Parada en Palancares

sábado, 19 noviembre 2016 0 Por Herrera Casado
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Palancares: restos de la iglesia románica del viejo pueblo anejo.

Andando las trochas de la Sierra, llegamos a Palancares, ese pueblo que está “en la curva” de la carretera de Valverde, y que debemos atravesar siempre despacio, porque la carretera se estrecha entre las casas. Allí no quedaba nadie, o casi nadie, hace unos años. Hoy siguen quedando muy pocos. Pero me he parado a charlar con ellos, y salen de su conversación algunas consideraciones interesantes.

Subimos la cuesta desde el arroyo del barranco del Covachón Seco, ahora asfaltada con elegancia por los servicios de Diputación: se sume el camino entre densos robledales, y dejamos a la izquierda unas ruinas que luego nos dirán lo que fueron. Llegamos a Palancares. Nos recibe una señora, con sus hijos. Ella es muy mayor, la preguntamos por su gracia, y después de examinarnos de arriba abajo nos dice ser Presentación. Aquí nació, y aquí sigue. Con sus hijos, mantiene el ganado que trota libre y feliz por los prados altos, o se baja hasta el hondón del Sorbe, y de vez en cuando lo vigilan para que no se pierdan.

  • No tenemos otra cosa que hacer que subir cuestas –nos dice Presentación- y recoger lo que va saliendo por los huertos. Esta tierra es muy buena, da de todo.

Ahora es la época de las calabazas, y de las castañas. Solo hay que agacharse para cogerlas, a cientos. Están esperando que salgan las setas, aunque este año viene muy seco y retrasado todo, nos dice.

Sus hijos han montado en Palancares una casa rural, a la que llaman “Mesón Ocejón”. Nos invita a visitarlo, y nos sorprende el asiento, cómodo y espectacular, que sobre un viejo roble han tallado y puesto a la entrada. Es un asiento regio, con su mesa (un tocón de más de un metro de diámetro) y plantas alrededor. La tarde, que es soleada y gustosa, invita a sentarse en el asiento, y espera un rato a que refresque.

  • En tiempos hubo un pueblo aquí al lado, que tenía muchas casas, y una iglesia más grande que la actual. Pero hace tiempo, mucho tiempo, que vino una invasión de hormigas y todos los habitantes del viejo Palancares murieron. Todo quedé vacío, y hoy en lo que es solar de la iglesia han puesto el cementerio- Presentación y sus hijos van a veces, andando por unas estrechas sendas entre piedras musgosas y brezos a visitar esas tumbas, que son las de sus mayores.

En Palancares para la gente, porque la iglesia actual la han dejado limpia y bonita. Es de pizarra y cuarcita, en sus muros. Y tiene una espadaña con vanos para las campanas, en la cara de poniente. Presentación es muy amable, y ahora nos abre con su gran llave el templo y lo vemos en detalle. Lo que más llama la atención del viajero es la pila bautismal que luce (es un decir) en la penunbra del sotocoro.

  • Está igual que hace 40 años en que la ví por primera vez –le dice el viajero a Presentación-. Y esta, que oye medio regular, le contesta: -Uy cuarenta años….. y muchos más, que tiene esa pila. La debieron poner cuando hicieron la iglesia. Hace unos años, cuando arreglaron los suelos, el contratista quiso llevársela, porque dijo que estaba muy vieja. Pero nosotros nos negamos. Es del pueblo, es de siempre…

En Palancares queda solo una calle con pintas de tal, con casas a los dos lados. Pero todas, y algunas más que han salido, nuevas, están arregladas, se ocupan en verano, aunque la gente viene a lo suyo, con los nietos, y ya no hay fiestas.

  • Entonces sí que eran buenas las fiestas de Palancares –sigue Presentación-. Cuando San Blas. Salía la botarga, con careta de colores, y unos trapos encimas, unas mantas. –Pero lo que más miedo nos daba era la espada.

La botarga de Palancares, que recorría los cerros, y los callejones y plazas de la aldea, llevaba la indumentaria multicolor propia de la serrana figura, pero añadía una espada, que era de madera forrada de papeles o pintada con plata. Amenzando a la chiquillería, y a las mozas.

– Haría mucho frío, por entonces –le pregunta el viajero a Presentación.

– Uy, no señor… o por lo menos, nosotros no lo sentíamos-.

Queda aún en pie la fragua de Palancares. Presentación y sus hijos abren con otra llave inmensa el casetón de la fragua, que es de piedra cuarcita muy bien dispuesta, muy digna con su cubierta a dos aguas, y la puerta de vieja madera. Entramos al interior, iluminado solo por la lucecita que deja pasar el hueco de la cxhimenea, y el chorretón de luz de la puerta.

Dentro de la fragua queda el enorme fuelle, que aún funciona como recién engrasado. Y en medio de todo está el yunque, con su martillo encima, que al darle suena con su delgado chillido de metal limpio. Suena a antiguo, a bueno, a imposibles.

– A ver si un verano de estos nos dedicamos un poco y la limpiamos- Ya ven ustedes como está de escombros, le metieron las tejas del edificio de al lado. Pero si lo limpiamos, puede quedar bonita, y así pararía más la gente, a verla.

En Palancares, como en todos los pueblos/aldeas de la Sierra de Guadalajara, quedan restos mínimos de la vida antigua. Respetados pero sin uso, abandonados pero sin derrumbe. Al viajero le da la sensación de que la vida se va apagando como una velita sin cera casi, pero con las ganas de volver a nacer. Debe ser una maldición, o la ley de los tiempos. Pero nacen los bares, y las casas rurales, y hasta las excursiones temáticas. Y las cosas/casas ancestrales y auténticas permanecen oscuras, apagadas, silenciosas.

Nada más tiene que ver Palancares. Nada más que hablar con sus gentes. Aunque las dos horas que hemos pasado allí, charlando con Presentación y sus hijos, han sido largas y provechosas. Porque hemos aprendido cosas de ellos (mientras que ellos no van a aprender nada de nosotros), y, sobre todo, hemos sabido que en los recónditos lugares de la Sierra quedan latidos, quedan ganas, y queda –y eso es siempre lo más importante y evidente- una Naturaleza con fuerza, unos bosques latientes, un color y un olor que resucitan.