso.

Fruto de tanta rebusca, de tan acendrada, familiaridad con los libros viejos, fue otro gran trabajo, no completo totalmente, pero que ha resultado de gran utilidad a los biógrafos de hoy día. Se trata del «Ensayo de una Tipografía Complutense», editada en 1889, con unas 700 páginas, y en la que nuestro autor daba cuenta ordenada de los libros que, desde principios del siglo XVI, salieron de las imprentas establecidas, en Alcalá de Henares.

Por entonces, en 1887, publicó don Juan Catalina el Fuero de Brihuega, dado por el arzobispo toledano don Rodrigo Ximénez dé Rada a la villa alcarreña, en el siglo XII, tomado del de Cuenca. Nuestro autor no sólo publicó el texto de este Fuero, sino que lo comentó, y aun lo precedió de muy interesantes y críticas apuntaciones históricas acerca de Brihuega. Ya finalizando el siglo,.en 1894, don Juan Catalina tomó posesión de su plaza en la Academia de la Historia, leyendo públicamente su trabajo «La Alcarria en los dos primeros siglos de su reconquista», que hace solamente dos años ha vuelto a ser reeditado., gracias a la Sección de Historia de la Institución Provincial de Cultura «Marqués de Santillana», reuniendo en el mismo, como en apretado esbozo, todo el sabor histórico, etnográfico, y artístico que este hombre atesoraba acerca de la tierra que le vio nacer.

También por entonces, en 1897, escribió con la profundidad erudita y científica que le caracterizaba, el “Elogio del padre Sigüenza”, ilustre coetáneo nuestro del siglo XVI. Leyó este trabajo en la Academia de la Historia y luego se publicó como introducción a la Historia de la Orden de San Gerónimo», de dicho padre Sigüenza.

Otros libros, ya más pequeños que el autor vio editados, son «El libro de la provincia de Guadalajara», que pretendía poner al alcance de todas las edades y culturas los conocimientos sobre geografía, historia, economía y arte de este pedazo de España. Gran volumen adquirió su, trabajo destinado a la gran Historia de España que se propuso hacer, entre todos sus miembros, la Academia de la Historia, Don Juan Catalina realizó el trabajo «Castilla y León durante los reinados de Pedro I, Enrique II, Juan I y Enrique III, que aparecieron publicados, en tres tomos, entre 1892, y 1893.

Su último gran trabajo publicado fueron los «Aumentos» a las «Relaciones topográficas de España» que enviaron los pueblos a la administración de Felipe II durante el último cuarto del siglo XVI. Tras de la publicación del texto original, tomado por el autor de lo que se conserva en el Monasterio de El Escorial, don Juan Catalina escribió, con gran amplitud, la evolución histórica de estos pueblos, en su mayor Parte de los partidos judiciales de Guadalajara, Pastrana, Brihuega y Sacedón. Tras de su muerte, en 1911, al año siguiente, se publicó como homenaje a su persona el volumen titulado «Vuelos arqueológicos», pequeño librito, hoy muy raro de encontrar, en el qUe figuran varios trabajos sueltos, algunos referentes a nuestra provincia.

Pero la actividad de don Juan Catalina no paró en estas grandes, obras. Multitud de artículos en revistas y periódicos y vanas conferencias pronunciadas y luego publicadas forman y completan su bagaje de legado fructífero en nuestros días. Recordaremos algunos trabajos suyos: escribió varios acerca de la Prehistoria; así, por ejemplo, un resumen sobre «La Edad de Piedra», «El hombre terciario» y otras publicaciones sobre arqueología: «cerámica egipcia», «Exploraciones arqueológicas en el cerro del Bú», «Las ruinas de Numancia», etc.

De otros temas alcarreños, en especial de su Mariología, también se ocupó el señor García López. Así, los trabajos suyos sobre «Rasgo histórico acerca de Nuestra Señora de la Antigua, de Guadalajara», publicado en 1884, y «El Madroñal de Auñón», publicado en tres números de la «Revista de Madrid» del año anterior.

Repasó también varios archivos, como los de la catedral de Cuenca, el municipio de Cifuentes, el del monasterio de El Escorial y otros varios, buscando siempre el tema inédito y de trascendencia.

Respetado de todos, quizá haya sido más fácil la visión de este sabio, ahora, 100 años después de que comenzara a publicar sus trabajos, cuando el tiempo ha demostrado lo importantísimo de su labor exploradora, pionera y seria en la historiografía de nuestra tierra de, Guadalajara. En la que siempre ha de quedar la memoria fiel de este gran hombre. De don Juan Catalina García López.

Don Juan Catalina García: su vida

 

 Para muchos alcarreños de hoy día, el nombre de don Juan Catalina García no, va mucho más allá que el de ilustrar la placa de la antigua calle del Instituto, sin conocer en realidad quién fue este hombre y qué hizo a lo largo de su vida. Y debería ser, creo yo, todo lo contrario. Esto es, que cada alcarreño guardara un pedazo, de su memoria para albergar la de este trabajador infatigable, de este hombre que pasó su vida entera en el e­studio, la enseñanza y la elaboración histórica del pasado de Guadalajara.

Don Juan Catalina García fue un historiador, da los fastos castellanos, un profesor de epigrafía, diplomática, y numismática, y, sobre todo, y es lo que más nos importa a los alcarreños, el primer cronista oficial de la provincia, título ganado a base de estudiar, con verdadero amor y sin límites importantes parcelas inéditas de nuestra historia de Guadalajara.

De entre la larga lista de gentes que, hasta finales de siglo XIX, quisieron darnos la versión histórica de nuestra tierra, Catalina García fue el primero que tomó la tarea con auténtico espíritu científico: el estudio directo de las fuentes; el conocimiento exhaustivo de los lugares; la cultura histórica acumulada y, sobre todo, el tamizar cada noticia por el cedazo de la crítica más exigente y honrada. Todos los anteriores historiadores de nuestra tierra, desde el licenciado Torres a Núñez de Casto, desde el padre Pecha a fray Antonio de Heredia y el largo etcétera de c­ronistas eclesiásticos y civiles de las Alcarrias, no habían hecho otra cosa que interpretar tradiciones, repetir mecánicamente lugares comunes y, a pesar ­de sus voluminosas obras, dejar estancado el conocimiento histórico de nuestro pasado. Don Juan Catalina, en los finales del siglo XIX, acomete entusiásticamente la tarea de poner de relieve lo que de veraz existía en todas las antiguas historias y desvelar lo que aún guardaban archivos y cronicones. El es, pues, quien abre las puertas y pone los cimientos de lo que en el siglo XX se ha hecho y de lo que en un futuro pueda hacerse. Nuestro reconocido débito a su figura y a su obra ha de ser, por lo tanto, públicamente manifiesto.

Describiremos ahora, un tanto someramente, su vida, para examinar, en próximo trabajo, con más amplitud, su aportación a la historia de Guadalajara y de España, en general.

No se conoce el lugar exacto de su nacimiento. Ocurrió, de todos modos, el 25 de noviembre de 1845, en pleno corazón de la Alcarria. Su padre era don Luís García, natural de Berninches, y su madre, doña Petra López, nacida en Alocén. El caso es que nació el niño muy a caballo entre dos días, y sus, padres quisieron ponerle, por protectores a los dos santos que ocupaban las jornadas

Del 24 y 25 de noviembre San Juan de la, Cruz y Santa Catalina Como homenaje que don Juan Catalina, quiso hacer a, sus padres, cuando, publicó los «Aumentos» a las «Relaciones de Guadalajara», puso en primer lugar la de Alocén. Seguida de la de Berninches

Decimos que no se conoce el lugar exacto de su nacimiento, porque no consta expresamente en ningún documento oficial. En el expediente profesional del señor García López existe certificación de la partida de bautismo, que demuestra haber sido cristianado el 27 de noviembre de 1845, en la, iglesia parroquial de Salmerón, provincia de Guadalajara, por el pre­sbítero don Juan Sáiz. El mismo, en la página 7o3 de su obra «Biblioteca de escritores de la provincia de Guadalajara», dice textualmente: «Salmerón, mi patria, y también como natural de Salmerón figura en la partida matrimonial, pero probablemente porque a efectos oficiales era preferible hacer constar este pueblo, en el que fue bautizado, que aquel otro en que realmente naciera. Don José de Liñán y, Eguizábal, conde de Doña‑Marina y gran amigo suyo, afirma que don Juan Catalina García nació en el pueblo de Salmeroncillos de Arriba, muy cercano a Salmerón, pero ya en la provincia de Cuenca. Alcarreño, y de los más preclaros, fue y seguirá siendo para siempre don Juan Catalina Gar­cía.

Parece ser que estudió en el Instituto de Guadalajara y, luego, en la Universidad de Madrid, donde cursó los estudios de bachiller en Filosofía y Letras, habiendo iniciado los de la licenciatura en lo mismo y en Derecho. Su padre era maestro y consiguió el traslado a Madrid poco antes de 1868. En la capital dé España tuvo su morada en la plaza de la Cebada, junto al antiguo hospital de La Latina. Allí trabó conocimiento con intelectuales y escritores de la época. Desde joven comenzó a colaborar en periódicos y revistas. Fue la primera «El fomento literario», fundada por don Gonzalo Calvo Asensio, y luego continuó colaborando e incluso dirigiendo otros periódicos de marcada tendencia católica: «El pensamiento español», «La España», «El Fénix» y «La Unión». Fundó, junto con el marqués de Cerralbo, la «Juventud católica» en la que dio numerosas conferencias de arte y arqueología.

Su carrera profesional fue rápida y brillante. Dirigió primero un colegio, particular. Luego, en 1885, ganó las oposiciones a la cátedra de Arqueología, y Ordenación de Museos de la Escuela de Diplomática. En el cuerpo de Archiveros, Bibliotecarios y Arqueólogos fue, ascendiendo y ocupó, posteriormente cátedras de Arqueología y Arqueología y Numismática, en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Madrid, cargo que simultaneó hasta su muerte con el de director del Museo Arqueológico Nacional En los últimos años del siglo recibió el nombramiento de cronista oficial de la ciudad y la provincia de Guadalajara.

Casó en 1871 con doña Juana Mª de las Mercedes Pérez y Menéndez, teniendo de ella dos hijos y una hija. Hombre honrado a carta cabal sólo se ocupó de cumplir devotamente con su deber, educar rectamente a sus hijos y aumentar diariamente sus conocimientos de historia y arqueología, que llevaron a quitarle, en sus últimos años, casi por completo la vista. Con ese modo de entender la vida no llegó a hacerse rico, pues la honradez y el dinero no han guardado nunca relaciones amistosas. Se compró una casita en Espinosa ‘de Henares, que tuvo que vender al final de su vida. Murió, pobre, el 19 de enero de 1911, en Madrid, siendo enterrado en la Sacramental de San Justo.

Aparte de sus quehaceres profesionales, la preocupación por la historia le hizo conseguir otros galardones. Así, en 1870, a los 25 años de edad, fue nombrado académico correspondiente de la de Historia, llegando a tomar posesión de un sillón de numerario en dicha Academia el 27 de mayo del 1894, que fue el más feliz de su vida, según él confesara. Leyó en aquella ocasión su discurso so­bre « La Alcarria  en los dos primeros siglos de su reconquista», que hace poco fue reeditada por la Institución de Cultura Marques de Santillana», de la Diputación de Guadalajara.

En la Academia de la Historia ocupó el puesto de Anticuario, y luego de secretario perpetuo. Contestó en ella a los discursos de entrada de los señores Pérez Vi­llamil y marqués de Cerralbo, y como secretario, leyó varias memorias. En 1893 se le concedió la Gran Cruz de Isabel la Católica.

Así de sencilla fue la vida de este ilustre alcarreño que sólo vivió para su familia, para sus alumnos, amigos y sus coterráneos, a los que legó, fruto del trabajo incansable, un largo acopio de obras históricas, cuyo re cuento liaremos la semana pró­xima en, estas mismas páginas.

Los Franciscanos en Molina

 

Como decíamos al inicio de este capítulo, desde los comienzos del siglo XIII, en que Francisco de Asís dio vida a su Orden, hubo en Guada­lajara y su tierra hombres dispuestos a llevar a la práctica ese ideal fra­terno y espiritual. A Molina llegaron en tres etapas y tres modos diversos: los frailes franciscanos, las beatas de Santa Librada y las clarisas.

Dice Sánchez Portocarrero que se fundó el monasterio de San Francisco de Molina el año 1284. Otros antiguos cronistas adelantan esa fecha a 1280, pero sólo podemos asegurar con certeza su existencia en 1293, año en que la fundadora, doña Blanca de Molina, hizo testamento, y en el mis­mo disponía ser enterrada «ante el altar de Santa Elisabet, dó es enterrada mi hija doña Mafalda», en el monasterio que años antes había fundado y edificado.

Desde el primer momento gozó este cenobio de importantes ayudas materiales, pues aparte de los bienes y dineros que dejó la fundadora, fueron confirmados y aumentados después por su hermana doña María de Molina, y el esposo de ésta, Sancho IV, rey de Castilla.

Se levantó el templo en estilo gótico, sobrio y corpulento a un tiempo, sufriendo luego posteriores reformas que le transformaron en su interior en una amalgama de estilos y ornamentos. Un gran coro a los pies, y en la cabecera sendas capillas de las familias Malo y Ruiz de Molina, en severo estilo renacentista. En la portada, y orientada al norte, se halla un ingreso del siglo XVIII muy sencillo y elegante, con puerta claveteada y emblema de la Orden franciscana bajo el frontón. De la misma época es la torre del templo, que hoy se conoce popularmente por el nombre del «Giraldo», por tener de veleta una figura metálica que gira al impulso del viento.

Desde el primer momento de su historia, los bienes materiales sobre­abundaron en la comunidad franciscana de Molina, lo que no concordaba muy bien con su teórico aliento y ejemplaridad. Como decía el licenciado Elgueta, en su perdido manuscrito sobre las «Cosas memorables de Mo­lina», el convento llegó a ser tan rico que los religiosos vivían como caba­lleros, y el padre prior tenía caballos, perros de caza y halcones para su regalo.

Así permanecieron las cosas hasta los comienzos del siglo XVI, en que la recia y espiritual figura del Cardenal Cisneros, franciscano también, de­cidió reformar a fondo las órdenes mendicantes. Los frailes de Molina, a cuya cabeza andaba por entonces fray Gonzalo de Tarancón, se opusieron terminantemente al cambio, que pretendía acabar con sus muchas riquezas y buena vida. El asunto se puso tan serio que el fraile y sus hermanos de Orden se encastillaron, rebeldes, en el monasterio, con armas y decididos a la defensa total. Carlos I, sabedor del asunto, ordenó a los «Regidores, Oficiales, Justicias, Caballeros, Escuderos e hombres buenos de la Villa» de Molina que los atacaran y sacaran por la fuerza. Ocurrió la batalla en 1525. Y con ella el descrédito de los franciscanos, que, ya reformados, aun­que siempre litigantes, siguieron viviendo entre los muros de su vetusto caserón, hasta el año 1835, en que lo abandonaron definitivamente.

A finales del siglo XV comenzó en Molina a vivir una nueva comunidad religiosa, puesta también bajo la tutela de la Regla franciscana. Estaba dedicada a mujeres que, por unos u otros motivos, no podían abandonar totalmente su vida civil, pero que deseaban mantener un estado perma­nente de oración y recogimiento. Reunidas, constituyeron lo que por en­tonces se llamaba «beaterio»,  y les dio todo lo necesario para mantenerse el piadoso varón molinés don Fernando de Burgos. Dice así Sánchez Portocarrero de esa fundación: «Santa Librada es un Beaterio de Beatas de San Francisco; está extramuros en una eminencia, su templo fue fundación de Fernando de Burgos, Patrón y reedificador de Nuestra Señora de la Hoz por los años de 1490, después comenzaron a recogerse allí algunas virtuosas mujeres habiendo habitación, y lo han ydo continuando hasta aora con tan loable exemplo que es muy digno de mover los ánimos Chris­tianos para que se reduzca a convento aquella Casa». Se fundó exactamente en 1488, y en él vivió, con gran fama de santidad, doña María de la Tri­nidad, que murió en 1657. A finales del siglo XVIII, casi trescientos años después de su fundación, desapareció el beaterio molinés.

La tercera casa de raíz franciscana que hubo en Molina, y que todavía hoy, tras muchos avatares adversos, continúa viva, es el convento de Santa Clara, de franciscanas menores observantes. En 1537 dio todo el caudal suficiente para su fundación y construcción el noble caballero molinés don Juan Ruiz Malo, aunque fueron sus herederos, don Pedro Malo de He­redia y don Martín Malo, quienes remataron la obra, ayudados por el obis­po de Sigüenza, don fray Lorenzo de Figueroa, que donó la iglesia romá­nica de Santa María de Pero Gómez para templo de la nueva comunidad.

Vinieron a poblar el convento algunas monjas de Huete, en Cuenca. Fue primera abadesa la venerable madre sor Ana de Godoy, y entre las que componían esa primera comunidad figuraba la donada Juana de Balles­teros, que inauguró la serie de mujeres con fama de santidad que pasaron por aquel convento. La inauguración oficial se hizo el 7 de octubre de 1584. Ese mismo día profesó una joven molinesa, sor María de Jesús, que también alcanzó altas cotas de piedad en el ejercicio del franciscanismo contemplativo.

A lo largo de los años, la comunidad de clarisas de Molina llegó a tener un muy importante acopio de riquezas. Por compra de diversos juros, se encargaban de cobrar las alcabalas de gran número de pueblos del Señorío, y de la misma Molina eran recaudadores del impuesto sobre la carne y el vino de la villa. La dote para entrar de monja en este convento era muy alta, pues no en balde se preciaba entre los más ricos de Castilla. Hasta 800 ducados pagaron cada una de las nueve doncellas que profesaron en 1671, casi todas procedentes de la alta sociedad del Reino.

El templo conventual es hoy una de las más visitadas muestras del arte molinés. Bajo las rosadas murallas del castillo, el templo románico luce todavía una portada severa y estilizada de corte francés, con sendos haces de columnas escoltando la puerta propiamente dicha, que se cobija bajo varias series de arquivoltas. Capiteles y matojos vegetales dan el orna­mento severo y alegre del monumento. También al exterior, un ábside semicircular y altísimo se orna con capiteles y ventanales apuntados de homogéneo aspecto. El interior también conserva todo su primitivo as­pecto de arquitectura románica gris y elegante.

Arandilla

 

Otro de los lugares donde la religión del Císter estuvo durante varios siglos asentada, dentro del Señorío de Molina, fue la apacible de­hesa de Arandilla, en un amplio y escondido valle, rodeado de bosques de sabinas, donde nace el río de ese mismo nombre, que va a dar en el Gallo poco antes que éste, en el Puente de San Pedro, aumente con su caudal las aguas del Tajo.

En el término de Arandilla fue donde la tradición molinesa dice que se apareció la Virgen al moro Montesino, o a la pastorcilla manca que avisó a este moro, gobernador del castillo de Alpetea, para que fundara una ermita en su honor y culto. De estas leyendas, así como los diversos lugares de emplazamiento de dicha ermita, hablamos en otro lugar de este libro. Veamos ahora la historia de este lugar.

Desde luego, siempre debió estar poblado por las diversas civilizaciones que han habitado la península, pues el ancho valle es apto para todo tipo de cultivos, por estar resguardado de los vientos y tener buena humedad. Justamente en su centro existe una prominencia del terreno, en la que se podía levantar un castro, castillo o, como en la historia que nos ha llegado fidedigna, un monasterio o granja. Dice Sánchez Portocarrero, en su «His­toria de Molina», al tomo segundo, página 64v, de su obra manuscrita, que «hanse hallado en Arandilla notables antiguallas y sepulcros de moros». Es muy probable que fuera habitado aquel terreno en nuestra Alta Edad Media por los árabes que ocuparan el territorio. En el siglo XII, tras la reconquista y constitución del Señorío de Molina, pasó a formar parte del mismo, y fue su primer conde don Manrique de Lara, quien lo donó al ya floreciente monasterio bernardo de Santa María de Huerta, quizá con la intención de que allí se levantara otro monasterio de la Orden, in­cluso para servir de mausoleo a su familia. Esto, que parece alborotada suposición, se verá afianzado en noticias posteriores, que ahora referiré.

El caso indiscutible es que, en 1164, año de la muerte de don Manriq­ue, se mencionaba este término en la bula de confirmación que el Papa Alejandro daba a los monjes de Huerta: «grangiam que dicitur Arandela, cum apendicibus suis». Años después, en 1181, cuando don Pedro, hijo de don Manrique, hace testamento, declara que Arandilla y su término lo regaló al monasterio de Huerta su padre, don Manrique.

El deseo de don Pedro, y de su madre, doña Ermesenda, la viuda del conde don Manrique, fue de construir en Arandilla un monasterio, filial del de Huerta. En 1167 volvieron a ratificar la voluntad del primer conde de donar Arandilla al monasterio soriano, junto con otras heredades en su señorío molinés. Pero pusieron ciertas condiciones que no resultan muy claras en el documento, cuyo original en latín se conserva en el Archivo de Huerta, de donación. Don Pedro y doña Ermesenda daban, junto al terreno, 200 mencales (moneda de la época) para construir allí un monasterio que debía ser poblado con monjes bernardos de Santa María de Huerta. Si en el plazo de dos años no hubieran cumplido los religiosos con este compromiso, los condes se quedarían con el fruto de un año de la producción del terreno. Pero si quienes no cumplieran el compromiso eran los condes, entonces el monasterio de Huerta se quedaría con Arandilla por juro de heredad.

No sabemos quién falló al cumplimiento de lo pactado. El caso es que en esos dos años no se construyó la abadía, y en 1169 surgió pleito entre el conde don Pedro de Molina y el abad, don Martín de Huerta. Por documento conservado en el cenobio soriano, que también transcribe íntegro Sánchez Portocarrero, vemos cómo en ese año de 1169 se juntan en Arandilla el conde don Pedro, el abad don Martín y algunos hombres del Concejo de Molina, para apear de nuevo la heredad y fijar sus límites.

La cosa debió quedar en suspenso, pero no las intenciones de don Pedro de Molina, que a toda costa quería tener en su territorio un cenobio del Císter en donde enterrar a su padre, hallar él su propia tumba y quizá to­mar hábito de monje en sus últimos años de vida. Así lo manifiesta en un documento que redactó en 1181, en el que dona al monasterio de Huerta muchas vacas, yeguas y heredades, junto con dos mil maravedises de los buenos, para acometer la fundación de Arandilla, donde quiere ser ente­rrado a su muerte, si ésta le sobreviniera al sur de Lérida. Y llega a decir más: que si cuando él muriera aún no estuviera concluido el dicho monasterio de Arandilla, que los monjes de Huerta debía también erigir en aquel lugar un altar, celebrando sobre él el oficio divino de sus funerales. Y que si en el transcurso de sus días sus sucesores no daban tres mil maravedises para continuar edificando allí monasterio, que lo enterraran en Huerta. Y que si entonces, o incluso antes de su muerte, se edificara el monasterio de Arandilla, pero que éste no se pudiera sustentar por pobreza de medios, se disolvieran estas intenciones suyas y quedase para siempre la granja de Arandilla en posesión de los cistercienses de Huerta. Llega don Pedro a decir también en ese su testamento que cede el patronato del cenobio al rey de Castilla, renunciando al mismo tiempo él y sus sucesores.

Da lástima comprobar, ochocientos años después de estos hechos, que proyecto tan querido del conde de Molina quedara sin ser hecho realidad. Tanto don Manrique como don Pedro desearon tener en Arandilla el «monasterio feudal» de su Señorío, y en él tener sepultura todos los con­des y condesas que en el futuro gobernaran Molina. No pasó, como vemos, de las intenciones. Sea porque ellos no pudieron aportar a su debido tiem­po los caudales necesarios, sea porque a los abades de Huerta no les inte­resaba poner en Molina otro cenobio que pudiera hacerles sombra, el caso fue que en Arandilla no llegó a levantarse nunca convento auténtico, ni los condes tuvieron allí su sepultura. Pasó a pertenecer toda la finca, eso sí, al monasterio soriano, y en su poder se mantuvo durante largos siglos, hasta la centuria pasada, en que la Desamortización de Mendizábal les privó de su tenencia.