La mejor iglesia de Guadalajara

sábado, 24 octubre 1970 0 Por Herrera Casado

 

Cobijó, hace unas fechas solamente a un número aproximado de mil ciudadanos, que arropados con el alto fragor de su arquitectura gótica y la irónica mirada de los cinco veces centenarios tapices de Pastrana asistieron a un espectáculo que pasará, sin duda alguna, a los anales del movimiento cultural alcarreño. Todos los que asistieron guardarán para siempre el recuerdo de la recia y aleteante palabra de José de Juan García, del tan acerado como ingrávido verso de Ochaíta, de la intemporal y alada poesía de Suárez de Puga, de la pérdida en la oscuridad y hallada en el corazón música de la orquesta de Cámara «Juan Crisóstomo Arriaga», que nos resucitó a Beethoven, con mimo y audacia, en medio de un inesperado silencio, de ese altísimo y anchísimo, en la voz y en la emoción, Orfeón Doncelli, que a poco si desarma la iglesia, y a nosotros mismos, con la grandiosa y categórica voz del Mesías de Haendel.

Cuando la voz de los poetas y el sondo de los músicos, en tan magnífico marco reunidos, vibraban en su afán de traernos un pedazo del pasado ido, pensé que a muchos gustaría tener una noticia, siquiera fuera somera y clara, de cual ha sido la historia y el significado de este templo que, hora es ya de decirlo, recibió el nombre, desde hace más de 600 años, de San Francisco.

Todo empezó en la primera mitad del siglo XIV, cuando Alfonso XI el Justiciero gobernaba las tierras y, los montes de Castilla. Un puñado de hombres santos, que andaba sin hogar fijo por los caminos del reino, con el deseo, ferviente e inconcreto, de hacer el bien a sus semejantes, llegó hasta la puerta de Bejanque, en la por entonces floreciente villa de Guadalajara. Iban estos hombres vestidos de vasta tela parda, aprisionada su larga vestimenta con un blanco cordón de lana: eran franciscanos, casi nada. Y pensaron asentarse en nuestra ciudad. Pero no en el interior de las murallas, donde toda la vida andaba ya más o menos bien, reglamentada y atenida a policía. Su labor, pensaron, sería más eficiente en las afueras, por ejemplo, en ese destartalado y pobre arrabal de Santa Ana que fué lo primero que vieron al llegar, a la izquierda de la puerta de Bejanque. No tuvieron mucho que rogar para que la infanta. Isabel se encargara del asunto y les concediera instalarse en un altozano que por aquellos andurriales andaba despoblado. Ni más ni menos que donde hace unos días el «todo Guadalajara» vivió sus horas de recuerdo.

‑De ahí en adelante, la historia del convento de los franciscanos fue la historia de los Mendoza. ¿Por qué se encariñó tanto esta familia con esa institución monástica? Tal vez el halo de santidad que a todos sus miembros rodeaba, tal vez el cada día más atractivo lugar donde estaba, instalado, que los monjes se ocuparon de acondicionar para una vida cómoda, poniendo una huerta por medio de ellos y la muralla y rodeándose de abundante arbolado.

Referir cuales fueron los avatares de San Francisco, es lo mismo que hacer la relación de la casa Mendoza. Llega don Pedro González de Mendoza procedente de Álava, y empieza la lista de favores dejando, en su testamento hecho en Cogolludo, la concesión de unas capellanías y el dinero para la construcción del claustro, pidiendo ser enterrado en la por entonces humilde iglesia. Su hijo, el almirante de Castilla Diego Hurtado de Mendoza también toma cariño al Monasterio. Al regreso de una de sus campañas guerreras se encuentra con que todo se ha reducido a cenizas en un reciente incendio. No lo piensa un momento y lo reconstruye, más grande de como lo dejó a su partida. La Capilla Mayor de la iglesia, dice, será fundación y última morada de mi familia. Y aquí pongo las banderas mías y las de mis enemigos, sobre el altar de Dios, para que todos recuerden mi nombre. Sigue después con la reconstrucción su hijo, Iñigo López de Mendoza, primer marqués dé Santillana, gran cantador de la montaña y de la estepa, de la vaca en el verde y la vaquera en la sierra. Y el, hijo de don Iñigo, otro Diego Hurtado de Mendoza, el que fue primer duque del Infantado, continúa con sus favores y dádivas a la congregación de franciscanos. Pero es sobre todo el hermano de éste, Pedro González el Gran Cardenal Mendoza, el que ­tomó la prosperidad y el resurgimiento total del Convento como obligación suya, dándole su tono definitivo. El Cardenal Mendoza, a quien tanto debe España, y sobre todo su tierra natal, construyó el claustro, la sala capitular, el refectorio. Instaló, en definitiva, un gran Convento franciscano que fue durante mucho tiempo orgullo de Guadalajara. Acometió con tesón el Cardenal las obras de la iglesia, que concibió al estilo gótico que tanto se llevaba por entonces en España. Tal como entonces lo hizo el Cardenal está hoy edificado. Sin terminar, claro está. Pero eso no le resta méritos para poder ostentar el calificativo de hermosa y grandiosa iglesia. Pero podría haber sido mucho más si el gran Cardenal no hubiera tenido que repartir su ímpetu y sus actividades en tantos frentes a la vez.

Hoy tenemos en la iglesia una sencilla entrada gótica, que a las claras se ve concebida como provisional. Una nave única, colosal, altísima, extasiada en una oración puntiaguda y clara, cruzada de bóveda ingrávida, escoltada por seis capillas y capitaneada por una Capilla Mayor un tanto fría y desangelada. En los altos y bien labrados capiteles, el escudo de Mendoza reza su eterna oración a la Virgen entre retorcidas ramas e incrédulas flores. El sol, cuando quiere, se cuela dentro y canta alto. Lo que hoy no tenemos en esta iglesia, porque se quitaron al hacer el panteón subterráneo, es la gran colección de sepulcros góticos que sirvieron de último lecho a los primeros Mendozas, y que de seguro llenarían, con sus afiligranadas letanías vegetales y sus altisonantes frases góticas, gran parte de las paredes de la Capilla Mayor. Lo que hoy tampoco tenemos, y esto porque nunca se llegó a hacer, es la gran portada gótica que como una pequeña catedral de Burgos o Toledo nos alegraría los ojos y el alma. Ni el gran retablo de pinturas góticas que de seguro planeó el Cardenal y que por falta de tiempo no llegó a instalarse, aunque existen ciertos datos que nos permiten, si no asegurar, sí suponer este gran retablo se comenzó a pintar y construir, pero sin llegar a instalarse definitivamente, por lo que la iglesia permaneció con su frente desnuda y fría hasta el siglo XVII, en que la sexta duquesa del Infantado, doña Ana, en quien murió la rama directa de los Mendoza, a pesar de los esfuerzos que la señora hizo por evitarlo, tomó con renovado brío la tarea de concluir, para los 70 frailes que por entonces lo ocupaban, el Convento y la iglesia de franciscanos que a lo largo de los siglos su familia había protegido. Construyó por fin un retablo para la Capilla Mayor, de marcado estilo renacentista aunque ya con esbozos barrocos, y en el depositó las sobras de la fabulosa colección de reliquias que su antepasado el tercer duque (otro Diego Hurtado de Mendoza), llegó a reunir en sus prácticas de senilidad beata.

Comenzó también doña Ana las obras para instalar el Panteón de la familia debajo de la iglesia, retirando del altar mayor y las capillas todas las tumbas de sus antepasados. Esta tarea no la vio terminada, y fueron sus sucesores, ya avanzado el siglo XVIII, quienes la dieron feliz remate. En amplia y elíptica estancia, situada debajo de la nave central, y con accesos desde la sacristía y el exterior de la iglesia, se halla todavía el panteón de los Mendozas, que, emulando al del Escorial, quiso dar a sus dueños el rango de reyes en sus dominios. El triste destino de este panteón es el resumen del que le cupo tener al monasterio entero.

Durante los siglos XVI y XVII conservó y aumentó su fama la reunión de franciscanos arriacenses. Nobles familiares hicieron suyas las capillas laterales, dotando a la comunidad con fuertes sumas y favores. Además de los Mendozas, allí descansaron los cuerpos de los Velázquez, los Gómez de Ciudad Real, los Orozco, los Avalos, los Castañedas y los Cimbrón. Hasta Felipe III pasó unas jornadas aquí, en 1604, rodeado de toda la Corte, que pudo ser cómodamente instalada en el Convento. En 1751 había todavía 80 monjes, aunque ya por entonces era Seminario de la Orden.

El mes de junio de 1808 fue fatal para el Convento como lo fue para Guadalajara y para España entera. Las tropas francesas de Napoleón hicieron de él un cuartel. Las caballerías y la soldadesca fueron asentadas en la iglesia. El general Hugo ocupó las mejores estancias del Monasterio. En algunas épocas vivió allí el hijo del general francés, Víctor, el que andando el tiempo llegaría a ser gran novelista. Sin embargo fue el 1813 el del derrumbe definitivo del antiguo esplendor. Todavía me es difícil explicar cómo pudo ser que gentes de Francia, cuya fama de amantes de todo lo bello y todo lo artístico es mundialmente reconocida, fueran capaces de calentar sus frías horas de invierno con las maderas del altar mayor, no solo del que instaló doña Ana, sino del que en algún rincón, olvidado de todos, proyectó el Cardenal Mendoza allá por el siglo XV. Todo sirvió para evitar que a los franceses les saliesen sabañones. Quizás ni siquiera para eso. Y pocos días antes de marchar, con brutalidad típica de gentes de armas, aunque inexplicable en unos hijos de la dulce Francia, el Panteón de los Mendozas fue arrasado totalmente, rotos los sarcófagos y desparramados por el suelo los huesos de aquellos grandes hombres que fueron don Pedro González de Mendoza, don Diego Hurtado, don Iñigo López y tantos otros Mendozas que sólo se ocuparon de engrandecer a su patria y servirla con lo mejor de al mismos. Aquella furia desatada no pensó más que unas inexistentes joyas, sin el menos respeto para los que fueron mucho más grandes, tal vez no en poder, pero sí en hombría de bien que ellos.

Todavía en 1824 pasó unos meses, deportado, el poeta Espronceda. Pero el camino que durante siglo había recorrido el Monasterio de franciscanos de Guadalajara estaba ya muy próximo a su fin. El año 1835 le trajo, desconsolado la palabra fin ante sus puertas. Y a partir de 1841, una nueva vida comenzaba a rodar dentro a aquellas venerables paredes, en medio de aquel jardín exuberante que a lo largo de los años fue rodeado de sombra y paz a los buenos frailes. Fue ocupado por el Ejército y destinado a Fuerte. Se rodeo de murallas y se transformó en un mundo misterioso y acotado. Así sigue hoy. Ayer convento, hoy Fuerte. Siempre de San Francisco.