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octubre, 1970:

La mejor iglesia de Guadalajara

 

Cobijó, hace unas fechas solamente a un número aproximado de mil ciudadanos, que arropados con el alto fragor de su arquitectura gótica y la irónica mirada de los cinco veces centenarios tapices de Pastrana asistieron a un espectáculo que pasará, sin duda alguna, a los anales del movimiento cultural alcarreño. Todos los que asistieron guardarán para siempre el recuerdo de la recia y aleteante palabra de José de Juan García, del tan acerado como ingrávido verso de Ochaíta, de la intemporal y alada poesía de Suárez de Puga, de la pérdida en la oscuridad y hallada en el corazón música de la orquesta de Cámara «Juan Crisóstomo Arriaga», que nos resucitó a Beethoven, con mimo y audacia, en medio de un inesperado silencio, de ese altísimo y anchísimo, en la voz y en la emoción, Orfeón Doncelli, que a poco si desarma la iglesia, y a nosotros mismos, con la grandiosa y categórica voz del Mesías de Haendel.

Cuando la voz de los poetas y el sondo de los músicos, en tan magnífico marco reunidos, vibraban en su afán de traernos un pedazo del pasado ido, pensé que a muchos gustaría tener una noticia, siquiera fuera somera y clara, de cual ha sido la historia y el significado de este templo que, hora es ya de decirlo, recibió el nombre, desde hace más de 600 años, de San Francisco.

Todo empezó en la primera mitad del siglo XIV, cuando Alfonso XI el Justiciero gobernaba las tierras y, los montes de Castilla. Un puñado de hombres santos, que andaba sin hogar fijo por los caminos del reino, con el deseo, ferviente e inconcreto, de hacer el bien a sus semejantes, llegó hasta la puerta de Bejanque, en la por entonces floreciente villa de Guadalajara. Iban estos hombres vestidos de vasta tela parda, aprisionada su larga vestimenta con un blanco cordón de lana: eran franciscanos, casi nada. Y pensaron asentarse en nuestra ciudad. Pero no en el interior de las murallas, donde toda la vida andaba ya más o menos bien, reglamentada y atenida a policía. Su labor, pensaron, sería más eficiente en las afueras, por ejemplo, en ese destartalado y pobre arrabal de Santa Ana que fué lo primero que vieron al llegar, a la izquierda de la puerta de Bejanque. No tuvieron mucho que rogar para que la infanta. Isabel se encargara del asunto y les concediera instalarse en un altozano que por aquellos andurriales andaba despoblado. Ni más ni menos que donde hace unos días el «todo Guadalajara» vivió sus horas de recuerdo.

‑De ahí en adelante, la historia del convento de los franciscanos fue la historia de los Mendoza. ¿Por qué se encariñó tanto esta familia con esa institución monástica? Tal vez el halo de santidad que a todos sus miembros rodeaba, tal vez el cada día más atractivo lugar donde estaba, instalado, que los monjes se ocuparon de acondicionar para una vida cómoda, poniendo una huerta por medio de ellos y la muralla y rodeándose de abundante arbolado.

Referir cuales fueron los avatares de San Francisco, es lo mismo que hacer la relación de la casa Mendoza. Llega don Pedro González de Mendoza procedente de Álava, y empieza la lista de favores dejando, en su testamento hecho en Cogolludo, la concesión de unas capellanías y el dinero para la construcción del claustro, pidiendo ser enterrado en la por entonces humilde iglesia. Su hijo, el almirante de Castilla Diego Hurtado de Mendoza también toma cariño al Monasterio. Al regreso de una de sus campañas guerreras se encuentra con que todo se ha reducido a cenizas en un reciente incendio. No lo piensa un momento y lo reconstruye, más grande de como lo dejó a su partida. La Capilla Mayor de la iglesia, dice, será fundación y última morada de mi familia. Y aquí pongo las banderas mías y las de mis enemigos, sobre el altar de Dios, para que todos recuerden mi nombre. Sigue después con la reconstrucción su hijo, Iñigo López de Mendoza, primer marqués dé Santillana, gran cantador de la montaña y de la estepa, de la vaca en el verde y la vaquera en la sierra. Y el, hijo de don Iñigo, otro Diego Hurtado de Mendoza, el que fue primer duque del Infantado, continúa con sus favores y dádivas a la congregación de franciscanos. Pero es sobre todo el hermano de éste, Pedro González el Gran Cardenal Mendoza, el que ­tomó la prosperidad y el resurgimiento total del Convento como obligación suya, dándole su tono definitivo. El Cardenal Mendoza, a quien tanto debe España, y sobre todo su tierra natal, construyó el claustro, la sala capitular, el refectorio. Instaló, en definitiva, un gran Convento franciscano que fue durante mucho tiempo orgullo de Guadalajara. Acometió con tesón el Cardenal las obras de la iglesia, que concibió al estilo gótico que tanto se llevaba por entonces en España. Tal como entonces lo hizo el Cardenal está hoy edificado. Sin terminar, claro está. Pero eso no le resta méritos para poder ostentar el calificativo de hermosa y grandiosa iglesia. Pero podría haber sido mucho más si el gran Cardenal no hubiera tenido que repartir su ímpetu y sus actividades en tantos frentes a la vez.

Hoy tenemos en la iglesia una sencilla entrada gótica, que a las claras se ve concebida como provisional. Una nave única, colosal, altísima, extasiada en una oración puntiaguda y clara, cruzada de bóveda ingrávida, escoltada por seis capillas y capitaneada por una Capilla Mayor un tanto fría y desangelada. En los altos y bien labrados capiteles, el escudo de Mendoza reza su eterna oración a la Virgen entre retorcidas ramas e incrédulas flores. El sol, cuando quiere, se cuela dentro y canta alto. Lo que hoy no tenemos en esta iglesia, porque se quitaron al hacer el panteón subterráneo, es la gran colección de sepulcros góticos que sirvieron de último lecho a los primeros Mendozas, y que de seguro llenarían, con sus afiligranadas letanías vegetales y sus altisonantes frases góticas, gran parte de las paredes de la Capilla Mayor. Lo que hoy tampoco tenemos, y esto porque nunca se llegó a hacer, es la gran portada gótica que como una pequeña catedral de Burgos o Toledo nos alegraría los ojos y el alma. Ni el gran retablo de pinturas góticas que de seguro planeó el Cardenal y que por falta de tiempo no llegó a instalarse, aunque existen ciertos datos que nos permiten, si no asegurar, sí suponer este gran retablo se comenzó a pintar y construir, pero sin llegar a instalarse definitivamente, por lo que la iglesia permaneció con su frente desnuda y fría hasta el siglo XVII, en que la sexta duquesa del Infantado, doña Ana, en quien murió la rama directa de los Mendoza, a pesar de los esfuerzos que la señora hizo por evitarlo, tomó con renovado brío la tarea de concluir, para los 70 frailes que por entonces lo ocupaban, el Convento y la iglesia de franciscanos que a lo largo de los siglos su familia había protegido. Construyó por fin un retablo para la Capilla Mayor, de marcado estilo renacentista aunque ya con esbozos barrocos, y en el depositó las sobras de la fabulosa colección de reliquias que su antepasado el tercer duque (otro Diego Hurtado de Mendoza), llegó a reunir en sus prácticas de senilidad beata.

Comenzó también doña Ana las obras para instalar el Panteón de la familia debajo de la iglesia, retirando del altar mayor y las capillas todas las tumbas de sus antepasados. Esta tarea no la vio terminada, y fueron sus sucesores, ya avanzado el siglo XVIII, quienes la dieron feliz remate. En amplia y elíptica estancia, situada debajo de la nave central, y con accesos desde la sacristía y el exterior de la iglesia, se halla todavía el panteón de los Mendozas, que, emulando al del Escorial, quiso dar a sus dueños el rango de reyes en sus dominios. El triste destino de este panteón es el resumen del que le cupo tener al monasterio entero.

Durante los siglos XVI y XVII conservó y aumentó su fama la reunión de franciscanos arriacenses. Nobles familiares hicieron suyas las capillas laterales, dotando a la comunidad con fuertes sumas y favores. Además de los Mendozas, allí descansaron los cuerpos de los Velázquez, los Gómez de Ciudad Real, los Orozco, los Avalos, los Castañedas y los Cimbrón. Hasta Felipe III pasó unas jornadas aquí, en 1604, rodeado de toda la Corte, que pudo ser cómodamente instalada en el Convento. En 1751 había todavía 80 monjes, aunque ya por entonces era Seminario de la Orden.

El mes de junio de 1808 fue fatal para el Convento como lo fue para Guadalajara y para España entera. Las tropas francesas de Napoleón hicieron de él un cuartel. Las caballerías y la soldadesca fueron asentadas en la iglesia. El general Hugo ocupó las mejores estancias del Monasterio. En algunas épocas vivió allí el hijo del general francés, Víctor, el que andando el tiempo llegaría a ser gran novelista. Sin embargo fue el 1813 el del derrumbe definitivo del antiguo esplendor. Todavía me es difícil explicar cómo pudo ser que gentes de Francia, cuya fama de amantes de todo lo bello y todo lo artístico es mundialmente reconocida, fueran capaces de calentar sus frías horas de invierno con las maderas del altar mayor, no solo del que instaló doña Ana, sino del que en algún rincón, olvidado de todos, proyectó el Cardenal Mendoza allá por el siglo XV. Todo sirvió para evitar que a los franceses les saliesen sabañones. Quizás ni siquiera para eso. Y pocos días antes de marchar, con brutalidad típica de gentes de armas, aunque inexplicable en unos hijos de la dulce Francia, el Panteón de los Mendozas fue arrasado totalmente, rotos los sarcófagos y desparramados por el suelo los huesos de aquellos grandes hombres que fueron don Pedro González de Mendoza, don Diego Hurtado, don Iñigo López y tantos otros Mendozas que sólo se ocuparon de engrandecer a su patria y servirla con lo mejor de al mismos. Aquella furia desatada no pensó más que unas inexistentes joyas, sin el menos respeto para los que fueron mucho más grandes, tal vez no en poder, pero sí en hombría de bien que ellos.

Todavía en 1824 pasó unos meses, deportado, el poeta Espronceda. Pero el camino que durante siglo había recorrido el Monasterio de franciscanos de Guadalajara estaba ya muy próximo a su fin. El año 1835 le trajo, desconsolado la palabra fin ante sus puertas. Y a partir de 1841, una nueva vida comenzaba a rodar dentro a aquellas venerables paredes, en medio de aquel jardín exuberante que a lo largo de los años fue rodeado de sombra y paz a los buenos frailes. Fue ocupado por el Ejército y destinado a Fuerte. Se rodeo de murallas y se transformó en un mundo misterioso y acotado. Así sigue hoy. Ayer convento, hoy Fuerte. Siempre de San Francisco.

La primera biblioteca de Guadalajara

 

Se debe a ese inquieto y amante del saber que fue nuestro paisano Luís de Lucena. Si hoy de ella no quedan más que las cuatro paredes y unos antiguos papeles que hablan de ella, procuremos, al menos, que su recuerdo no se pierda entre el polvo y el silencio de nuestra época actual, tan olvidadiza y futbolera. Estoy seguro que tú, lector amigo, que te interesas por el pasado de tu ciudad, tendrás gusto en saber de estas antiguas noticias.

Luís de Lucena fue, ya lo he dicho en ocasiones anteriores, un renacentista hondo y fino. Pero a la española. Lo que quiere decir sin perder en ningún momento su afán cristiano y su humanístico sentido del bien y la igualdad entre los hombres. Al comenzar a hablar en su testamento de la fundación de una Biblioteca Pública en Guadalajara, la que debería llamarse «Librería de Nuestra Señora de los Ángeles», lo justifica «por la necesidad tan manifiesta que hay de remedio para la ociosidad en que tan comúnmente y demasiadamente todos pecamos». El problema de la ociosidad, como se ve, no es sólo de nuestros días. Es connatural con el hombre. Y añade: «pues que la importancia de nuestro ser y de nuestro saber e ignorar, no consiste en saber latín ni griego ni una lengua más que otra, sino en saber conocer y discernir realmente lo bueno de lo malo y de lo falso lo verdadero». Palabras tan cuerdas y sabias que no necesitan comentario.

Y ahora vamos a desmenuzar un poco el intrincado laberinto de órdenes y ruegos que Lucena deja en su Testamento para la feliz puesta a punto de su Biblioteca. La Librería había de ser pública, con libros en lengua castellana, construida aneja a su capilla (por lo tanto en la cuesta de San Miguel, donde hoy hay un apedreado y dolorido solar delante del cine de verano). La construcción de la Biblioteca se haría con el sobrante del dinero presupuestado para la construcción de dicha Capilla, y el edificio había de constar de dos salas bajas, lo suficientemente grandes para que en cualquiera de ellas pudieran caber nueve bancos y armarios de libros. Las salas debían estar nueve grados por encima del nivel de la calle, con ventanas orientadas a Levante (o sea, a la misma cuesta de San Miguel). Ordena además que encima de las salas debían construirse un aposento para el Bibliotecario (él le llama lector), y para el bedel (Ministro según Lucena) que cuidaría de la Librería.

En una de las dos salas bajas se ordenarían los bancos «como en las Escuelas de Alcalá o de cualquiera otra Universidad», para que en ella se pudieran dar lecciones de filosofía. En la otra sala estarían los libros, colocados de esta manera: en una estantería, los de Gramática, Lógica y Retórica; en otra, los de Aritmética y Geometría; en otra, los de Música y Astrología; en otra, los de artes manuales (arquitectura, pintura, etc.); otra estantería estaba reservada a los libros de filosofía natural y otra para los de Historia. Las dos últimas estanterías serían para los Tratados de Filosofía moral. En un curiosa cláusula, más adelante añade «que de Teología y Medicina no se pongan libros en esta Biblioteca (aunque de Medicina dejó algunos de los suyos propios para que en ella se pusieran), debido a que son materias peligrosas para la salud del alma y del cuerpo. Tampoco se pondrán libros de Coplas, ni de Historias fingidas, como son las de Amadís o de los Pares de Francia». Por esto último se ve lo muy extendidos que estaban estos libros de Caballerías, ocasionando tantos males en las pobres cabezas de los españoles, y que originaron al fin la magnífica reacción cervantista con el Quijote. Por fin añade, que si hubiera pocos libros en castellano de la calidad que se requiere en las citadas materias pueden ponerse también libros escritos en italiano, portugués, francés, valenciano o catalán.

Para el mejor orden y funcionamiento de la Biblioteca, propone que se realicen tres catálogos: en uno de ellos se señalarían las personas que hubieran vendido o donado el libro; en otro catálogo se ordenarían los libros por materias, y en un tercero, por el orden alfabético de sus títulos. De cada libro se haría una ficha para poder localizarle rápidamente y conocer diversos detalles del mismo.

Añade además el doctor Lucena en su testamento muchos otros puntos en que detalla la forma en que se deben limpiar los libros, como se deben comprar, y los instrumentos que eran necesarios para la limpieza de la Biblioteca. No quiere olvidar ningún detalle, y especifica que deberá estar abierta tres horas a la mañana y tres a la tardé, señalando las funciones propias tanto del bibliotecario como del bedel, y sus sueldos respectivos, que para el bibliotecario serían de 60 Escudos, de los cuales habría de dar el salario convenido al bedel. Añade que no podría ocupar la misma persona los cargos de bibliotecario y párroco de la Capilla por él también fundada, aunque fuera suficiente y bastante para ambos cargos. Sigue diciendo que cada semana se limpiará la estantería, de manera que cada estantería no está sin limpiar más de 10 semanas. Y luego añade, que «porque el provecho e servicio de una no se debe tener en más del que puede ser de muchos» los libros sólo se pueden prestar en las horas que esté cerrada la Biblioteca, dejando «prenda e seguridad bastante a contentamiento y satisfacción del lector que será obligado a dar cuenta de él». Siempre estará en la memoria de esta ciudad la gran figura del doctor Lucena, que en ella quiso dejar memoria de su culto espíritu humanista, fundado una Biblioteca Pública, la primera de la provincia y seguramente de las primeras en España, añadiendo al final de su testamento, que lo hace «no por ambición y deseo de propia gloria, cosa que a pocos vivos aprovecha y a los muertos mucho menos, sino para la gloria de Dios y servicio de los hombres y satisfacción de mi conciencia.».

Qué bonito seria, añadimos ahora, que nuestro Excmo. Ayuntamiento acometiera las obras de adecentamiento de ese lugar de nuestra ciudad, hoy ya céntrico, sin olvidar alguna placa en la que constara el recuerdo de la ciudad hacia su paisano Luís de ‘Lucena, que en el siglo XVI, aunque lejos de la patria, dejó «constancia de su amor por ella regalándola esa Biblioteca, hoy perdida aunque tal vez, con un poco de buena voluntad (y de dinero también, por supuesto) recuperada para los niños y jóvenes de la ciudad en el reciento de su maravillosa capilla mudéjar.

La capilla de Luís de Lucena

 

Nuestra ciudad, que carece de las majestuosidades góticas o románicas de otros lugares de España, tiene, entre sus escasos y pequeños monu­mentos, obras de arte que por su ori­ginalidad las hacen resaltar dentro del patrimonio artístico español. Me re­fiero, en este caso, a un curioso edi­ficio, que pasa desapercibido a la mayoría de los que suben por la cues­ta de San Miguel, y que no por su humildad deja de ser una verdadera joya del arte español: es la capilla de Nuestra Señora de los Ángeles, también conocida con el nombre de capilla de Luís de Lucena, personaje cuya biografía tracé brevemente la semana anterior, y a quien, se debe su fundación.

Junto a su innegable valor arquitec­tónico y ornamental, debemos añadir el relato de su desdichada historia, que parece presidida por algún mal espíritu, encargado de atraer la desventura hacia este edificio.

Comenzóse su edificación hacia 1540, antes de que el doctor Lucena partiera a Italia en su segundo y de­finitivo viaje. En una lápida que aún puede verse en uno de los cubos es­quineros, se detalla cómo Luís de Lu­cena, médico español que llegó a serlo del Papa, hizo esta fundación de una capilla aneja a la iglesia de San Mi­guel del Monte, hoy desaparecida. Su fundador no llegó a ver nunca su obra pues a poco de empezar las obras marchó, como digo, a Roma, donde doce años después moriría.

Se ignora quién pueda ser el ar­quitecto de la obra, pues en ningún documento consta. El doctor Layna es de la opinión de que fuera el mismo fundador, el polifacético Lucena, quien diseñara los planos. La hipótesis tiene sus datos a favor y en contra. Veá­moslos. El doctor Lucena era, además de un médico afamado, un hombre muy versado en Arquitectura. En sus tertulias de la Roma renacentista, era consultado en estas materias por ilus­tres europeos. No es de extrañar, pues, que a la hora de construir una capilla para enterrar sus restos, en la ciudad que le vio nacer, él mismo quisiera ser el autor del proyecto. Pero ¿cómo se explica que un hombre tan del Re­nacimiento, tan volcado hacia el pa­sado imperial romano, tan amante del sobrio estilo arquitectónico de los an­tiguos, decidiera construirse una ca­pilla de un subido y absoluto estilo mudéjar, producto de esa «oscuridad» medieval, tan detestada por los rena­centistas? El doctor Lucena había tra­bajado mucho en la busca y clasifi­cación de monumentos romanos, y en España mismo, lo mejor de su juven­tud lo había dedicado a la excavación de antiguos lugares donde los roma­nos habían hecho acto de presencia en nuestro país, coleccionando innu­merables lápidas con inscripciones ro­manas. Para él, lo mejor, lo más no­ble, lo más elegante, lo más sabio, era lo romano, lo griego, todo lo an­terior a la hecatombe del siglo V. Lo de después, la Edad Media, era tan sólo un vacío. ¿No hubiera sido más lógico que, de haber proyectado él mismo su capilla, lo hubiera hecho siguiendo fielmente las directrices del arte romano? Por otra parte, el doctor Lucena, en sus viajes por la Península Ibérica buscando lápidas romanas, tuvo ocasión de conocer todos los monumentos medievales españoles, y para un hombre de su inteligencia y sensibilidad, no podía escapar el en­canto que el románico, el gótico y el mudéjar españoles encierran. Por una de esas razones difíciles de explicar, incluso para él mismo, pudo muy bien elegir el arrebatado mudejarismo para su obra. Un épater le bourgeois muy español y a tono con la época y las circunstancias.

La capilla es de proporciones re­gulares, rectangular, con un aspecto más militar que religioso, debido a esos cubos que en los ángulos y en el centro del muro sur, coronados por un antepecho cuajado de almenas, le confieren una silueta de impugnabilidad y hermetismo. No obstante, para el atento observador, aparecen múlti­ples cruces dibujadas con los ladrillos que cargan con todo el peso de la decoración. Porque si algo tiene de curioso y notable este edificio, es pre­cisamente esa responsabilidad con que el modesto ladrillo toma la tarea de revalorizar su poco estimada estirpe. El ladrillo es aquí una paleta cuajada de sorpresas e ingeniosidades. Sobre todo la cornisa, muy volada, consti­tuye por sí sola una verdadera obra de arte.

De cómo era el interior, poco se sabe, dadas las tristes vicisitudes por las que en los últimos tiempos ha pasado el monumento. Lo que sí era muy notable, y hoy apenas queda nada, son las techumbres, magníficamente decoradas al fresco por Cincinato, el italiano que en su viaje a España, dejó en Guadalajara, tanto en esta Capilla como en el Palacio del Infan­tado, magníficas pruebas de su arte pictórico.

Y ahora vamos con la historia de la Capilla. En el testamento que hizo pocos días antes de su muerte, Luís de Lucena deja por heredero de sus bienes a su sobrino Antonio Núñez, canónigo, que se encargó de traer el cuerpo de su tío desde Roma, donde había sido enterrado a su muerte, y le depositó en la Capilla, haciéndole una estatua orante, con una Inscrip­ción al pie, de la misma manera que años después se la pondrían a él junto a la de su tío. Antonio Núñez hizo algunas reformas en la fundación del doctor Lucena, con objeto de dar flexibilidad al funcionamiento de la Capilla y de la Biblioteca Pública que había de instalarse al lado (de la cual hablaré la semana próxima). Pero donde erró notablemente Núñez fue en nombrar a los Urbinas, una fami­lia de hidalgos alcarreños, adminis­tradores perpetuos de la fundación Lucena.

Por la desidia y el ansia de lucro de los Urbinas, en 1585 todavía no es había puesto en marcha ni los repartos de limosnas en la Capilla, ni la Biblioteca con su aneja aula de Filosofía. Se procesó a los Urbinas, y al fin se consiguió que todo funcionara como nuestro paisano Lucena había planeado. Pero ya en el siglo pasado, más concretamente en 1842, cuando Julián López de Urbina se hizo cargo de la administración de la Fundación Lucena, malvendió tierras pertenecientes a la misma y enajenó algunos de sus bienes, por lo que fue juzgado y encarcelado. Pero como siempre ocurre, es difícil mantener en la cárcel, justamente, a quien goza de saneada cuenta corriente, y por esta razón, pronto se vio libre. Fue entonces cuando, en unión de sus hermanos Crisanto, Manuel y Eladio, consumó el expolio de la Fundación, vendiendo los cuadros, ornamentos y otros enseres de la Capilla, los libros de la Biblioteca, e incluso las puertas de ésta, tan valiosas y artísticas que merecieron ser exhibidas en la Exposición de Filadelfia, destrozando los sarcófagos y estatuas orantes de Lucena y su sobrino, dejando el interior en lamentable estado. Después… sería mejor callarlo, pues dice muy poco en favor de los alcarreños responsables de este monumento: sirvió de cuadra, de leñera, de urinario, de basurero público, de todo lo peor que se pueda imaginar. El que fuera declarado Monumento Nacional hace bastantes años, tampoco pudo evitar que en los últimos tiempos entraran allí los chiquillos para apedrear las pinturas de la bóveda y hacer otras salvajadas por el estilo. Hoy está protegida más efectivamente, pero lo único cierto es que mientras a la Capilla de Luís de Lucena no se la concede un destino concreto, que requiera un cuidado constante, su sino será el de ir cayendo y desapareciendo lentamente. Sabemos que nuestro Ayuntamiento tiene el proyecto de arreglar la Plaza adyacente que añadiría un nuevo aliciente para pararse unos instantes a contemplar su afiligranada aventura arquitectónica. Pero el edificio requiere su reforma interior y, como digo, un destino fijo. ¿Por qué no, como piensa doña Juana Quilez, nuestra bibliotecaria provincial, instalar en ella una Biblioteca Infantil y Juvenil? En una zona tan abundante en colegios, sería un gran paso de nuestro Ayuntamiento. Donde ayer los chiquillos se entretenían en apedrear las pinturas renacentistas, mañana sería un lugar donde adquirieran la cultura por la que todos hemos de luchar. Y además, con el antecedente de haber sido instalada hace cuatro siglos, por deseo del doctor Lucena, una de las primeras bibliotecas públicas de España.