El mecenazgo de los Mendoza

sábado, 21 septiembre 2019 0 Por Herrera Casado

Patrimonio de todos es la memoria histórica del linaje mendocino. Porque hicieron como es a esta tierra de la Alcarria. Desde el poder, pero también desde la voluntad de dejar memoria de sí mismos, y de su tiempo. A través del mecenazgo, dejaron razón de su ser.

Aunque los Mendoza llevaban ya en tierra de la Alcarria (procedentes de su llanada alavesa) desde mediado el siglo XIV, es a fines del siglo XV cuando empiezan a desarrollar de forma evidente, y aún perceptible, su afán de mecenazgo. Coincide con la llegada al trono de Castilla del rey Juan, el segundo, y se desarrolla después con gran impulso en los reinados de Enrique, el cuarto, de Isabel y Fernando y de su nieto Carlos, el emperador.

Sobre este tema del “Los Mendoza y el ideal del mecenazgo renacentista” desarrolló un importante estudio la doctora María Teresa Fernández Madrid.

Repaso ahora algunos de los temas que pudieran constituir un largo tratado sobre ello, especialmente los caminos por los que desarrollaron ese mecenazgo: el arte, las fundaciones, las fiestas, el apoyo a los escritores y a los libros, la meditada intención de dejar estela.

Es a los Médici italianos a los que en muchas cosas siguen. Los conocen, de referencias, de estampas. Y los admiran. Saben que el poder territorial está fundamentado en el asombro de los mandados. Y que la trama de fastos no hace sino anclar más profundamente el ancla de su nave. Aunque el mecenazgo (palabra que procede, en clara metáfora nominal, del rey Mecenas de la antigua Grecia) surgió en la antigua Roma, el Renacimiento elevó el concepto hasta sus cotas más elevadas, prestándole una serie de connotaciones específicas que serán transmitidas a generaciones posteriores. Fue Maquiavelo quien atribuyó como una cualidad prioritaria la liberalidad que todo gobernante debe poseer, y este don debía unirse al deseo de ostentación, de prestigio personal, de persecución de la fama póstuma, como características de un mecenas ideal.

 

Los Médici desarrollan su política de prestigio artístico irradiando la fama de Florencia por toda Italia y apoyando claramente a los humanistas como exaltación suprema de las glorias toscanas, siendo principal en ello el papel de Lorenzo el Magnifico, como experto interesado en la estética y en el coleccionismo.

Los Mendoza, desde Guadalajara, pero con numerosos anclajes en el resto de España, se presentan como una nueva clase nobiliaria con un pasado [relativamente] glorioso que no va a pararse en barras.  Desde sus inicios al lado de los monarcas, progresivamente van afianzando su poder, su influencia, hasta terminar siendo “validos”, figuras esenciales en la estructura del poder final.

Y desde sus puestos de cortesanos discretos, hasta el máximo (ocupado por Pedro González de Mendoza, como Canciller de la nueva monarquía de los Reyes Católicos) poder político, militar y religioso, ellos van encargando a maestros arquitectos, escultores, pintores, urbanistas y poetas, las tareas de adorno y brillantez de su rastro.

¿Por donde empezar? Por los edificios, sin duda. Por los palacios para su habitación, con grandes escudos sobre los portalones y las ventanas. Por los conventos y monasterios en los que se alcen coloristas los retablos, las cruces doradas y los atavíos de seda para los oficiantes. Con sus escudos siempre, con su heráldica pregonera del linaje antiguo y seguro. ¿Ejemplos? Decenas de ellos. Aquí en la Alcarria el convento de San Antonio para los franciscanos en Mondéjar. La mole monasterial de Santa María de Sopetrán, en la Hita de junto al Badiel para los benedictinos. El suntuoso templo de San Francisco en lo alto de la colina que se yergue junto a Bejanque, en Guadalajara…. Sin contar lo que a finales del siglo XV había mandado hacer al bretón Juan Guas el segundo duque don Iñigo en la parte baja de Guadalajara, ese gran palacio ducal que de inmediato fue envidiado hasta por los mismos monarcas castellanos.

El retablo como el que Don Diego Hurtado de Mendoza, segundo marqués de Santillana, encargó al pintor flamenco al que hoy conocemos como “Maestro de Sopetrán”, tiene una doble finalidad: ostentación del patronato en las fiestas religiosas que se celebren en el convento, y mantener despierta la memoria del donante, pues en una de las tablas aparece retratado el propio comitente, orando arrodillado ante la imagen de María Virgen. Es la fértil cosecha de la pintura, derramada en retablos, en páginas de libros pergaminos, en los techos de capillas y atrios palaciegos.

De las pinturas de altares se pasa a los enterramientos, esos recipientes destinados a contener la frágil y perecedera carne de cualquiera. Porque ellos saben que han de morir, como cualquier humano, y que sus restos serán poco tiempo después una mezcla de gusana y desmantelada osamenta. Aunque en ellos se plantea el más sofisticado y difícil de los retos: retratar al magnate y dejarle en aparente eternidad, vital y ejemplar, por los siglos. Tuvo ese enterramiento el marqués, en San Francisco, aunque se perdió del todo. Y lo tuvo (y aún lo tiene) su hijo don Pedro, aunque en el presbiterio de la catedral toledana. Lo tuvieron también sus otros hijos Iñigo López, conde de Tendilla, en su convento jerónimo de la villa alcarreña, trasladado luego a la iglesia de San Ginés de Guadalajara, donde fue pasto de las antorchas revolucionarias del verano del 36. Y su otro hijo Pedro Hurtado, adelantado de Cazorla, en ese mismo lugar mostrando hoy los muñones.

Edificios, pinturas, esculturas… el mecenazgo mendocino da lugar un poco después, mediado el siglo XVI, a la Academia literaria a la que algunos aduladores pusieron título de “Atenas Alcarreña”. En ella brilló el cuarto duque como escritor y editor de su propia obra. Llamando a figuras como Luis Gálvez de Montalvo, Alvar Gómez de Ciudad Real, o Alvar Gómez de Castro, escritores de poemas, de tratados de oratoria, de novelas pastoriles.

En el estudio que al principio he mencionado de Fernández Madrid, dícese que “niMédicisniMendozapensabanquelapoesíaeraunhechointrascendente,uncultoprivadoounaevasión,sinoqueopinabanqueeraunaparticipaciónpersonalpara elconocimientodelosvaloreshumanos”. De ahí que no solo protegieran a los poetas y escritores, sino que los emularan. Entre esos escritores, y por el interés propio del linaje, los Mendoza apoyan a historiadores a los que encargan (o ruegan) que hablen de sus orígenes familiares, de las batallas en que se distinguieron, de las razones que, siglo tras siglo, en suma continua, fueron construyendo el monolito de su fama y su poderío. Medina de Mendoza, Hernando Pecha o Núñez de Castro son algunos de esos escritores/recopiladores de memorias mendocinas (es ya el siglo XVII) en que hoy se cimenta el conocimiento correlativo del linaje alavés.

Otro de los caminos del mecenazgo discurre por el coleccionismo. El humanismo fomentó el desarrollo del coleccionismo como erudición, como fuente de estudio de la antigüedad. De ello bien sabía el Cardenal Mendoza, quien en su palacio frente a Santa María de Guadalajara sumó enjambres de pájaros y raros animales, dispuestos en jaulas y patios para asombro de sus visitantes. Mientras en las salas de arriba enseñaba sus cajones pletóricos de monedas romanas, celtíberas, etruscas y merovingias junto a las medallas que los florentinos tallaban para él y los grandes de la itálica península. Libros coleccionaron, más por el placer de tenerlos que de leerlos. Y gabinetes para las curiosidades que, -lástima, siempre ha sido así- son las más endebles de las criaturas frente a los siglos.

 

 

Y aunque este breve recordatorio en torno al mecenazgo mendocino no quiere entrar en profundidades, que aquí no cabrían, sí que debe acabar con la obligada referencia a la arquitectura, que es la más visible de las imágenes prestadas por el poder a la posteridad. Templos parroquiales, catedrales incluso, conventos muchos…. Y en ellos torres, gárgolas y retablos, campanas y escudos por doquier. Las residencias personales, desde el castillo tardomedieval al lujoso y funcional palacio renacentista, tienen de mano de los Mendoza sus expresiones más exquisitas. De una parte, esos castillos de Pioz y Jadraque que manda construir el gran Cardenal Mendoza, o el lujo castillero y a la par palaciego de La Calahorra en Granada, obra de Lorenzo Vázquez por encargo del hijo del cardenal, el bravo don Rodrigo Díaz de Vivar y Mendoza.
Sin olvidar el palacio ducal de Guadalajara, joya del gótico flamígero debido al ingenio de Guas y Cueman, o la exquisita y equilibrada razón numérica del palacio de don Antonio de Mendoza en su palacio de la colación de Santiago. A la que, en la cuarta década del siglo XVI, mandó doña Brianda de Mendoza completar con una iglesia a don Alonso de Covarrubias… y en su fachada, tallada personalmente por el toledano, poner un relieve casi miguelangelesco de La Piedad, y unos escudos mendocinos entre grecas que más parecen salidos de la vibrante sensualidad de la Toscana que brotados del seco perfil de la Alcarria.

Y aquí junto a estas líneas quedan inscritos algunos aspectos de ese mecenazgo que los Mendoza reparten por nuestra tierra: palacios, sepulcros, pinturas… de todo ello puede saberse, en más detalle, si de ellos se sabe. Y aquí recuerdo, porque es obligado, o a mí me lo parece, a José Luis García de Paz, y su obra recopilatoria sobre los Mendoza, que tallada a lo largo de más de veinte años, y durante un tiempo brindada en la red mundial, había desaparecido y acaba de ser recogida y reparada en un libro fundamental y de obligado conocimiento, el “Planeta Mendoza” que en todo caso recomiendo leer, y consultar a ratos.