La capilla de Luís de Lucena

sábado, 3 octubre 1970 0 Por Herrera Casado

 

Nuestra ciudad, que carece de las majestuosidades góticas o románicas de otros lugares de España, tiene, entre sus escasos y pequeños monu­mentos, obras de arte que por su ori­ginalidad las hacen resaltar dentro del patrimonio artístico español. Me re­fiero, en este caso, a un curioso edi­ficio, que pasa desapercibido a la mayoría de los que suben por la cues­ta de San Miguel, y que no por su humildad deja de ser una verdadera joya del arte español: es la capilla de Nuestra Señora de los Ángeles, también conocida con el nombre de capilla de Luís de Lucena, personaje cuya biografía tracé brevemente la semana anterior, y a quien, se debe su fundación.

Junto a su innegable valor arquitec­tónico y ornamental, debemos añadir el relato de su desdichada historia, que parece presidida por algún mal espíritu, encargado de atraer la desventura hacia este edificio.

Comenzóse su edificación hacia 1540, antes de que el doctor Lucena partiera a Italia en su segundo y de­finitivo viaje. En una lápida que aún puede verse en uno de los cubos es­quineros, se detalla cómo Luís de Lu­cena, médico español que llegó a serlo del Papa, hizo esta fundación de una capilla aneja a la iglesia de San Mi­guel del Monte, hoy desaparecida. Su fundador no llegó a ver nunca su obra pues a poco de empezar las obras marchó, como digo, a Roma, donde doce años después moriría.

Se ignora quién pueda ser el ar­quitecto de la obra, pues en ningún documento consta. El doctor Layna es de la opinión de que fuera el mismo fundador, el polifacético Lucena, quien diseñara los planos. La hipótesis tiene sus datos a favor y en contra. Veá­moslos. El doctor Lucena era, además de un médico afamado, un hombre muy versado en Arquitectura. En sus tertulias de la Roma renacentista, era consultado en estas materias por ilus­tres europeos. No es de extrañar, pues, que a la hora de construir una capilla para enterrar sus restos, en la ciudad que le vio nacer, él mismo quisiera ser el autor del proyecto. Pero ¿cómo se explica que un hombre tan del Re­nacimiento, tan volcado hacia el pa­sado imperial romano, tan amante del sobrio estilo arquitectónico de los an­tiguos, decidiera construirse una ca­pilla de un subido y absoluto estilo mudéjar, producto de esa «oscuridad» medieval, tan detestada por los rena­centistas? El doctor Lucena había tra­bajado mucho en la busca y clasifi­cación de monumentos romanos, y en España mismo, lo mejor de su juven­tud lo había dedicado a la excavación de antiguos lugares donde los roma­nos habían hecho acto de presencia en nuestro país, coleccionando innu­merables lápidas con inscripciones ro­manas. Para él, lo mejor, lo más no­ble, lo más elegante, lo más sabio, era lo romano, lo griego, todo lo an­terior a la hecatombe del siglo V. Lo de después, la Edad Media, era tan sólo un vacío. ¿No hubiera sido más lógico que, de haber proyectado él mismo su capilla, lo hubiera hecho siguiendo fielmente las directrices del arte romano? Por otra parte, el doctor Lucena, en sus viajes por la Península Ibérica buscando lápidas romanas, tuvo ocasión de conocer todos los monumentos medievales españoles, y para un hombre de su inteligencia y sensibilidad, no podía escapar el en­canto que el románico, el gótico y el mudéjar españoles encierran. Por una de esas razones difíciles de explicar, incluso para él mismo, pudo muy bien elegir el arrebatado mudejarismo para su obra. Un épater le bourgeois muy español y a tono con la época y las circunstancias.

La capilla es de proporciones re­gulares, rectangular, con un aspecto más militar que religioso, debido a esos cubos que en los ángulos y en el centro del muro sur, coronados por un antepecho cuajado de almenas, le confieren una silueta de impugnabilidad y hermetismo. No obstante, para el atento observador, aparecen múlti­ples cruces dibujadas con los ladrillos que cargan con todo el peso de la decoración. Porque si algo tiene de curioso y notable este edificio, es pre­cisamente esa responsabilidad con que el modesto ladrillo toma la tarea de revalorizar su poco estimada estirpe. El ladrillo es aquí una paleta cuajada de sorpresas e ingeniosidades. Sobre todo la cornisa, muy volada, consti­tuye por sí sola una verdadera obra de arte.

De cómo era el interior, poco se sabe, dadas las tristes vicisitudes por las que en los últimos tiempos ha pasado el monumento. Lo que sí era muy notable, y hoy apenas queda nada, son las techumbres, magníficamente decoradas al fresco por Cincinato, el italiano que en su viaje a España, dejó en Guadalajara, tanto en esta Capilla como en el Palacio del Infan­tado, magníficas pruebas de su arte pictórico.

Y ahora vamos con la historia de la Capilla. En el testamento que hizo pocos días antes de su muerte, Luís de Lucena deja por heredero de sus bienes a su sobrino Antonio Núñez, canónigo, que se encargó de traer el cuerpo de su tío desde Roma, donde había sido enterrado a su muerte, y le depositó en la Capilla, haciéndole una estatua orante, con una Inscrip­ción al pie, de la misma manera que años después se la pondrían a él junto a la de su tío. Antonio Núñez hizo algunas reformas en la fundación del doctor Lucena, con objeto de dar flexibilidad al funcionamiento de la Capilla y de la Biblioteca Pública que había de instalarse al lado (de la cual hablaré la semana próxima). Pero donde erró notablemente Núñez fue en nombrar a los Urbinas, una fami­lia de hidalgos alcarreños, adminis­tradores perpetuos de la fundación Lucena.

Por la desidia y el ansia de lucro de los Urbinas, en 1585 todavía no es había puesto en marcha ni los repartos de limosnas en la Capilla, ni la Biblioteca con su aneja aula de Filosofía. Se procesó a los Urbinas, y al fin se consiguió que todo funcionara como nuestro paisano Lucena había planeado. Pero ya en el siglo pasado, más concretamente en 1842, cuando Julián López de Urbina se hizo cargo de la administración de la Fundación Lucena, malvendió tierras pertenecientes a la misma y enajenó algunos de sus bienes, por lo que fue juzgado y encarcelado. Pero como siempre ocurre, es difícil mantener en la cárcel, justamente, a quien goza de saneada cuenta corriente, y por esta razón, pronto se vio libre. Fue entonces cuando, en unión de sus hermanos Crisanto, Manuel y Eladio, consumó el expolio de la Fundación, vendiendo los cuadros, ornamentos y otros enseres de la Capilla, los libros de la Biblioteca, e incluso las puertas de ésta, tan valiosas y artísticas que merecieron ser exhibidas en la Exposición de Filadelfia, destrozando los sarcófagos y estatuas orantes de Lucena y su sobrino, dejando el interior en lamentable estado. Después… sería mejor callarlo, pues dice muy poco en favor de los alcarreños responsables de este monumento: sirvió de cuadra, de leñera, de urinario, de basurero público, de todo lo peor que se pueda imaginar. El que fuera declarado Monumento Nacional hace bastantes años, tampoco pudo evitar que en los últimos tiempos entraran allí los chiquillos para apedrear las pinturas de la bóveda y hacer otras salvajadas por el estilo. Hoy está protegida más efectivamente, pero lo único cierto es que mientras a la Capilla de Luís de Lucena no se la concede un destino concreto, que requiera un cuidado constante, su sino será el de ir cayendo y desapareciendo lentamente. Sabemos que nuestro Ayuntamiento tiene el proyecto de arreglar la Plaza adyacente que añadiría un nuevo aliciente para pararse unos instantes a contemplar su afiligranada aventura arquitectónica. Pero el edificio requiere su reforma interior y, como digo, un destino fijo. ¿Por qué no, como piensa doña Juana Quilez, nuestra bibliotecaria provincial, instalar en ella una Biblioteca Infantil y Juvenil? En una zona tan abundante en colegios, sería un gran paso de nuestro Ayuntamiento. Donde ayer los chiquillos se entretenían en apedrear las pinturas renacentistas, mañana sería un lugar donde adquirieran la cultura por la que todos hemos de luchar. Y además, con el antecedente de haber sido instalada hace cuatro siglos, por deseo del doctor Lucena, una de las primeras bibliotecas públicas de España.