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diciembre, 1972:

El románico de la Sierra de Pela

 

Poco a poco, sin que nadie se haya .dado cuenta, las mentes de los españoles han ido estructurándose en orden a una división territorial y provincial, que ha supuesto la creación de unas líneas, invisibles pero tangibles, a lo largo y ancho de nuestro mapa peninsular, rompiendo, muchas veces, la unidad geográfica que suponen ciertas regiones. Esto que suena a parrafada desorbitada y agria, se comprenderá mejor si nos referimos, como ejemplo concreto de los muchísimos que se pueden poner, a la altiplanicie castellana vertebrada por les sierras de Ayllón, de Pela y de las Cabras, hoy dividida entre las provincias de Guadalajara y Soria. Es, en realidad, el punto máximo de separación entre una y otra Castilla, al norte el Duero y al sur la cuenca del Tajo. Pero no se puede dividir, tajantemente, con una línea fría y esquemática, esta zona que guarda, en todos los aspectos de su vivir, une gran homogeneidad.

La gris monotonía de sus horizontes, los más altos, quizás, de toda España: el rojizo estremecimiento de sus serrijones; la verde y vieja mansedumbre de sus encinares… el viento y el sol, hermanos gemelos, únicos para toda esa zona, se quedaron sorprendidos un día al ver que, unos señores con el mapa delante, trazaban una línea por encima de las sierras y a lo largo de los arroyos. Al norte, Soria. Al sur, Guadalajara. Pero siempre un sólo corazón latiendo en cada piedra y en cada mata de tomillo.

Todo esto viene a cuento de la artificiosa división que se le ‑ha dado hasta ahora al arte románico de esta zona. Esta concepción de levantar Iglesias y de adornarlas, producto de la mentalidad medieval tan íntimamente conservada en la región, reaparece uniformemente encuadrada tras el análisis minucioso de los monumentos a estudiar. La obra de Gaya Nuño sobre el arte románico en Soria, y la de Layna Serrano sobre el de nuestra provincia, han de quedar, necesariamente, sin pastas y sin títulos, porque los edificios, los capiteles, los modos de concebir el arte del siglo XIII quedan ligados íntimamente en esta altiplanicie castellana. Ya no se puede hablar, como hacía el doctor Layna, de la influencia del románico soriano en el de Guadalajara. Es, imprescindible referirse al arte románico de la sierra de Pela, que yo centraría, como monumento clave, en la er­mita de Tiermes.

El devenir es común ya en los albores de nuestra historia. Las ciudades celtíberas de Termancia y Tythia (Atienza), amigas y aliadas de Numancia, soportaron los embates de romanos. Reconquista común por parte de castellanos y leoneses; favores de Alfonso de Aragón, que construye iglesias; desmanes de navarros… Villacadima, Galve, Campisáb­alos, Albendiego, Atienza, Paredes, Caltójar y Termancia… clavas son de este arte románico de única raíz y fuerza hispánica.

Una vez establecido este nuevo concepto de la unidad del románico de Pela, quisiera recordar un tema iconográfico que aparece en dos de sus monumentos, y que define, sin necesidad de palabras, el espíritu de una época como fue el comienzo de la Baja Edad Media española.

En uno de los capiteles de la ermita de Tiermes, dos caballeros armados alzan el poema rugiente de la pelea. En la pared meridional de la capilla de San Galindo, en Campisábalos, y como corola guerrera del mensario feliz y rústico, otra pareja de medievales figuras a caballo se aprestan a la lucha. Son éstas, quizás, las postreras representaciones románicas de un tema que se viene repitiendo desde el siglo XI, y que es directo heredero de la canción de gesta francesa, más concretamente la de Roldán, que es introducida en nuestro país a través del Camino de Santiago. Es en uno de sus más importantes enclaves, en Estella concretamente, donde vemos un magnífico capitel con la luche de Roldán y el gigante Ferragut, ambos a caballo y Pertrechados de escudos, de lanzas Y jaeces de soberbio realismo. Posteriormente, en el monasterio palentino de Santa Cruz de Ribas, premostratense, surge de nuevo el tema. Igual que va en ocurrir en Tiermes, ambos caballeros protegen sus cabezas con cascos puntiagudos, únicamente horadados a nivel de los ojos. Aquí uno lleva lanza y el otro espada, y sus vestimentas son muy parecidas. Similares asuntos de caballerescas peleas surgen en capiteles de Caracena, de Torreandaluz, Rebolledo de la Torre, Irache y catedral vieja de Salamanca. La influencia francesa he ido decantándose en su avance por España, y así, lo que en un principio era trasluz del espíritu de justa y torneo casi literario, acaba por representar, en Tiermes y Campisábalos, el fragor que surge de la lucha religiosa y racial entre cristianos y árabes, tan cercana geográfica y cronológicamente de ambos lugares.

Muchos Otros temas resurgen hermanados al considerar como un, bloque único, de naturaleza y características muy particulares, el arte románico en torno a la sierra de Pela. Desde la estructura de templos y orientación de atrios, a la decoración de canecillos y capiteles. ¿Serán los sorianos quienes rehagan este olvidado concepto? ¿Seremos los alcarreños? De cualquier manera, es ésta una tarea que nos está llamando.

El retablo de Fuentelencina

 

A Fuentelencina le queda todavía, por encima de sus empedradas callejas, y medio hundidos tejados, un pulcro y oloroso refinamiento señorial. Hay en sus largos y zigzagueantes soportales un suave olor a madera húmeda, a estiércol caliente, a guisado montaraz. La plaza mayor opulenta y noble, es el lugar donde el sol fabrica la leyenda del Siglo de Oro español. Las rejas de domeñado hierro luciendo en cualquier insospechada pared; el fragor de la antigua industria (cordobanes y jabones) se mezcla al arrastrar la espada de los desocupados hijosdalgos. Escudos pétreos, gallinas por la calle, un sol dorado y muriente sobre el chapitel gris de la parroquia.

A ésta hemos llegado, después de peregrinar por el pueblo en busca de la llave. Es su advocación la Asunción de Nuestra Señora. Templo enorme, de maciza silueta renacentista. Se comenzó un atrio en la pared meridional que no llegó a acabarse. La torre, alta y picuda, remata en un chapitel desmantelado. El interior, de tres naves revocadas de yeso blanco, es frío y palacial. Al fondo, a la media luz que la tarde invernal tamiza en las ventanas, vemos asombrados la maravilla. Durante unos momentos se nos corta la Voz y queda el respirar suspenso. Ha aparecido lo que, en nuestro viajar continuo por la provincia, de Guadalajara, parecía ya quimérica pretensión: un retablo, grandioso y monumental, de puro estilo plateresco.

Al acercarse han notado los viajeros que su estado es de conservación es, salvo pequeños detalles, bastante bueno, pero en cambio adolece de una falta de limpieza e iluminación adecuadas. Detalles éstos que, por ser éste uno de los poquísimos ejemplares que de este tipo de retablos nos quedan, no debían ya restarle todo el auténtico, realce que merece.

La relación que en 1575 hizo de su Villa el Licenciado Pedro López, habla de él como «un retablo muy principal de los curiosos que hay en Castilla». Trataremos de describirlo, muy a grandes rasgos, para que el lector pueda formarse una idea de lo que esta iglesia de Fuentelaencina atesora en el fondo de la capilla mayor.

Tres calles verticales son separadas y escoltadas por cuatro cintas donde exentas figuras de apóstoles tienen su asiento. En la calle central, más ancha que las laterales, hay cuatro grupos escultóricos en altorrelieve. Falta el inferior, correspondiente al Sagrario, en el que hoy aparece una mediana pintura de la Coronación de la Virgen, rota y deslucida. El tablero superior, y centro dé todo el retablo, representa la Asunción de la Virgen María, talla de cuerpo entero, en actitud orante y la cabeza elevando al cielo su mirada, en un gesto dulce y natural. El plegado de los paños, aunque algo excesivo y rebuscado, tiene el sello de la maestría. Cuatro grupos de angelillos músicos, con cierto resabio goticista, rodean a la Virgen. Los dos inferiores tocan laúdes, y los de arriba hacen sonar largas trompetas. Dos ángeles estarían poniendo una corona (que falta) sobre la cabeza de María. Por todo el panel hay distribuidas cabezas de angelotes. Más arriba aparece otro tablero, con sus tres figuras de menor tamaño, cobijadas por venera renacentista, representando a la Virgen con su madre Santa Ana y el pequeño Jesús jugando a sus pies. Como remate de esta calle escultórica, un Calvario de toscas y apelotonadas figuras, pero en actitudes de claro sello renaciente, ponen con su desconchado y desvaído estar, fin a esta serie de altorrelieves. El busto del Padre Eterno, encima aún, roza casi con la techumbre nervada.

A la izquierda del espectador, sube una calle que, en su zona correspondiente a la predela, posee un magnífico tablero en relieve policromado, representando la Adoración de los Pastores, con profusión de figuras, y buen estudio de rostros, actitudes y ropajes. Encima aparecen tres cuadros representando la visita de la Virgen a su prima Santa Isabel, el beso de Judas y otra escena no identificada. Colores tiene que fueron vivos en su día, hoy perdido el contraste y la luminosidad. La primera de las escenas citadas es de buena mano. Las otras, casi imposible valorarlas por su escasa visibilidad.

En la calle de la derecha, y de abajo arriba también, aparece, en la predela, el hueco de la pareja escena en altorrelieve, que representaba la Adoración de los Reyes Magos. (Igual que el tablero del Sagrario, desapareció en Guerra). Por encima, otros tres lienzos de semejante estilo renacentista, representando la Circuncisión, la Anunciación del Ángel a María, y Cristo caído con la Cruz a cuestas, en cuyo ángulo inferior izquierdo aparece el Sudario con un Ecec-­Homo de gran mérito, aunque también difícil de estudiar y, valorar por su altura y oscuridad.

En las cuatro cintas que separan y escoltan las calles, aparecen catorce valiosas figuras de apóstoles, exentos, cobijados en sus correspondientes veneras, y orlados cada uno de un par de columnillas muy decoradas al estilo plateresco. Arriba, a ambos lados del Calvario, hay dos medallones con bustos de patriarcas.

En la predela, intercalados con los tableros de altorrelieves, aparecen cuatro redondos y policromados medallones que llevan esculpidas las figuras de los cuatro evangelistas, con su correspondiente símbolo cada uno. Además, y escoltando dichos tableros, aparecen algo escondidas otras ocho magníficas tallas representando santos y santas, papas, fundadores, etc.

En el zócalo, a la derecha, aparece el escudo imperial. A la izquierda, los del Papa y el Arzobispo toledano Silíceo.

No pasó de aquí nuestra visita. Del autor o autores, nada se sabe en concreto. No quiere esto decir que no se pueda llegar a una conclusión definitiva. Cree Camón Aznar que es obra debida, en lo escultórico, a Francisco Giralte, uno de los más directos y aventajados discípulos de Alonso Berruguete. Trabajó en la zona castellana desde 1547 hasta su muerte en 1576. Fechas entre las que caerá, muy probablemente, la construcción de este retablo. Su semejanza con el de la Capilla del Obispo, en la madrileña parroquia de San Andrés, es muy grande. Pero nada más se puede aventurar a este respecto.

Lo que saca en claro el visitante de esta magnífica obra de arte alcarreña, es la ineludible necesidad que existe de que, además del estudio completo y detallado del mismo, se proceda (organismos no han de faltar para ello) a la limpieza e iluminación convenientes. Pues no más cosas necesita restauración no procede, porque lo que hay, está en muy buenas condiciones. Ah si… y un poco más de facilidades para que el viajero bienintencionado y amante del arte, pueda, contemplarlo sin trabas.

Valdesaz en su aniversario

 

La efemérides ha adquirido en nuestros días el valor del recuerdo. Se ha pasado del canto laudatorio y el mágico trompeteo, a la recordanza entrañable de lo pasado. Son entonces los momentos matemáticamente precisos los que nos apuntan con su dedo para hablar y recordar las cosas antiguas.

En este año y estos días alcanzamos el tercer centenario de la proclamación como villa de uno de nuestros actuales ayuntamientos, el de Valdesaz. Y es momento de recordar lo que entonces ocurrió, para aquilatar la importancia de estas cosas ya tan olvidadas y menudas.

El «Vallem. Salzis» que da abrigo al Ungría fue, desde comienzos de su historia, posesión de los arzobispos de Toledo, y como aldea de Brihuega considerada. Cuando posteriormente en el siglo XVI, el Breve del Papa Gregorio XIII confiriendo a Felipe II absoluto poder para desmembrar villas y jurisdicciones eclesiásticas y adscribirlas a la corona real, Valdesaz, junto con Fuentes, del que era lugar, fué vendido al licenciado García Barrionuevo de Peralta, poderoso eje de la madrileña familia de los Cusano.

Estos señores, lógicamente, permanecieron al margen de los problemas diarios que se suscitaban en sus posesiones del perdido vallejo alcarreño. Los de Fuentes ejercían tal vez con exceso su autoridad sobre los indefensos vecinos de Valdesaz: abusos en cuanto a los repartimientos y cobranza eran frecuentes. Ni cortos ni perezosos, se dirigieron al Rey, los del valle, solicitando les concediera la merced de declararlos villa con jurisdicción propia, y ofreciendo 900 ducados al recibir la concesión solicitada. La viuda de Don García, Doña Clara de Monroy apoyó a los de Valdesaz en su decisión.

Y adelante fueron las cosas. De tal manera y con tal éxito, que el 31 de diciembre de 1672 llegaba a la hasta entonces aldea de Valdesaz la provisión real eximiéndola de la jurisdicción de Fuentes de la Alcarria, y proclamándola «villa por sí, con jurisdicción civil y criminal, alta y baja, de mero y mixto imperio».

 La alegría fué indescriptible. Por orden de Felipe II, fue designado don Pablo Durán y Cano, alcalde mayor de Villaviciosa para dar posesión a Valdesaz de sus preeminencias y jurisdicciones. El 12 de enero de 1673 se eligieron los cargos del nuevo y flamante Concejo. Los dos primeros alcaldes de la Villa fueron Juan de Canalejas y Pedro Sotillo. Al día siguiente, y con la alegría desbordada de las gentes, se procedió a alzar la picota, símbolo del villazgo, en el centro de la plaza, limitándose, en principio, a colocar un árbol pelado y adornado «con hierros y sortijas». En la cuesta del Cermeño se clavó la horca. La alegre procesión siguió después a visitar las tiendas de carne y de aceite, así como la taberna, donde a poco si se acaba el vino. Los pesos y medidas de los establecimientos se examinaron según marcaban las leyes, «encontrando estar todos buenos». Se deslindaron términos y señalaron mojoneras. Y a San Macario, cómo no, se le dieron gracias y ofreció la avena.

Ha sido ahora Valdesaz, pero la próxima vez lo será cualquier otro, y siempre caerán, como maduro fruto de los árboles, estos mínimos y cordiales aniversarios que forman la trama espesa, sencilla e innumerable de nuestra historia provincial.

Corregidores y alcaldes, vecinos y señores, nos han dado ton su callar, su firma y sus inquietudes, el exacto latir de un tiempo ido, de un, tiempo navegado y viejo, pero no muerto. Nunca muerto, porque nosotros, en evocándolo, mantenemos su cotidiana resurrección.

El Obispo Landa, en Yucatán

 

La gloria que durante mucho tiempo ha gozado Extremadura de ser la patria de los grandes conquistadores de América, será tal vez algún día puesta en tela de juicio por los que consideran que la acción hispánica en las Indias Occidentales no fue sólo la cabalgada triunfal y el acertamiento geográfico y material. De esos grandes hombres, muchas veces de perdido apellido y obra olvidada, se nutrirán los futuros manuales de la «Historia de España en América».

Cuando ese día llegue, nuestra tierra alcarreña, Guadalajara toda, saltará al primer plano de las atenciones por obra y gracia de muchos esforzados que de aquí salieron, y allí, en la lejana patria del aire y las incógnitas, edificaron un altísimo nombre que no se borra. Uno de esos grandes alcarreños que transformaron, otro poco más, América, fue fray Diego de Landa y Calderón, que a lo largo del siglo XVI atravesó el océano y dejó oír su fuerte voz en una y otra orilla.

A las noticias que de él nos dio el erudito alcarreño don Juan Catalina García (1) hay que añadir ahora las que Ramón Esquerra nos proporciona (2). Ambos beben en las fuentes clásicas de Salazar (3) y Dávila (4), que por su cercanía temporal al personaje apuntan más cantidad de datos, e incluso el señor Catalina tomó noticias suyas de una rarísima publicación de Sánchez de Aguilar (5). Entre todos ellos forman la nade común historia de este alcarreño genial cuya biografía Intentaré brevemente resumir para todos vosotros.

Nació Landa en Cifuentes, en 1524, y a los 17 años ingresó de franciscano en San Juan de los Reyes, de Toledo. Pasó luego por Ocaña y por el convento de San Antonio de la Cabrera, en la sierra madrileña. Pero, siguiendo una norma que tenía la orden seráfica en aquellos tiempos, pronto pasó a América, a misionar: concretamente en 1549, acompañando a fray Nicolás de Albalate. En el convento de Izamal, en el Yucatán, comenzó su carrera americana. De guardián de ese convento pasó en 1560 a provincial de la Orden franciscana en Yucatán Y luego a guardián del convento del Mérida. En estos cargos, se dedicó a corregir «vivir y mal vivir de los españoles de la región, y el modo de proceder que tenían contra los indios», al tiempo que, contra éstos, desataba una Implacable campaña antildolátrica. Auxiliado por el alcalde mayor Diego Quijada, se dedicó a la persecución y exterminio de las prácticas paganas, culminando su acción el 12 de julio de 1562 con el famoso auto de fe realizado en Maní, con el protocolo y formas habituales de la Inquisición: azotes, uso del sambenito, esclavitud y multas, quema de libros y de ídolos (reales o supuestos, pero, con toda seguridad documentos interesantísimos para la historia del pueblo maya) fueron los resultados finales del proceso.

El descontento creció; Francisco Toral, obispo de Mérida del Yucatán, le formó proceso por asumir funciones episcopales y de inquisidor que no le correspondían; los indios gobernadores de Yucatán se quejaron al rey de España en carta, pidiendo que vayan otros frailes, pues aunque quier­en bien a fray Diego de Landa y a sus compañeros «solamente de oirlos nombrar se nos revuelven las entrañas».

Landa es llamado a España con su colaborador civil Quijada. A nuestro paisano se le censuró con cierta severidad en el Consejo de Indias, especialmente por usurpar las funciones de Obispo e Inquisidor, no siéndolo. Pero una resolución de la Audiencia de Guatemala, dada en 1568, le descargaba de estas acusaciones, al tener en cuenta la no existencia, en esas fechas, de Obispo e Inquisidor en el Yucatán, por lo que fray Diego de landa, provincial de la orden franciscana y máxima autoridad eclesiástica, había actuado conforme a sus obligaciones. Tan bien parado salió de estos juicios peninsulares, que el 30 de abril de 1572, el rey Felipe II le propuso como obispo de Mérida en Yucatán, cargo que desempeñó con grandes dotes hasta su muerte, ocurrida en aquella ciudad americana en 1579.

A quien no le fue tan bien fue a Diego de Quijada, acusado de haber sometido a tortura a 4.549 idólatras indígenas (entre otras finezas muy del siglo XVI), y que le costó un «juicio de residencia», condenatorio a todas luces, quedando inhabilitado para cualquier cargo público.

Los seis años postreros de su vida pasó fray Diego en Méjico, Campeche, Mérida, Tabasco, todas las urbes nuevas del Yucatán vieron pasar su figura alcarreña e inflexible. De resultas de los problemas surgidos por sus actuaciones, Felipe II se decidió a establecer la Inquisición en América (Tribunales de Perú y México, en 1570 y 1571 respectivamente), eximiendo a los indios de la jurisdicción del Santo Oficio.

La obra cumbre de Landa fue su libro «Relación de las cosas de Yucatán» cuyo original se perdió, y su copia, resumida, fue encontrada a mediados del siglo pasado en la Academia de la Historia, por el abate francés Mr. Brasseur de Bourbourg, quien la publicó en francés en 1864. El obispo alcarreño recogió en ella todos los datos que los indios le fueron proporcionando acerca de sus maneras de vivir, sus costumbres, creencias, ritos, organización social y familiar, edificaciones, lengua, etc. Los signos katúnicos que recogió (tomados de los monumentos mayas y de los papiros en que escribían) no han servido para descifrar la escritura de aquellos indios, pues no lo era propiamente, sino sólo un código jeroglífico, al parecer relacionado solamente con sus prácticas religiosas. Dicha obra, tan interesante para el conocimiento de la América prehispana y su paulatina colonización por los españoles, fue editada en castellano por Rada Delgado, en 1884, quien corrigió errores del primitivo copista. Otra edición en francés corrió a cargo de Genet en 1928 (dos volúmenes) y en inglés por Alfred M. Tozzer (1941).

Fray Diego escribió aún une «Doctrina cristiana en lengua maya», de la que sólo queda el recuerdo, gracias a la cita que Sánchez de Aguilar (6) hace de ella.

Según Fray Pedro de Salazar, después de morir fue sepultado en «un sepulcro muy estimado en la iglesia Cathedral de Mérida». Estos sus restos se debieron de trasladar años más tarde a su pueblo natal, sin que quede noticia concreta del hecho. Don Juan Catalina García encontró en la iglesia parroquial de Cifuentes una lápida con esta inscripción: «aquí están colocados los guesos del Ilmo. Señor Don Fray Diego de Landa Calderón, Obispo del Yucatán. Murió año de 1572 (7). Fue sexto nieto de don Iban de Quirós Calderón que fundó esta capilla año de 1342 como consta de la fundación». ¿Están, en efecto, los restos de fray Diego de Landa, obispo de Mérida mejicana tras la fría y escueta losa cifontina? Lo que sí es cierto es que por todo el ámbito del pueblo, de la Alcarria, del océano eterno, flota todavía su figura de hombre enérgico, de aldeano resuelto e inteligente que legó hasta el sitio justo donde él quiso. Hazaña que no todos somos hoy, en este superperfecto siglo XX, capaces de hacer.

(1)  Juan Catalina García: «Biblioteca de escritores alcarreños».

(2)  Ramón Ezquerra, «Diccionario de Historie de España».

(3)  Fray Pedro de Salazar: «Crónica franciscana de la provincia de Castilla” 1612, pág. 114.

(4)  González Dávila: «Teatro Ecle­siástico de Indias», tomo I.

(5)  Sánchez de Aguilar: “Informe contra Idolorum cultores del obispado de Yucatán».

(6)  Op. cit.

(7)  Feche equivocada.

Las cerrajas de Alocén

 

«Alocén, muchos le ven y pocos entran en él». Este refrán, que ya es indicador de la situación del pueblo, alta y descarnada, fue dejado en mal lugar por el viajero, que un domingo del pasado otoño se encaramó, desde el pantano de Entrepeñas, al alto sitio donde él antiguo «alfoz» mantiene erguida su hidalguía. Y no quedó defraudado de su experiencia. Desde el calicanto (hoy inexpresiva barandilla de hierro) que antecede a la iglesia parroquial, se divisa una panorámica difícil de olvidar ni confundir con cualquier otra. El lago, como una serpiente, núbil huidizo y temeroso, tirita y se explaya. Los montes verdes, los montes azules, los montes cárdenos de la Alcarria, se alzan por los cuatro horizontes como cabezas de caballos mitológicos. Unos lejanos cirros ponen elegancia al cielo. El mundo se hace, desde esta altura, juguete y enjundia.

En Alocén hay una iglesia grande y hermosa. Dentro caben sus altas columnas macizas, sus techumbres pobladas de nervios pétreos y sus dorados altares barrocos. Pero ha habido, algo que ha sorprendido especialmente al viajero. Algo que le ha hecho olvidarse por unos momentos de las altas cumbres arquitectónicas, de los repletos museos, de las arrebatadas esculturas y las pinturas exquisitas. Algo pequeño, sencillo, olvidado de todos. Pero cargado de sabor, de paciencia, de buen hacer artesano: los juegos de cerrajas de sus puertas principales.

El viajero ha considerado que el tema de la forja artística en nuestra provincia aún no ha recibido la atención que se merece, y ha decidido ocuparse de esta notable representación del grupo de los «juegos de cerrajas».

Son éstos unos sistemas de cierre destinados a las grandes puertas de iglesias y palacios. En los edificios religiosos proliferé más su arte y desarrollo, llegando a fabricarse verdaderas piezas artísticas a partir del siglo XVI hasta bien mediado el XVIII. A continuación se hace la descripción y comentario de las cerrajas de Alocén, y queda para un futuro trabajo la sistematización y evolución de estos artificios en la artesanía española,

Como ocurre en casi todos los templos, que los tienen, en la iglesia de Alocén hay dos juegos de cerrajas: en la parte interior del portón de fuera, y en la parte exterior de la puerta interna. Ambos denotan ser de la misma mano, aunque con variaciones en la decoración de las diversas piezas.

No es frecuente que el juego de la puerta exterior sea, mejor que el compañero. Esta puerta exterior lleva más uso, está más cercana a la intemperie, y ello es causa de que muchas veces su juego de cerraja se halle incompleto o falte totalmente. En Alocén ocurre al contrario. Es el mejor éste de la puerta exterior. De estructura sencilla, sólo utiliza un vástago como sistema de cierre: sobre la barra de la puerta fija, oscila una falleba que cae en el sosteniente de la puerta movible. Sirviendo de alfombra o apoyo a estas estructuras, unas elegantes armellas despliegan su ornamentada fisonomía. La barra fija de esta puerta muestra una variada gama de labores de repujado, en las que predominan cruces y esquemáticas flores, con gran lujo de detalle y variaciones sobre el mismo tema. Dicha barra acaba en su polo inferior por un balaustre muy ornamentado, en el que destacan tres minúsculas cabezas de irónica expresión, y que ponen la nota humana en el trabajo artesano. El vástago o pieza de condenar es aquí gruesa y abultada hacia fuera, con un rombo pseudo vegetal en su centro, y un rallado elemental y bien estudiado en el resto de su superficie. El mango del vástago está también muy trabajado. Al otro lado, el sosteniente es bastante sencillo. Debajo de él, una armella estilizada, bastante grande y de muy estudiada simetría. Si no fuera por el aspecto general de la obra, esta armella nos serviría para fechar la cerraja en la primera mitad del siglo XVII.

El juego de la puerta interior es, igualmente, soberbio en su trazado y repujado. La barra fija, exornada con flores esquemáticas, acaba en un balaustre muy torneado, sobre el que aquí se apunta un esbozo de macolla ribeteada con dientes finos. El extremo giratorio de la falleba está mucho más decorado que en la cerraja anterior, y el cuerpo de dicha pieza va rallado en dos direcciones, acabando en abultado mango. La placa del sosteniente, cuadrangular, tiene también labor de repujado con ribete lineal, y se acaba por abajo con una delgada y elegante barrita en la que alternan los motivos vegetales con los torneados. Debajo aparece, al igual que en la puerta fija, una armella de sección más abultada que la de enfrente, pero con unos motivos ornamentales que van camino del barroquismo. Se completa la cerraja de esta puerta interior del templo de Alocén con un curioso sistema de condenador que ha de ser maniobrado desde dentro mediante un sencillo pasador, con lo que sirve de hermética cerradura sin necesidad de utilizar llave.

Es, en fin de cuentas, una doble muestra de lo que el arte de la forja ha sido capaz de dar, emulando a las otras artes mayores, en el devenir artístico‑cultural de nuestra nación. Aquí, en Guadalajara, tenemos cosas muy buenas. Muy escondidas también. La de Alocén es un ejemplo palpable. Sólo nos queda, pues,  ir descubriéndolas.