Los Franciscanos en Molina

sábado, 14 junio 1975 0 Por Herrera Casado

 

Como decíamos al inicio de este capítulo, desde los comienzos del siglo XIII, en que Francisco de Asís dio vida a su Orden, hubo en Guada­lajara y su tierra hombres dispuestos a llevar a la práctica ese ideal fra­terno y espiritual. A Molina llegaron en tres etapas y tres modos diversos: los frailes franciscanos, las beatas de Santa Librada y las clarisas.

Dice Sánchez Portocarrero que se fundó el monasterio de San Francisco de Molina el año 1284. Otros antiguos cronistas adelantan esa fecha a 1280, pero sólo podemos asegurar con certeza su existencia en 1293, año en que la fundadora, doña Blanca de Molina, hizo testamento, y en el mis­mo disponía ser enterrada «ante el altar de Santa Elisabet, dó es enterrada mi hija doña Mafalda», en el monasterio que años antes había fundado y edificado.

Desde el primer momento gozó este cenobio de importantes ayudas materiales, pues aparte de los bienes y dineros que dejó la fundadora, fueron confirmados y aumentados después por su hermana doña María de Molina, y el esposo de ésta, Sancho IV, rey de Castilla.

Se levantó el templo en estilo gótico, sobrio y corpulento a un tiempo, sufriendo luego posteriores reformas que le transformaron en su interior en una amalgama de estilos y ornamentos. Un gran coro a los pies, y en la cabecera sendas capillas de las familias Malo y Ruiz de Molina, en severo estilo renacentista. En la portada, y orientada al norte, se halla un ingreso del siglo XVIII muy sencillo y elegante, con puerta claveteada y emblema de la Orden franciscana bajo el frontón. De la misma época es la torre del templo, que hoy se conoce popularmente por el nombre del «Giraldo», por tener de veleta una figura metálica que gira al impulso del viento.

Desde el primer momento de su historia, los bienes materiales sobre­abundaron en la comunidad franciscana de Molina, lo que no concordaba muy bien con su teórico aliento y ejemplaridad. Como decía el licenciado Elgueta, en su perdido manuscrito sobre las «Cosas memorables de Mo­lina», el convento llegó a ser tan rico que los religiosos vivían como caba­lleros, y el padre prior tenía caballos, perros de caza y halcones para su regalo.

Así permanecieron las cosas hasta los comienzos del siglo XVI, en que la recia y espiritual figura del Cardenal Cisneros, franciscano también, de­cidió reformar a fondo las órdenes mendicantes. Los frailes de Molina, a cuya cabeza andaba por entonces fray Gonzalo de Tarancón, se opusieron terminantemente al cambio, que pretendía acabar con sus muchas riquezas y buena vida. El asunto se puso tan serio que el fraile y sus hermanos de Orden se encastillaron, rebeldes, en el monasterio, con armas y decididos a la defensa total. Carlos I, sabedor del asunto, ordenó a los «Regidores, Oficiales, Justicias, Caballeros, Escuderos e hombres buenos de la Villa» de Molina que los atacaran y sacaran por la fuerza. Ocurrió la batalla en 1525. Y con ella el descrédito de los franciscanos, que, ya reformados, aun­que siempre litigantes, siguieron viviendo entre los muros de su vetusto caserón, hasta el año 1835, en que lo abandonaron definitivamente.

A finales del siglo XV comenzó en Molina a vivir una nueva comunidad religiosa, puesta también bajo la tutela de la Regla franciscana. Estaba dedicada a mujeres que, por unos u otros motivos, no podían abandonar totalmente su vida civil, pero que deseaban mantener un estado perma­nente de oración y recogimiento. Reunidas, constituyeron lo que por en­tonces se llamaba «beaterio»,  y les dio todo lo necesario para mantenerse el piadoso varón molinés don Fernando de Burgos. Dice así Sánchez Portocarrero de esa fundación: «Santa Librada es un Beaterio de Beatas de San Francisco; está extramuros en una eminencia, su templo fue fundación de Fernando de Burgos, Patrón y reedificador de Nuestra Señora de la Hoz por los años de 1490, después comenzaron a recogerse allí algunas virtuosas mujeres habiendo habitación, y lo han ydo continuando hasta aora con tan loable exemplo que es muy digno de mover los ánimos Chris­tianos para que se reduzca a convento aquella Casa». Se fundó exactamente en 1488, y en él vivió, con gran fama de santidad, doña María de la Tri­nidad, que murió en 1657. A finales del siglo XVIII, casi trescientos años después de su fundación, desapareció el beaterio molinés.

La tercera casa de raíz franciscana que hubo en Molina, y que todavía hoy, tras muchos avatares adversos, continúa viva, es el convento de Santa Clara, de franciscanas menores observantes. En 1537 dio todo el caudal suficiente para su fundación y construcción el noble caballero molinés don Juan Ruiz Malo, aunque fueron sus herederos, don Pedro Malo de He­redia y don Martín Malo, quienes remataron la obra, ayudados por el obis­po de Sigüenza, don fray Lorenzo de Figueroa, que donó la iglesia romá­nica de Santa María de Pero Gómez para templo de la nueva comunidad.

Vinieron a poblar el convento algunas monjas de Huete, en Cuenca. Fue primera abadesa la venerable madre sor Ana de Godoy, y entre las que componían esa primera comunidad figuraba la donada Juana de Balles­teros, que inauguró la serie de mujeres con fama de santidad que pasaron por aquel convento. La inauguración oficial se hizo el 7 de octubre de 1584. Ese mismo día profesó una joven molinesa, sor María de Jesús, que también alcanzó altas cotas de piedad en el ejercicio del franciscanismo contemplativo.

A lo largo de los años, la comunidad de clarisas de Molina llegó a tener un muy importante acopio de riquezas. Por compra de diversos juros, se encargaban de cobrar las alcabalas de gran número de pueblos del Señorío, y de la misma Molina eran recaudadores del impuesto sobre la carne y el vino de la villa. La dote para entrar de monja en este convento era muy alta, pues no en balde se preciaba entre los más ricos de Castilla. Hasta 800 ducados pagaron cada una de las nueve doncellas que profesaron en 1671, casi todas procedentes de la alta sociedad del Reino.

El templo conventual es hoy una de las más visitadas muestras del arte molinés. Bajo las rosadas murallas del castillo, el templo románico luce todavía una portada severa y estilizada de corte francés, con sendos haces de columnas escoltando la puerta propiamente dicha, que se cobija bajo varias series de arquivoltas. Capiteles y matojos vegetales dan el orna­mento severo y alegre del monumento. También al exterior, un ábside semicircular y altísimo se orna con capiteles y ventanales apuntados de homogéneo aspecto. El interior también conserva todo su primitivo as­pecto de arquitectura románica gris y elegante.