Arandilla

sábado, 7 junio 1975 0 Por Herrera Casado

 

Otro de los lugares donde la religión del Císter estuvo durante varios siglos asentada, dentro del Señorío de Molina, fue la apacible de­hesa de Arandilla, en un amplio y escondido valle, rodeado de bosques de sabinas, donde nace el río de ese mismo nombre, que va a dar en el Gallo poco antes que éste, en el Puente de San Pedro, aumente con su caudal las aguas del Tajo.

En el término de Arandilla fue donde la tradición molinesa dice que se apareció la Virgen al moro Montesino, o a la pastorcilla manca que avisó a este moro, gobernador del castillo de Alpetea, para que fundara una ermita en su honor y culto. De estas leyendas, así como los diversos lugares de emplazamiento de dicha ermita, hablamos en otro lugar de este libro. Veamos ahora la historia de este lugar.

Desde luego, siempre debió estar poblado por las diversas civilizaciones que han habitado la península, pues el ancho valle es apto para todo tipo de cultivos, por estar resguardado de los vientos y tener buena humedad. Justamente en su centro existe una prominencia del terreno, en la que se podía levantar un castro, castillo o, como en la historia que nos ha llegado fidedigna, un monasterio o granja. Dice Sánchez Portocarrero, en su «His­toria de Molina», al tomo segundo, página 64v, de su obra manuscrita, que «hanse hallado en Arandilla notables antiguallas y sepulcros de moros». Es muy probable que fuera habitado aquel terreno en nuestra Alta Edad Media por los árabes que ocuparan el territorio. En el siglo XII, tras la reconquista y constitución del Señorío de Molina, pasó a formar parte del mismo, y fue su primer conde don Manrique de Lara, quien lo donó al ya floreciente monasterio bernardo de Santa María de Huerta, quizá con la intención de que allí se levantara otro monasterio de la Orden, in­cluso para servir de mausoleo a su familia. Esto, que parece alborotada suposición, se verá afianzado en noticias posteriores, que ahora referiré.

El caso indiscutible es que, en 1164, año de la muerte de don Manriq­ue, se mencionaba este término en la bula de confirmación que el Papa Alejandro daba a los monjes de Huerta: «grangiam que dicitur Arandela, cum apendicibus suis». Años después, en 1181, cuando don Pedro, hijo de don Manrique, hace testamento, declara que Arandilla y su término lo regaló al monasterio de Huerta su padre, don Manrique.

El deseo de don Pedro, y de su madre, doña Ermesenda, la viuda del conde don Manrique, fue de construir en Arandilla un monasterio, filial del de Huerta. En 1167 volvieron a ratificar la voluntad del primer conde de donar Arandilla al monasterio soriano, junto con otras heredades en su señorío molinés. Pero pusieron ciertas condiciones que no resultan muy claras en el documento, cuyo original en latín se conserva en el Archivo de Huerta, de donación. Don Pedro y doña Ermesenda daban, junto al terreno, 200 mencales (moneda de la época) para construir allí un monasterio que debía ser poblado con monjes bernardos de Santa María de Huerta. Si en el plazo de dos años no hubieran cumplido los religiosos con este compromiso, los condes se quedarían con el fruto de un año de la producción del terreno. Pero si quienes no cumplieran el compromiso eran los condes, entonces el monasterio de Huerta se quedaría con Arandilla por juro de heredad.

No sabemos quién falló al cumplimiento de lo pactado. El caso es que en esos dos años no se construyó la abadía, y en 1169 surgió pleito entre el conde don Pedro de Molina y el abad, don Martín de Huerta. Por documento conservado en el cenobio soriano, que también transcribe íntegro Sánchez Portocarrero, vemos cómo en ese año de 1169 se juntan en Arandilla el conde don Pedro, el abad don Martín y algunos hombres del Concejo de Molina, para apear de nuevo la heredad y fijar sus límites.

La cosa debió quedar en suspenso, pero no las intenciones de don Pedro de Molina, que a toda costa quería tener en su territorio un cenobio del Císter en donde enterrar a su padre, hallar él su propia tumba y quizá to­mar hábito de monje en sus últimos años de vida. Así lo manifiesta en un documento que redactó en 1181, en el que dona al monasterio de Huerta muchas vacas, yeguas y heredades, junto con dos mil maravedises de los buenos, para acometer la fundación de Arandilla, donde quiere ser ente­rrado a su muerte, si ésta le sobreviniera al sur de Lérida. Y llega a decir más: que si cuando él muriera aún no estuviera concluido el dicho monasterio de Arandilla, que los monjes de Huerta debía también erigir en aquel lugar un altar, celebrando sobre él el oficio divino de sus funerales. Y que si en el transcurso de sus días sus sucesores no daban tres mil maravedises para continuar edificando allí monasterio, que lo enterraran en Huerta. Y que si entonces, o incluso antes de su muerte, se edificara el monasterio de Arandilla, pero que éste no se pudiera sustentar por pobreza de medios, se disolvieran estas intenciones suyas y quedase para siempre la granja de Arandilla en posesión de los cistercienses de Huerta. Llega don Pedro a decir también en ese su testamento que cede el patronato del cenobio al rey de Castilla, renunciando al mismo tiempo él y sus sucesores.

Da lástima comprobar, ochocientos años después de estos hechos, que proyecto tan querido del conde de Molina quedara sin ser hecho realidad. Tanto don Manrique como don Pedro desearon tener en Arandilla el «monasterio feudal» de su Señorío, y en él tener sepultura todos los con­des y condesas que en el futuro gobernaran Molina. No pasó, como vemos, de las intenciones. Sea porque ellos no pudieron aportar a su debido tiem­po los caudales necesarios, sea porque a los abades de Huerta no les inte­resaba poner en Molina otro cenobio que pudiera hacerles sombra, el caso fue que en Arandilla no llegó a levantarse nunca convento auténtico, ni los condes tuvieron allí su sepultura. Pasó a pertenecer toda la finca, eso sí, al monasterio soriano, y en su poder se mantuvo durante largos siglos, hasta la centuria pasada, en que la Desamortización de Mendizábal les privó de su tenencia.