Canción para las fiestas de Pastrana
Pastrana aparece siempre como una elevada piñota cuajada de abejas enyesadas. Resumen de las mujeres voraces, de las celestes amazonas, presume como ellas de tener su pecho desnudo y acerado. Corriéndole por campero y geométrico de las imposibles coronas reales. En el Albaicín sosegado cantan a coro los aleros, cantan con su afilado manubrio de indolores, para rasgar al viento y desheredarle. Por la Palma se liquida en última puja todo el pedrerío gris y anciano de la judería, sí, de sus últimas voces en cada portalón se rompe la cerradura. Y en el caliente fogón de la Plaza, rotas las cortinas de hacia él Tajo, la piedramiel del Palacio se inclina, orgullosa, sobre el cielo.
Pero es en otros lugares todavía donde a Pastrana le brota su linfa sabia y palpitante. Sin precisar en el subsuelo de gris coraje ó en el ámbito azul y transparente de su gorro aéreo; acaso en el agua que brota de la fuente de los Cuatro Caños; quizás en esa rubia mies que se derrama por las eras pero están, haciendo guardia perennemente, sobre Pastrana sus cuarenta legiones arcangélicas.
Que son las del maestre Pedro Muñiz, cuando en 1369 concedía al lugarejo, hasta entonces dependiente de Zorita, el título honroso de villazgo propio. La orden de Calatrava, no obstante, iba a continuar aún muchos años poniendo su roja cruz en todos los tejados, redoblando su duro nombre por cada portal y cada encrucijada. Si, Pastrana tiene ese raro aliento de medieval cosecha, esos ojos grandes y oscuros, ese pelo suelto de pardas tejas, se lo debe íntegramente a la militar campaña de los calatravos, de aquellos hombres que en Zorita, en lo más alto de su rocastillo, montaron durante siglos la guardia contra los medio lunáticos de Mahoma. Pero de esta guerrera y patronal tutela saldría, en 15391 para entrar en la más suave y productiva de los La Cerda, Silva y Mendoza, luego duques de Pastrana, en cuyos nombres, ‑ay! doña Ana, la tuerta sólo de ojos para fuera; ay! don Ruigómez; ay! don fray Pedro González‑ se resumen los blasones, los dinteles, los altos hierros y los artesones. Cualquier sabor a brocado, a donosura, a pálido verso sonoro que todavía ruede por Pastrana, es herencia segura, dorado espaldarazo de sus duques.
Pero esas nubes de invisible aletar arcangélico se posan también en otros sitios. En esa Colegiata en que se apunta, se acusa y se proclama que Dios y toda su gran Corte están siempre, hechos vapor puro, ascendiendo. En su interior, pues, la coloreada guerra que rubricó el Medievo portugués: las conquistas de Tánger, de Arcila, de Alcazarquivir por las elegantes y poco aguerridas tropas de Alfonso el Africano. Allí están las multiplicadas razones que nombran a Nuño Gonçalves como el mejor pintor peninsular del siglo XV. Y ahí, en fin, la voz espléndida, hecha hilo y madurada en tapiz, de lo que Pastrana ha sido para conseguir tales joyas.
Y aún hay otro rumor, pardo también, celeste y pío, que va rompiendo su sandalia y desgastando el rosario por los empinados vericuetos de la villa. Son las fundaciones, las casas de religión, los conventos con sus campaniles, sus rejas y sus claustros. Desde mitad del siglo XV los franciscanos pasearon su bordón y su estameña por Pastrana: fray Juan de Peñalver fundaba convento, bajo la advocación de Santa María de Gracia, a una legua de la villa. Trasladado luego al centro de ella, por mediación de Pedro Girón, maestre calatravo, fue la chispa que encendió las voluntades de los duques, Ruigómez y Ana, que pensaron en tener, cerca de sí, la última novedad en religiones: el reformado Carmelo de Santa Teresa. En el «libro de las fundaciones» de la santa figuran estas de Pastrana como especial aliento del Dios amable y cariñoso que la empujaba. De 1569 son los Conventos del Carmen y de San Pedro, para mujeres y hombres respectivamente, que Teresa de Cepeda, monja caminante, dejara instalados al Arlés; el uno en tímida calleja y el otro en altivo roquedal partiendo el aire. De las locuras y genialidades de doña Ana de Mendoza, vino al primero su pronta muerte: la priora doña Isabel de Santo Domingo, al ver cómo la princesa charlaba alegremente, dentro de la clausura, con amigos de otros tiempos, decidió cargar la casa a cuestas (su fundadora Teresa ya lo había hecho otras veces) y se marchó a Segovia. Aún puso la Éboli, entre aquellas mismas paredes, nueva comunidad, esta vez de concepcionistas, quienes llegaron en 1574 y aún siguen hoy, con su labor blanca y su románica Virgen de la Soterraña.
Ahora, en esta mitad del verano, cuando a Pastrana le surgen las justificaciones para escuchar música y recordar sus viejos tiempos, esas cortinas de la historia se muestran colgando por sus calles, por sus huertas y sus cielos que son más altos y luminosos que nunca.