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septiembre, 1974:

Los baños de Trillo

 

Entre el apretado haz de cosas curiosas, de hechos e instituci0nes que ha tenido en los tiempos pasados la provincia de Guadalajara, han sido, indudablemente, los baños de Trillo los que han tenido un más alto significado social y científico de todas ellas. En este primer trabajo, repasaremos muy por encima los avatares históricos del mismo, y en otro segundo veremos algunos detalles anecdóticos de su existencia en el siglo XVIII.

Dice el doctor Contreras que los baños de Trillo «ya se conocían en la época de la dominación romana, en la que Trillo se llamaba Thermida (1). Y, en efecto, desde tiempos muy antiguos fueron conocidas y apreciadas estas aguas medicinales, para las que se erigió un centro donde poder tomarlas cómodamente. Romanos y árabes se aprovecharon de ellas, quedando su fama extendida por todo el país. Ya en el siglo XVII comenzaron algunos autores a ocuparse de ellas, describiendo el lugar y estudiando la composición de las aguas y sus aplicaciones (2). Por entonces, dice Limón Montero, no había allí «más casa ni comodidad que una cabaña que se hizo de brozas», con lo que las fatigas que habían de pasar los bañistas debían ser notables y aún perjudiciales para su salud. Con todo, la gente mejoraba y aún de sus afecciones reumáticas, gracias a los componentes clorurado ‑ sódicos, sulfatado ‑ cálcico ‑ ferruginosos, y arsenical de las aguas.

Ya, a comienzos del siglo XVIII, en 1710, pasaron los baños a ser incluidos en el término de Trillo, saliendo del de Azañón en que se encontraban anteriormente.

El auge del balneario comenzó en el reinado de Carlos III, el «rey alcalde» que levantara estatuas y construyera magníficas obras Públicas por todo el país. En 1771, llegó al Balneario don Miguel M. de Nava‑Carreño, demn0 del Consejo y Cámara de Castilla, quien denunció al rey el interés del lugar y su completo abandono. Fue nombrado enseguida «gobernador y director de las casas de Beneficencia y Baños Termales de la villa de Trillo», y comisionado don Casimiro Ortega, profesor de botánica en Madrid, «hombre de esclarecido talento, vasta erudición y profundos conocimientos», para realizar el estudio químico de las aguas.

En los cinco años siguientes se adecentó todo aquello, se canalizaron conducciones, se arreglaron fuentes y se descubrieron otras nuevas: las del Rey, Princesa Condesa, el Baño de la Piscina y otras fueron rodeadas de Pretiles, uno de ellos «en forma de media luna», y a su pie un asiento, que, guardando la misma figura, forma una especie de canapé todo de sillería muy hermoso Y Cómodo, Y en el cual pueden sentarse a un tiempo con mucha conveniencia hasta cuarenta o cincuenta personas. Se hicieron cloacas para el desagüe, y en 1777 se concluyó el Hospital Hidrológico, a cuya entrada se colocó un busto de Carlos III, Y en el interior una imagen de la Virgen de la Concepción, patrona de los establecimientos. Este Hospital Hidrológico no tuvo un destino inmediato, pero en 1780, se extendió el acta que lo hacía «público Hospital… con doce plazas, con la dotación de alimentos, cama y asistencia necesaria para ocho hombres y cuatro mujeres de continua residencia en él, con la precisa prohibición de pedir limosna allí, ni por el pueblo”.

El norte filantrópico que desde el primer momento dirigió estos baños, queda retratado en el anterior detalle, o en la frase de su primer director, el señor Nava, quien, al hablar de la utilización de las aguas, decía: «debe dirigirse a la utilidad pública; a cuyo objeto se dirigen todas las miradas de S. M. como a blanco único de su paternal desvelo», revelador enunciado del Despotismo ilustrado, que prevalecía en el siglo XVIII.

También el obispado de Sigüenza, en cuya jurisdicción quedaba Trillo, se ocupó en colaborar, levantando una nueva fuente, para pobres y militares, llamada del Obispo, en honor de don Inocente Bejarano, que ocupaba en 1802 la silla seguntina.

A la muerte del señor Nava fue nombrado gobernador interino el conde de Campomanes, primer ministro, quien delegó en don Narciso Carrascoso, prebendado de la catedral de Sigüenza, quien dejó los baños otra vez en abandono.

Fernando VII creó en 1816 el cuerpo de médicos directores de baños, nombrando director de los de Trillo a don José Brull. En 1829, pasó a dirigirlos don Mariano González y Crespo, quien publicó estudios sobre el uso de las aguas, descubrió una nueva fuente, y arregló el «camino viejo» que venía desde Brihuega, por Solanillos. Levantó edificios y construyó las fuentes de «Salud» y «Santa Teresa», así como nuevas dependencias para la Dirección y Administración. Durante su mandato se montó también la calefacción en los baños, por medio de generadores de vapor.

Poco a poco, los Baños de Trillo, que tanto habían supuesto para la salud de los artríticos, de los siglos XVIII y XIX, fueron decayendo. La desamortización de Mendizábal dispuso de ellos, vendiéndolos a los Dres. de Morán, que se dedicaron a su cuidado. En 1860 fue la Diputación Provincial la encargada de su administración.

Cuando en 1878 decía don Marcial Taboada, en el centenario de su restauración, que «Quiera el Cielo que los días que hayan de venir y las generaciones que hayan de sucedemos, den cima al humanitario cometido de nuestro augusto fundador … », ignoraba la escasa vida que le restaba a esa institución sanitaria, para la que ahora, en esta última andadura del siglo XX, pedimos una atención, tanto por parte del Estado, como de los particulares, pues las aguas medicinales de Trillo siguen brotando del fondo de la tierra, y se está perdiendo una magnífica medicina que podría ser de gran utilidad para centenares de personas afectas de los diversos tipos de reumatismo que con ellas podrían aliviarse.

Tomando ahora el sesgo anecdótico de la institución sanitaria y social de Trillo, pues ambas cosas a la vez fueron sus baños, lo mismo que ahora ocurre con cualquier balneario, nos aparece en primer lugar un tesorillo en el que buscar detalles para reconstruir el modo de pasar el tiempo de quienes hasta allí llegaban en el siglo XVIH. Se trata de un manuscrito existente en dicha sección de la Biblioteca Nacional, en cuarto, por pliegos sueltos, con un total de 21 folios, y titulado: «La aguas de Trillo», ó «Las aguas medicinales», pues de las dos maneras aparece en la portada, bajo la denominación general de sainete. No figura autor ni año.

El argumento es muy sencillo, y sin aspiración alguna, salvo la de entretener. Un marqués, ya viejo y artrítico, se marcha a los baños de Trillo para buscar mocitas y burlarlas. Se encapricha de la hija del médico del balneario; le propone al padre su casamiento con ella. El padre acepta y la chica, sin poder protestar, firma un papel en el que dice querer casarse con Jorge Pedro ­Ximénez Valdepeñas y Peralta, nombre del marqués… y de su hijo, con quien resulta estar ya casada la niña y así legalizar su boda secreta, ante la burla y la desesperación del marqués vejete.

De varios detalles del sainete sacamos algunos apuntes del ambiente que allí existía: era la principal excusa el tomar las aguas, por baño externo y también bebidas, pero lo que más gustaba a los viajeros era el andar todo el día de diversión. Dice así uno de los protagonistas: «Aquí (en Trillo) se vive con libertad, y se trata en dando un poco de tiempo a cuidar la quebrantada salud, lo demás del día al obsequio de las Damas, al juego, música y bailes. ¡Oh, qué bien me aconsejaban los Médicos que viniera a beber aquí las aguas!». Claro es que, tras de tanta diversión y bullanga, las afecciones se recuperaban muy lenta y dificultosamente, quedando de ese modo un poco en entredicho la fama de las aguas y los médicos. Dice así Ruano, el galeno del sainete: ¿Habrá manías más endiabladas que las de estas gentes? Todo el día bailes, guitarras, juego, cenas, merendonas, y luego a las pobres aguas y al Doctor desacreditan”.

Incluso algunas señoras venían a los baños con otros intereses además de los meramente medicinales o de pasatiempo. Dice otro personaje del sainete, refiriéndose una viajera adinerada que llega a Trillo: “Ya sé que usted viene a caza de cortejos o maridos a los baños…”  Y luego el otro aspecto, el de los que sólo pensaban en matar el tiempo con su vicio favorito: «Hai otro Indiano mui ruin, pero jugador de taba, de parar, flor y otros juegos en que breve se despacha». Vidas vacías, nombres perdidos. Tal vez la música que allí gastaban sea lo único poético que de su recuerdo brota: en el sainete aparece un momento un quinteto «a dos voces, a dos frautas, y bajo», y luego sale una ronda de majos y majas con guitarras.

Un pintoresco cuadro, en suma, en el que se fue del reír intrascendente con los quejidos de los gotosos: « ¡Qué bella estará una contradanfa de reumatismos y flatos, con fluxiones y con asmas!» dice uno de los protagonistas. Y retrata en dos líneas el ambiente de los baños de Carlos III en el Trillo del siglo XVIII.

Pero también la piedad cristiana, el responsable conocimiento científico de las propiedades del agua, y el merecido descanso para los fatigados trabajadores del intelecto se encontraban en Trillo.

Recordaremos, por una parte, cómo en 1745 se fundó en este pueblo la «Cofradía y Esclavitud de la Concepción de Nuestra Señora de la villa de Trillo», por los bañistas concurrentes a dicha villa. Por entonces no estaban aún «descubiertos» los baños por el elemento oficial de la nación, pero de todos modos acudían allí nobles y gentes adineradas. El Conde de Atarés y del Villar fue pri­mer presidente de la Cofradía, y sus constituciones las escribió don Plácido Barco López, siendo aprobadas enseguida por el Vicario seguntino y publicadas luego en 1794, cuando el balneario se hallaba en su mejor momento de esplendor, El número de hermanos de la Cofradía se limitaba a 40, y con todo era muy difícil entrar en ella.

La estancia de don Casimiro Ortega en Trillo fué muy celebrada: era director del Jardín Botánico madrileño y doctor en Medicina por Bolonia. Un verdadero sabio de alto renombre. Bastante tiempo pasó en los baños estudiando las plantas, los minerales y, por supuesto, las aguas, que analizo minuciosamente. Extendió su afán investigador al recuento de casos anteriores que apoyaran la, bondad del líquido elemento, y acabó dando una somera historia de la villa y sus baños. La imprenta real de Ibarra publicó su obra «Tratado de las aguas termales de Trillo», en 1778, siendo muy bien recibida.

En 1798 llegó a Trillo don Gaspar Melchor de Jovellanos, uno de los más altos y preclaros políticos que ha tenido la historia de España. Andaba ya por entonces algo fastidiado, y quiso llegarse a la villa alcarreña al intento de mejorarse. Allí se alojó en la casa de don Narciso Carrasco, prebendado de Sigüenza y amigo suyo. La vida de Jovellanos en los baños de Trillo fue de lo más austera: se levantaba entre las 6 y las 7 de la mañana, y se iba en ayunas a las fuentes, a beber el agua termal. Utilizaba, según él mismo nos relata, los vasos de «cortadilIo» de La Granja, de un cristal exquisito. Luego paseaba por las frondosas alamedas del Balneario. Después, a tomar chocolate, y ya el resto del día lo ocupaba en leer, meditar y charlar con sus amistades. Uno de ellos era el doctor don Manuel Gil, médico de Cifuentes. Jovellanos se fue a Madrid pasado el verano, manifestando él mismo su recuperación.

Y así era como, entre bromas y veras, transcurría un año tras otro la existencia de estos baños alcarreños, que según el refrán eran casi panacea universal: «Trillo todo lo cura, menos gálico y locura». Lástima que se encuentren ahora tan abandonados y preteridos, cuando tanto en el terreno arqueológico, como incluso en el sanitario, podrían abrir tantas posibilidades a nuestra provincia.

NOTAS:

(1) Bibiano Contreras, «Apuntes para una Memoria sobre Hidrografía de la provincia de Guadalajara», en la pág. 79 del «Memorial Histórico Arriacense», Vol. 1, Guadalajara 1915. Castillo de Lucas interpreta el nombre de Thermida por los baños del Guadiela, en Santaver.

(2)   Sólo en calidad de apunte, doy aquí alguna bibliografía de los baños de Trillo: en 1698 publica don Manuel de Porras sus «Aguas Minerales de Trillo». Poco después, lo hace el doctor Limón Montero, con su «Espejo cristalino dejas aguas de España». En 1714, don José Mendoza, médico de Cifuentes, da a luz su «Virtud medicinal de los baños de la villa de  Trillo.

Heráldica mendocina en Guadalajara

 

Coincide la época de mayor esplendor de, la antigua Arriaca, entre la segunda mitad del siglo XV hasta finales del XVI, con el momento en que la sociedad española coloca, entre sus más queridos signos de preeminencia social, los escudos heráldicos, para los que ha estado elaborando una compleja y bella simbología en época inmediatamente anterior. En esos días de grandeza alcarreña, hay una familia, la de Mendoza, que abarca de un modo casi total el acontecer económico, cultural y social de esta ciudad y de esta tierra. En sus libros, en sus tapices, en sus casones, chimeneas y artilugios festivos, aparecen profusamente repartidos sus signos familiares, sus escudos inconfundibles y poderosos. Para los que Luís de Zapata, en el canto 25 de su «Carlos famoso» dijera:

«Aquel escudo verde con la banda coloreada, por medio a la soslaya, perfilada de oro tras quien anda el mundo por los lados, como raya; la traen los de Mendoza, como manda Zuria, señor primero de Vizcaya.

Ni hay un árbol como aquesta de gran fama en España con fruto tanta rama».

Haciendo un breve y escueto repaso de la evolución de las armas mendocinas, debemos señalar cómo fue la más antigua enseña familiar, adoptada ya por los primeros señores del solar alavés, una simple banda roja sobre campo verde, «que viene a ser un haz de hierba atada con una cinta colorada», como dice Torres en su «Historia de Guadalajara», al folio 297. Posteriormente bordearon de oro la banda roja, quedando conformado el más primitivo blasón de los Mendoza. Tras la batalla de las Navas de Tolosa, en 1212, y habiendo sido don Iñigo López de Mendoza, señor de Llodio, uno de, los que con el rey Sancho de Navarra asaltara el palenque moro y rompiera sus cadenas, bordearon su escudo con este símbolo de valentía y fuerza guerrera. Pero no llegó a adoptarse definitivamente su uso, lo mismo que las veinte panelas de Plata que en otras ocasiones añadió, como recuerdo de una victoria ganada contra la familia de los Guevara.

Con la familia Mendoza va a en Vega. Se personifica esa unión entroncar la montañesa casa de la el matrimonio de don Diego Hurtado de Mendoza, almirante de Castilla, con doña Leonor de la Vega. Llevaban éstos en su escudo sobre campo de oro, el mote con que el arcángel saludó a la Virgen: «Ave María, gracia plena», rodeando todo el escudo, muchas veces sin poner toda la frase entera. Varias son las leyendas que explican su origen. El padre Pecha, en su «Historia de Guadalajara», dice que cuando en la batalla del Salado don Gonzalo Ruiz de la Vega iba en persecución del enemigo infiel, «implorando el auxilio divino, poniendo por intercesora a la Virgen, iba rezando el «Ave María»; como le venció, atribuyó la victoria a su oración y púsola en el escudo de sus armas».

El mismo almirante, don Diego Hurtado, fue el creador del más conocido y repetido escudo de los Mendoza, fundiendo el suyo con el de su mujer. Partió en sotuer su blasón, colocando arriba y abajo la banda roja sobre campo verde, y a ambos lados la salutación mariana sobre campo dorado. Este es el escudo que luce, por ejemplo, en el grande y redondo centro con el que se remata la puerta principal del Palacio del Infantado. Es símbolo puesto por su constructor el segundo duque, don Iñigo López de Mendoza, quien al casar con doña María de Luna, hija de don Álvaro de Luna y doña Juana Pimentel, dio pie a que su escudo se uniera al mendocino, formando el también muy repetido, partido en pal, con el Mendoza a la derecha y el Luna a la izquierda, de sus descendientes numerosos. Posteriormente fueron añadiéndose nuevos entronques y alianzas a éste, que quedó en definitiva, como el de más rancio y antañón abolengo, cuajado por todos los costados de recuerdos arriacenses.

Ejemplos de todos ellos quedan, y muy abundantes, en la Guadalajara le 1974. En el enterramiento de doña Aldonza de Mendoza, duquesa de Arjona, hija del Almirante y su primera mujer, doña María de Castilla, que se conserva en el Museo de Bellas Artes de Guadalajara, aparece la simple banda sobre campo liso, arma la más antigua de Mendoza.

El escudo mendocino más común, que parte en sotuer el primitivo con el Ave María de los Vega, nos saluda en cada esquina, en cada portalón, en cada oscuro e impensado rincón de la ciudad. De los hijos del primer marqués de Santillana, el que fue adelantado de Cazorla, y gran capitán en guerras andaluzas contra moros, don Pedro Hurtado de Mendoza, hay varios escudos en su enterramiento y el de su mujer, en el presbiterio de la iglesia de San Ginés. De su hermano, don Pedro González de Mendoza, gran Cardenal de España, es innumerable la presencia de su escudo. Está en el patio del convento de San Francisco; en los salones del Ayuntamiento, a donde llegaron procedentes de aquél; en la puerta posterior del palacio del Infantado, que da a la plaza de Oñate, aparece su escudo con las insignias cardenalicias y la cruz arzobispal. Finalmente, en el palacio del Infantado, sede de la poderos familia desde finales del siglo XV, es abundantísima su muestra heráldica. Tenido por dos salvajes, coronando la puerta de entrada, aparece escudo profusamente timbrado de don Iñigo López de Mendoza, el segundo duque. Corona condal, yelmo terciado que mira a la derecha, rematado en corona cívica y quimera, flanqueado por hojarasca y un par de tolvas de molino, que también es símbolo suyo. Veinte pequeños escudos le rodean, llevando en sus múltiples símbolos los entronques más antiguos de la familia. Sólo un caballero como don Iñigo, amante de las grandes fiestas, los torneos, los tapices, caballos y armaduras, pudo concebir este escudo que es el lujo exacerbado de la heráldica.

Fue su hija, doña Brianda de Mendoza y Luna, quien fundó en 1524 el beaterío de la Piedad, luego convento de monjas franciscanas, en Guadalajara, subsistente hhoy en día. En el remate de su portada, diseñada y tallada por Covarrubias, aparece el escudo de sus dos apellidos, lo mismo que en el sepulcro, que para contener sus restos tallara el mismo autor, y que permanece en el Interior del templo, así como en lo alto de las columnas del presbiterio, que hoy afloran en el salón de actos del que fue Instituto de Enseñanza Media. También se conserva, y muy hermoso, sobre la baranda de la escalera noble del palacio de don Antonio de Mendoza, que luego quedó como claustro de dicho convento.

Aún aparece este conjunto de Mendoza y Luna en otros lugares y monumentos de Guadalajara. En la portada y muros interiores de la iglesia de los Remedios, que el obispo de Salamanca, don Pedro González de Mendoza, fundara a fines del siglo XVI, para colegio de doncellas, y luego pasara a ser convento de monjas jerónimas, se repite profusamente el escudo de su padre, el cuarto duque del Infantado, y el de su madre, doña Isabel de Aragón. De la sexta duquesa, doña Ana de Mendoza, es el escudo que aparece flanqueando la portada del convento de Carmelitas de San José, vulgo «de abajo», pues fue esta señora quien lo fundó en 1615.

Esta relación sucinta de blasones mendocinos repartidos por nuestra ciudad, hubiera sido incomparablemente más larga de as, haber desaparecido tanto edificio y tanta obra de arte que estos personajes legaran a su ciudad más querida y mimada. Las casas que los Mendoza tuvieron en la plaza de Santa María en las que partió de esta vida el Gran Cardenal, atesoraban en sus muros y capitales gran número de blasones. Lo mismo que aquella importante serie, de enterramientos de todos los duques y sus antepasados que en la capilla mayor del convento de San Francisco se fueron colocando. O la interminable colección de alfombras y reposteros blasonados con estas mismas armas de Mendoza y Luna que en el «libro del guardarropa del cuarto duque», se mencionan existentes en su palacio, en 1546.

En esta hora de alegría festiva y buenos propósitos, quede junto a nuestra admiración y precio por estos resplandores del pasado arriacense, el empeño decidido de protección a estas muestras de en pálpito más viejo.

«Del programa de Ferias y Fiestas de Guadalajara 1974»

Sobre Fray José de Sigüenza

 

Coincidiendo que en este año se están llevando a cabo, por diferentes medios, las celebraciones centenarias de los seiscientos años de la fundación de la Orden de San Jerónimo, es un buen momento para tratar hoy, si brevemente, de una de las figuras más colosales de la intelectualidad hispana, que surgió en esta orden religiosa y a ella lleva ligada su memoria. Se trata de fray José de Sigüenza, hombre nacido en nuestra tierra, y cumplidamente recordado en ella mañana domingo, más concretamente, y en el transcurso de la Jornada de Exaltación Alcarreña que ha de celebrarse en nuestra capital, se rendirá un homenaje a su memoria.

Aunque documentalmente nada hay aprobado, es casi seguro su nacimiento en la ciudad de Sigüenza. Los monjes jerónimos tuvieron por costumbre, desde el primer día de su caminar, añadirse de apellido o sobrenombre, el del lugar donde nacieron. No fue, pues, por capricho, que fray José se apellidara «de Sigüenza». Allí nació en 1544, y allí se educó, llegando a cursar estudios universitarios de Artes y Teología en la ciudad del alto Henares (1).

Profeso luego en el monasterio jerónimo del Parral, en Segovia, y una vez amainados sus ímpetus juveniles de ardor guerrero y combativo, se dedicó desde muy pronto al cultivo del espíritu y al estudio de las fuentes del pensar cristiano. Desde el monasterio de Párraces, donde continuó formándose, pasó nuevamente al Parral, y de allí, en 1575, a, ser uno de los alumnos del colegio de San Lorenzo, que para su orden monástica había abierto ese año Felipe IIen El Escorial. Ya muy bien formado, se trasladó de nuevo al cenobio segoviano, donde ocupó el cargo de maestro de novicios, escribiendo en él una de las obras claves de la literatura ascética hispana, la «Instrucción de maestros y escuela de novicios; arte de perfección religiosa y monástica», libro que por sí solo bastaría para colocar a su autor en la más preclara lista de intelectos castellanos.

La vida de fray José fue, a partir de entonces, bastante movida, en contra de lo que su natural tendencia al recogimiento y el estudio le pedía. Llamado a ocupar por sus superiores y aún por el mismo rey, cargos de responsabilidad en la Orden, entro los que se cuenta el de prior del monasterio de El Escorial, él siempre prefirió el silencio de su celda para leer y meditar en la Biblia; para escribir cartas a sus amigos, ocupación famosa de los humanistas; para acopiar datos y construir con su palabra justa y elegante ese monumento de obra que es la «Historia de la Orden de San Jerónimo», esos versos poco afortunados en la forma, pero inmensos y dilatados en el mensaje y densidad teológico. De ella, de su celda escurialense, de la sosegada biblioteca herreriana, tuvo que salir bastantes veces, algunas, conducido al poco deseable trato con los tribunales de la Santa Inquisición, implacable escrutadora de las palabras y los hechos de los hombres sabios.

Muchos escritores y tratadistas de la cultura española han clasificado a fray José de Sigüenza como uno de los mejores historiadores que han existido en nuestra patria. Sin dejar de ser cierto, tratar así a fray José es hacerse notable injusticia. Porque el jerónimo seguntino abarcó con notable capacidad y éxito, muchos otros campos de la actividad intelectual que es necesario hacer resaltar (2).

La calidad de la prosa de fray José lleva a decir a don Marcelino Menéndez Pelayo que es «quizá el más perfecto de los prosistas españoles, después de Juan Valdés y de Cervantes». Ciertamente, y al margen de su calidad histórica, como recopilador de datos de antiguas casas de su orden, la arquitectura herreriana y escurialense parecen haberse trasladado al libro, y con mesura y equilibrio haberse ido dando al lector, con hábil mano encaminado y con palabras justas y bellas aleccionado, en muchas otras cosas aparte del discurso histórico.

El aspecto menos apreciado aún quizás, en la gigantesca obra de fray José de Sigüenza, es la aportación tan original y valiente que hace a la espiritualidad del siglo XVI español, que por tan estrechos cauces hubo de caminar por causa de la severidad inquisitorial. Fray José de Sigüenza, que es uno de los más queridos discípulos de Arias Montano en El Escorial, es también de los más preocupados en el problema que los norteuropeos plantean acerca de la revisión e interpretación de las primigenias fuentes cristianas. Es, para decirlo claramente, el erasmismo más declarado que en fray José encuentra eco (3). La Inquisición toledana le sometió, en 1592, a un proceso que, se dice, fue promovido únicamente por la envidia de algunos monjes escurialenses. Y no es verdad. Porque si la protección total que fray José gozaba de Felipe II le libró de salir malparado en dicho encuentro, eso no resta en nada la postura claramente erasmista, partidaria del libre examen y del estudio directo de las fuentes griega y hebrea de la Biblia, que el padre Sigüenza profesaba. Y de las que no abdicó en ningún momento, pues él continuó diciendo cosas como «que me dejen a Arias Montano y la Biblia, no se me da nada que me quiten los demás libros» y «que se pierde mucho tiempo con los estudios de la Teología Escolástica y que son de poco provecho», y progresando en el estudio del griego y el he breo, de los que fue profesor en El Escorial, para seguir indagando en las fuentes bíblicas primitivas, contrariando así el Decreto dictado por el Concilio de Trento en 1546, en el que se disponía como única fuente bíblica autorizada por la Iglesia Católica, la versión latina de la Vulgata.

La figura de nuestro paisano fray José de Sigüenza se agiganta aún más en este parejo galopar de su Saber y su valentía, frente a un poder moral que aún ni siquiera a la realeza respetaba, aunque en este caso, como es palpable, se detuvo ante la postura de Felipe II, defensor a ultranza de su monje sabio, en el que dejó gran parte de la responsabilidad de la decoración de El Escorial.

Si ahora Guadalajara le rinde un pequeño homenaje a su existencia pasada; si en algún rincón de la  ciudad se coloca alguna placa alusiva a su figura; si se decide la edición de su biografía, escueta o abultada, lo mismo da, no habremos hecho nada de más en honor de este hombre sabio y santo, trabajador y verdaderamente humano (que de humanista posee todos los atributos), que hoy ha querido asomarse a esta galería de lo alcarreño.

Notas

(1) Fr. Francisco de los Santos, «Vida del V. P. fr. Joseph de Sigüenza», Madrid 1973, p. 33.

(2) De su figura se han ocupado eruditos de la talla de Menéndez Pidal, Menéndez Pelayo,

Gregorio Marañón, Ludwing Pfandl, etc., pero sólo han conseguido calor en su auténtica y completa dimensión dos autores alcarreños, como han sido don Juan Catalina García, en su prólogo a la edición de la «Historia de la Orden de San Jerónimo» de la «Nueva Biblioteca de Autores Españoles», de 1907, y don Juan José Asenjo Pelegrina en su reciente trabajo «Introducción al estudio de la vida y la obra de fray José de Sigüenza», con el que ha obtenido el premio Alvarfáñez de Minaya de investigación histórica en la provincia de Guadalajara.

(3) Sobre este aspecto, prácticamente inédito, de la obra y el pensamiento de fray José de Sigüenza, ver la obra recientemente traducida el castellano de Ben Rekers sobre «Arias Montano», que da luz en el apasionante tema de los reformistas, espirituales españoles de la época imperial.

Yunquera y su pasado

 

Ahora que la villa de Yunquera, como otras varias de la populosa y rica región de la Campiña, va, a estrenar sus fiestas, veraniegas, en las que el buen humor y las promesas de un futuro cada vez más próspero correrán a raudales por sus calles, nosotros hemos de entretener nuestro paseo reposado por sus escondrijos simples y sus monumentos singulares, que le dan el tono justo de abolengo e hidal­guía de que gozó en lo antiguo.

La historia de Yunquera es llana  y sencilla, como la situación geográfica del, pueblo. Apenas sí ha pasado nada en ella, aparte su remota y enigmática fundación (vinieron los pobladores del Majanar a esta orilla del Henares), y se une en ancho camino con la historia de los alcarreños duques del Infantado, por haber pertenecido en señorío a una de las ramas, tal vez de las más pobres y menos señaladas, de esta gran familia.

De los arriacenses, el hijo mayor del primer marqués de Santillana, fue don Diego Hurtada de Mendoza, a su vez primer duque del Infantado. Tenía por hermanos, nada menos a Pedro  González, el gran cardenal Mendoza, a Iñigo López, conde de Tendilla, y a Pedro Hurtado, adelantado de Cazorla. Don Diego dejó en herencia total títulos y estados a su primogénito Iñigo López de Mendoza, segundo duque del Infantado, brillante en nuestro recuerdo, principalmente, por haber sido el constructor del maravilloso palacio gótico ‑ renacentista de Guadalajara, el de la fachada picuda y los balcones de calada piedra.

Un hermano suyo, don García Laso de Mendoza, fue el primer señor independiente de Yunquera, pueblo que recibió de su hermano Iñigo, a cambio de la heredad de las tierras del valle santanderino de Liébana. Este don García Laso, casó con doña Ana de Barnuevo, noble dama soriana, y pasaron inmediatamente a residir en la villa yunquerana, en principio en grandes y destartaladas casas, que se­ría su hijo, don Francisco, Laso de Mendoza, casado con doña María Osorio y Guzmán, quien se en cargaría de derribar y levantar un nuevo y sencillo palacio, qué aún se conserva en gran parte, y que resume el pasado nobiliario del pueblo. En el primer cuarto del siglo XVI, don Francisco trazó las líneas rectas de su portada y, galería del patio, entregando a la historia el palacio limpiamente renacentista de su señorío. Un escudo grandilocuente, con las armas de Mendoza y Luna, se alza en, su frente coronado. Y otros varios plegados en graciosas curvas italianizantes, resumen el historial genealógico de la familia. Poco más que esta galería orientada al sur es lo que queda del mendocino palacio de Yunquera. Pero lo suficiente como para que el viajero curioso, que aún es capaz de conmover su vena recordatoria con el mí­nimo soplo de la leve presencia del pasado, tenga ante él la justa medida de su sentimiento estético. Merece penetrar unos minutos en el patio (sí, ése, que está en la plaza de Yunquera, tan justamente premiada hace unos años por su labor de embellecimiento) y saborear la pansida y olorosa presencia de la madera vieja y los escudos pétreos.

Sucesores de este señor fueron su hijo, don Luís Laso de Mendoza, tercer señor de Yunquera, quien casó con doña Ana de Toledo, hija de don Alonso Gutiérrez de Toledo, tesorero y contador mayor del emperador Carlos V. Hijo suyo fue don Francisco Laso de Mendoza, casado con doña María de Arellano. Este fue el que sostuvo largo pleito con los duques del Infantado, sus primos ricos, acerca de unos cuantos maravedíes que no llevaban a ninguna parte. Le sucedieron, ya en orden correlativo, don, Luís Laso de Mendoza, ­don Francisco, don Melchor, don José y doña María Laso de Mendoza señora de Yunquera, en la que terminó la línea directa

A estas personalidades se debe también la construcción de la iglesia parroquial, que aún luce, en muy buen estado de conservación, sus galas arquitectónicas, y es admirada especialmente la aguda torre de oscuro coronamiento, en cuyos cuatro costados se apoya el gótico muriente, para dar paso al estilo renacentista que se declara.

Fue en 1520‑1540 que don Francisco Laso de Mendoza la mandó edificar, quedando para más tarde, ya casi en los finales de ese siglo XVI, la posterior construcción de la nave del templo, en la que también quedó, firmemente asegurada la enseña emblemática de la familia Mendoza, tal como vemos en un par de escudos policromados con su armas, que coronan las columnas de escolta al presbiterio.

Nada de particular, sin embargo, ha quedado en su interior, después de guerras y revoluciones. El retablo fue destrozado, así como imágenes y joyas que atesoraba. Después de la Cruzada de Liberación, se pintó un gran fresco, en el muro de la nave de la Epístola, representando el milagro de la Aparición de la Virgen de la Granja al pastor Bermudo, un 15 de septiembre de hace muchos, muchos años y que sigue teniendo hoy todavía feliz y multitudinaria recordación por sus vecinos e hijos que en esta ocasión regresa­n ilusionados a su solar primero.