En recuerdo de Rafael Pedrós, el gran artista de la Alcarria
Nos acaba de dejar, por su fallecimiento el domingo 25 de octubre, cuando estaba asistiendo a los oficios religiosos en la catedral de la Almudena, el gran artista y enamorado de la Alcarria Rafael Pedrós Lancha. Celebrando, con otros muchos alcarreños, el “encapamiento” al que se someten llegado el otoñal Noviembre, le falló el corazón repentinamente, y allí quedó callado. Un lugar, la catedral de Madrid, que quizás él mismo eligió para morir.
Entre los grandes pintores que han habitado en nuestra tierra, no es el menor Alonso del Arco, que al parecer nació en Yebra, o Juan Bautista Maino, que lo hizo en Pastrana. Los pinceles de Francisco de Goya se pasearon por las orillas del Henares, y Jorge Inglés, allá en el lejano siglo XV, vino a Guadalajara para pintar cuadros, retablos y miniaturas al marqués de Santillana. Hernando del Rincón fue también una de las glorias de la pintura castellana que en Guadalajara nació o, con seguridad, vivió muchos años. Y otros grandes artistas como el aragonés Juan de Soreda, el castellano Juan de Flandes, y mil más que sería prolijo recordar, han puesto lo mejor de su arte por templos y óleos de Guadalajara.
Todos ellos ya fallecidos, algunos hace muchos siglos, otros no tanto, y entre los que debo contar a genios de la pintura como Antonio Ortiz de Echagüe o los que puedo titular como amigos míos, contemporáneos, Regino Pradillo, Fermín Santos, o Francisco Sobrino, geniales todos. Pues acaba de acceder a ese club de los clásicos a recordar, porque acaba de fallecer en Madrid, en la tarde otoñal del 25 de octubre de 2015, Rafael Pedrós, uno de los mejores artistas, de los más completos que ha dado el siglo.
Nacido en Madrid, en 1933, formado en el Real Colegio de Alfonso XII, desde muy pequeño se dedicó al dibujo y la pintura en la Escuela de Artes y Oficios Artísticos, en el Círculo de Bellas Artes y en el Casón del Buen Retiro. Su técnica depurada, y la «escuela» que desde un inicio tomó en las manos, le hizo ser un fiel copista de cuadros del Prado, del Louvre en París, y de otros museos italianos, países por los que viajó largo tiempo.
Pedrós humano
Rafael Pedrós, que entre los muchos a los que se hizo acreedor a lo largo de su vida en la Alcarria, tuvo el título de Socio de Honor de la Casa de Guadalajara, en 1996, se supo ganar con los años, a pulso y a paciencia, el homenaje de los alcarreños. Por su afabilidad, su corrección, su tacto. Y sobre todo por su generosidad: el gran mural que la Casa de Guadalajara lució, en tonos ocres y sepias, sobre el muro mayor de su Salón Cardenal Mendoza, es el regalo que Pedrós le hizo a nuestra tierra, y que reúne en sus más de veinte metros cuadrados los paisajes, las figuras y los monumentos más característicos de Guadalajara.
Si hasta hace unos meses, alguien quería tener, en una sola estampa, y mirando en un solo vistazo, la provincia entera, tenía que acudir a ese salón y estarse un buen rato descubriendo donceles, princesas, marqueses y meleros, que se mezclaban a fuentes de cuatro caños, a picotas, castillos y soldadescas… una obra que le definió y le hizo, repito, un clásico vivo. Una obra que, como Pedrós ahora, ha quedado en la oscuridad y el silencio para siempre.
La capacidad que de pintar tenía Rafael Pedrós era impresionante. Muchos premios se le concedieron en su vida. Pero a su perfección técnica en el retrato, en la visión de un ambiente o de un grupo, añadía la rapidez. He visto cuadros suyos cargados de figuras, de personajes, de telas y cobres, que llegó a pintar en sólo dos horas de trabajo. Si alguien había que dominaba “la pintura rápida”, ese era Rafael Pedrós.
Su amor a lo clásico español, a los trajes de época, a los Mendozas del siglo XVI, a los monjes y a las calaveras, dieron viveza y sorpresa a sus cuadros. Aunque quizás su mejor serie sea la de los retratos que dedicó (por encargo oficial) a los elementos de la Magistratura española, o a las figuras y santos/as de la Orden Carmelita de nuestra patria, con altos mandos militares y con personajes muy variados de nuestro país. Siempre le estaré agradecido por el cuadro que me dedicó, retratándome en hábito y actitud de Marqués de Santillana.
La pintura religiosa, la recreación de ambientes sacros, fue otra de las especialidades de Pedrós. De los numerosísimos retablos que pintó para los templos de la Alcarria, al estilo de los maestros renacentistas, uno de los mejores sin duda fue el del templo mayor de Mondéjar. Hacia 1995 recibió el encargo y dio vida a ese monumental conjunto de escultura y pintura, el retablo de Mondéjar, aquel que Covarrubias y Correa de Vivar construyeran a mediados del siglo XVI y la locura sin medida del verano del 36 se llevara por enmedio para tristeza de todos. Una imagen de esa gran obra acompaña estas líneas. Pedrós llenó, calladamente, de cuadros realistas y espléndidos las iglesias de Guadalajara. Como un nuevo artista nacido de la Fe solemne y de la fuerza post-trentina, trasladó su arte a las iglesias de Yunquera de Henares, de Yélamos de Abajo, de Almonacid de Zorita, de Aranzueque, de San Juan de Ávila en la capital, de Budia, de Humanes, de Chiloeches, de Mochales… media página podría llenarse con sus creaciones.
El Cristo de la Miel
Pero yo quisiera, en este pequeño, urgente y obligado homenaje a la figura de Rafael Pedrós, este artista nacido en Madrid pero crecido y vivido entre nosotros, con alma de Alcarria y querencia de tomillares, destacar sobre todo ese sorprendente cuadro que pintó en 1995 y que ha paseado su imagen por algunos ámbitos en los que ha causado la admiración unánime de cuantos lo han visto. Es el «Cristo de la Miel», que acompaño también, en pequeña reproducción, a estas palabras. El Cristo de la Miel, de Pedrós, es una obra única, ingente, maravillosa. Una pieza de las que aparecen solo una por siglo. En el Calvario, con un fondo dulce de paisajes alcarreños en el que no faltan las «tetas de Viana» y el roquero castillo de Zorita sobre el Tajo, está Cristo en su trance de muerte, acompañado además de por María, San Juan y la Magdalena, por figuras de nuestra historia más entrañable, como el Marqués de Santillana, el Cardenal Mendoza, el molinés Abengalbón o el Arcipreste de Hita. De la herida del costado, mana miel (que no hiel) que recoge una figura de reina en un cantarillo de barro. Unas colmenas de tronco, tapadas por chapa y pedruscos surgen al pie de la cruz. Y un enjambre de finísimas abejas zumba en la escena, con prodigio de miniaturista, llenando el aire del cuadro. ¿Hay quien dé más?
Cuando lo terminó de pintar, Rafael Pedrós lo llevó a la Casa de Guadalajara, y allí estuvo expuesto una temporada. Luego se ofreció al público en la Feria Apícola de Pastrana, y su ofrecimiento a las instituciones provinciales cayó en el saco roto en el que han caído tantas propuestas interesantes. Finalmente, un alcarreño de Peñalver, lo adquirió para su colección particular, donde hoy luce y es galardón de su bonhomía.
Pero no quiero en esta hora dejar de opinar, como ya lo hice en su día, que si algún cuadro debiera representar el arte de nuestra tierra a lo largo del siglo XX, sería el «Cristo de la Miel» de Rafael Pedrós el que con toda justicia lo hiciera. Ya tiene versos dedicados (de Utrilla Layna) y párrafos elocuentes que lo describen (de Aragonés Subero). Creo que esta obra de Pedrós, identificada con la Alcarria como ninguna otra, debería haber ido a algún Museo o instancia pública donde todos los alcarreños disfrutáramos de ella. Ahora, -como siempre pasa cuando despedimos a los grandes- ya es tarde.
La Baraja mendocina
Una de las obras, quizás más sencillas, pero más intensamente elaboradas, con que Pedrós demostró su cariño a la Alcarria y a sus esencias históricas, fue la denominada “baraja mendocina” que también pasó sin pena de gloria por las crónicas de nuestra tierra. Tratábase de una baraja con todas sus piezas clásicas a la vista: cada palo clásico (oros, copas, espadas y bastos) tiene su as, que en este caso nos ofrece un escudo heráldico de las cuatro principales ramas mendocinas. Los elementos de cada palo, ya dichos, ofrecen también imágenes alusivas a la familia y sus hazañas: el oro es un ducadón con la efigie ensombrerada de un Mendoza que pudiera, de haber querido, acuñar moneda; la copa está sacada del ajuar que doña Ana de Mendoza llevó a sus bodas; la espada es la que el Papa Inocencio VIII regaló a don Iñigo López de Mendoza cuando su embajada en Roma, y que hoy se admira en el Museo Lázaro Galdeano de Madrid; el basto, en fin, pudiera ser cualquiera de los que usaron los Mendoza y sus gentes en las batallas miles en que se vieron.
Además de las figuras, siempre enmarcadas en una cenefa mudejarizante tan española, aparecen dos comodines que viven en las figuras de sendos bufones ataviados prolijamente con los colores mendocinos, el gules, el sinople y el oro denso de tantas memorias.
En el breve, dolido y urgente homenaje que hoy dedico a este alcarreño, sabio, honrado y sobre todo amigo, Rafael Pedrós Lancha, quiero que sea esa obra sencilla, breve, de las últimas que él nos ofreció, la que glose al fin su figura: basta moverse por el sendero que marca en las manos esta baraja, para encontrar en cada palo primero la figura femenina de una sota. Después el piafar sonoro de un caballo con su caballero encima, y al acabar nos deslumbra la brillantez y soberbio gesto de algún rey sin barbas ni corona.
Nos encontramos con mujeres de la hispana raza como son doña Brianda de Mendoza, la fundadora del convento de la Piedad, a la que en el Tenorio Mendocino dan vida en las escaleras de su viejo palacio leyendo las constituciones del beaterio franciscano; la sexta duquesa del Infantado, doña Ana de Mendoza, que pasó su vida entre rezos y procesiones por los recovecos de su casona arriacense; la princesa de Éboli, feliz y desgraciada en su palacio de Pastrana, que por sus apellidos de Mendoza y de la Cerda ocupa puesto aquí; y doña Aldonza de Mendoza, duquesa de Arjona, callada pero peleona, que pasó a la galería de la fama por su presencia mortuoria en el enterramiento que de ella queda en el Museo Provincial de Bellas Artes.
A caballo recordamos a don Rodrigo Díaz de Vivar y Mendoza, primer marqués de Cenete, conde del Cid, y el más fastuoso de los “bellos pecados del Cardenal”, quien desarrolló sus dotes guerreras en el levantamiento de las Germanías valencianas; a don Pero González de Mendoza, héroe en la batalla de Aljubarrota, por haber salvado la vida de su rey Juan I que la vió muy comprometida; a don Pedro de Mendoza, héroe en las Indias más lejanas, fundador que fue de la hoy gran ciudad de Buenos Aires; y a don Iñigo López de Mendoza, segundo conde de Tendilla, que participó muy mucho en la conquista de la ciudad de Granada, y mantuvo con su valor e inteligencia el trono de los Reyes Isabel y Fernando. Y del que hoy deberíamos habernos acordado con algún merecido homenaje, en el justo quinto centenario de su muerte.
Como verdaderos reyes aparecen el Gran Cardenal, don Pedro González de Mendoza, a quien le corresponde ese puesto sumo de la baraja por haber sido denominado, en su tiempo, “tercer rey de España”; don Iñigo López de Mendoza, primer marqués de Santillana, introductor del Renacimiento en nuestro país, desde su viejo palacio de Guadalajara; don Antonio de Mendoza, primer virrey de la Nueva España (hoy México) y a punto de haber sido generador de una dinastía (la mendocina) distinta de la austriaca y borbónica, en el mando de la América hispana; a Diego Hurtado de Mendoza, finalmente, embajador del rey Felipe y todopoderoso en legaciones y asuntos de Estado por toda Europa, le encajamos en ese lugar de los mendozas reyes, visorreyes o factotum.
Todavía recuerdo la insistencia que puso Pedrós en hacer realidad esa baraja. Cómo la dibujó, la estructuró (todo fue obra suya) y la programó. Cómo me la ofreció para que editándola la diera a conocer a todo el mundo. Y como (hay que ser siempre justos, en los homenajes debidos) desde la Diputación Provincial de Guadalajara dos personas con peso entonces en ella, y con capacidad de decisión (María Antonia Pérez León, su presidenta, y Pedro Aguilar Serrano, su Jefe de Gabinete) la hicieron realidad.
Todos estamos hoy de luto, pero sobre todo esos “mendozas” que aletearon entre sus manos, y ese sonar de oros, de copas, de espadas… todos estamos echando de menos a este gran alcarreño que, nacido y muerto en Madrid, solo tuvo latidos para nuestra tierra, que era la suya por voluntad propia. La que él personalmente eligió como su ideal, y como su musa.
Que bonito lo que has escrito y que gran artista ha perdido Guadalajara,al que no sé, si se le ha reconocido lo suficiente.Como siempre ya será tarde su reconocimiento
Muy ineresante. Muchas gracias por recordar a estos alcacarreños , valiosa gente que ha sabido con su trabajo dejarnos tan buenas obras.