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julio, 1973:

Los primeros cien años de Valfermoso

 

Es el valle del río Badiel uno de los más hermosos lugares de nuestra provincia. Hondamente tajado entre las duras y desoladas palmas de las Alcarrias, ‑por donde corre «la genera” y se divisa el Henares‑ el verde feroz de arboledas y carrascales le da los mil tonos de la alegría y el pagano regocijo. Si a él se llega desde Torre del Burgo, pasando por Valdearenas, Muduex y Utande, en Valfermoso adquiere el júbilo de los hallazgos. Si bajando desde la Alcarria, la aparición de Ledanca es un concierto sin época y sin iguales. Por Argecilla, incluso, el orden universal se trastoca, el pueblo se cuelga de la montaña y es horadado de arroyos y sorpresas.

En ese paraíso del Badiel, cenefa de la Alcarria, existe desde hace 800 años una institución inalterable: se trate del monasterio benedictino de San Juan Bautista, cuya historia encierra capítulos de auténtico interés, pero de la que hoy sólo quiero anotar algo de sus comienzos.

Un rico matrimonio de burgueses atencinos, don Juan Pascasio y doña Flambla, adquirieron gran parte del valle del río Badiel, a mediados del siglo XII  por compra al Concejo de Atienza. Allí situaron una colonia de agricultores, organizada enseguida como villa con el nombre de Valfermoso, cuyo sonoro y medieval apelativo aún conserva, y la concedieron en 1189 un curioso Fuero ó «Carta‑Puebla» por el que hablan de regirse (1).

La fundación del monasterio es algo anterior. En 1186, concretamente, don Juan Pascasio y doña Flambla edifican la casa, solicitan confirmación y limosna del rey Alfonso, y traen de Francia a sus dos primeras pobladoras, las monjas doña Nobila de Peregorg, que viene como abadesa, y doña Guiralda, su compañera (2). El nombre primitivo del cenobio no puedo asegurar cual fuera, pues aunque en el documento de fundación se dice «Ego lohannis Pascasy e mi muher donna flambla edificamos este monasterio de valfermoso que es clamado vocación de Sant lohan». Sin embargo algunos años más tarde, justamente cuando se da la noticia de su inauguración en 1200, se dice «en Sancta María de val fermoso»… refiriéndose al monasterio, y se añade que se cantó la primera misa el día de San Juan Evangelista. ¿Tal vez por esa circunstancia se tomó luego ese apelativo? La tradición, no obstante, es quien consagra nombres y leyendas.

Aquí, en Valfermoso, no hace falta inventar nada porque gran cantidad de datos se han conservado hasta hoy. Así, por ejemplo, sabemos que en 1198, dos años antes de la inauguración de la casa, y cuando ya seguramente estaba todo concluido, el rey de Castilla Alfonso VIII dio carta de confirmación, estando en Atienza a 12 de diciembre de dicho año, por la que protegía el naciente monasterio ante cualquiera que osase atentar contra él.

Tan pronto fue constituida esta comunidad femenina benedictina, los fundadores se apresuraron a dotarla de suficientes rentas para que subsistiera con holgura. Aparte del donativo simbólico de dos panes y dos velas que el Concejo de Valfermoso, en su nombre, debía dar al convento el día de San Hilario, en memoria de haber sido en esa feche, año 1199, cuando falleció doña Flambla, las monjas fueron introducidas en la posesión de abundantes terrenos y especialísimas prerrogativas, una de ellas, la de ser señores del pueblo de Valfermoso, en calidad de herederas de sus fundadores. A ello iba anejo la obligación que cada vecino del pueblo tenía de entregar cada año a las monjas una fanega de trigo para el pan; 3 peones para segar y cavar las viñas; una yunta el que la tuviese para arar, sembrar, vendimiar o lo que necesitara el convento; una carga de leña; una gallina y un par de tortas; un cuarto de carnero, cuatro libras de pan y una azumbre de vino, esto cuando alguno se case. Además, de 3 en 3 años, componer entre todos las bardas del Convento (3).

Por parte del obispo seguntino don Rodrigo, ya en 1197 recibió la comunidad, y en su nombre la abadesa doña Nobila 30 aranzadas de viña y 30 yugadas de tierra, a cambio solamente de un tributo anual de 2 ma­ravedises pagaderos por la fiesta de San Martín sobre el altar de Santa María de la catedral de Sigüenza. Incluso, dentro de estos primeros cien años, cabe señalar la Bula que el papa Gregorio IX les concedió en 1236, por la que donaba al monasterio de «dueñas» de Valfermoso los diezmos de dicho pueblo, de Utande, Ledanca, MiraIrío, Bujalaro, y Matillas. Así, tan pronto, comenzaba a enraizar el gran poderío económico que esta comunidad benedictina llegó a ostentar a lo largo de todas las Alcarrias.

Entre bosques y aguas rumorosas se encuentra hoy, todavía en pie, lleno de alegría en la comunidad que lo habita, este Monasterio de San Juan, del que hoy hemos visto, aunque brevemente, su primer siglo de existencia.

(1)   El original se conserva todavía en el archivo del Monasterio. Publicó su texto don Juan Catalina García, y lo comentó don J. Antonio Ubierna, en su tesis doctoral «Estudio jurídico de los Fueros Municipales de la provincia de Guadalajara” Madrid, 1898, así como en su obra «Fueros municipales castellanos», 1954, pág. 66.

(2)   Se conserva en el Archivo monasterial, en gran pergamino y caracteres góticos, el traslado de estos documentos: fundación, inauguración y confirmación real.

(3)   En el siglo XVI, los vecinos de Valfermoso entablaron pleito a las monjas acerca de estas obligaciones que, puntualmente, venían cumpliendo desde siglos atrás. En 1561 se vio el asunto en la Real Cancillería de Valladolid, obteniéndose el fallo cuatro años más tarde, en el que se suavizaban las cargas de los aldeanos y se 1 adoptaba el sistema de «cuota global» para cumplir con dichas obligaciones.

La ermita de Santa Catalina

 

Perdida en el último confín dé la provincia de Guadalajara, cercana a la raya de Molina de Aragón, y en medio de un espeso o increíble sabinero «una de las joyas menos conocidas ­y más interesantes del arte románico provincial. Es la, desde hace más de 800 años, llamada ermita de Santa Catalina, en aquélla época iglesia parroquial de un pequeño, poblado que se perdió entre ese socorrido «polvo de los siglos», y hoy solitaria y olorosa en medio del bosque. Situada en medio de un triángulo formado por los pueblos de Milmarcos, Labros e Hinojosa, pertenece en realidad al municipio de este último.

Como joya digna de admiración en el arte románico rural de nuestra provincia, fue estudiada ya por el Dr. Layna Serrano, quien publica una reseña de ella en la segunda edición, realizada en 1971 bajo el patrocinio de la Excma. Diputación Provincial y el Ministerio de Información y Turismo, de «La Arquitectura románica en Guadalajara». Aparece aquí, pues, una sencilla repetición, de lo dicho por él, más alguna ampliación que juzgo necesario hacer, especialmente por lo que se refiere al interior, del que nada dijo don Francisco, a pesar de ser de verdadero interés. Tal vez no llegó a entrar.

El exterior presenta un detalle de gran carácter medieval: el atrio porticado orientado al sur, calado su muro por seis arquillos de medio punto que sostienen otros tantos pares de cilíndricas columnas, rematadas en sendos capiteles de decoración vegetal. Sencillos modillones bipartidos sostienen el alero y a la altura de la cara este del atrio, aparecen hoy tapiados otros tres arcos: uno de los inferiores que servía como entrada por ese lado (en la cara occidental del atrio permanece el auténtico ingreso) y las otras dos hacían el oficio de ventanas. El ábside es semicircular, sin columna adosada o imposta horizontal, que realcen su airosa presencia. Conserva sin embargo, una valiosísima colección de canecillos, cuya altura impide su admiración pormenorizada. La portada principal (y única) del templo se halla situada en el muro meridional del mismo, y consta de cuatro archivoltas lisas, con ornamentación vegetal la más externa. Apoyan dichos arcos en sendos capiteles de hojas de acanto en bastante mal estado de conservación. Junto a esta puerta, tallada en la piedra del muro, existe una simbólica rueda formada por cuchillas con la que, según la tradición, fue martirizada Santa Catalina. Es obra bastante más moderna y carente de otro mérito que no sea el de la ornamentación popular.

Al interior del templo se puede hoy pasar sin otro requisito que el de empujar el recio portón de madera. En el mes de agosto pasado fue violentada su cerradura y robado el único objeto de mérito que custodiaba: una pintura en tabla de Santa Catalina, que según el dr. Layna, que la vio, pertenecía al siglo XVI aunque su misma sencillez le daba un aire románico, La iglesia es de nave única y bóveda encañonada, a pesar de que más modernamente fue recubierta por sencillo artesonado de madera.

En la cabecera aparece el presbiterio semicircular que se corresponde con el ábside, y separando éste de la nave aparece el arco triunfal que apoya en capiteles, uno a cada lado.

Ambos tan inmaculadamente conservados, que se dirían labrados ayer mismo. En una piedra de suave tono dorado, el de la derecha represento unas hojas voluminosas y en extremo sintetizadas. El de la izquierda, por el contrario, es un alarde de simbología mitológica medieval. He creído de interés publicar su fotografía, que a los buenos catadores de la Iconografía románica ha de gustar mucho. Se corona por sencilla imposta en cuyas tres caras aparecen roleos vegetales de calibrado equilibrio. Bajo ellos, y constituyendo el cuerpo del capitel, están cuatro ejemplares que son fieles representantes de la Mitología cristiana medieval: frente a frente, y separados por una palmera esquemática, dos grifos de fiero aspecto constituyen la cara frontal del capitel. Escoltándolos aparece un par de sirenas de perfecto rostro femenino. El grifo, como ya es sabido, consta de cabeza y cuerpo de águila, y patas o simplemente cola de león. Hay diversas variedades en su representación. En el caso de la ermita de Santa Catalina su cuerpo es, efectivamente, de alado volátil; su cabeza es parecida a la de un gesticulante perro, y su enorme y enrollada cola presenta una serie de poros cuyos antecedentes me son desconocidos. Las sirenas, de serena actitud, poseen un sencillo cuerpo de ave sustentando su rostro de mujer. En la simbología medieval, que utiliza muy frecuentemente al grifo, a partir de las miniaturas mozárabes hispánicas, de donde se extiende luego a Europa, trae, por su mezcla de águila y león, animales solares y superiores, un significado benéfico, protector, vigilante de los caminos que conducen a la salvación espiritual. Por el contrario, en el mismo contexto de interpretaciones simbólicas, la sirena representa la maldad, el engaño, la voz dulce y armoniosa que atrae y distrae al caminante. Las dos fuerzas que desde su nacimiento, tratan de ganar la atención humana, cual son el bien y el mal, en el sentido radical que la religión cristiana, enraizada en otras creencias asiáticas anteriores ha poseído. Ahí están, fielmente reproducidas por un Ignorado cantero del sigilo XII, en el interior de la ermita románica de Santa Catalina, en el molinés lugar de Hinojosa.

Aparte de este interés artístico edificio, está el emotivo encuentro, la sosegada sorpresa de hallarse en un lado de la carretera, rodeado y embalsamado por el oscuro latir de las sabinas. Sólo necesita una cosa este entrañable monumento molinés: y es su restauración completa, por muy poco dinero, de esas arcadas, del atrio que actualmente se hallan tapadas, así como el tabique que en su interior se levantó para servir de albergue a los pastores del contorno. Restituido su aspecto al primitivo del siglo XII, podrá estar nuestra provincia auténticamente orgullosa de contar en su acervo artístico con tan destacada obra del románico rural.

Canción para las fiestas de Pastrana

 

Pastrana aparece siempre como una elevada piñota cuajada de abejas enyesadas. Resumen de las mujeres voraces, de las celestes amazonas, presume como ellas de tener su pecho desnudo y acerado. Corriéndole por campero y geométrico de las imposibles coronas reales. En el Albaicín sosegado cantan a coro los  aleros, cantan con su afilado manubrio de indolores, para rasgar al viento y desheredarle. Por la Palma se liquida en última puja todo el pedrerío gris y anciano de la judería, sí, de sus últimas voces en cada portalón se rompe la cerradura. Y en el caliente fogón de la Plaza, rotas las cortinas de hacia él Tajo, la piedramiel del Palacio se inclina, orgullosa, sobre el cielo.

Pero es en otros lugares todavía donde a Pastrana le brota su linfa sabia y palpitante. Sin precisar en el subsuelo de gris coraje ó en el ámbito azul y transparente de su gorro aéreo; acaso en el agua que brota de la fuente de los Cuatro Caños; quizás en esa rubia mies que se derrama por las eras pero están, haciendo guardia perennemente, sobre Pastrana sus cuarenta legiones arcangélicas.

Que son las del maestre Pedro Muñiz, cuando en 1369 concedía al lugarejo, hasta entonces dependiente de Zorita, el título honroso de villazgo propio. La orden de Calatrava, no obstante, iba a continuar aún muchos años poniendo su roja cruz en todos los tejados, redoblando su duro nombre por cada portal y cada encrucijada. Si, Pastrana tiene ese raro aliento de medieval cosecha, esos ojos grandes y oscuros, ese pelo suelto de pardas tejas, se lo debe íntegramente a la militar campaña de los calatravos, de aquellos hombres que en Zorita, en lo más alto de su rocastillo, montaron durante siglos la guardia contra los medio lunáticos de Mahoma. Pero de esta guerrera y patronal tutela saldría, en 15391 para entrar en la más suave y productiva de los La Cerda, Silva y Mendoza, luego duques de Pastrana, en cuyos nombres, ‑ay! doña Ana, la tuerta sólo de ojos para fuera; ay! don Ruigómez; ay! don fray Pedro González‑ se resumen los blasones, los dinteles, los altos hierros y los artesones. Cualquier sabor a brocado, a donosura, a pálido verso sonoro que todavía ruede por Pastrana, es herencia segura, dorado espaldarazo de sus duques.

Pero esas nubes de invisible aletar arcangélico se posan también en otros sitios. En esa Colegiata en que se apunta, se acusa y se proclama que Dios y toda su gran Corte están siempre, hechos vapor puro, ascendiendo. En su interior, pues, la coloreada guerra que rubricó el Medievo portugués: las conquistas de Tánger, de Arcila, de Alcazarquivir por las elegantes y poco aguerridas tropas de Alfonso el Africano. Allí están las multiplicadas razones que nombran a Nuño Gonçalves como el mejor pintor peninsular del siglo XV. Y ahí, en fin, la voz espléndida, hecha hilo y madurada en tapiz, de lo que Pastrana ha sido para conseguir tales joyas.

Y aún hay otro rumor, pardo también, celeste y pío, que va rompiendo su sandalia y desgastando el rosario por los empinados vericuetos de la villa. Son las fundaciones, las casas de religión, los conventos con sus campaniles, sus rejas y sus claustros. Desde mitad del siglo XV los franciscanos pasearon su bordón y su estameña por Pastrana: fray Juan de Peñalver fundaba convento, bajo la advocación de Santa María de Gracia, a una legua de la villa. Trasladado luego al centro de ella, por mediación de Pedro Girón, maestre calatravo, fue la chispa que encendió las voluntades de los duques, Ruigómez y Ana, que pensaron en tener, cerca de sí, la última novedad en religiones: el reformado Carmelo de Santa Teresa. En el «libro de las fundaciones» de la santa figuran estas de Pastrana como especial aliento del Dios amable y cariñoso que la empujaba. De 1569 son los Conventos del Carmen y de San Pedro, para mujeres y hombres respectivamente, que Teresa de Cepeda, monja caminante, dejara instalados al Arlés; el uno en tímida calleja y el otro en altivo roquedal partiendo el aire. De las locuras y genialidades de doña Ana de Mendoza, vino al primero su pronta muerte: la priora doña Isabel de Santo Domingo, al ver cómo la princesa charlaba alegremente, dentro de la clausura, con amigos de otros tiempos, decidió cargar la casa a cuestas (su fundadora Teresa ya lo había hecho otras veces) y se marchó a Segovia. Aún puso la Éboli, entre aquellas mismas paredes, nueva comunidad, esta vez de concepcionistas, quienes llegaron en 1574 y aún siguen hoy, con su labor blanca y su románica Virgen de la Soterraña.

Ahora, en esta mitad del verano, cuando a Pastrana le surgen las justificaciones para escuchar música y recordar sus viejos tiempos, esas cortinas de la historia se muestran colgando por sus calles, por sus huertas y sus cielos que son más altos y luminosos que nunca.

Labros: un románico inédito

 

Es el arte románico el primer hacer comunitario de Europa, la primera expresión universal artística que sobrepasa fronteras, estados y cadenas de montañas para afirmar la identidad anímica humana sobre las banderas y las geografías. Desde la Baja Alemania hasta la meseta alcarreña, toda Europa tuvo, entre los siglos VIII al XII, ese aliento unísono y pétreamente gris del hacer románico. Nombre que dicen le viene de sus arcos semicirculares, de medio punto, herederos de la geométrica concepción romana. Creo que se queda muy corta esa definición, pues, aunque ese sea uno de los puntos de arranque, todo el posterior valor artístico del románico, que se encuentra fundamentalmente en sus reductos ornamentales e iconográficos, procede del Norte, del área eslava y «bárbara» que se afirmó como pueblo creador de una civilización nueva, por contrapunto de la romana. Es, sin embargo, en Italia, donde el arte románico guarda mayor entronque con los modos del Imperio. Pero sería muy largo de tratar este tema del diverso hacer románico por toda Europa. En España, concretamente, casi toda la influencia proviene de Europa, siendo preciso considerar el rico aporte de elementos, especialmente ornamentales que aporta la vecina cul­tura árabe, a través de mozárabes y mudéjares que suelen ser, respectivamente, guardadores de la fe y la cultura en la España reconquistada.

Sirva este breve preámbulo para dar paso a una nueva e inédita página de nuestro románico provincial. De ese arte que tan magistralmente estudió el Dr. Layna Serrano y cuya segunda edición de “La Arquitectura románica en Guadalajara” vio la luz no hace mucho gracias al patrocinio de nuestra Excma. Diputación Provincial y el ministerio de Información y Turismo. Quedaron en dicho estudio varias lagunas a las que no pudo arribar el doctor Layna por imposibilidad material de acudir a ellas. Inexplicablemente, en la segunda edición de la obra no se ampliaron sus objetivos sino en una mínima parte. La iglesia de Labros, en el señorío de Molina, es, hoy todavía, un magnífico ejemplar de este arte medieval que tantos entusiasmos, y con razón, despierta.

Todo lo que queda en Labros del siglo XII es la puerta abocinada de su iglesia, pero en tan buen estado de conservación en todos sus detalles, que es un verdadero placer descubrirla y contemplarla. Se alberga su estructura en un cuerpo saliente que, tras las sucesivas reformas sufridas a través de los siglos, actualmente no se aprecia. Tres arquivoltas semicirculares (la central moldurada y las extremas de arista viva) apoyan sobre dos pares de columnas las más superiores, y sobre una jamba lisa la más interna. Rodeando la archivolta externa, corre un semicircular resalte de delicada y perfectamente conservada ornamentación, con una parte central ajedrezada, y dos laterales a base de roleos románicos.

Entre las archivoltas y los capiteles, corre una imposta cuya parte frontal es lisa, pero que va cargada de una simétrica y trabajosa hilera de entrelazos de triple hilo y roleos a todo lo largo de su cara inferior, de tal manera que es lo único que resalta al contemplar la portada a un par de metros. Sólo falta una mínima parte de esta imposta en su parte derecha.

El interés fundamental de esta joya del arte románico molinés radica en sus cuatro capiteles. Estos apoyan sobre sendas columnas sencillas, exentas, pero muy juntas a los ángulos de las jambas, y descargando en sus respectivos basamentos de curvilínea traza. Como en la mayoría de estos capiteles del arte románico rural ocurre, es difícil la interpretación de sus figuras y cargamento iconográfico: más aún que la acción devastadora del tiempo y los elementos atmosféricos, es culpable la rudimentaria manera de hacer de los detallistas medievales, que, si bien reciben sus, modelos de la corriente nórdica (ruta jacobea, etc.), luego no son capaces de conseguir una identidad total entre lo que pretenden y lo que obtienen. Es éste, por el contrario, el mayor encanto del arte románico rural: su doméstico decir, su ingenuo interpretar, su corazón latiente en piedras e impostas, aunque luego la palabra resulte arcana.

De izquierda a derecha, vemos en el primer capitel una figura humana cabalgando un irreconocible animal. La figura, masculina por sus facciones rudas, viste ropa talar, signo de jerarquía en la Baja Edad Media: un clérigo, un profeta, un magnate. Frente a él, un pajarraco con cabeza humana, incluso sonriente. El mundo mítico de la Edad Media española, sin estudiar apenas, está reflejado a lo largo y ancho de nuestro románico. No son caprichos del artista estas figuras o disposiciones: tienen, ya en el momento de, esculpirlas, un sedimentado poso de aceptación. Fiel heredero del «Apocalipsis» de San Juan, de las elucubraciones milenaristas, de las interpretaciones de los «beatos» y las leyendas árabes, la mitología medieval española, aun dentro de un contexto férreamente cristiano, es real y abundante. Estos capiteles de Labros son una buena muestra de ella.

El segundo capitel, a base de complicado entrelazo de triple hilo, goza en nuestra provincia de amplios antecedentes, todos ellos más sencillos y rudos: en la capilla románica del castillo de Zorita (muy probablemente traído de las ruinas de Recópolis), en una ventana del ábside de Campisábalos, y en la portada rojiza de la parroquia de Hijes, aparecen sendos capiteles con idéntico motivo. Este de Labros es, sin duda alguna  el más perfecto y mejor conservado.

El tercer capitel representa, de nuevo, un par de aves de presa (águilas, lechuzas…)  con cabeza humana, si bien mejor trazadas que la del primer capitel. Es, finalmente, el cuarto y último de estos ejemplares iconográficos, el de más difícil interpretación. Dos animales aparecen en extrañas posturas contorsionados. Acerca de su más directa influencia, podría aducirse el dato de los capiteles ilustrados de la vecina ermita de Santa Catalina, de la que trataré la próxima semana, y que posee un ejemplar de subido valor escultórico y simbólico.

Un último tema quisiera tratar tocante a este ejemplar románico.

Es el de su conservación. De la iglesia de Labros no queda ya más que esta puerta, la torre del siglo XVI y las cuatro paredes. El techo se hundió hace pocos años, los altares fueron vendidos a un anticuario, y el atrio de entrada al templo fué desmontado para trasladarlo a la ermita en donde se realizan actualmente los servicios religiosos. Por tal razón, de haber estado techada esta puerta desde hace siglos, es tan buena su conservación actual. Pero de ahora en adelante, su lucha cuerpo a cuerpo con las inclemencias atmosféricas la va a deteriorar rápidamente. Por éstas y otras dos razones que a continuación expongo, creo lo más razonable sea desmontada dicha portada románica y colocada en otro lugar de la provincia, a ser posible dentro, del, señorío de Molina, donde pueda ser admirada, custodiada y  protegida de todo mal. Lo ideal seria que volviera a servir de entrada a un templo cristiano de nueva planta. Esperamos que la Comisión Diocesana de Liturgia y Arte Sacro, opte por una medida cabal y lógica ante este problema. El hecho de que su situación sea en un lugar ya exento de culto, con todas las categorías de la ruina, y el peligro evidente de que cualquier noche se proceda a su expolio por las bien organizadas cuadrillas de ladrones de objetos de arte que pululan por el pala, es lo que nos mueve a solicitar tal medida de salvación. Por el momento, el dato está, ya, en la conciencia provincial.