Los Escritos de Herrera Casado Rotating Header Image

septiembre, 2019:

Dentro de la capilla del caballero San Galindo en Campisábalos

Campisabalos capilla del caballero san galindo

Una vez más me he acercado por Campisábalos, en la altura máxima de la sierra de Pela, a buscar ese “aire más limpio de España” del que pueden presumir y estar orgullosos. En el interior de su iglesia, una capilla se abre, la del Caballero San Galindo. Vamos a visitarla.

Primero hay que llegar a Campisábalos. Se puede hacer desde Atienza, por la carretera que va  hacia  Ayllón, y Aranda de Duero. O quizás mejor por la vena grande de la Sierra, desde Cogolludo subir por Veguillas y Arroyo de Fraguas, cruzando el Campanario y bajando hacia Galve de Sorbe. Es más hermoso el recorrido. El caso es llegar, al alto, generalmente con abrigo. Y allí charlar con los paisanos, mirar el Centro de Interpretación, que lo han dejado perfecto, y llegarse a la iglesia, puesta bajo la advocación bajo el santo de las tormentas, San Bartolomé.

Casi todos mis lectores saben ya de qué va este templo. Es románico, es del siglo XIII, recibió reformas en siglos posteriores, cuando le alzaron una torre en el extremo suroriental. Y muestra valiente su ábside semicircular, su atrio porticado con unas laudas primitivas, una portada elegante, y un interior soberbio. Pero, sobre todo, con una capilla adosada a su fachada sur, la capilla que llaman “del Caballero San Galindo”, a la que por nada del mundo debe dejar el viajero de echar un vistazo, aunque sea rápido, pero mejor intenso, detallado, a todos y cada uno de sus detalles. Que son estos.

En el exterior, esta capilla tiene de destacable su portada, que se abre en un cuerpo saliente de piedra sillar mediante arcada formada por cinco arquivoltas de trazo semicircular, con una estructura y decoración muy parecida a la de la aneja parroquia y a la de san Pedro de Villacadima. Una de las arquivoltas se cuaja de roleos vegetales, y los capiteles don de idéntica consistencia vital, con una preciosa cornisa en la que se ven tallados elegantes y risueños canecillos. Aún más: la superficie del muro de la capilla, tiene a media altura tallado sobre los pétreos sillares una secuencia de 14 escenas que constituyen un curioso mensario, legible de derecha a izquierda, y con sendas escenas de la vida cotidiana al principio y el fin de su serie mensual. El ábside de la capilla, que es de planta rectangular, se ilumina a través de un ventanal muy llamativo, con un óculo circular tramado de filigranas mudéjares talladas en la piedra. Los especialistas relacionan este templo muy directamente con el de Villacadima, a media legua al norte, y con los de Santa María del Rey, en Atienza; Santa María, en Tiermes; la Anunciación, en Alpanseque y San Pedro de Caracena, estas últimas en Soria. Es lógico, porque están próximas y todas debieron su construcción a un mismo equipo de maestros constructores, escultores y canteros.

El interior de esta capilla tiene mucho de mágico. En todo caso, de sorprendente, de poco habitual. Es un espacio único, una sola nave, de unos seis metros de largo por cuatro de ancho, con acceso desde el exterior al sur, y con comunicación al templo parroquial a través de una puerta al norte. En ese espacio único, orientado canónicamente con los pies al poniente y el presbiterio y ábside al levante, nos llaman la atención varias cosas, que intentaré desmenuzar a continuación.

Iconografia romanica de Guadalajara

Quizás sea la primera el severo ámbito creado. Para mí, la esencia de la arquitectura es el espacio, lo que hay de vacío entre el pavimento, los muros, las columnas y los abovedamientos. El hueco en el que nos movemos. Que cuando es sagrado se revela en templo. Su abovedamiento es de cañón y en la cabecera de cuarto de esfera. Varias columnas adosadas a los muros rematan en capiteles foliados sobre los que cargan arcos fajones. El arco toral que da paso al presbiterio de esta capilla descansa sobre columnas cortas, pareadas, robustas, que sostienen sendos capiteles de gran interés iconográfico: el de la derecha, correspondiente a la epístola, ofrece en su decoración, aunque muy desgastadas, unas figuras de grifos. Y el de la izquierda, correspondiente al evangelio, muestra un bello conjunto iconográfico de clara filiación silense, presentando en su cara ancha dos animales fantásticos sobre los que cabalgan aves de encapuchada cubierta, y sobre las caras estrechas un par de centauros disparando sus flechas sobre las aves centrales. Una corrida imposta sobre los capiteles recorre todo el ábside. Esos dos animales cuadrúpedos, que muy bien pudieran ser esfinges, con torsos y cabezas humanas, que se dan la espalda, y que en sus lomos sostienen unas aves cuyas cabezas son también humanas y se cubren de cogullas, representando sin duda arpías, enfrentando sus caras. Aunque no exactamente como aquí, en el claustro de Silos aparecen muchas parejas de animales y grupos en esta disposición, con este aire. Son seres imaginarios, que proceden de las leyendas orientales, persas, caldeas, que podrían identificarse con esfinges, con arpías, en todo caso, con seres malignos que pueblan el submundo. A sus costados, en las partes estrechas del capitel, sendos centauros que disparan flechas, como sagitarios. Son seres benignos, que atacan a los malos. En definitiva, una psicomaquia evidente y aleccionadora.

En el ámbito del presbiterio, en su costado del evangelio, se abre un arco en el muro que cobija un sepulcro. Es el del benefactor de la capilla, el caballero San Galindo. Ese arco se defiende del exterior por una reja y el enterramiento que aparece tras ella parece estar mal encajado en el espacio. Una especie de féretro incómodo que al caballero, -debe decirse, para que a todos nos deje más tranquilos- le importó muy poco, porque a los muertos ya no les importa nada de lo que en este mundo queda tras ellos.

En mitad del muro norte de esta capilla aparece un escudo y una inscripción, que conviene anotar, mirar, fotografiar. De siempre se ha atribuido el escudo al caballero fundador de la capilla. Es lo lógico. Aunque según dice la lápida, en texto que más adelante copio, fue el Concejo atencino quien puso el mensaje y el emblema. Se ha dado por supuesto que las armas corresponden al que allí llaman todavía el “caballero Galindo”, «caballero San Galindo» o «caballero” a secas. Sin embargo, ha habido quien piensa que el escudo sería del Concejo de Atienza, lo cual es imposible, por cuanto en el siglo XVI ese emblema heráldico municipal no existía con las características que hoy tiene. Sin duda que identifica al personaje allí enterrado.Ese escudo podría definirse como cuartelado, apareciendo en el primer campo tres flores de lis puestas de dos y una, un castillete rechoncho, un león rampante casi volcado de espaldas, y unas murallas sobre rocas. Lo curioso es que se acola de un águila bicéfala y se cima con una corona burda, que podría aludir al símbolo regio del emperador Carlos. Es un escudo raro, digamos que “poco canónico” pero evidentemente antiguo.

Esta es la leyenda tallada bajo el escudo que luce en el muro de la capilla del Caballero San Galindo: EN ESTA CAPILLA DONDE STA LA REXA / DE HIERO ESTA SEPVLTADO EL CVERPO D / EL CAVALLERO SAN GALINDO Y DE LA DI / CHA CAPILLA Y OSPITAL Y VIENES Y RENT / AS SVYAS SON PATRONES LA YVSTIZIA / Y REGIMIENTO DE LA VILLA DE ATIENZA / HIÇOSE POR MANDADO DE LOS YLLES / SS. LDO ALBAREZ ALCALDE MAYOR / POR SV MAG DE LA DIHA VILLA Y DON / GR DE MEDRANO BRABO ALFEZ M / OR FRANO DEL CASTILLO IVAN DE RIB / EROS GRD PINEDO BR DE HIXES A LO / PEZ DE GVZMAN FRAN QVES VE / RO…

Y esta es la transcripción que puede colegirse de ella: En esta capilla donde está la reja de hierro está sepultado el cuerpo del caballero San Galindo y de la dicha capilla y hospital y bienes y rentas suyas son patrones la Justicia y Regimiento de la Villa de Atienza. Hízose por mandado de los Ilustres Señores Licenciado Alvarez, alcalde mayor por Su Magestad de la dicha villa y Don Gerónimo de Medrano Bravo, Alférez Mayor, Francisco del Castillo, Juan de Riberos, Grd. Pinedo, Br. de Hijes, López de Guzmán, Francisco Quesvero

No está mal, para un espacio tan pequeño, encontrarse con tantas curiosidades. Solo queda la última, que sería saber quien fue el “caballero San Galindo” del que tanto se ha hablado, y casi siempre de oídas. Es Marcos Nieto Jiménez quien viene en nuestra ayuda, a referirnos algunos datos en torno a este misterioso personaje. De un interesante trabajo que dejó colgado en Internet este autor seguntino, se puede colegir que solo existen leyendas en torno al personaje, que no quedan documentos fidedignos. El nombre, Galindó Galindo, era frecuente en la Edad Media en las tierras del Alto Aragón. El propio Cid Campeador se acompañaba de algún Galindo ó Galindez.
Y de este de Campisábalos se dice que fue hombre cumplido y rico que dejó parte de sus bienes para fundar un hospital que administraría el Concejo de Atienza. Es más, en la provincia, Alcarria abajo, hay otro pueblo que se denomina “Casas de San Galindo”. Nadie sabe quien fuera este señor. De él ha corrido también leyenda de su amor incestuoso con su hermana (la “galinda” de la que le separaron al nacer, y luego pasados los años se enamoraron y acabaron juntos…. Hasta que descubierto el parentesco, de común acuerdo decidieron enterrarse vivos en el sepulcro de la capilla de Campisábalos…

Dejémoslo aquí, porque a la historia, cuando es parca en documentos, le salen los refranes y las leyendas cabalgando sin freno por los laterales. Dejémoslo ahí, y acordemos la memoria vaga con la certeza de ese enterramiento, de ese escudo, de esa leyenda, de esos capiteles orondos, de ese templo minúsculo, bello, como una joya de piedra tallada.

El mecenazgo de los Mendoza

Patrimonio de todos es la memoria histórica del linaje mendocino. Porque hicieron como es a esta tierra de la Alcarria. Desde el poder, pero también desde la voluntad de dejar memoria de sí mismos, y de su tiempo. A través del mecenazgo, dejaron razón de su ser.

Aunque los Mendoza llevaban ya en tierra de la Alcarria (procedentes de su llanada alavesa) desde mediado el siglo XIV, es a fines del siglo XV cuando empiezan a desarrollar de forma evidente, y aún perceptible, su afán de mecenazgo. Coincide con la llegada al trono de Castilla del rey Juan, el segundo, y se desarrolla después con gran impulso en los reinados de Enrique, el cuarto, de Isabel y Fernando y de su nieto Carlos, el emperador.

Sobre este tema del “Los Mendoza y el ideal del mecenazgo renacentista” desarrolló un importante estudio la doctora María Teresa Fernández Madrid.

Repaso ahora algunos de los temas que pudieran constituir un largo tratado sobre ello, especialmente los caminos por los que desarrollaron ese mecenazgo: el arte, las fundaciones, las fiestas, el apoyo a los escritores y a los libros, la meditada intención de dejar estela.

Es a los Médici italianos a los que en muchas cosas siguen. Los conocen, de referencias, de estampas. Y los admiran. Saben que el poder territorial está fundamentado en el asombro de los mandados. Y que la trama de fastos no hace sino anclar más profundamente el ancla de su nave. Aunque el mecenazgo (palabra que procede, en clara metáfora nominal, del rey Mecenas de la antigua Grecia) surgió en la antigua Roma, el Renacimiento elevó el concepto hasta sus cotas más elevadas, prestándole una serie de connotaciones específicas que serán transmitidas a generaciones posteriores. Fue Maquiavelo quien atribuyó como una cualidad prioritaria la liberalidad que todo gobernante debe poseer, y este don debía unirse al deseo de ostentación, de prestigio personal, de persecución de la fama póstuma, como características de un mecenas ideal.

 

Los Médici desarrollan su política de prestigio artístico irradiando la fama de Florencia por toda Italia y apoyando claramente a los humanistas como exaltación suprema de las glorias toscanas, siendo principal en ello el papel de Lorenzo el Magnifico, como experto interesado en la estética y en el coleccionismo.

Los Mendoza, desde Guadalajara, pero con numerosos anclajes en el resto de España, se presentan como una nueva clase nobiliaria con un pasado [relativamente] glorioso que no va a pararse en barras.  Desde sus inicios al lado de los monarcas, progresivamente van afianzando su poder, su influencia, hasta terminar siendo “validos”, figuras esenciales en la estructura del poder final.

Y desde sus puestos de cortesanos discretos, hasta el máximo (ocupado por Pedro González de Mendoza, como Canciller de la nueva monarquía de los Reyes Católicos) poder político, militar y religioso, ellos van encargando a maestros arquitectos, escultores, pintores, urbanistas y poetas, las tareas de adorno y brillantez de su rastro.

¿Por donde empezar? Por los edificios, sin duda. Por los palacios para su habitación, con grandes escudos sobre los portalones y las ventanas. Por los conventos y monasterios en los que se alcen coloristas los retablos, las cruces doradas y los atavíos de seda para los oficiantes. Con sus escudos siempre, con su heráldica pregonera del linaje antiguo y seguro. ¿Ejemplos? Decenas de ellos. Aquí en la Alcarria el convento de San Antonio para los franciscanos en Mondéjar. La mole monasterial de Santa María de Sopetrán, en la Hita de junto al Badiel para los benedictinos. El suntuoso templo de San Francisco en lo alto de la colina que se yergue junto a Bejanque, en Guadalajara…. Sin contar lo que a finales del siglo XV había mandado hacer al bretón Juan Guas el segundo duque don Iñigo en la parte baja de Guadalajara, ese gran palacio ducal que de inmediato fue envidiado hasta por los mismos monarcas castellanos.

El retablo como el que Don Diego Hurtado de Mendoza, segundo marqués de Santillana, encargó al pintor flamenco al que hoy conocemos como “Maestro de Sopetrán”, tiene una doble finalidad: ostentación del patronato en las fiestas religiosas que se celebren en el convento, y mantener despierta la memoria del donante, pues en una de las tablas aparece retratado el propio comitente, orando arrodillado ante la imagen de María Virgen. Es la fértil cosecha de la pintura, derramada en retablos, en páginas de libros pergaminos, en los techos de capillas y atrios palaciegos.

De las pinturas de altares se pasa a los enterramientos, esos recipientes destinados a contener la frágil y perecedera carne de cualquiera. Porque ellos saben que han de morir, como cualquier humano, y que sus restos serán poco tiempo después una mezcla de gusana y desmantelada osamenta. Aunque en ellos se plantea el más sofisticado y difícil de los retos: retratar al magnate y dejarle en aparente eternidad, vital y ejemplar, por los siglos. Tuvo ese enterramiento el marqués, en San Francisco, aunque se perdió del todo. Y lo tuvo (y aún lo tiene) su hijo don Pedro, aunque en el presbiterio de la catedral toledana. Lo tuvieron también sus otros hijos Iñigo López, conde de Tendilla, en su convento jerónimo de la villa alcarreña, trasladado luego a la iglesia de San Ginés de Guadalajara, donde fue pasto de las antorchas revolucionarias del verano del 36. Y su otro hijo Pedro Hurtado, adelantado de Cazorla, en ese mismo lugar mostrando hoy los muñones.

Edificios, pinturas, esculturas… el mecenazgo mendocino da lugar un poco después, mediado el siglo XVI, a la Academia literaria a la que algunos aduladores pusieron título de “Atenas Alcarreña”. En ella brilló el cuarto duque como escritor y editor de su propia obra. Llamando a figuras como Luis Gálvez de Montalvo, Alvar Gómez de Ciudad Real, o Alvar Gómez de Castro, escritores de poemas, de tratados de oratoria, de novelas pastoriles.

En el estudio que al principio he mencionado de Fernández Madrid, dícese que “niMédicisniMendozapensabanquelapoesíaeraunhechointrascendente,uncultoprivadoounaevasión,sinoqueopinabanqueeraunaparticipaciónpersonalpara elconocimientodelosvaloreshumanos”. De ahí que no solo protegieran a los poetas y escritores, sino que los emularan. Entre esos escritores, y por el interés propio del linaje, los Mendoza apoyan a historiadores a los que encargan (o ruegan) que hablen de sus orígenes familiares, de las batallas en que se distinguieron, de las razones que, siglo tras siglo, en suma continua, fueron construyendo el monolito de su fama y su poderío. Medina de Mendoza, Hernando Pecha o Núñez de Castro son algunos de esos escritores/recopiladores de memorias mendocinas (es ya el siglo XVII) en que hoy se cimenta el conocimiento correlativo del linaje alavés.

Otro de los caminos del mecenazgo discurre por el coleccionismo. El humanismo fomentó el desarrollo del coleccionismo como erudición, como fuente de estudio de la antigüedad. De ello bien sabía el Cardenal Mendoza, quien en su palacio frente a Santa María de Guadalajara sumó enjambres de pájaros y raros animales, dispuestos en jaulas y patios para asombro de sus visitantes. Mientras en las salas de arriba enseñaba sus cajones pletóricos de monedas romanas, celtíberas, etruscas y merovingias junto a las medallas que los florentinos tallaban para él y los grandes de la itálica península. Libros coleccionaron, más por el placer de tenerlos que de leerlos. Y gabinetes para las curiosidades que, -lástima, siempre ha sido así- son las más endebles de las criaturas frente a los siglos.

 

 

Y aunque este breve recordatorio en torno al mecenazgo mendocino no quiere entrar en profundidades, que aquí no cabrían, sí que debe acabar con la obligada referencia a la arquitectura, que es la más visible de las imágenes prestadas por el poder a la posteridad. Templos parroquiales, catedrales incluso, conventos muchos…. Y en ellos torres, gárgolas y retablos, campanas y escudos por doquier. Las residencias personales, desde el castillo tardomedieval al lujoso y funcional palacio renacentista, tienen de mano de los Mendoza sus expresiones más exquisitas. De una parte, esos castillos de Pioz y Jadraque que manda construir el gran Cardenal Mendoza, o el lujo castillero y a la par palaciego de La Calahorra en Granada, obra de Lorenzo Vázquez por encargo del hijo del cardenal, el bravo don Rodrigo Díaz de Vivar y Mendoza.
Sin olvidar el palacio ducal de Guadalajara, joya del gótico flamígero debido al ingenio de Guas y Cueman, o la exquisita y equilibrada razón numérica del palacio de don Antonio de Mendoza en su palacio de la colación de Santiago. A la que, en la cuarta década del siglo XVI, mandó doña Brianda de Mendoza completar con una iglesia a don Alonso de Covarrubias… y en su fachada, tallada personalmente por el toledano, poner un relieve casi miguelangelesco de La Piedad, y unos escudos mendocinos entre grecas que más parecen salidos de la vibrante sensualidad de la Toscana que brotados del seco perfil de la Alcarria.

Y aquí junto a estas líneas quedan inscritos algunos aspectos de ese mecenazgo que los Mendoza reparten por nuestra tierra: palacios, sepulcros, pinturas… de todo ello puede saberse, en más detalle, si de ellos se sabe. Y aquí recuerdo, porque es obligado, o a mí me lo parece, a José Luis García de Paz, y su obra recopilatoria sobre los Mendoza, que tallada a lo largo de más de veinte años, y durante un tiempo brindada en la red mundial, había desaparecido y acaba de ser recogida y reparada en un libro fundamental y de obligado conocimiento, el “Planeta Mendoza” que en todo caso recomiendo leer, y consultar a ratos.

Doña Blanca de Molina

historia del señorío de molinaEn el recuento de las vidas, de las actitudes y memorias que personas concretas han generado, está muchas veces como en resumen la historia de un territorio. El Señorío de Molina, tan singular en orígenes y desarrollo, tiene en sus jerarcas, y más especialmente en doña Blanca de Molina, una palpitante declamación de historia.

En la sucesión de señores de Molina, titulares de la behetría que el fuero manriqueño creó a mediados del siglo XII, la quinta de la serie es doña Blanca Alfonso de Molina, la más querida y brillante en la memoria colectiva de estos nombres antañones y medievales.

Era hija doña Blanca de los cuartos señores de Molina: don Alfonso [de Molina] infante de Castilla (hijo a su vez de Alfonso IX y de Dª Berenguela), y doña Mafalda Manrique, hija del tercer señor don Gonzalo Pérez de Lara, matrimonio con el que se dio cima a la Concordia de Zafra. Casó Blanca con don Alfonso Fernández el Niño, hijo del rey Alfonso X y de una tal doña Aldonza o Landada. Al morir el padre de Blanca, en 1262, acceden al señorío el joven matrimonio. Pero de hecho, quien gobernó siempre la tierra molinesa, durante 30 años consecutivos, fue doña Blanca, pues su esposo se dedicó por entero a la milicia, con su padre el Rey, y anduvo aquí y allá siempre metido en batallas y estrategias, especialmente dirigidas contra las fronteras de Al-Andalus. Murió en 1281, después de una campaña contra Granada, y los molineses apenas le echaron de menos, porque casi nunca le vieron.

Doña Blanca siguió, con más interés si cabe, al quedar viuda, procurando su atención al señorío que gobernaba. Entre sus obras destacan los historiadores la apertura del comercio molinés hacia Aragón y Castilla; la construcción de la iglesia románica de Santa María de Pero Gómez (hoy del convento de Santa Clara), y la fundación en 1284 del monasterio e iglesia de San Francisco. Creó además la Orden Militar de los Ballesteros de San Julián, y amplió a un centenar el número de los miembros del Cabildo de Caballeros, que desde entonces pasó a denominarse de Caballeros de doña Blanca.

Quizás su prueba más difícil fue la guerra que infectó el territorio hacia el año 1283. El alzamiento y rebeldía de don Juan Núñez de Lara, señor de Albarracín, y algo pariente de doña Blanca, contra el reino de Aragón, supuso una guerra que se extendió a Molina porque el tal Núñez se refugió en el alcázar de doña Blanca. El poderoso ejército aragonés entró en el independiente señorío, sembrando la destrucción y la desolación en las aldeas. Doña Blanca reorganizó su ejército, hizo apellidocon sus caballeros, ballesteros y gentes obligadas a batallar, y también penetraron en Aragón, causando daños. El conflicto vino a resolverse en una final batalla, que quedó en la memoria colectiva con el nombre de batalla de las Matanzas, y que aún se localiza el lugar donde se produjo entre los términos de Tordellego y Tordesilos. El choque producido entre los caballeros de doña Blanca, los ballesteros de San Julián y el ejército del Concejo de Molina, contra las huestes aragonesas de los concejos de Teruel, Daroca y los de Albarracín contrarios a su señor, acabó con la victoria del ejército molinés. Después de esta batalla, se firmaron las paces.

Y arreglado el conflicto, a Isabel, la hija de doña Blanca, la solicitaron en matrimonio un par de infantes de Aragón. La idea del rey aragonés Pedro III era la de anexionarse de este modo el Señorío. Sancho IV de Castilla, atento a la jugada, no se quedó quieto. Casado ya con doña María, hermana de doña Blanca, y estando con su corte en León, hizo viajar hasta allí a doña Blanca engañándola con la noticia de que su hermana se hallaba muy enferma. Al llegar nuestra dama a León, fue encarcelada, y allí forzada de la manera que podemos imaginarnos según procedía en todos sus actos Sancho IV apodado el Bravo. Ella se resistió, sufrió en el silencio de la lejanía porque sus súbditos y caballeros no estaban al corriente de lo que ocurría en Castilla, y finalmente tuvo que firmar con Sancho un pacto, en los salones del alcázar de Segovia, por el que doña Blanca desheradaba a su hija Isabel y nombraba su heredera en el señorío a su hermana María. A la hija impusieron boda precisamente con don Juan Núñez de Lara, señor de Albarracín, y así se casaron con gran pompa y circunstancia, aunque a los pocos meses, sin haber llegado a tener descendencia, murió la joven Isabel siendo enterrada en el panteón familiar del claustro del Monasterio de Santa María de Huerta.

 

castillos de castilla-la mancha

 

En ese momento, doña Blanca, viuda desde diez años antes, sin hijas pues Mafalda murió niña e Isabel acababa de fallecer, quedó muy deprimida y como paralizada. Enfermó, y solo dos años después, viendo que la gravedad era suma y (según declara al inicio del postrero escrito) como quiera que sea doliente en los miembros del cuerpo, el mismo día de su muerte (el 10 de mayo de 1293) firma el Testamento que quizás estaba redactado desde bastante antes, y que es una pieza importante y curiosísima de la historia molinesa que bien merece la pena glosar.

La esencia del testamento es que deja el señorío de Molina al rey Sancho IV de Castilla, como la había obligado este a firmar algún tiempo antes, con amenaza y en prisión. Menos mal que el rey tuvo al final un detalle, y también ese mismo día, extendió otro solemne documento sobre bello pergamino miniado, en el que hacía donación por juro de heredat, en toda su vidadel señorío de Molina a su esposa doña María, hermana de doña Blanca, de tal manera que el Señorío continuó teniendo señora de la familia de los Lara, y manteniendo su convivencia foral y sus instituciones vivas. Así siguió hasta 1321 en que murió doña María de Molina, siendo entonces su nieto, Alfonso XI, ya como rey de Castilla, quien lo heredó añadiendo a la corona el título de Señor de Molinaque ha seguido siendo, hasta hoy mismo, uno de los títulos del Rey de España.

El Testamento de doña Blanca es un documento por demás curioso, de cuya redacción detallada haré gracia a mis lectores, pero no quiero dejar pasar la ocasión de comentar algunas cosas curiosas que de él se coligen. Lo redactó doña Blanca ante el notario público de Molina, Lope García, y en él pedía, después de las clásicas invocaciones de piedad y fe hacia Dios, la Santísima Trinidad y la Virgen María, que su cuerpo fuera enterrado en la iglesia de sumonasterio de San Francisco de Molina, ante el altar de Santa Isabel, trasladando desde allí a la nave principal el de su hija fallecida años antes. En ese testamento es donde Blanca reparte señoríos a diestro y siniestro, de las pequeñas aldeas del territorio. Y reparte sus dineros entre sus criados, amigos, servidores y allegados, más capellanes, mayordomos y escribanos… un rasgo de generosidad que nunca se ha olvidado en Molina.

aache ediciones de guadalajara libros

En Trillo, admirando sus paisajes

Estos días celebra Trillo sus fiestas patronales, en el homenaje anual a la Virgen del Campo, y en la sensación de un año que acaba y se preparan nuevas cosas para el siguiente. A propósito de estas fiestas, y en medio de ellas, hago un recuerdo a los paisajes tan interesantes que nos ofrece este pueblo de la Alcarria.

Trillo se ha ganado en estos últimos años varias etiquetas: la de villa nuclear, la de pueblo rico, la de espacio con más capacidad de crecer y prosperar que otros muchos de la Alcarria. Trillo es, sin embargo, uno de esos lugares íntimamente, antiguamente, alcarreños, lleno de encanto no perdido, y sobre todo, con ganas de enseñarlo y hacer partícipes a los demás de ello. Sobre todo ahora, con la renovada actualidad de contar en su término una industria de las que están siendo capitales en el siglo que empieza, una industria del ocio. Porque su Balneario, en medio de una Naturaleza generosa y fantástica, viene a poner a Trillo en otra dimensión de famas diferente a la actual. Ya se está comprobando…

Esa Naturaleza de Trillo que no está suficientemente conocida. Sobre los tejados de la villa planean las siluetas de las conocidas «Tetas de Viana», montañas simbólicas, cargadas de historia, bellas por antonomasia. En el mismo pueblo, la cascada del río Cifuentes y su entorno, hoy bien urbanizado, aunque quizás de forma excesiva. El agua, en cualquier caso, sigue cayendo y produciendo esa sonoridad alegre que llama la atención de quien por allí circula. Y en el término, muy cerca de las casas, tras la revuelta del río, los Baños, con sus arboledas umbrosas, su música de pájaros, sus roquedales que vigilan desde Villavieja, un interesantísimo poblado de época celtibérica, aún por estudiar…

Para degustar la belleza del pueblo de Trillo, y de su entorno, hay que ir un poco informado. Y eso es lo que persiguen las líneas que vienen a continuación.

Saber algo de historia, por ejemplo. Decir que en el lugar de Trillo existe población desde tiempos antiquísi­mos, pues los restos arqueológicos que hay en lo alto del cerro de Villavieja, como los que se encuentran en las inmediaciones de la ermita de San Martín nos están diciendo que hubo población desde los tiempos prehistóri­cos.

La población, más moderna, junto al río, tiene su origen tras la reconquista de la zona, que se verificó a finales del siglo XI, cuando la recuperación definiti­va, por Alfonso VI, de Atienza, Guadalajara y Toledo. En el Común de Villa y Tierra de Atienza quedó Trillo, rigiéndose por su Fuero. El señorío de ésta que entonces era simple aldea, quedó en manos de particulares, al menos desde el siglo XIII. Así, vemos que hacia 1244 era señor de Trillo don García Pérez de Trillo, noble castellano, de quien lo heredó su hijo don Pedro García de Trillo. Su viuda doña Mayor Díaz y su hija Francisca Pérez lo poseían en el comienzo del siglo XIV, cuando en 1301 las amparó el rey Fernando IV ante el asalto que por parte de alborotadores del reino sufrieron en su cortijo o castillete.

Doña Mayor poseía «el lugar entero de Trillo» en 1304, año en que le fue confirmada esta posesión por parte del mismo rey Fernando IV, contra Rodrigo Pérez que pedía inexistentes dere­chos. El 20 de octubre de 1313 tomó posesión del lugar, como señora del mismo, doña Francisca Pérez, que había casado con don Gil Pérez. En 1315 tuvieron que mantener lucha contra don Diego Ramírez de Cifuen­tes, que las usurpó parte del señorío. Las hijas de este matrimonio, doña Sancha, doña Toda y doña Mayor Pérez vendieron Trillo y su entorno, con todas sus pertenencias, sus términos, vasallos, molinos, montes, etc., al infante don Juan Manuel, en 1325, en precio de veinte mil maravedís. Y éste comenzó ese año la construcción de un poderoso castillo en lo más alto del pueblo. De un “torrillo” que luego afianzaría el nombre del pueblo.

Desde esta fecha hasta mediado el siglo XV, Trillo siguió los mismos avatares históricos que Cifuentes. En 1436 pasó a poder de la familia de los Silva, condes de Cifuentes, y a la jurisdic­ción de esta villa. Durante largo tiempo, Trillo sostuvo pleitos contra Cifuentes arguyendo que tenía jurisdicción propia, y que no tenía por qué ser considerada un barrio de la villa. Pero este derecho y solicitud no fue plenamente reconocido hasta que en 1749 Trillo fue declarado Villa por sí, con jurisdicción propia. En el siglo XVIII sufrió graves daños en la guerra de Sucesión, y luego en el XIX los franceses hundieron el puente, en su retirada, no siendo reconstruido hasta 1817.

Para el viajero que hoy llega a Trillo, son de interés no sólo las calles y plazas del pueblo, en las que a pesar de las modernizaciones de los últimos años, que han corrompido en buena medida el ambiente tradicional, aparecen buenos ejemplares de casonas típicas, con clavos y alguazas antiguas, etc., y muchos rincones de gran belleza urbanística rural.

Destaca la iglesia parroquial dedicada a Santa María de la Estrella, situada en eminencia sobre el río y llegándose a ella desde la plaza mayor, o desde un puentecillo que cruza sobre el río Cifuentes. Es obra grandiosa del siglo XVI, con fuerte fábrica de mampostería y sillar, alta torre, y atrio cubierto rodeado de barbacana sobre el río. Tiene tres puertas de acceso, pero es la del mediodía la principal, con detalles ornamentales del período renacentista (segunda mitad del siglo XVI) y buenos hierros en clavos, argollas, cerrajas, etc. El interior es de una sola nave, con techumbre de madera muy sencilla.

El retablo que cubre la pared del fondo del presbiterio está traído desde el abandonado templo parroquial de Santamera, y es una verdadera joya (además, muy bien restaurado) de la pintura renacentista. Múltiples escenas de la Vida de Cristo, y algunas figuras de santos y santas tradicionales, le adornan con su fuerza multicolor.

Entre algunas casas y corrales de la parte alta del pueblo, se quieren adivinar los restos del antiguo castillo medieval que construyera don Juan Manuel hacia el año 1325.

El puente sobre el río Tajo es magnífico. Dice la tradición del pueblo que fue construido por los moros. Su origen es medieval, y en el siglo XVI ya llamaba la atención por ser de un solo ojo, muy firme y bello. Necesitó reparaciones en el siglo XVIII. En el XIX, los franceses le derrumbaron, y hacia 1817 se volvió a reconstruir de nuevo, durante el reinado de Fernando VII, como puede leerse en una piedra de la baranda. Aún en el pasado siglo XX ha sufrido reformas, ampliaciones y añadidos.

A dos kilómetros río arriba de Trillo se encuentran los Baños de Carlos III, que pervivieron en su utilización balneoterápica hasta mediado el siglo XX. La utilización de las aguas termales que surgen en la orilla izquierda del Tajo (aguas clorurado‑sódi­cas, sulfato‑cálcico‑fe­rruginosas y sulfato‑ cálcico‑arsenicales) es muy antigua, pues se sabe que los romanos tuvieron aquí asenta­miento y de ellas se aprovecharon (se llamaban Thermidapor ellos). Durante siglos, y en plan absoluta­mente espontáneo, se ofrecieron estas aguas a cuantos precisaban la salud o la mejoría en sus afecciones reumáticas, hasta que en el siglo XVIII, y por parte de la Administración del Estado Borbónico, se puso en marcha el plan de su racional aprovecha­miento y uso. A partir de 1772 se iniciaron estudios, a cargo de don Miguel María Nava Carreño, decano del Concejo y Cámara de Castilla, para aprovechar mejor estas aguas, que entonces se acumulaban «en inmundas charcas donde se maceraba el cáñamo y sin limpieza alguna». Se arreglaron fuentes, se levantaron edificios, se hicieron magníficos jardines, paseos y bancos de piedra, transfor­mando todo en un recinto auténticamente versa­llesco. Don Casimiro Ortega, profesor de Botánica del Real Jardín de Madrid fue encargado de estudiar la composición química y propiedades salutíferas de las aguas. Se inauguraron los baños en 1778, y en 1780 se abrió el Hospital Hidrológico, en el mismo pueblo de Trillo, del que aún queda el edificio.

Y para los que puedan prolongar unas horas más su excursión, decir que en el término de Trillo se conservan las ruinas del monasterio cisterciense de Ovila, que en 1930 fueron vendidas por sus dueños al magnate industrial norteamericano W.R. Hearst, el cual hizo desmontar la iglesia, el refectorio, la sala capitular y parte del claustro, para llevarlo a su país en barco, y allí recons­truirlo. Hoy puede el viajero contemplar en Ovila (si es que le dejan pasar los propietarios, cosa últimamente un tanto complica­da) los restos de la iglesia (muros, arranque de bóvedas, algunos ventanales ojivos), de la bodega (ejemplar completo de recia sillería y bóveda de cañón, del siglo XIII), del claustro (del que quedan dos costados compuestos de doble arquería en severo estilo clasicista, construido a partir de 1617) y de la gran espadaña de la iglesia (de tres vanos para las campanas, obras también del siglo XVII). Este monasterio fue fundado en 1181 por Alfonso VIII, y su historia, larga e interesante, fue escrita en inolvidable libro por Francisco Layna Serrano.