La primera biblioteca de Guadalajara

sábado, 10 octubre 1970 0 Por Herrera Casado

 

Se debe a ese inquieto y amante del saber que fue nuestro paisano Luís de Lucena. Si hoy de ella no quedan más que las cuatro paredes y unos antiguos papeles que hablan de ella, procuremos, al menos, que su recuerdo no se pierda entre el polvo y el silencio de nuestra época actual, tan olvidadiza y futbolera. Estoy seguro que tú, lector amigo, que te interesas por el pasado de tu ciudad, tendrás gusto en saber de estas antiguas noticias.

Luís de Lucena fue, ya lo he dicho en ocasiones anteriores, un renacentista hondo y fino. Pero a la española. Lo que quiere decir sin perder en ningún momento su afán cristiano y su humanístico sentido del bien y la igualdad entre los hombres. Al comenzar a hablar en su testamento de la fundación de una Biblioteca Pública en Guadalajara, la que debería llamarse «Librería de Nuestra Señora de los Ángeles», lo justifica «por la necesidad tan manifiesta que hay de remedio para la ociosidad en que tan comúnmente y demasiadamente todos pecamos». El problema de la ociosidad, como se ve, no es sólo de nuestros días. Es connatural con el hombre. Y añade: «pues que la importancia de nuestro ser y de nuestro saber e ignorar, no consiste en saber latín ni griego ni una lengua más que otra, sino en saber conocer y discernir realmente lo bueno de lo malo y de lo falso lo verdadero». Palabras tan cuerdas y sabias que no necesitan comentario.

Y ahora vamos a desmenuzar un poco el intrincado laberinto de órdenes y ruegos que Lucena deja en su Testamento para la feliz puesta a punto de su Biblioteca. La Librería había de ser pública, con libros en lengua castellana, construida aneja a su capilla (por lo tanto en la cuesta de San Miguel, donde hoy hay un apedreado y dolorido solar delante del cine de verano). La construcción de la Biblioteca se haría con el sobrante del dinero presupuestado para la construcción de dicha Capilla, y el edificio había de constar de dos salas bajas, lo suficientemente grandes para que en cualquiera de ellas pudieran caber nueve bancos y armarios de libros. Las salas debían estar nueve grados por encima del nivel de la calle, con ventanas orientadas a Levante (o sea, a la misma cuesta de San Miguel). Ordena además que encima de las salas debían construirse un aposento para el Bibliotecario (él le llama lector), y para el bedel (Ministro según Lucena) que cuidaría de la Librería.

En una de las dos salas bajas se ordenarían los bancos «como en las Escuelas de Alcalá o de cualquiera otra Universidad», para que en ella se pudieran dar lecciones de filosofía. En la otra sala estarían los libros, colocados de esta manera: en una estantería, los de Gramática, Lógica y Retórica; en otra, los de Aritmética y Geometría; en otra, los de Música y Astrología; en otra, los de artes manuales (arquitectura, pintura, etc.); otra estantería estaba reservada a los libros de filosofía natural y otra para los de Historia. Las dos últimas estanterías serían para los Tratados de Filosofía moral. En un curiosa cláusula, más adelante añade «que de Teología y Medicina no se pongan libros en esta Biblioteca (aunque de Medicina dejó algunos de los suyos propios para que en ella se pusieran), debido a que son materias peligrosas para la salud del alma y del cuerpo. Tampoco se pondrán libros de Coplas, ni de Historias fingidas, como son las de Amadís o de los Pares de Francia». Por esto último se ve lo muy extendidos que estaban estos libros de Caballerías, ocasionando tantos males en las pobres cabezas de los españoles, y que originaron al fin la magnífica reacción cervantista con el Quijote. Por fin añade, que si hubiera pocos libros en castellano de la calidad que se requiere en las citadas materias pueden ponerse también libros escritos en italiano, portugués, francés, valenciano o catalán.

Para el mejor orden y funcionamiento de la Biblioteca, propone que se realicen tres catálogos: en uno de ellos se señalarían las personas que hubieran vendido o donado el libro; en otro catálogo se ordenarían los libros por materias, y en un tercero, por el orden alfabético de sus títulos. De cada libro se haría una ficha para poder localizarle rápidamente y conocer diversos detalles del mismo.

Añade además el doctor Lucena en su testamento muchos otros puntos en que detalla la forma en que se deben limpiar los libros, como se deben comprar, y los instrumentos que eran necesarios para la limpieza de la Biblioteca. No quiere olvidar ningún detalle, y especifica que deberá estar abierta tres horas a la mañana y tres a la tardé, señalando las funciones propias tanto del bibliotecario como del bedel, y sus sueldos respectivos, que para el bibliotecario serían de 60 Escudos, de los cuales habría de dar el salario convenido al bedel. Añade que no podría ocupar la misma persona los cargos de bibliotecario y párroco de la Capilla por él también fundada, aunque fuera suficiente y bastante para ambos cargos. Sigue diciendo que cada semana se limpiará la estantería, de manera que cada estantería no está sin limpiar más de 10 semanas. Y luego añade, que «porque el provecho e servicio de una no se debe tener en más del que puede ser de muchos» los libros sólo se pueden prestar en las horas que esté cerrada la Biblioteca, dejando «prenda e seguridad bastante a contentamiento y satisfacción del lector que será obligado a dar cuenta de él». Siempre estará en la memoria de esta ciudad la gran figura del doctor Lucena, que en ella quiso dejar memoria de su culto espíritu humanista, fundado una Biblioteca Pública, la primera de la provincia y seguramente de las primeras en España, añadiendo al final de su testamento, que lo hace «no por ambición y deseo de propia gloria, cosa que a pocos vivos aprovecha y a los muertos mucho menos, sino para la gloria de Dios y servicio de los hombres y satisfacción de mi conciencia.».

Qué bonito seria, añadimos ahora, que nuestro Excmo. Ayuntamiento acometiera las obras de adecentamiento de ese lugar de nuestra ciudad, hoy ya céntrico, sin olvidar alguna placa en la que constara el recuerdo de la ciudad hacia su paisano Luís de ‘Lucena, que en el siglo XVI, aunque lejos de la patria, dejó «constancia de su amor por ella regalándola esa Biblioteca, hoy perdida aunque tal vez, con un poco de buena voluntad (y de dinero también, por supuesto) recuperada para los niños y jóvenes de la ciudad en el reciento de su maravillosa capilla mudéjar.