Los Escritos de Herrera Casado Rotating Header Image

abril, 2021:

Un soneto de Alberti al Doncel de Sigüenza

un soneto de alberti al doncel de sigüenza

En este empeño de alcanzar para Sigüenza la declaración de “Ciudad Patrimonio Mundial”, que es camino largo y en cuesta, pero con final seguro que feliz, aporto sin esfuerzo este paso más, este dato que es seguro apoyo, porque viene a decir que en la voz de los mejores poetas ha tenido Sigüenza su acomodo, porque ha hecho vibrar el alma de quienes la tienen grande.

Acabo de visitar Sigüenza en tarde de celajes y figuras por los cielos. Como otras veces he subido al castillo, he atravesado la estrechura del arco del Toril y he recorrido en la paz del atardecer el paseo de las Cruces. Antes me he pasado por un lugar que no es habitualmente escenario de los peregrinajes turísticos a la ciudad, pero que a partir de ahora deberá figurar también en obligada meca del tránsito a la sorpresa: la Estación del Ferrocarril, al final del arbolado paseo del Rey Alfonso, al otro lado del miniaturado río Henares, tiene desde ahora hace 25 años un motivo para la admiración. De un buen gusto y una portentosa calidad cuajado, se colocó el gran mural de cerámica que al viajero que llega a la Ciudad Mitrada le anuncia motivos para su gozo y lugares (en las cercanías) para su sorpresa. El Doncel Martín Vázquez aparece en lo alto, en sempiterna lectura sin rostro, y bajo él surge la maravilla de la palabra escrita. En resumen es esto lo que encontré en mi paseo hasta la Estación de Sigüenza; color, artesanía, homenaje y, sobre todo, la hermosa poesía de Rafael Alberti al Doncel seguntino, que es sin duda la más hermosa letanía de epítetos y consideraciones que hasta ahora se le han dedicado al joven guerrero medieval.

Un alarde de buen gusto

El mural dedicado a Sigüenza en la Estación de RENFE de la Ciudad Mitrada fue realizado por los artesanos de la cerámica que son Carlos Alonso y María de Hijas, creadores y mantenedores del Alfar del Monte en Pozancos. Carlos Alonso me explicaba, después de colocarlo, la enjundia de su obra. Merece ser conocida por todos. Aunque de Alberti se han publicado las «Obras Completas» en 1988 (Aguilar), hay algunos poemas que no llegaron a salir a la luz. El Diario ABC publicó en 1996 una colección de escritos poéticos amorosos que eran todo un monumento. En la correspondencia que durante largos años mantuvo el poeta gaditano con el escritor y diplomático cubano José María Chacón y Calvo (1893-1969), ahora publicada, ha aparecido la joya dedicada al Doncel. Enterado Carlos Alonso de ella, le pidió permiso al autor para reproducirlo en cerámica. Alberti, generoso siempre, amigo de sus amigos, dio el correspondiente permiso. Y ahí está, sobre el barro cocido, en pie, altísimo, puesto el soneto más musical y lírico a Martín Vázquez. Luego le copiaré, y aún le haré glosa como merece.

Los artesanos del Alfar del Monte han conseguido todo un homenaje, colorista y pluriambiental, a Sigüenza y su comarca. En llamada permanente a los viajeros, a la derecha del Doncel aparece el plano de su ciudad, con medallones en relieve y color ofreciendo las imágenes de los más interesantes edificios. A la izquierda, como a vista de pájaro altísimo, la comarca en torno, con los encinares, los calvos serrijones, las vaguadas y los alcores grises que espacian a los pueblos (Palazuelos, Carabias, Pelegrina) en los que Sigüenza prolonga su historia. El conjunto del mural ocupa una superficie de 370 cm. de ancho por 220 cm. de alto, y nos habla desde uno de los muros del vestíbulo de la estación. Los materiales, simples como la tierra misma: cerámica refractaria, coloreada y vidriada en cocción de alta temperatura a 1280 grados. Colores contenidos unas veces, llamativos otras, como puestos los dos planos sobre una ancha bandeja de «loza dorada» hispanoárabe, de múltiples colores, enmarcado todo por una greca de barro bruñido y tratado con cera.

El soneto al Doncel de Alberti

La parte central de este mural único es el soneto que Rafael Alberti (Puerto de Santa María, 1902) dedicó al Doncel en 1925. Es el año en que el poeta publica su primera obra, «Marinero en tierra». Tiene solamente 23 años, pero no es un novel. Tras su adolescencia rebelde, contrario siempre a lo establecido, escapado permanente del colegio, paseante eterno de la playa, captador de la belleza del viento, de la arena, de los árboles, de la blancura de la sal y de la luz infinita del mar, Alberti llega a Madrid en 1917. Quiere ser pintor, pero se resigna a escribir. En ese año de estrenos (1925) recibe el Premio Nacional de Literatura, y poco después publica «La amante» (1926) como experiencia contada de un viaje por Castilla, y «El alba del alhelí» (1927) tras su encuentro con la magia de Rute. Tras una depresión de ribetes melancólicos, Alberti escribe y publica «Sobre los ángeles» (1929) manifiesto surrealista que le catapulta al éxito. En 1931 se afilia al Partido Comunista, y durante la Guerra Civil escribe poemas para los combatientes y se pasea por las ciudades del frente. Secretario de la Alianza de Intelectuales Antifascistas, por entonces y en este cargo visitó Guadalajara. En 1939 se exilió a México, luego a Buenos Aires, y finalmente a Roma. En 1977 volvió a España, a su Cádiz querido, al borde de ese mar azul siempre, fresco y furioso de las arenas sin fin de Chiclana, de Cabo Roche, de Camposoto, del Puerto…

Estos son los «catorce versos dicen que es soneto…» que Rafael Alberti dedicó al Doncel, a nuestro seguntino-alcarreño-granadino héroe:

Volviendo en una oscura madrugada

por la vereda inerte*, del otero*,

vi la sombra de un joven caballero

junto al azarbe* helado reclinada.

Una mano tenía ensangrentada

y al aire la melena, sin sombrero

¡Cuánta fatiga en el semblante fiero,

duro y quebrado como el de su espada!

– Tan doliente, tan solo y mal herido.

¿adónde vas en esta noche llena

de carlancos*, de viento y de gemido?

Yo vengo por tu sombra requerido,

doncel* de la romántica melena,

de voz sin timbre y corazón transido*.

Lo firma Rafael Alberti, y lo fecha en Andalucía, 1925. ¡Qué inmensa suerte para todos que este gran escritor, este culto andaluz, este lujo de las españolas letras se fijara en nuestro personaje! ¡Qué maravilla que nos propusiera un nuevo pensamiento hacia él, removidos por la belleza de la rima, acuciados por el misterio de las palabras!

Ya termino. Antes invito a todos a que vean esta preciosa obra, artesana y cumbrera, de Alfar del Monte en Sigüenza. Y no me resisto a copiar las definiciones que el Diccionario de la Real Academia Española da de algunas palabras que Alberti utiliza en su poema. Algunas las saben todos. Otras quizás (como a mí me ha pasado) las lean por primera vez. Todas ellas centran el poema hacia el misterio del personaje, ensalzándole como si en un altar estuviera, aunque cayera muerto sobre la fría tierra. Son estas:

* inerte: inactivo, ineficaz, estéril, inútil.

* otero: cerro aislado que domina un llano.  

* azarbe: del árabe «as-sarb», la cloaca: cauce a donde van a parar por las azarbetas los sobrantes y filtraciones de los riegos.

* carlanco: ave zancuda del tamaño de un pollo pequeño, y de color azulado, que vive en España en estado salvaje. Y añado yo: abunda especialmente en las marismas del bajo Guadalquivir, en lo humedales salinos de San Fernando y Puerto Real.

* doncel: joven noble que aún no está armado caballero…

* transido: fatigado, acongojado o consumido de alguna penalidad, angustia o necesidad. 

Oyendo el clamor de los pueblos muertos

luis monje ciruelo

Al cumplir los 97 años de su vida, y los 81 (sí, OCHENTA y UNO, nada menos, y continuados) de su semanal presencia como periodista en NUEVA ALCARRIALuis Monje Ciruelo es un referente vivo, una continuada justificación del aplauso que le dan sus paisanos, y que con este motivo, nuestro propio periódico ha querido homenajearle editando un libro en el que se reflejan sus más emotivas crónicas sobre los pueblos muertos.

Esos lugares que se señalan en mapa anejo a estas líneas, y que son un escaparate de las crónicas que durante decenios nos ha ido brindando, escritas con magistral erudición y limpio lenguaje, este gran alcarreño del que me honro en ser lector, y admirador, sin duda alguna. De tal manera, que en el referido libro, que titula “Clamores por los pueblos muertos”, he puesto un par de páginas como prólogo de tan sabias y entrañables crónicas, y que recomiendo leer porque son ciertas y emotivas.

A Monje Ciruelo, al que todos admiramos por su amor a la tierra en la que nace, por lo bien que la conoce y lo mejor que la cuenta, hay que aplaudirle por muchos motivos. Por su saber, su estudiar, su fino humor, y su entereza. Pero (para eso estamos casi rematando el primer cuarto del siglo XXI) por su “resiliencia”, esa extraña palabra que se ha colado en nuestras conversaciones, destilada de otros tantos titulares, y que viene a dar novedosa definición a lo que en Monje es permanente y demostrada veteranía: la capacidad de seguir en marcha, de escribir cada día, de estar atento a lo que ocurre y de aportar soluciones. O sea, la de permanecer vivo, a costa de matar días. Y ello saliendo más fuerte de lo que es cotidiana apretura.

Hoy que tanto se habla de la despoblación, del vaciado de los pueblos, y de las comarcas que andan lejos de las vías de comunicación, de los intereses estratégicos y comerciales, Monje aporta su pluma para recordar lo que esos lugares, hoy amenazados de extinción por la progresiva despoblación, expresaron con su palabra serena y confianzuda, con su latir generoso de trabajos y querencias. Clamores son, según el propio autor, que suenan sobre las tierras frías por unos pueblos, y los seres que los habitaron, que hoy van quedando vacíos.

Recuerdos y deseos que corren bajo la inquieta y sabia mirada de un testigo de excepción, de un escritor que fue periodista muchos años y ha terminado (de tanto andar y ver) en ser escritor de altura, cronista de una tierra y una época, notario de un tiempo real y mágico a un tiempo: la Guadalajara de la segunda mitad del siglo XX y la del primer cuarto del XXI. Esa mirada testimonial es la de Luis Monje Ciruelo, que ha querido dejarnos, en forma de libro, unos cuantos recuerdos y emocionantes fragmentos que ha escrito en ochenta años de tener abiertos los ojos y prestos los oídos sobre su tierra natal.

Pueblos, gentes, paisajes… ese es el material con que se fragua este edificio. Pueblos y despoblados, que con asombrosa celeridad se han ido formando y deshaciendo. Es curioso contemplar cómo algunos lugares que hace cincuenta, sesenta años tenían vida, hoy son pasto del silencio. Y al contrario otros que figuraron en la nómina de los pueblos muertos, han resurgido y hoy tienen voz, cartel y bombillas. Dinámica que viene a confirmar que esta es una tierra viva, que respira con el aire que le insuflan sus hijos, siempre añorantes y dispuestos a que no muera del todo. 

Por estas páginas desfilan sitios lejanos como Cereceda y la arribada de los franceses a poblarlo, como las retroexcavadoras destruyendo edificios y aplanando el espacio en Alcorlo, como las evocaciones mudas y anglófilas de un remoto rincón de nuestra sierra en La Constante, o el lamento testimonial de Rufo Mínguez, el último habitante de El Atance. Docenas de pueblecillos cuyos nombres forman ya un racimo poético de sones. Los pueblos de Guadalajara han ido generando noticia y comentario, aplauso y desaliento, y Monje Ciruelo ha sabido, con la agudeza del vigilante continuo, captar y darnos.

Monje Ciruelo ha sido un andarín empedernido. Lo ha hecho a pie mientras ha podido. Porque para ver mucho hay que andar mucho. Guadalajara se conoce así, a puro golpe de calcetín. Con coche se llega a las plazas de los pueblos, a los colegios públicos, a los centros sociales, a las urbanizaciones… cuando se va con prisas, como en los dos meses antes de unas elecciones, no queda otro modo de llegar a ellos. Pero cuando la tierra vibra en el alma, y se la quiere mirar y comprender entera, hay que verla en directo, palmo a palmo, y eso se hace andando. Así lo ha hecho Monje, y así le han salido sus crónicas paisajísticas, húmedas y brillantes, llenas de vida. Porque además las ve desde horizontes no habituales: con su nieto visita las ruinas de Las Cabezadas y Robredarcas, o con la gente de Educación y Ciencia se va a Umbralejo cuando se inició el rescate milagroso de aquel pueblo ya vacío; sigue a pie todavía por las “negras soledades” de La Vereda y Matallana, cuando en mulas cargando el ajuar entero, las familias emigraban al nuevo mundo, el delas barriadas de las ciudades.

Añade Monje Ciruelo a este libro, que es recopilatorio de grandes viajes, de emocionantes pesquisas, la guinda de una docena de “Historias y Relatos” en las que son protagonistas, una vez más, las valerosas gentes de nuestros alcarreños lares. Y así toca el emotivo tránsito de los de Huertapelayo cuando les dio por irse a Nueva York, o la terrible historia (paradigmática, por otra parte) del “Detective rural del Bornova” cuando se busca al fulano que hace sin tapujos lo más fácil del mundo: atracar a punta de cuchillo a un anciano matrimonio de un pueblo solitario de las alturas serranas. Y además toca, –no podía faltar ese estremecido toque con la punta del corazón– a su villa natal, a Palazuelos, porque de entre sus muros nace la pasión que aún le embarga por su tierra, y porque le duele ver cómo al castillo –mendocino y medieval– se le agravia y se le ignora. 

Es Monje Ciruelo cronista de verdad, testigo fiel, escritor de raza y humano caminante que ha mirado Guadalajara y nos la ha contado. En este libro en el que (al pasar sus páginas) se escuchan los aplausos de miles de lectores, recuperamos el sano amor por nuestros campos, por nuestros paisajes serranos y alcarreños, por sus humildes construcciones que –por dentro, por fuer– son expresión de una vida intensa.

Fuentes de la Alcarria

Fuentes de la Alcarria

Nueva visita a un lugar único y admirable de nuestra tierra, uno de esos lugares a los que, por muchas veces que se vaya, cada día se quiere y admira más. Una atalaya que nos permite sentir la grandiosidad de la Naturaleza, la irrefrenable afición de los humanos por los sitios empinados y agrestes, poderosos sobre el entorno. A pesar de pillar un día invernal como pocos, neblinoso, húmedo y gris, por las laderas del cerro en que asienta Fuentes todo era verdor, luz y aparato: la Historia con mayúsculas se da la mano con el arte y sobre todo con la belleza de la conjunción de un pueblo con su entorno.

La historia de Fuentes

Muy pintoresca resulta la situación de Fuentes: sobre una estrecha espina del terreno que continúa el llano alcarreño, pero totalmente rodeado por una amplia curva que el naciente río Ungría forma en su torno, dejando el enclave como verdadero peñón o aislada fortaleza. El nombre de este pueblo deriva de las varias fuentes que surgen en sus laderas, y que, reunidas, dan origen y caudal al naciente río que las circunda. Contrasta la adustez del páramo cerealista, con la alegre y frondosa vegetación del aún pequeño, doméstico y encantador vallecico del río Ungría.

Tras la reconquista de esta zona de la comarca alcarreña, a fines del siglo XI, Fuentes quedó incluida, en calidad de aldea, en el Común de Villa y Tierra de Hita. En 1255, el rey Alfonso X el Sabio se la entrega en señorío al arzobispo de Toledo, el infante don Sancho.

En los últimos años del siglo XIII, otro de sus señores, el arzobispo don Gonzalo, le da el privilegio de Villa, le asigna una tierra jurisdiccional en su tomo, y le concede un Fuero para ejercer ese gobierno sobre sí y su tierra.

Es de notar que la Villa de Fuentes, con título y Fuero de independencia respecto a Brihuega, aunque bajo el señorío de los mismos arzobispos, no llegó nunca a fundirse con la fuerte villa del Tajuña. Sus fueros eran similares, sus señoríos idénticos, sus territorios colindantes, pero se mantuvieron mutuamente independientes en todo momento. El territorio asignado a Fuentes, sin embargo, no sobrepasaba los límites de su propio término, pues las aldeas colindantes pertenecían al señorío briocense. Esta situación se mantuvo, con confirmación por los arzobispos de su Fuero, hasta la segunda mitad del siglo XVI.

En este momento, justo en 1579, bajo la monarquía de Felipe II, la villa de Fuentes se puso en venta, adquiriéndola el licenciado don García Barrionuevo de Peralta, vecino de Madrid, caballero santiaguista, que tomó con gran cariño su puesto de señor territorial y ayudó en gran medida al pueblo de Fuentes, reconstruyendo su viejo castillo, sus murallas, reformando ampliamente su iglesia parroquial, regalándola importantes donativos y objetos de culto, y aún fundando en ella una Congregación de doce capellanes perpetuos para que en ella oficiaran. Le sucedieron, a su muerte en 1613, su hijo mayor don Francisco de Barrionuevo, y luego su otro hijo don Bernardino, marqués de Cusano, en cuya casa y la de los condes de Villargarcía a ellos aneja, se mantuvo el pueblo hasta la abolición de los señoríos en 1812.

Desde el momento de este cambio de señorío, don García de Barrionuevo puso a Fuentes como cabeza jurisdiccional de una serie de pueblos por él adquiridos y que formaban su señorío. Eran éstos los de Gajanejos, Valdesaz, Pajares, Castilmimbre y San Andrés (del Rey). Pero muchos de ellos adquirieron enseguida, antes de terminar el siglo XVI, el privilegio de villazgo y su propio señorío, con lo que dicho territorio jurisdiccional encabezado por Fuentes de la Alcarria desapareció pronto.

Fuentes de la Alcarria: paisaje y arquitectura

La posición estratégica de Fuentes hizo que todavía en épocas modernas haya servido como bastión importante en guerras y batallas. Así, durante la guerra de Sucesión, en 1710, el ejército borbónico descansó y puso aquí su cuartel general antes de la batalla de Villaviciosa. Al regreso de ésta el rey Felipe V hizo celebrar un Tedeum de acción de gracias en la iglesia parroquial de Fuentes. También en la de la Independencia se vieron en estas alturas batallas sonadas: así las que el Empecinado libró contra los franceses en las llamadas «alcantarillas de Fuentes», junto a la carretera que de Torija conduce a Brihuega. En 1838 el ejército del general Espartero causó algunos daños en el pueblo, y, más recientemente, en marzo de 1937, la «batalla de Guadalajara» proporcionó a este lugar un duro castigo.

La situación de Fuentes de la Alcarria ya es, por sí misma fortificada. Pero sus dueños los arzobispos quisieron hacer de ella un fuerte bastión guerrero (sin especial interés estratégico, pues no vigila caminos frecuentados), y así levantaron un castillo en la lengua de tierra que une el pueblo con la meseta, consistente en un gran torreón con patio de armas, algunas habitaciones adosadas, y una puerta fortificada de entrada al castillo y a la villa. Esta puerta existió hasta no hace mucho, en que los vehículos a motor forzaron su derribo. Del castillo quedan los cimientos. También tuvo la villa una muralla en su derredor, por todo el contorno de la «península rocosa» en que asienta. Se ven restos de dicha muralla en algunas partes. En la entrada del pueblo, sobre un oterillo, se ve todavía la picota que demuestra su título de villazgo. Es obra del siglo XVI, sencilla. La calle mayor de Fuentes muestra un buen repertorio de casonas, unas populares y otras con ciertos visos de mansiones nobiliarias. En una de ellas, con esquinas de sillar y gran portón adovelado, semicircular, en la que dice la tradición que residieron los señores de la villa, se puso el Ayuntamiento hace años, y siendo luego derribada por completo y ahora abandonada. Es una pena, y más aún que hayan hecho un nuevo y feo Ayuntamiento de ladrillo pegado a la muralla de entrada. En otra casa de esa calle mayor se ve bonito escudo de armas, tallado en piedra, perteneciente a hidalgo, familiar de Santo Oficio, que se rodea de frase alusiva a su apellido, el de Flores: «Nulla Silva Talem Profret fronde Florez cermin».

Al fondo de la calle mayor, a su izquierda, surge la iglesia parroquial dedicada a Nuestra Señora de la Alcarria. Es obra recia, de gruesos muros de mampostería caliza y sillar, de comienzos del siglo XVI. En el XVII se le añadió la espadaña y algunos detalles ornamentales. Tiene dos puertas, al norte y al mediodía; con ábside poligonal, y al interior una sola nave con bóveda nervada sostenida por pilastras toscanas. Vacía ya de todo el arte que encerraba, es preciso anotar que tuvo una serie de enterramientos con figuras orantes, talladas en madera, de los señores primeros de la villa y sus descendientes (los Barrionuevo de Peralta), así como un magnífico altar de la primera mitad del siglo XVI, plateresco, documentado y de muy buen arte. Fueron sus autores el pintor alcarreño Hernando del Rincón, y el también alcarreño escultor, y ensamblador, Cristóbal de Ayllón. Todo ello, incluso el original de su Fuero, del siglo XIII, desapareció destruido en la revolución del verano de 1936.

Para los lectores animosos, este próximo domingo será una buena ocasión para acercarse hasta Fuentes. Cerca de Guadalajara, a un paso de Brihuega, coronando el riente valle del Ungría, allí os espera dispuesta a daros una sorpresa: la de un lugar que emerge de la plena Edad Media, y en su soledad y patetismo nos descubre valores como ya olvidados.

Cumbres y horizontes de Guadalajara

las 100 cumbres mas prominentes de guadalajara

En estos días me ha llegado a las manos una de esas obras que me abre un poco más el horizonte de mi visión guadalajareña. Un libro que me ofrece buscar, subir, admirar, las cien más señaladas prominencias de Guadalajara, como si me permitiera otear desde lo alto, y desde muchos ángulos, esta tierra a la que quiero.

Recuerdos de mis alturas

No puedo decir que tenga yo muchos sietemiles en mi haber (ni tampoco seismiles, ni cincomiles…) A lo más alto que he llegado ha sido a estar en la cumbre del Mulhacén, en Sierra Nevada, o a escalar el Almanzor, en Gredos, porque de las alturas del Teide en Tenerife, de la Matterhorn en Suiza, del volcán Villarrica en Chile, o del Peak Demirkazik en los Montes Taurus de Turquía, lo único que he alcanzado han sido sus bases. Y ahora ya me pilla un poco mayor esto de subir montañas.

Pero hubo épocas en las que al Ocejón subía cada domingo anterior a la Navidad (cuando el Club de Montaña, que acaba de cumplir 50 años, institucionalizó aquella marcha), o al Santo Alto Rey a pie desde Bustares (aunque luego he vuelto ya en coche y por camino asfaltado). De las vistas que se disfrutan desde el Castillo de Alpetea en el Alto Tajo, oteando el Puente de San Pedro allá en lo hondo, tampoco me quedan pocos recuerdos. La verdad es que los días que más he disfrutado en esta vida han sido aquellos en los que me he sentido en plena comunión con la Naturaleza, andando reposadamente sus caminos, o urgiendo prisas por vericuetos pinos ante la llegada de una tormenta segura.

La historia más alta

La verdad es que la cumbre de las montañas no es el lugar más adecuado para sellar hechos históricos, porque desde ellas –a las que cuesta subir y trepar– lo mejor que puede hacerse es otear horizontes. Pero también es verdad que dándole algunas vueltas al asunto, aún se encuentran hechos que nos marcan, como comunidad, y que ocurren en lo más puntiagudo de los montes. Para muestra basta un botón, dice el refrán. Yo voy a completar la camisa, y pongo tres botones.

Es el primero el cerro de Hita (982 metros), una dureza calcárea a la que durante miles, millones de años, la lluvia y el viento le han ido raspando sus perfiles hasta dejarlo convertido en un valiente espectáculo montañoso. En el que no hace mucho, hará unos mil años más o menos, los árabes primero y luego los castellanos le sumaron un castillo, del que aún hoy se reconocen sus basamentos, parte de sus muros, la traza completa. En ese castillo puso sus trincheras financieras don Samuel Levi, el gerente de los impuestos del reino, a propuesta del rey don Pedro de Castilla. Transformándole en una especie (medieval y rudimentaria, claro está) de “Banco de España” de la época. Y mucho más tarde, apenas hace 90 años de ello, los contendientes en la Guerra Civil Española pusieron también nidos de ametralladoras y defensas para uso de las estrategias militares de la contienda. 

El cerro de Hita en enero de 2021

El caso es que Hita, vibrante puntal de la memoria histórica de nuestra tierra, sede de los esforzados y galantes intentos de construir uno de los más hermosos libros de la literatura española, el “Libro de Buen Amor”, a cargo de don Juan Ruiz, arcipreste de Hita, es referencia de viajeros, de escaladores y de simples amantes de la belleza paisajística de nuestra tierra. 

Es el segundo el Santo Alto Rey (1.858 metros), a la que muchos llaman “la montaña sagrada” de Guadalajara. Justo la pasada semana mi amigo y colega de estas páginas, Pedro Vacas Moreno, hacía un completísimo recorrido por la naturaleza y la historia de este monte, de esta prominencia. Y ponderaba lo mucho que ha supuesto en el tradicional sentido de las romerías sacras por la Sierra Norte de Guadalajara. Porque al Santo Alto Rey, a la ermita que sobre la roca más alta se alza allí desde la remota Edad Media, no solamente se sube el primer domingo de septiembre, doradas cruces procesionales y grandes banderas comunales en la vanguardia de la procesión, sino que en todas ocasiones, y desde hace siglos, la peregrinación a lo alto del monte era muy aceptada. De ahí la frase que en las Relaciones Topográficas manda al Escorial el correspondiente escribano en 1580: “y a dos leguas de este lugar hay una Sierra alta, una ermita en la Casa del Santo Alto Rey de la Majestad, en la cual hay milagros y grandísima devoción”. Junto a Angel Luis Toledano, escribí un libro que ha recibido ya un par de ediciones sobre esta montaña, sobre los orígenes, con seguridad prehistóricos, del respeto que las gentes le tienen, tanto por el aspecto físico, de soberbia altura, como por la sensación que a uno se le queda en el cuerpo después de haber subido, de haber penetrado en la ermita, de haber comprobado que el altar se alza sobre un puntiagudo picacho, y de haber contemplado la lontananza de tierras castellanas en todas direcciones. El Santo Alto Rey es, tras su ocupación por la Orden Militar del Temple, y con el aplauso y satisfacción de cuantos a lo largo de los siglos han subido hasta su cumbre, una de las más asombrosas prominencias que José Martínez Hernández trata en su reciente libro.

Y aún el tercero (y lo saco como prominencia según la definición que de ellas da en su libro José Martínez) sería la Cabeza del Cid, en Hinojosa (1.352 metros). En este la historia del Imperio Romano ha dejado claramente delimitada su huella, y especialmente por ser un lugar alto, además de estratégico. De este lugar tan vistoso, remoto y pálido hablaba yo no hace mucho tiempo (ver mi colaboración de “Nueva Alcarria” de 30-Abril-2020) explicando que, según las investigaciones arqueológicas realizadas recientemente, la meseta considerada tradicionalmente como “morada del Cid” había servido primeramente de castro o poblado del pueblo celtíbero, durante la Edad del Hierro, en los cinco siglos anteriores al inicio de nuestra Era. Y después, en la etapa de invasión de la Península Ibérica por el Imperio Romano, había servido de campamento permanente de las tropas que asediaban al núcleo de la Celtiberia en Segontia, Termancia y Numancia, habiendo quedando tantos rastros que el propio historiador del Señorío de Molina, don Diego Sánchez de Portocarrero, habitante de Hinojosa en muchas temporadas, había trepado a su altura y encontrado en ella multitud de testimonios de pasadas épocas (cascos, broches, espadas y herraduras) achacándoselos a don Rodrigo Díaz de Vivar, el Cid Campeador, héroe mítico de cuantos se sabían en hondura españoles.

Un libro por todo lo alto

Alguien que lleva años andando los caminos de la provincia, subiendo a todos sus cerros, sus grandes picos, y sus orgullosas serranías, ha sido capaz de rematar una tarea que le ha llevado años, esfuerzos y tesón sin límites. José Martínez Hernández, el protagonista, ha conseguido subir a las cien cumbres más prominentes de nuestra provincia. En su libro nos explica qué es esto de la “prominencia”, un término que tarde o temprano acabará imponiéndose en el colectivo montañero porque es la mejor herramienta para mostrar los picos más significativos de una zona concreta, sin darle tanta importancia a la altitud. El hecho de que una montaña sea muy descollante sobre el entorno en que aparece es un indicador claro de prominencia y es por tanto una meta a escalar. José ha reunido las 100 que merecen figurar en ese listado en un libro que entusiasma ojear. Porque nos promete mucho, nos promete descubrir la tierra en que vivimos de una forma diferente. Escalando siempre, subiendo de continuo. Alcanzando cimas (enormes o modestas) desde las que siempre, eso es seguro, se admira el entorno a vista de pájaro, con la sensación de estar en lo más alto. Sea el cerro de Hita o sea el Pico del Lobo.


José Martínez Hernández es un buen conocedor y descriptor de las montañas españolas. Su libro más conocido posiblemente sea “Los techos de España”, una forma de descubrir las mayores alturas de nuestra tierra, pero su afición le llevó después a subir a las “100 Cumbres más prominentes de la Península Ibérica” (que no las más altas, porque en ese caso, solo hubiera hablado de Sierra Nevada y de los Pirineos). Al ser las más prominentes (sobre el entorno en que se alzan) la variedad se multiplica y aparecen “cumbres” en casi todas las regiones españolas. Luego escribió el libro de las “100 Cumbres más prominentes de la Comunidad de Madrid”, y ahora, por fin, tres años después de aquellas, le ha tocado el turno a Guadalajara, que gracias a este libro pasa a ser considerado un espacio de montañas singulares, de relieve alborotado, y de escalada continua. Un paraíso para montañeros, pero también para ruteros, senderistas y viajeros de cualquier pelaje.
Con este libro, útil y denso, en la mochila, vamos a poder desarrollar nuestro innato deseo de conocer el mundo en que habitamos. Y en la provincia de Guadalajara, que ahora nos pilla más cerca, y que (lo sabemos a ciencia cierta) tiene espectaculares paisajes, valles, barrancos y alturas, vamos a poder descubrir todas sus posibilidades. En cada capítulo aparece una concisa ficha práctica, mapas detallados que se pueden descargar con códigos QR para verlos con mayor resolución, descripción de cómo llegar a las cumbres elegidas, multitud de fotografías… un mundo sin barreras el que pone en nuestras manos José Martínez, a quien no puedo por menos que aplaudir y agradecer su esfuerzo, hecho por su cuenta, sin más ayudas que la propia voluntad.

Ver con detalle lo que ofrece «Las 100 cumbres más prominentes de Guadalajara»