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noviembre, 2016:

El misterio de la llave de oro

Reyes Catolicos ante la catedral de Sigüenza por Isidre Mones

Si te animas a viajar a Sigüenza para ir, poco a poco, descubriendo los mil secretos de la ciudad, harás muy bien en hacerlo acompañado de un libro que mi amiga Miriam Martínez Taboada acaba de escribir, y que se constituye en un doble objeto de admiración: en una preciosa obra de arte (un libro bien hecho, en suma) y en una historia apasionante, que se desvela al final como posible, como real y palpitante. Será ese misterio de la llave de oro el que te va a guiar por una Sigüenza antigua y desusada.

En el otoño de 1487, llegan a Sigüenza los Reyes Católicos. Eran entonces “nuestros señores, los reyes”. Isabel, la de Castilla, y Fernando, el de Aragón, uniendo en su cetro común (el único que sostienen con ambas manos en el medallón central de la universidad de Salamanca) la mayor parte de las tierras ibéricas. Tan solo quedaba Portugal, aislado contra el Océano, y Granada, sumida en las luchas internas de sus linajes y dinastías, matándose entre sí abencerrajes y nazaríes.
Avisada por pregoneros desde días antes, el ambiente en Sigüenza de expectación y nerviosismo. Todos lavaban a sus caballos, limpiaban sus vajillas y aderezaban las fachadas de sus casas. La calle mayor quedó como los chorros del oro. Porque el 5 de noviembre, tras llegar desde el valle y subir por la puerta de Guadalajara hasta la catedral, oyendo allí un solemne “Te Deum”, los monarcas sobre sus caballos subieron, acompañados del señor de Sigüenza, y obispo de la diócesis, don Pedro González de Mendoza, que era además gran canciller del reino, sun primer ministro, hasta la residencia de este, el gran castillo que culminaba el burgo. Descansó al día siguiente la comitiva, y el 7 partió con su séquito, hacia Zaragoza, don Fernando de Aragón. Mientras que Isabel de Castilla quedó, agasajada por la admiración de la ciudad y los ciudadanos, siete días más en la fortaleza, de charla con sus damas, cortesanos y el Cardenal.
En este ocasión, don Pedro González de Mendoza aportó los caudales necesarios para construir el gran coro de la nave central, y patrocinó y pidió a Rodrigo Alemán que tallara un púlpito para la predicación de la Epístola, ante el pilar esquinero del presbiterio. Y lo encargó en madera, con sus escudos tallados, y las figuras de Santa Elena (inventora de la Santa Cruz en Jerusalen), San Jorge caballero dañando al dragón, y Santa María in Dominica, apoyada liviana sobre una barcaza de madera. Los tres títulos cardenalicios de que disfrutaba don Pedro González, el de Mendoza.
Esa presencia dela corte en Sigüenza fue recordada durante años, durante siglos. Tanto y tan intensamente, que ahora ha sido muy fácil insertar aquel histórico momento, y aquellos días de emoción y proyectos dentro del libro que Miriam Martínez Taboada ha escrito.
Además, por sus páginas pulula la vida cotidiana, y los sujetos y madamas que daban vida a la Sigüenza de fines del Medievo. Los protagonistas son niños, pero con los ojos grandes y abiertos de quien no se pierde una. Ante ellos desfilan los sochantres, los médicos judíos, los herreros musulmanes, los bachilleres eruditos… una sesión de cine, colorista y movido, gracias a la imaginación y el arte de quien nos da viva la escena, el ilustrador Isidre Monés.

El libro de Martínez Taboada

Martíez Taboada, Miriam: “El misterio de la llave de oro”. Editorial Cuarto Centenario. Madrid, 2016. 120 páginas. Ilustraciones a color, de Isidre Monés Pons. Introducción de María Pilar Martínez Taboada. Tamaño 22 x 21 cms. ISBN 978-84-945579-5-8

Estos datos con que encabezo el párrafo son los fundamentales para clasificar un libro físico, que se puede encontrar en las librerías. Pero tras ellos hay una tarea lectora, elaboradora de un criterio que le sitúa en su contexto definitivo.
Se trata de una pieza maravillosa de la bibliografía, editada con el esmero que ahora ya muy pocas veces se ve en los libros. Ello incita a su lectura, a acariciarlo, a pasar sin prisa las hojas y disfrutar con los dibujos a color de Monés, ese artista catalán que vence cualquier quimera que se le ponga por delante. La autora del texto, profesora, y seguntina, ejerce de ambas cosas en este libro. Y el conjunto (que recuerda a Juan Antonio Martínez Gómez-Gordo, el ilustre cronista seguntino, padre de la escritora) es un valor seguro que se adentra en la biblioteca de quienes pueden sin duda sentirse orgullosos de poseerlo. Porque nunca se desprenderán de él. Y porque –y esto lo aseguro porque ya lo he leído- el libro se mete en el corazón, y lo llena de asombro y gozo.
Se trata de un relato con intenciones infantiles, pero termina siendo un libro de universal utilidad: una narración de un momento y de un lugar. Se desarrolla en la Sigüenza del otoño de 1487. Es el momento en que los Reyes Católicos, acompañados de su canciller don Pedro González de Mendoza, que además es obispo de Sigüenza, llegan a la ciudad, camino de Zaragoza. Cuando el Cardenal aprovecha la visita para supervisar y generar nuevos adelantos urbanísticos, nuevos proyectos artísticos en la Catedral de Santa María, y el desarrollo de la nueva Plaza Mayor ante la catedral.
Es también el año siguiente a la muerte, en la vega de Granada, en el mes de julio, de Martín Vázquez de Arce, “el Doncel de Sigüenza”. Cuando todos lloran aún la salida de este mundo de aquel malogrado joven, a quien tanto querían.
En esas aparecen los protagonistas, que son dos muchachos, Crispín y Martín, rodeados de su familia, de sus perros y gatos, de sus vecinos moros, judíos y eclesiásticos, de bachilleres y canteros, de canónigos y escultores, de herreros y físicos… la sociedad entera de esa Sigüenza que despide a la Edad Media, cobra una vida singular, perfecta. El dinamismo de las descripciones y de las frases, la intención moralizadora y vivificante, el deseo de la fraternidad entre razas y religiones, la bondad última de las acciones de todos, conforma un mundo ideal pero posible. La autora hace además muchos retratos. No solo de personajes, sino de la ciudad, de sus murallas, cuestas y portillos. De los acontecimientos históricos y costumbristas. De los hechos reales.
El cuento narra en clave de imaginación desbordante, con un hilo de misterio que se eleva a razones culturales de peso, una fábula que bien pudiera ser verdad y no haber ocurrido. Todo casa al final, y todos sonríen, porque se lo merecen. La carrera literaria de Miriam Martínez Taboada está asegurada sobre el firme pilar de “El misterio de la Llave de Oro”, y ya quedamos sus lectores esperando una continuación, una similitud, o en cualquier caso otro libro tan estupendo, y tan bonito, como este.

Parada en Palancares

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Palancares: restos de la iglesia románica del viejo pueblo anejo.

Andando las trochas de la Sierra, llegamos a Palancares, ese pueblo que está “en la curva” de la carretera de Valverde, y que debemos atravesar siempre despacio, porque la carretera se estrecha entre las casas. Allí no quedaba nadie, o casi nadie, hace unos años. Hoy siguen quedando muy pocos. Pero me he parado a charlar con ellos, y salen de su conversación algunas consideraciones interesantes.

Subimos la cuesta desde el arroyo del barranco del Covachón Seco, ahora asfaltada con elegancia por los servicios de Diputación: se sume el camino entre densos robledales, y dejamos a la izquierda unas ruinas que luego nos dirán lo que fueron. Llegamos a Palancares. Nos recibe una señora, con sus hijos. Ella es muy mayor, la preguntamos por su gracia, y después de examinarnos de arriba abajo nos dice ser Presentación. Aquí nació, y aquí sigue. Con sus hijos, mantiene el ganado que trota libre y feliz por los prados altos, o se baja hasta el hondón del Sorbe, y de vez en cuando lo vigilan para que no se pierdan.

  • No tenemos otra cosa que hacer que subir cuestas –nos dice Presentación- y recoger lo que va saliendo por los huertos. Esta tierra es muy buena, da de todo.

Ahora es la época de las calabazas, y de las castañas. Solo hay que agacharse para cogerlas, a cientos. Están esperando que salgan las setas, aunque este año viene muy seco y retrasado todo, nos dice.

Sus hijos han montado en Palancares una casa rural, a la que llaman “Mesón Ocejón”. Nos invita a visitarlo, y nos sorprende el asiento, cómodo y espectacular, que sobre un viejo roble han tallado y puesto a la entrada. Es un asiento regio, con su mesa (un tocón de más de un metro de diámetro) y plantas alrededor. La tarde, que es soleada y gustosa, invita a sentarse en el asiento, y espera un rato a que refresque.

  • En tiempos hubo un pueblo aquí al lado, que tenía muchas casas, y una iglesia más grande que la actual. Pero hace tiempo, mucho tiempo, que vino una invasión de hormigas y todos los habitantes del viejo Palancares murieron. Todo quedé vacío, y hoy en lo que es solar de la iglesia han puesto el cementerio- Presentación y sus hijos van a veces, andando por unas estrechas sendas entre piedras musgosas y brezos a visitar esas tumbas, que son las de sus mayores.

En Palancares para la gente, porque la iglesia actual la han dejado limpia y bonita. Es de pizarra y cuarcita, en sus muros. Y tiene una espadaña con vanos para las campanas, en la cara de poniente. Presentación es muy amable, y ahora nos abre con su gran llave el templo y lo vemos en detalle. Lo que más llama la atención del viajero es la pila bautismal que luce (es un decir) en la penunbra del sotocoro.

  • Está igual que hace 40 años en que la ví por primera vez –le dice el viajero a Presentación-. Y esta, que oye medio regular, le contesta: -Uy cuarenta años….. y muchos más, que tiene esa pila. La debieron poner cuando hicieron la iglesia. Hace unos años, cuando arreglaron los suelos, el contratista quiso llevársela, porque dijo que estaba muy vieja. Pero nosotros nos negamos. Es del pueblo, es de siempre…

En Palancares queda solo una calle con pintas de tal, con casas a los dos lados. Pero todas, y algunas más que han salido, nuevas, están arregladas, se ocupan en verano, aunque la gente viene a lo suyo, con los nietos, y ya no hay fiestas.

  • Entonces sí que eran buenas las fiestas de Palancares –sigue Presentación-. Cuando San Blas. Salía la botarga, con careta de colores, y unos trapos encimas, unas mantas. –Pero lo que más miedo nos daba era la espada.

La botarga de Palancares, que recorría los cerros, y los callejones y plazas de la aldea, llevaba la indumentaria multicolor propia de la serrana figura, pero añadía una espada, que era de madera forrada de papeles o pintada con plata. Amenzando a la chiquillería, y a las mozas.

– Haría mucho frío, por entonces –le pregunta el viajero a Presentación.

– Uy, no señor… o por lo menos, nosotros no lo sentíamos-.

Queda aún en pie la fragua de Palancares. Presentación y sus hijos abren con otra llave inmensa el casetón de la fragua, que es de piedra cuarcita muy bien dispuesta, muy digna con su cubierta a dos aguas, y la puerta de vieja madera. Entramos al interior, iluminado solo por la lucecita que deja pasar el hueco de la cxhimenea, y el chorretón de luz de la puerta.

Dentro de la fragua queda el enorme fuelle, que aún funciona como recién engrasado. Y en medio de todo está el yunque, con su martillo encima, que al darle suena con su delgado chillido de metal limpio. Suena a antiguo, a bueno, a imposibles.

– A ver si un verano de estos nos dedicamos un poco y la limpiamos- Ya ven ustedes como está de escombros, le metieron las tejas del edificio de al lado. Pero si lo limpiamos, puede quedar bonita, y así pararía más la gente, a verla.

En Palancares, como en todos los pueblos/aldeas de la Sierra de Guadalajara, quedan restos mínimos de la vida antigua. Respetados pero sin uso, abandonados pero sin derrumbe. Al viajero le da la sensación de que la vida se va apagando como una velita sin cera casi, pero con las ganas de volver a nacer. Debe ser una maldición, o la ley de los tiempos. Pero nacen los bares, y las casas rurales, y hasta las excursiones temáticas. Y las cosas/casas ancestrales y auténticas permanecen oscuras, apagadas, silenciosas.

Nada más tiene que ver Palancares. Nada más que hablar con sus gentes. Aunque las dos horas que hemos pasado allí, charlando con Presentación y sus hijos, han sido largas y provechosas. Porque hemos aprendido cosas de ellos (mientras que ellos no van a aprender nada de nosotros), y, sobre todo, hemos sabido que en los recónditos lugares de la Sierra quedan latidos, quedan ganas, y queda –y eso es siempre lo más importante y evidente- una Naturaleza con fuerza, unos bosques latientes, un color y un olor que resucitan.

 

Homenaje a Emilio Moreno Foved

Emilio Moreno Foved, alma de la Cueva de los Casares

Homenaje a Emilio Moreno Foved, alma de la Cueva de los Casares

Mañana, 12 de Noviembre 2016, al mediodía, y en el salón de actos del Ayuntamiento de la localidad de Riba de Saelices, va a tener lugar un merecido homenaje a la figura de quien fuera guarda de la Cueva de los Casares durante 40 años. Además de alcalde, vecino y persona ejemplar.

En La Riba existe en estos momentos un pujante movimiento cultural, que es amparado por el Ayuntamiento y animado por un grupo de jóvenes que encabeza Ricardo Villar. Ellos están empeñados en llevar a su pueblo algo de la movida cultural de Guadalajara. Pero saben de las dificultades que el tema conlleva: las distancias, los compromisos varios de quienes solo van al pueblo los fines de semana, las tareas preparatorias de cada idea, para llegar luego a resultados participativos muy débiles. Es una tarea difícil, pero hay que animarles a que sigan en ella. Solo así podrán sobrevivir (mentalmente, me refiero) los pueblos pequeños de nuestra provincia.

Historias

En La Riba hay varios hitos históricos que conviene destacar. Quizás el primero debiera ser el hecho de que en el entorno de lo que hoy es el pueblo, en pleno valle del Río Salado, hace más de 15.000 años, en plena Era Glacial, un grupo de neanderthales “inventaron el arte”. Quizás sea mucho decir, pero el titular tiene peso. Los primitivos cazadores, asombrados del poder de la Naturaleza, se dieron cuenta de que podían dominarla grabando sus formas en lo hondo de las paredes de una cueva. Esa a la que luego nuestros abuelos llamaron “de los Casares”.

El segundo hecho fue más reciente, en 1931. El maestro del pueblo, don Rufo Ramírez, avisó al Dr. Layna Serrano de haber encontrado profunda cueva en el término, en la que parecían hallarse pinturas y grabados paleolíticos en sus paredes. Allá se fue el señor cronista, y lo que vió le dejó atónito, de tal modo que prefirió llamar al doctor don Juan Cabré para que él, como máxima autoridad en la arqueología hispana, dictara sentencia. Ya sabéis cómo terminó todo. Descubriendo más de un centenar de grabados que crean un mundo apasionante de seres humanos y animales del profundo hondón del glaciarismo.

El tercer hecho es que terminada la Guerra Civil, se decidió por parte del ministerio de Educación poner a la visita de la gente aquel entorno. Se nombró guarda a Aniceto Foved, quien la pasó la antorcha a su hijo, Modesto Moreno, y este a su vez al suyo, Emilio Moreno Foved, quien a partir de 1972, y con su estrenada juventud, rápidamente se enteró de cuanto se había exacavado, habló con Barandiarán, con los delegados culturales y expertos arqueólogos, absorbiendo su saber, y montándose el sistema lumínico esencial para poder enseñar completa la cueva, hasta el final…

Años después llegaron por allí (era 1997 aproximadamente) un nutrido grupo de personas, todas asociadas en el Ateneo de Madrid, que hicieron su objetivo el estudiar como hasta entonces nadie lo había hecho, y fotografiar con las iluminaciones propias de la época paleolítica (hachones encendidos) todos sus grabados, poniendo su estudio enorme en forma de libro.

Ahora

La Cueva de los Casares es el eje, “el todo” que centra La Riba. Una tarea que sigue lenta, porque en las esferas de Toledo (el eje de la administración autonómica) no terminan de enamorarse de la idea (bien simple, por otra parte) de que esa cueva es uno de los espacios MÁS IMPORTANTES del MUNDO en lo que respecta al Arte Paleolítico. Y que deberían volcarse en ayudar a su mantenimiento, en promocionarla, en atraer turismo y estudiosos… En La Riba sí lo saben, y saben también que Emilio Moreno fue uno de los vecinos, serranos y castellano-manchegos que más hicieron por alentar esa idea.

Por eso es que mañana La Riba comienza a mover una serie de actividades culturales, y sociales, que bajo el común denominador de “Homenaje a Emilio Moreno Foved” lo que intenta es centrar la atención de todos (periodistas, vecinos, alcarreños, madrileños, catalanes y gentes de la Tierra Toda) en esa Cueva de los Casares, en ese manantial de escalofríos y sorpresas.

Emilio

Era Emilio coetáneo absoluto mío. Porque nació el mismo año, y el mismo mes, que yo. Lo sabíamos, y eso nos daba una camaradería aún mayor. Sin estudios previos, salido del pueblo, Emilio fue de natural un gran personaje, que por cotidiano y cercano se les escapaba a sus convecinos, pero que otros muchos sabíamos de su altura. De su humildad, y entrega.

El primer contacto lo tuvimos en 1974, apenas él llegado a su puesto de guarda de la Cueva y yo a mi honorífico cargo de Cronista Provincial. En ese otoño visitamos La Riba un buen número de amigos y amigas apiñados en torno al también recién nacido Club Alcarreño de Montaña, que tanto ha hecho en su larga trayectoria de más de cuarenta años por conocer y cuidar la provincia.

Allí nos contó cómo la limpiaba, la iluminaba con sus carburos, y la explicaba con detalle de orfebre. Los contratiempos, los sinsabores, las peticiones que expuso en la delegación de Educacion para mejorar accesos, condiciones y horarios, los conocí bien, porque entonces yo estaba nombrado Consejero Provincial de Bellas Artes, y tratamos siempre de que aquella “Cueva de los Casares” fuera un faro de cultura en medio de la Serranía del Ducado. Pero sobre todo él, Emilio, fue quien se dedicó en cuerpo y alma a aquella tarea –aquella lucha- en la que vivió flotando.

No es raro que ahora, los de dentro, y los de fuera, le queramos rendir homenaje. Porque nos lo pide el cuerpo, fundamentalmente.

En él van a estar también algunos de los miembros de la Asociación de Amigos de la Cueva de los Casares y del Arte Paleolítico, en especial el doctor Andrés Acosta, autor del texto del mejor libro que se ha escrito sobre el monumento. Él pondrá imágenes de las paredes de la Cueva, desvelará significados, interpretará los signos…

Sin duda que mañana va a vivir la Riba de Saelices un día completo. Con una secuencia de actos desde el mediodía al final de la tarde, en una gala variada, a través de un día entero de homenaje a los suyos, a sus cosas. Yo apareceré un rato, para aplaudirles desde la mesa. Pero entretanto saldrá la memoria de la Cueva de los Casares, de su protector cotidiano, Emilio Moreno Foved, y de otro de sus hijos destacados, Antonio Márquez Macho, quien con sus fotografías dotó de memoria permanente al pueblo. Sus imágenes podrán verse en forma de exposición, y de proyección dinámica, durante la tarde, en el mismo lugar, el Salón central del Ayuntamiento de la Riba. Merecerá la pena el viaje.

Dos ruedas forman el escudo de Molina

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Un libro que te explica todo sobre la heráldica molienda

Molina y su Señorío es territorio al que la historia concedió escritas muchas páginas, tomos enteros. De la ciudad, que atesora los títulos de Noble, Fidelísima y Valerosísima, es representación su escudo, que se formó allá en el siglo XII cuando empezó a ser cabeza de un inmenso territorio, potente y poblado, parejo a Castilla y Aragón, y árbitro de ambos.

Al hablar de heráldica molinesa se hace preciso distinguir entre el emblema de la ciudad de Molina de Aragón, el emblema del territorio o Señorío de Molina, y los otros emblemas, de instituciones o personajes, algunos de ellos con el apellido Molina, que en él habitaron. Como en estos días he acabado de escribir un estudio sobre la “Heráldica Molinesa” que he tenido la suerte de ver publicado, creo que es buen momento para recordar algunos datos sobre el escudo, tan curioso, de la Ciudad del Gallo.

Se sabe que ya en el siglo XII, a poco de ser conquistada, repoblada y provista de Fuero, Molina poseía un emblema propio, derivado de su propio nombre. Así lo refieren sus antiguos cronistas, que incluso precisan la aparición de ese escudo tallado en piedra sobre las murallas de la ciudad de Cuenca, donde fue puesto por los comuneros molineses, que participaron en 1177, junto a su monarca Alfonso VIII, en la conquista de la ciudad a los moros. Aquel primitivo emblema ofrecía sencillamente la imagen de una rueda de andalusíes, símbolo claramente alusivo al nombre de la población que representaba.

Sánchez de Portocarrero, que es quien da esta noticia en su Historia del Señorío de Molina dice que en otro lugar de la muralla conquense pusieron por armas de Molina dos ruedas juntas.

Algo posterior a ese primitivo emblema, pero más certero en sus orígenes, pues se conserva actualmente en el Archivo de la Corona de Aragón, es el primitivo sello en cera de la villa de Molina, con el que se avalaban los documentos oficiales generados en la villa y común molineses cuando aún su estructura era la del Común y Tierra. Este sello aparece pendiente de hilos de seda en un pergamino que señalaba concordia y hermandad entre las villas de Molina y Teruel, dado en Fuentesclaras, aldea de Daroca, en 22 de mayo Era 1300 [1262], y en él se puede ver, al anverso, una rueda de molino y las palabras + sigillum concilii : m … e. Al reverso aparece una torre o castillo con cuatro almenas, dos ventanas y portal, acompañado de dos leones rampantes y la leyenda + T …con. Indudablemente, en ese sello se representa el emblema primitivo y ya bien establecido de la ciudad, la rueda de molino, y el castillo y leones que la familia Lara como condes de Molina utilizó a lo largo del siglo XIII.

En el siglo XIV fue evolucionando el escudo de Molina, en el sentido de añadir otra rueda, repitiendo o doblando el motivo principal del mismo. Así, y según las papeletas heráldicas conservadas en el archivo familiar del que fuera historiador molinés León Luengo, existieron ejemplos, hoy perdidos, de escudo de azur con dos ruedas de molino de plata puestas en palo, que posteriormente evolucionó a escudo tronchado de gules y azur con sendas ruedas de molino de plata, e incluso escudo tronchado de gules y azur cotizado de oro con dos ruedas de molino de plata.

Ya en el siglo XVI, el heraldista andaluz Gonzalo Argote de Molina, en su conocido tratado Nobleza de Andalucía, editado en Sevilla en 1588, pone como armas propias de la ciudad de Molina de Aragón las que entonces eran usadas por ésta, y tras hablar largamente de la familia de los Molina, y de la ciudad del mismo nombre, en Castilla, dice que ésta oy usa por Armas la misma ciudad de Molina dos ruedas de Molino de plata en campo azul, según se veen en los edificios públicos della. En la página 159 de la referida obra aparecen dichas armas, en las que añade, saliendo de los ejes de ambas ruedas, que son de plata, unos ejes en forma de pinchos. El escudo que da Argote está cortado aunque sus campos sean similares.

El historiador León Luengo, que tuvo en su poder los manuscritos del licenciado Francisco Núñez, concretamente la copia que anteriormente había estado en poder de don Luis Diaz Milián, titulada Archivo de las cosas notables de Molina, dice que en dicha obra, escrita en la segunda mitad del siglo XVI, aparecen como “armas viejas de la villa de Molina” un escudo oval con dos leones rampantes enfrentados, sobre una rueda de molino y surmontados de una flor de lis.

Ya en el siglo XVII encontramos otros testimonios directos de la armería de Molina. Se trata de la obra de otro de sus grandes historiadores, Diego Sánchez de Portocarrero, quien a lo largo de la primera mitad del siglo XVII escribió en su casona de Hinojosa una gran Historia del Señorío de Molina, que publicó, en su primera parte, en 1642, bajo el título de Antigüedad del Noble i Muy Leal Señorío de Molina en cuya portada puso el escudo de la ciudad en el que se ve, cortado, dos ruedas de molino, señalando el segundo cuartel con múltiples líneas horizontales paralelas para significar el color azul de dicho campo. Lo timbra de corona sencilla y le suma de una cartela apergaminada en la que pone la frase Contrivit fines eorvm. Sánchez Portocarrero, en su obra manuscrita Historia del Señorío de Molina da una amplia descripción y explicación simbólica de las armas heráldicas de la ciudad.

El escudo de Molina evolucionó a lo largo de los siglos modernos incluyendo como segundo cuartel el brazo armado propio del Señorío, y añadiendo en su punta, tras la guerra de Sucesión, y por concesión del rey Felipe V, una flor de lis de oro sobre campo de azur, que en ocasiones se ha representado como flor de lis de azul sobre campo de plata. Este emblema, que podría darse por definitivo de Molina, es el que aparece descrito y dibujado en el Nobiliario de los Reinos y señoríos de España de Francisco Piferrer, de 1860, en su tomo sexto.

A lo largo del siglo XIX, la ciudad usó sin embargo, de forma real, el tradicional escudo de las ruedas de molino. Así lo vemos en la marca existente en la sección de Improntas de Sellos Municipales del Archivo Histórico Nacional de Madrid, donde se conserva la que el 23 de mayo de 1878, y avalada por el alcalde J. Manuel Obregón, se usaba oficialmente, y que consistía en un escudo partido con sendas ruedas de molino separadas por una barra. El primer campo se especificaba era de gules, y el segundo de azur, siendo de plata las ruedas y la barra.

Finalmente, tras diversas consultas a autoridades e instituciones heráldicas a lo largo de este siglo, la Real Academia de la Historia sancionó la estructura del escudo de la ciudad de Molina de Aragón en sesión de 17 de enero de 1975, dando para él la siguiente composición: escudo español, partido y entado en punta, primero de azur una barra de plata acompañada de dos ruedas de molino del mismo metal. Segundo de azur un brazo [derecho] defendido en oro, la mano de plata teniendo entre los dedos índice y pulgar un anillo de oro. Tercero igualmente de azur con cinco flores de lis de oro puestas en aspa. Y al timbre, la corona real.

En la ciudad, y según dicen los cronistas, existieron siempre múltiples representaciones de su escudo heráldico. Hoy quedan algunas singulares, especialmente las que se ven talladas en algunas fuentes de la ciudad, como la de la plaza mayor y la del puente de la Puerta de Baños, que reproduzco junto a estas líneas.