Viaje al confín: Torrecilla del Ducado

Viaje al confín: Torrecilla del Ducado

viernes, 25 junio 2021 0 Por Herrera Casado

Salí ayer a viajar por la provincia, por ver qué me encontraba, algo nuevo, algo sorprendente, en un mundo en que ya pocas cosas sorprenden. Había quedado con mi amigo José María Alonso Noguerales, que vive en Valdepinillos, y es un buen hombre, en el sentido más hondo de la palabra, un hombre de campo, que sabe de plantas, de ovejas, de hongos, de nubes… que vivió exiliado 42 años en Madrid, trabajando de taxista, y acabó volviendo, ya jubilado, a la Sierra, a su tierra de Ujados, de Hijes, de Somolinos, a sus bosques del Campanario, a sus aguas del Sorbe. Siempre que puedo, me refugio en su saber antiguo, en su bondad innata, en sus historias que no suenan.

Ayer quedamos en Ujados, a la entrada, para recorrer el término y visitar algunas de las grandes cuevas eremíticas que se conservan en los alrededores, al sur de la sierra Pela. Fuimos en el coche hasta donde lo permitían las hierbas que invaden -es mediado junio de un invierno de nieves– todos los caminos. Calentaba, y aún quemaba la piel, el sol que vigila desde la vertical más pura. Sonaban los insectos en torno a nosotros: moscas, mosquitos, abejas, abejorrillos, cien especies que se parecen pero que le dan una variedad de enciclopedia al mundo. En los bordes rocosos del vallejo de Valdeabeja, y luego por donde el arroyo (sin agua apenas) de Pajares corre, aparecen las cuevas. Yo las miro con un afán de coleccionista, de cronista quizás, curioso de ver las huellas de generaciones muy lejanas. Mi hijo Alfonso, que nos acompañaba, y José María Alonso, las miraban con sorpresa uno, y con la confianza que da considerarlas casi de la familia el otro.

Visitamos primeramente la Cueva de Mingolario, que está a poco menos de un kilómetros del pueblo, arroyo abajo. Allí volvimos a recorrer las cavidades superiores de la roca, comunicadas entre sí, y con dos grandes aberturas, y a revisar de nuevo la cavidad inferior, de cuadrado marco en la entrada a un espacio único con un sepulcro tallado en el fondo. Recordamos ambos a José Ramón López de los Mozos, con quien hace cincuenta años la visitamos los tres, y al etnógrafo ya fallecido le hicimos una foto antológica.

Después de visitar otras cuevas de Hijes, tomamos el camino hacia la Muela y tras atravesar el pueblo, en dirección poniente, alcanzamos primero la Cueva del Tío Gorillo, con sus tres sepulturas talladas en los dos espacios de que consta, lamentando que uno de ellos lo hayan ocupado recientemente algunos vecinos para almacenar y casi llenar el ámbito con colmenas y trastos viejos. Fuimos luego a la de la Puentecilla, perfecta en su breve entrada al núcleo rocoso que acoge un interminable vericueto de pasadizos y salas. Y acabamos en el extremo del valle lleva a Albendiego, admirando la perfecta conjunción de la Cueva de la Peña Gorda, con sus entradas en alto, y su limpio interior que siempre evoca un pasado antiguo y ritual.

Como sigo trabajando en mi libro inventario de las cuevas eremíticas de Guadalajara, esta vuelta a recordar los enclaves serranos de Ujados, y de Hijes, me sirvió para anotar nuevos detalles, y levantar con más exactitud sus planos.

Una Guadalajara que vibra

Lejos de las ruedas de prensa, de las ferias de emprendedores, de los festivales de música rock/rap/cutre/country; lejos de la parafernalia de las redes sociales nutridas de selfies, aplausos y protestas, nos sumimos en esa tierra en la que nadie adelanta, enseñoreada de las hierbas (la estepa por un lado, la jara por otro, olorosas y blancas; el escaramujo que anda florido, la retama que va perdiendo sus amarillas condecoraciones, y el verde rabioso, fresco y vital del brezo lejano), en la que solo suena el cuco, la abubilla, el jilguero que aún vive en grandes grupos, lejos ya de los sitios con humos y ruido, y el abejaruco, y  la collalba, felices y a la búsqueda ­–fácil– de sustento, en competencia con las altas rapaces y las voraces culebras, ahora más rápidas que nunca.

Me tienen que perdonar mis lectores, porque a veces pienso que encomio tanto a esta tierra en la que vivo, que puede parecer enfermedad mental, o síntoma indudable de llevar algún tornillo flojo, chochez tal vez, deformidad de aldeano. Guadalajara en todas sus dimensiones, ­más allá de los consabidos slóganes institucionales, tiene una magia que te entra por la vista, por el oído, el tacto y los rumores, y llega a embriagarte, y por ende a perder un tanto la objetividad y el claro concepto de lo real. Sólo sé que soy feliz por estas trochas. Ayer vadeamos arroyos, cruzamos arboledas que han invadido los caminos antiguos, trepamos roquedos modestos y vimos el Alto Rey a poniente, de un azul limpio, y pensamos que para qué viajar más lejos, s i la belleza y las emociones las tenemos aquí, bajo los pies.

Llegamos a Torrecilla del Ducado

Atravesando campos y pasando junto a pueblos medio exhaustos (viendo, de paso, como se ha derrumbado otro de los almacenes que componen el conjunto monumental de las Salinas de Imón) llegamos al alto valle del Salado, y a la sombra del castillo de la Riba de Santiuste, tomamos la carretera que pasa junto a Querencia, a Tobes, ya vacíos del todo, y a Sienes, donde aún viven y tratan de sonreir unos niños junto a la nueva picota.

Nuestro camino se alarga por la carretera que lleva al confín de la provincia en esa zona, que es perteneciente al ayuntamiento de Sienes. El “camino local” que lleva al pueblo, y que por no pertenecer a la responsabilidad de ninguna autoridad superior al municipio, está muy deteriorado, La carretera va ascendiendo suavemente, en uno más de los pasos fáciles que en esta zona de la vieja Celtiberia permitía el cruce rápido entre las dos mesetas castellanas: hay densidad de rebollos grandes y alguna encina, enorme, aislada, arropado todo por un suelo de brezo con mucho chaparro que le confiere verdor inusitado en esta época. Un par de veces cruzan la carretera, o vemos a lo lejos, los jóvenes venados que aquí abundan. El aspecto es el de un boque mediterráneo, lujuriante, limpio y cerrado, que triunfa sobre los mil metros de altitud. Arriba de la cuesta, se abre el horizonte y aparece la paramera soriana, cuajada de cereal, con un horizonte lejano y abierto. Y al bajar, enseguida, nos aparece el pueblo, que aun estando en un territorio geográficamente adscrito a la Vieja Castilla, es de la provincia de Guadalajara. A esto le llamo el confín. Donde hemos llegado.

Al pueblo se sube por un camino de piedras sueltas y hierbas abundantes. No hay pavimento de ningún tipo, y la mitad de las casas están en ruinas. Nadie lo habita, solo un perro nos ladra, habitante solitario de un patio cerrado. La iglesia, en lo más alto, se rodea de un cementerio en el que debió haber tumbas, y que hoy no se ven, sepultadas bajo una alfombra esponjosa de hierbas. La puerta del templo está tapiada, para evitar injurias, y el conjunto da idea de lo que una comunidad cristiana, desde la remota Edad Media, tuvo por marca señera. Delante de la iglesia, una fuentecilla.

Y por las calles, que recorremos bajo el sol pero con la bendición de un viento favorable, aromas campestres nos llegan, y algunas rehabilitaciones de viejos edificios nos sorprenden. Alguien decidió reconstruirse la vieja casa de los abuelos, para usarla en días de vacaciones, en el verano quizás… (porque el invierno, en esta altura, es época de garantizada inhospitalidad)

Se ven muros que fueron frente de casonas con dinteles tallados y esgrafiados escritos (esas iniciales que fueron nombres, esas cifras que fueron fechas, que decía Machado) y paseamos por espacios de íntima amabilidad, que parecen susurrar antiguas canciones. Torrecilla del Ducado, lugar que fue, desde la remota Edad Media, señorío de los La Cerda, duques de Medinaceli, y que hoy forma en la nómina de esos “pueblos despoblados, expropiados, abandonados”… de la tierra de Guadalajara, de los que la semana que viene volveré a hablar.

Un vistazo, en Soria, a Conquezuela

Abandonando el silencio de Torrecilla, seguimos (media legua, no hay más) hasta el primer pueblo de Soria, que es Conquezuela, al que llegamos buscando un espacio que, una vez visitado, recomiendo vivamente a mis lectores, porque no les va a defraudar.

Cuando la gente viajera y leída echa cuentas para irse a Australia, a Tailandia, a la Florida, a los Andes… yo me conformo con venir a Conquezuela, en Soria, y andarme el camino hasta la ermita de la Santa Cruz, que está junto a la carretera que se dirige a Miño de Medinaceli, y que estuvo bañada, antaño, por una enorme laguna que en época de la Autarquía fue desecada para aprovechar de cereal sus fondos.

El conjunto de rocas calizas inmensas abriga una cueva sorprendente, muy estrecha (unos 3 metros en la entrada, y poco más de uno en el centro) y muy alta (unos 15 metros, que se prolongan por hendiduras hacia la mayor altura). Al inicio, se cubre de una bóveda de fábrica, de cañón, con sillares bien ajustados, hecha en época medieval. Pero lo curioso del lugar, aparte de la espectacularidad de los roquedales, es que las paredes de la cueva, por donde siempre discurre un chorrillo de agua, están cuajadas de petroglifos, de cazoletas pequeñas (hay quien ha contado más de 2.000 de ellas) y de unos 50 grabados antropomorfos, como danzantes, y signos geométricos mágicos. Al pie del conjunto, se alza una especie de pequeña pirámide escalonada, tallada en roca, con un par de asientos en lo alto, que podría ser un altar sacrificial, o un trono. En todo caso, el conjunto fue inicialmente (hace más de 2.500 años) destinado a los cultos y sacrificios a la Diosa Madre, la diosa de la Tierra y el Agua, en un lugar que tenía delante una laguna de 50.000 metros cuadrados que, en el pleno páramo interior, brindaba seguro anclaje a cualquier rito propiciador. Hoy no para allí casi nadie, pero es otro destino que recomiendo, aunque en este último caso nos hayamos salido, solamente media legua, de nuestros límites provinciales.