El panteón de la duquesa de Sevillano
Estamos en Navidad, y estamos en Guadalajara. Algo habitual. Pero siempre asomando, por el horizonte de la ciudad, una silueta a la que estamos acostumbrados y marca un poco la esencia de este lugar de Castilla: el voluminoso panteón de doña Diega, una iglesia construida a lo grandioso, en la que resuenan nuestros pasos (cuando por su interior avanzamos) como si estuviéramos en el centro del mundo.
Ahora en la Navidad, cuando algunos días la vemos emerger de entre la niebla, o brillar con sus rosados tonos sobre la blanca capa de la nieve, o de la escarcha, evocamos la figura de su constructora, de su arquitecto, de los artistas que le dieron forma. Todo en su conjunto parece un canto.
Al concluir el paseo de San Roque, y antes de llegar al parque de la Fuente de la Niña, nos encontramos con la silueta contundente, prolija y brillante del panteón de la Condesa de la Vega del Pozo. Que fue señora de muchos posibles, que vivió en Guadalajara, entre otros lugares, en su palacio de la plaza de Beladíez. A la que todos admiraron (por su riqueza) y compadecieron (por sus desgracias), porque murieron sus padres siendo pequeña, y ella no encontró nunca el acomodo de una pareja, ni la felicidad en nada. Tanto dinero…
Se llamaba María Diega Desmaissières y Sevillano, y era como la última rama de un poderoso árbol muy bien enraizado en la tierra (en Navarra, en Murcia, en la Alcarria, en Burdeos… inmensamente rica de títulos y haciendas). Murió sola, en una habitación de hotel, en 1916, sin testar, y dejando tras sí un buen lío de herencias fallidas y de abogados.
Pero en vida, que fue familiar y eclesiástica, siempre rodeada de criados, de administradores y de clérigos que apoyaban su fe en los millones de doña Diega, hizo bastantes cosas útiles, dirigidas sobre todo al buen discurrir de las ciudades y pueblos donde vivió, y a la mejora de las condiciones de vida de las gentes que la poblaban. Además de diversos templos en las tierras de Alguazas, de un impresionante palacio castillero dirigente de sus viñedos en Dicastillo, del gran Colegio del Pilar en Madrid y algunas capillas en Vicálvaro, la gran señora quiso dejar su memoria prendida y abrillantada de por siglos en el conjunto que mandó levantar junto a la ermita de San Roque, en Guadalajara, para lo que llamó al mejor arquitecto de la época (eran los finales años del siglo XIX) Ricardo Velázquez Bosco, y le pidió que diseñara un conjunto espectacular de edificios que sirvieran de Asilo a las muchachas perdidas (eufemismo utilizado entonces y de fácil traducción) y a los ancianos incapaces, de la ciudad y su entorno. Precioso quedó todo, majestuoso. Incluso le añadió una iglesia (hoy ejerce de parroquia con el título de Santa María Micaela, que era su tía, fundadora de las Adoratrices) y muchos jardines….
Pero donde se lució Velázquez, y ella alcanzó a ver prácticamente terminado, aunque no en uso, fue el panteón que fraguó para enterramiento de sus padres. Hoy se visita, y muchos son los que afirman que es este panteón el edificio más impresionante que han contemplado en sus vidas, y, por supuesto, el mejor de Guadalajara.
Con planta de cruz griega, todo él labrado en piedra de Novelda, coronada la cúpula con cerámica brillante y un interior prodigioso de mármoles y decoraciones en mosaicos, para ascender al templo se sube una solemne escalinata, porque esa altura supone utilizar la planta baja como cripta, a la que solo desde arriba puede accederse, donde descansarían los padres (y los hermanos, y los tíos, y los abuelos…) de doña Diega. Incluso ella, tras su muerte, fue enterrada en ese lugar, bajo un mausoleo espectacular que talló Ángel García Díaz, en el que cuatro ángeles marmóreos levantan como una pluma el sarcófago con los restos de la señora, a la que vemos en busto tallado sobre piedra de basalto en el frente, y detrás la leyenda que atestigua quien fue, y por qué está aquí.
Todo este conjunto acabóse de hacer en torno a la fecha de la muerte de la propietaria, 1916. La tradición dice que por dar trabajo a cuantos lo necesitaban en Guadalajara, mandaba una y otra vez levantar y tirar las tapias y los cimientos que se iban haciendo, para alargar el proceso de su construcción. Sin duda una leyenda urbana, pero que dio lugar a la manifestación de duelo más impresionante que se ha visto por estos lares: tras morir en Burdeos, un tren especial trajo sus restos hasta la estación de Guadalajara, donde la esperaban no solo autoridades, locales y nacionales, sino la población entera, y dicen que puestos todos detrás del ambón que portaba el féretro, cuando llegaba a la puerta del Panteón todavía había gente que seguía el cortejo por el puente del Henares. Hay fotografías…
La iglesia funeraria es un espectáculo único. Yo he visto en Serbia el gran mausoleo real de Topola, que parece una copia en miniatura de este panteón. Y allí están orgullosos de ello y se lo enseñan a todos los turistas. Aquí en Guadalajara el edificio está administrado por las religiosas Adoratrices, orden fundada por Santa María Micaela Desmaissières y López de Dicastillo, y son ellas las que lo mantienen, limpian, reparan y cobran la entrada.
Sorprende el espacio (que es esencia de la arquitectura) y el suelo cubierto de teselas, más las dos pilas de tallado mármol que recuerdan, sin quererlo, a San Pedro del Vaticano. En el centro del recinto, una cristalera da luz, sobre una valiente bóveda plana, a la cripta inferior. En los brazos de la cruz, sendos altares a San Diego de Alcalá y la Virgen de las Nieves, devociones particulares de la dueña. Y en el frente un altar con fantástica tabla pintada por Alejandro Ferrant.
Quizás lo más llamativo de todo el conjunto, lo que produce el milagro de que nadie que allí entre lo olvide nunca, es la bóveda semiesférica en la que miles de pequeñas teselas, doradas unas, coloreadas otras, reproducen en un estilo que recuerda lo mejor del arte bizantino a María Madre coronada con el favor de la Trinidad católica: el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, que la reconocen eje de su aparato teológico. Además escudos, santos y apóstoles, monjas y beatos, fundadores y arcángeles… un festival de color y formas, de brillos y sonoridad. Algo imborrable.