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octubre, 2015:

En recuerdo de Rafael Pedrós, el gran artista de la Alcarria

 

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Homenaje del autor a Rafael Pedrós, el día de su muerte

Nos acaba de dejar, por su fallecimiento el domingo 25 de octubre, cuando estaba asistiendo a los oficios religiosos en la catedral de la Almudena, el gran artista y enamorado de la Alcarria Rafael Pedrós Lancha. Celebrando, con otros muchos alcarreños, el “encapamiento” al que se someten llegado el otoñal Noviembre, le falló el corazón repentinamente, y allí quedó callado. Un lugar, la catedral de Madrid, que quizás él mismo eligió para morir.

Entre los grandes pintores que han habitado en nuestra tierra, no es el menor Alonso del Arco, que al parecer nació en Yebra, o Juan Bautista Maino, que lo hizo en Pastrana. Los pinceles de Francisco de Goya se pasearon por las orillas del Henares, y Jorge Inglés, allá en el lejano siglo XV, vino a Guadalajara para pintar cuadros, retablos y miniaturas al marqués de Santillana. Hernando del Rincón fue también una de las glorias de la pintura castellana que en Guadalajara nació o, con seguridad, vivió muchos años. Y otros grandes artistas como el aragonés Juan de Soreda, el castellano Juan de Flandes, y mil más que sería prolijo recordar, han puesto lo mejor de su arte por templos y óleos de Guadalajara.

Todos ellos ya fallecidos, algunos hace muchos siglos, otros no tanto, y entre los que debo contar a genios de la pintura como Antonio Ortiz de Echagüe o los que puedo titular como amigos míos, contemporáneos, Regino Pradillo, Fermín Santos, o Francisco Sobrino, geniales todos. Pues acaba de acceder a ese club de los clásicos a recordar, porque acaba de fallecer en Madrid, en la tarde otoñal del 25 de octubre de 2015, Rafael Pedrós, uno de los mejores artistas, de los más completos que ha dado el siglo.

Nacido en Madrid, en 1933, formado en el Real Colegio de Alfonso XII, desde muy pequeño se dedicó al dibujo y la pintura en la Escuela de Artes y Oficios Artísticos, en el Círculo de Bellas Artes y en el Casón del Buen Retiro. Su técnica depurada, y la «escuela» que desde un inicio tomó en las manos, le hizo ser un fiel copista de cuadros del Prado, del Louvre en París, y de otros museos italianos, países por los que viajó largo tiempo.

Pedrós humano

Rafael Pedrós, que entre los muchos a los que se hizo acreedor a lo largo de su vida en la Alcarria, tuvo el título de Socio de Honor de la Casa de Guadalajara, en 1996, se supo ganar con los años, a pulso y a paciencia, el homenaje de los alcarreños. Por su afabilidad, su corrección, su tacto. Y sobre todo por su generosidad: el gran mural que la Casa de Guadalajara lució, en tonos ocres y sepias, sobre el muro mayor de su Salón Cardenal Mendoza, es el regalo que Pedrós le hizo a nuestra tierra, y que reúne en sus más de veinte metros cuadrados los paisajes, las figuras y los monumentos más característicos de Guadalajara.

Si hasta hace unos meses, alguien quería tener, en una sola estampa, y mirando en un solo vistazo, la provincia entera, tenía que acudir a ese salón y estarse un buen rato descubriendo donceles, princesas, marqueses y meleros, que se mezclaban a fuentes de cuatro caños, a picotas, castillos y soldadescas… una obra que le definió y le hizo, repito, un clásico vivo. Una obra que, como Pedrós ahora, ha quedado en la oscuridad y el silencio para siempre.

La capacidad que de pintar tenía Rafael Pedrós era impresionante. Muchos premios se le concedieron en su vida. Pero a su perfección técnica en el retrato, en la visión de un ambiente o de un grupo, añadía la rapidez. He visto cuadros suyos cargados de figuras, de personajes, de telas y cobres, que llegó a pintar en sólo dos horas de trabajo. Si alguien había que dominaba “la pintura rápida”, ese era Rafael Pedrós.

Su amor a lo clásico español, a los trajes de época, a los Mendozas del siglo XVI, a los monjes y a las calaveras, dieron viveza y sorpresa a sus cuadros. Aunque quizás su mejor serie sea la de los retratos que dedicó (por encargo oficial) a los elementos de la Magistratura española, o a las figuras y santos/as de la Orden Carmelita de nuestra patria, con altos mandos militares y con personajes muy variados de nuestro país. Siempre le estaré agradecido por el cuadro que me dedicó, retratándome en hábito y actitud de Marqués de Santillana.

La pintura religiosa, la recreación de ambientes sacros, fue otra de las especialidades de Pedrós. De los numerosísimos retablos que pintó para los templos de la Alcarria, al estilo de los maestros renacentistas, uno de los mejores sin duda fue el del templo mayor de Mondéjar. Hacia 1995 recibió el encargo y dio vida a ese monumental conjunto de escultura y pintura, el retablo de Mondéjar, aquel que Covarrubias y Correa de Vivar construyeran a mediados del siglo XVI y la locura sin medida del verano del 36 se llevara por enmedio para tristeza de todos. Una imagen de esa gran obra acompaña estas líneas. Pedrós llenó, calladamente, de cuadros realistas y espléndidos las iglesias de Guadalajara. Como un nuevo artista nacido de la Fe solemne y de la fuerza post-trentina, trasladó su arte a las iglesias de Yunquera de Henares, de Yélamos de Abajo, de Almonacid de Zorita, de Aranzueque, de San Juan de Ávila en la capital, de Budia, de Humanes, de Chiloeches, de Mochales… media página podría llenarse con sus creaciones.

El Cristo de la Miel

Pero yo quisiera, en este pequeño, urgente y obligado homenaje a la figura de Rafael Pedrós, este artista nacido en Madrid pero crecido y vivido entre nosotros, con alma de Alcarria y querencia de tomillares, destacar sobre todo ese sorprendente cuadro que pintó en 1995 y que ha paseado su imagen por algunos ámbitos en los que ha causado la admiración unánime de cuantos lo han visto. Es el «Cristo de la Miel», que acompaño también, en pequeña reproducción, a estas palabras. El Cristo de la Miel, de Pedrós, es una obra única, ingente, maravillosa. Una pieza de las que aparecen solo una por siglo. En el Calvario, con un fondo dulce de paisajes alcarreños en el que no faltan las «tetas de Viana» y el roquero castillo de Zorita sobre el Tajo, está Cristo en su trance de muerte, acompañado además de por María, San Juan y la Magdalena, por figuras de nuestra historia más entrañable, como el Marqués de Santillana, el Cardenal Mendoza, el molinés Abengalbón o el Arcipreste de Hita. De la herida del costado, mana miel (que no hiel) que recoge una figura de reina en un cantarillo de barro. Unas colmenas de tronco, tapadas por chapa y pedruscos surgen al pie de la cruz. Y un enjambre de finísimas abejas zumba en la escena, con prodigio de miniaturista, llenando el aire del cuadro. ¿Hay quien dé más?

Cuando lo terminó de pintar, Rafael Pedrós lo llevó a la Casa de Guadalajara, y allí estuvo expuesto una temporada. Luego se ofreció al público en la Feria Apícola de Pastrana, y su ofrecimiento a las instituciones provinciales cayó en el saco roto en el que han caído tantas propuestas interesantes. Finalmente, un alcarreño de Peñalver, lo adquirió para su colección particular, donde hoy luce y es galardón de su bonhomía.

Pero no quiero en esta hora dejar de opinar, como ya lo hice en su día, que si algún cuadro debiera representar el arte de nuestra tierra a lo largo del siglo XX, sería el «Cristo de la Miel» de Rafael Pedrós el que con toda justicia lo hiciera. Ya tiene versos dedicados (de Utrilla Layna) y párrafos elocuentes que lo describen (de Aragonés Subero). Creo que esta obra de Pedrós, identificada con la Alcarria como ninguna otra, debería haber ido a algún Museo o instancia pública donde todos los alcarreños disfrutáramos de ella. Ahora, -como siempre pasa cuando despedimos a los grandes- ya es tarde.

La Baraja mendocina

Una de las obras, quizás más sencillas, pero más intensamente elaboradas, con que Pedrós demostró su cariño a la Alcarria y a sus esencias históricas, fue la denominada “baraja mendocina” que también pasó sin pena de gloria por las crónicas de nuestra tierra. Tratábase de una baraja con todas sus piezas clásicas a la vista: cada palo clásico (oros, copas, espadas y bastos) tiene su as, que en este caso nos ofrece un escudo heráldico de las cuatro principales ramas mendocinas. Los elementos de cada palo, ya dichos, ofrecen también imágenes alusivas a la familia y sus hazañas: el oro es un ducadón con la efigie ensombrerada de un Mendoza que pudiera, de haber querido, acuñar moneda; la copa está sacada del ajuar que doña Ana de Mendoza llevó a sus bodas; la espada es la que el Papa Inocencio VIII regaló a don Iñigo López de Mendoza cuando su embajada en Roma, y que hoy se admira en el Museo Lázaro Galdeano de Madrid; el basto, en fin, pudiera ser cualquiera de los que usaron los Mendoza y sus gentes en las batallas miles en que se vieron.

Además de las figuras, siempre enmarcadas en una cenefa mudejarizante tan española, aparecen dos comodines que viven en las figuras de sendos bufones ataviados prolijamente con los colores mendocinos, el gules, el sinople y el oro denso de tantas memorias.

En el breve, dolido y urgente homenaje que hoy dedico a este alcarreño, sabio, honrado y sobre todo amigo, Rafael Pedrós Lancha, quiero que sea esa obra sencilla, breve, de las últimas que él nos ofreció, la que glose al fin su figura: basta moverse por el sendero que marca en las manos esta baraja, para encontrar en cada palo primero la figura femenina de una sota. Después el piafar sonoro de un caballo con su caballero encima, y al acabar nos deslumbra la brillantez y soberbio gesto de algún rey sin barbas ni corona.

Nos encontramos con mujeres de la hispana raza como son doña Brianda de Mendoza, la fundadora del convento de la Piedad, a la que en el Tenorio Mendocino dan vida en las escaleras de su viejo palacio leyendo las constituciones del beaterio franciscano; la sexta duquesa del Infantado, doña Ana de Mendoza, que pasó su vida entre rezos y procesiones por los recovecos de su casona arriacense; la princesa de Éboli, feliz y desgraciada en su palacio de Pastrana, que por sus apellidos de Mendoza y de la Cerda ocupa puesto aquí; y doña Aldonza de Mendoza, duquesa de Arjona, callada pero peleona, que pasó a la galería de la fama por su presencia mortuoria en el enterramiento que de ella queda en el Museo Provincial de Bellas Artes.

A caballo recordamos a don Rodrigo Díaz de Vivar y Mendoza, primer marqués de Cenete, conde del Cid, y el más fastuoso de los “bellos pecados del Cardenal”, quien desarrolló sus dotes guerreras en el levantamiento de las Germanías valencianas; a don Pero González de Mendoza, héroe en la batalla de Aljubarrota, por haber salvado la vida de su rey Juan I que la vió muy comprometida; a don Pedro de Mendoza, héroe en las Indias más lejanas, fundador que fue de la hoy gran ciudad de Buenos Aires; y a don Iñigo López de Mendoza, segundo conde de Tendilla, que participó muy mucho en la conquista de la ciudad de Granada, y mantuvo con su valor e inteligencia el trono de los Reyes Isabel y Fernando. Y del que hoy deberíamos habernos acordado con algún merecido homenaje, en el justo quinto centenario de su muerte.

Como verdaderos reyes aparecen el Gran Cardenal, don Pedro González de Mendoza, a quien le corresponde ese puesto sumo de la baraja por haber sido denominado, en su tiempo, “tercer rey de España”; don Iñigo López de Mendoza, primer marqués de Santillana, introductor del Renacimiento en nuestro país, desde su viejo palacio de Guadalajara; don Antonio de Mendoza, primer virrey de la Nueva España (hoy México) y a punto de haber sido generador de una dinastía (la mendocina) distinta de la austriaca y borbónica, en el mando de la América hispana; a Diego Hurtado de Mendoza, finalmente, embajador del rey Felipe y todopoderoso en legaciones y asuntos de Estado por toda Europa, le encajamos en ese lugar de los mendozas reyes, visorreyes o factotum.

Todavía recuerdo la insistencia que puso Pedrós en hacer realidad esa baraja. Cómo la dibujó, la estructuró (todo fue obra suya) y la programó. Cómo me la ofreció para que editándola la diera a conocer a todo el mundo. Y como (hay que ser siempre justos, en los homenajes debidos) desde la Diputación Provincial de Guadalajara dos personas con peso entonces en ella, y con capacidad de decisión (María Antonia Pérez León, su presidenta, y Pedro Aguilar Serrano, su Jefe de Gabinete) la hicieron realidad.

Todos estamos hoy de luto, pero sobre todo esos “mendozas” que aletearon entre sus manos, y ese sonar de oros, de copas, de espadas… todos estamos echando de menos a este gran alcarreño que, nacido y muerto en Madrid, solo tuvo latidos para nuestra tierra, que era la suya por voluntad propia. La que él personalmente eligió como su ideal, y como su musa.

Bernardino de Mendoza, espía mayor de Felipe II

 

Bernardino_de_Mendoza_en_la_Iglesia_renacentista_de_Torija

A propósito de la puesta en escena, ya pronto, de algunas esculturas que en función de estatua callejera van a conmemorar hechos muy enraizados en la cultura y las esencias de Guadalajara, traigo ahora la memoria de un personaje al que, cuando hace 10 años se celebró su centenario, nadie apenas recordó, y hubiera sido –entonces como ahora-, merecedor de una estatua. Y por supuesto de una calle. Pero este es un tema que prefiero dejar ahora a un lado. Porque las conmemoraciones puntuales de una generación no son nunca clarificadoras de los méritos reales de los individuos. Sino expresión de emociones transitorias, de arranques sentimentales que a la larga a nada bueno conducen. A Bernardino de Mendoza, de quien a continuación aclararé algunos datos vitales, sí que convendría memorar en una lápida callejera.

Un Mendoza de la Alcarria

Nació don Bernardino de Mendoza en la ciudad de Guadalajara, en torno al año 1541. La certeza de esta asignación se debe por una parte a los datos que constan en el expediente de pruebas de nobleza para la consecución del hábito de Santiago, y por otra a un poema incluido en una carta manuscrita suya dirigida al capitán Francisco de Aldana, en el que habla de «mi Guadalajara» como su patria natal.

Fueron sus padres los vizcondes de Torija, don Alonso Suárez de Mendoza y doña Juana Jiménez de Cisneros. El padre era también natural de Guadalajara, heredero por línea directa del marqués de Santillana, de su hijo tercero don Lorenzo Suárez de Figueroa, y por lo tanto un segundón de la casa. Ella era natural de Madrid, descendiente del fundador de la Universidad Complutense, el Cardenal Cisneros. Tuvieron 19 hijos, haciendo Bernardino el número 10 de la serie.

Estudió desde muy joven en la Universidad de Alcalá. Se graduó de bachiller en Artes y Filosofía el 11 de junio de 1556, y recibió el grado de licenciado en lo mismo el 28 de octubre del mismo año. Fue colegial del Mayor de San Ildefonso de Alcalá.

Su carrera fue meteórica: tenía formación, era listo, y le sobraban padrinos. Aparte del apellido Mendoza, el ser colegial de una institución tan determinante como el Colegio Mayor de San Ildefonso de Alcalá de Henares, que «colocaba» a todos sus miembros en puestos claves de la administración, de la política o de las armas, le sirvió de mucho. Debió entrar al servicio del Rey en 1560, sirviendo en milicias a las órdenes del duque de Alba, en los Países Bajos. Previamente había combatido contra los bereberes en el norte de Africa, tomando parte en las expediciones de Orán y del Peñón de Vélez, en 1563‑1564, estando junto a don Juan de Austria en la jornada de Malta, en 1565, cuando esta isla sufrió el ataque de los turcos. Un currículo perfecto para un caballero del siglo XVI.

En 1567 fue designado por el duque de Alba para una primera misión diplomática, yendo a Roma, a la corte del Pontífice Pío V, para obtener la bendición papal y extenderla al ejército hispano que marchaba a Centroeuropa. Durante los siguientes diez años, la vida de Mendoza estuvo totalmente inmersa en las operaciones militares de Flandes. Entre las diversas acciones de envergadura en que participó, le fue reconocida su actividad capital en la estratégica victoria de Mook, el 14 de abril de 1574. Poco antes, en 1573, realizó un viaje a Madrid con el difícil cometido de pedir al Rey más dinero, tropas, recursos y apoyo, y a pesar de lo difícil de la misión, volvió a Flandes seis semanas después con todo conseguido. Desde el comienzo de la campaña figuró en el estado mayor del duque de Alba, actuando señaladamente en la batalla que consiguió la rendición de la ciudad de Mons, y luego en Nimega y en el ataque a Harlem.

Su dedicación y entereza le supuso el aprecio de los altos: en 1576 obtuvo el galardón de entrar a formar parte de la Orden militar de Santiago, en premio a sus méritos. En 1582 obtuvo una encomienda, la de Pañausende (en Zamora) bien dotada económicamente, y cerca ya del final de sus días, en 1595, el Rey le nombró trece de la Orden y le concedió la encomienda de Alange, en Badajoz, mucho mejor remunerada, pues le supuso una renta anual de cinco mil ducados, lo que le permitió finalmente vivir desahogadamente en el aspecto económico.

Embajador y espía

La carrera diplomática de Bernardino de Mendoza se inició en marzo de 1578, al ser designado por Felipe II embajador de España ante la Corte de Inglaterra. El objetivo del monarca hispano era, en principio, ganarse a su favor a la reina inglesa Isabel I. Los acontecimientos hicieron que pronto se violentaran las relaciones entre ambos estados (mejor dicho, entre sus respectivos monarcas), y así fue que Bernardino de Mendoza actuó no solamente como embajador, sino también como espía y jefe de los servicios de inteligencia españoles en Inglaterra. Participó activamente en las acciones preparadas para dar un golpe de Estado contra Isabel y poner en el trono, ayudado de los católicos escoceses, a María Estuardo. Ello se supo, y le creó situaciones muy tensas que resultaron en discusiones ásperas, injuriosas y violentas con la reina y sus ministros, hasta el extremo de que en enero de 1584 Mendoza fue declarado «persona non grata» ante la corte británica, siendo expulsado del país en un plazo de 2 días. Ello le hizo padecer, además, penalidades económicas y de salud, que luego se reflejarían en su vivir futuro.

En su correspondencia diplomática con el Rey Felipe y sus secretarios de Estado, los Idiaquez, Bernardino de Mendoza hubo de utilizar numerosos sistemas de cifrado de cartas y mensajes. Sus correos debían atravesar, especialmente por el sur de Francia, líneas y territorios enemigos que podían interceptar el correo o adquirir información muy reservada. Para éllo, Mendoza utilizó un amplio repertorio de técnicas de cifrado que le han hecho pasar a la historia como uno de los primeros técnicos en codificación: transformó letras en signos de propia invención; letras en números de una cifra; nombres propios en nombres simbólicos; y sobre todo pares de letras en números de dos cifras (BL = 23; BR = 24; TR = 34, etc.)

Posteriormente, fue nombrado embajador de Felipe II ante Francia. En ese cargo actuó don Bernardino desde 1584 a 1590. En abril del año de su nombramiento viajó Mendoza de París a Madrid para recibir las órdenes de Felipe II. En septiembre regresó a Francia, en principio con una misión de condolencia por la muerte del duque de Alençón. Enseguida se vivieron los agitados sucesos del desastre de la Armada [Invencible], de la muerte de Enrique III de Francia y todas las vicisitudes de la Liga Católica. Ese periodo de la vida y misión de Mendoza está perfectamente documentado en las cartas que el diplomático enviaba a la corte madrileña, especialmente a don Juan de Idiaquez y a su primo don Martín de Idiaquez, ambos secretarios de Estado, y leales avalistas del aristócrata alcarreño.

Finalmente, en 1590, no muy mayor todavía, pero totalmente ciego, Bernardino de Mendoza se retiró a vivir a Madrid, donde compró una casa en la calle de Convalecientes, pegada al que pocos años adelante sería el monasterio de monjes bernardos existentes en dicha calle. Efectivamente, en la calle de Convalecientes, que hoy se denomina de San Bernardo, hubo un monasterio de esta orden, con el título de Santa Ana, que fue fundado por Alonso de Peralta en 1596. Desde antes era muy aficionado el escritor alcarreño a los escritos de San Bernardo y a la orden por él fundada. Así, cuando el cenobio estuvo totalmente construido, don Bernardino abrió desde su casa puerta al convento, y ventana a su iglesia, para desde ella poder seguir los ritos religiosos. En su testamento, legó la casa al convento. Murió el día 3 de agosto de 1604, según consta en la tosca lápida que hizo colocar en el presbiterio de la iglesia de Torija donde mandó ser enterrado. En élla, junto a una escueta calavera y dos tibias cruzadas, se puede leer: OBBIT D. BER / NARDINVS / A MENDOZA / ANNO M.604 / 3º DIE AVGVSTI. Por este detalle, los torijanos sí que le han dedicado una calle a don Bernardino.

El escritor

Uno de los aspectos por los que ha cobrado fama merecida Bernardino de Mendoza, ha sido por su calidad de escritor, y muy especialmente por lo infrecuente del tema que él trata, y lo bien que lo hace. Fue su Theorica y Practica de Guerra la obra que le ganó un puesto privilegiado en los tratados de historia de la literatura, y, aunque muy pocos lo han leído, todos le han alabado. Escrita esta obra, fruto de su gran experiencia militar y política, emanada sin duda alguna de una mente lúcida y muy bien estructurada, durante los años de su prematuro retiro, fue publicada primeramente en Madrid, por la imprenta de la viuda de Madrigal, en 1595, conociendo una segunda edición al año siguiente en la imprenta de Plantino en Amberes, y siendo traducida al italiano, en 1596, editada en Venecia, y luego en 1602 y en 1616; al francés, en 1597; al inglés, en ese mismo año, y al alemán, en 1667.

El otro libro importante escrito y publicado por Bernardino de Mendoza, fue el titulado «Comentarios de don Bernardino de Mendoça de lo sucedido en las Guerras de los Payses Baxos, desde el año de 1567 hasta el de 1577«, editado por vez primera, en francés, y dedicado a todos los católicos franceses, en Paris por Guillaume Chaudiere en 1591, y posteriormente, ya en castellano, en Madrid por Pedro Madrigal, en 1592. La edición española, magnífica de impresión, encabezada por una bella portada en la que luce el escudo de armas del impresor, está dedicada al Rey, y en ella aparecen cinco curiosos grabados que reproducen vistas de ciudades flamencas y artilugios de guerra ideados por Mendoza. La obra es todo un clásico de la literatura histórica del siglo XVI. Aunque Mendoza no se entretiene en la descripción de paisajes o de personajes que intervienen en estas guerras de los Países Bajos, sí que ofrece una meticulosa visión de las técnicas empleadas, juicios sobre los resultados de las batallas y, por supuesto, una pormenorizada relación de los hechos ocurridos. En ella muestra el autor ser un avezado militar, un dirigente perfectamente entrenado, preparado y experimentado en todas las técnicas bélicas de su época. Al mismo tiempo, las consideraciones políticas que expresa en su obra son también de gran valor.

La tercera obra señalada de Bernardino de Mendoza, fuera ya de su inicial parcela de la teórica de la guerra y de su historia, fue puramente literaria, lo que le ayudó a completar la fama bien ganada de escritor pulcro y de inteligente conocedor de la cultura clásica. Se trata de Los seys libros de la Política o Doctrina Civil de Iusto Lipsio que sirven para el gobierno del Reyno o Principado, traduzidos de lengua latina en Castellana por don Bernardino de Mendoça y dirigido a la nobleça española. Escrito ya con toda seguridad en Madrid, en los años de su retiro en el convento cisterciense de que antes hablábamos, fue publicado en la Imprenta Real, por Juan Flamenco, en 1604, el mismo año de su muerte.

Escribió esta obra cuando, ya en el final de sus días, se encontraba casi totalmente ciego, aunque no desprovisto de fuerzas y menos aún de capacidad intelectual. Sabemos este detalle por la frase que el mismo Bernardino de Mendoza pone al dedicar su obra a la nobleza española, lamentando no poder hacerlo sino de este modo «pues mi ceguera no me permite el hacerlo en otra manera». Se trata de una traducción muy elegante y pulcra de la clásica obra latina de Justo Lipsio.

Espero que hayan valido estas simples líneas como un ejercicio de justicia hacia don Bernardino. Ojalá hubiera, todavía hoy, en Guadalajara muchos, o algunos, como él…

Zafra, un castillo de película

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La torre del homenaje del castillo molinés de Zafra.

En los últimos días del pasado mes de septiembre, la altiplianicie molinesa, la que está a los pies de la Sierra de Caldereros, se vió invadida por un auténtico ejército de cámaras, vehículos, mamparas, micrófonos y estandartes: el objetivo era tomar películas a la máxima calidad y empeño del castillo de Zafra y su entorno, para hacerle figurar en una de las entregas de la universalmente conocida serie de Televisión “Juego de Tronos”.

Sobre el páramo de Molina existen un número abundante de fortalezas medievales. Puestas estratégicamente por sus primi­tivos señores, los condes de Lara, unas veces como defensa del territorio, en sus fronteras, y otras como lugares de habitación, de residencia habitual o de descanso. Una de estas fortalezas, antigua como la historia del hombre, pero reedificada y acondicionada por los señores de Molina, es la de Zafra.

Aunque a veces, en determinadas épocas húmedas del año, es difícil llegar hasta el pie de este castillo, quien consigue ponerse frente a él queda siempre sorprendido de lo bellísimo de su estampa, de la ferocidad que sus rocas y sus muros, sus almenas y especialmente su torreón valiente muestran ante el espectador atónito.

La antigüedad de Zafra es mucha. Para Sanz Polo, su dueño desde 1972, y enamorado de esas viejas piedras hasta el punto de haberse dejado en ellas y en su reconstrucción toda su fortuna, quien realizó a lo largo de los años una serie de interesantes descubrimientos, no existía duda en achacarle la edad que tenga el hombre sobre estos altos términos molineses.

Algo de historia

La cultura del bronce y la del hierro han dejado sus huellas en algunos elementos, como restos de cerámicas, hallados en algunas cavidades de la roca, y en las proximidades del castro. Ello hace incuestionable la afirmación de que ya utilizaron esta atalaya rocosa los celtíberos que desde varios siglos antes de nuestra Era poblaron densamente las tierras de la orilla izquierda del Ebro. Pero además es seguro que los romanos se sirvieron de este punto fuerte sobre la paramera molinesa, pues en el espacio central o patio de armas de la fortaleza, se han encontrado excavando algunos elementos constructivos que dicen sin duda que también los invasores lacios tuvieron aquí un punto fuerte.

De forma similar, y siempre por vestigios mínimos, inteligentemente interpretados por su excavador y propietario, podemos afirmar que los visigodos y los árabes ocuparon esta fortaleza. Los últimos fueron quienes elevaron parte de lo que sería luego un castillo auténtico. Y aquí sin duda residieron los musulmanes molineses (con sus reyezuelos sufragáneos del monarca taifa de Toledo) en los últimos años de su dominio del territorio.

Una vez que esta comarca fue conquistada por los reinos cristianos del norte, en 1129, Zafra quedó primeramente en poder del rey de Aragón, quien puso a la fortaleza entre los términos del recién creado Común de Villa y Tierra de Daroca, estableciendo la torre de Zafra como uno de los puntales defensivos más efectivos de su territorio por el sur, frente al todavía concreto peligro de los moros conquenses. Pero el señor de Molina, el conde don Manrique de Lara, en pleno proceso de consolidación de su territorio, reclamó a Ramón Berenguer la fortaleza, que este le entregó sin problemas. Así, en la descripción del territorio de Molina que se hace en el Fuero promulgado por su señor en 1154, aparece el castillo de Zafra nombrado como el más importante y querido de todo el Señorío, después de la fortaleza de la capital.

La construcción del castillo, tal como hoy lo vemos y comprendemos, procede de la época de los primeros señores moli­neses, ésto es, de la segunda mitad del siglo xii y primera del xiii. En esos momentos, los Lara de Molina se aprestan a consolidar su fuerza sobre uno de los territorios en los que su autoridad es total e indiscutida. Levantan fortalezas por todas las fronteras de su señorío, con un plan premeditado y coherente. Es, sin embargo, la de Zafra, una de las más queridas, preciado bastión en el que se considera, desde el punto de vista de la época medieval en que se reconstruye, su inexpugnabilidad y su valor estratégico máximo.

El principal suceso histórico acaecido en Zafra tiene mucho que ver con el destino de la dinastía de los Lara molineses. El tercer señor del territorio, Gonzalo Pérez de Lara, cometió una serie de desmanes en zonas próximas a su señorío: concretamente entró en tierras de Medinaceli, devastando algunos pueblos. Otros señores de Castilla, coaligados con él, comenzaron a castigar territorios reales, con el objeto, al parecer, de levantar rebelión contra el monarca legítimo, y a favor de Alfonso ix de León.

Fuera por ello, fuera también porque al Rey castellano Fernando iii le pareciera demasiada la autonomía de que gozaban los Lara en Molina, el caso es que desde Andalucía donde se hallaba movió su ejército hacia la altura castellana, y en pocas jornadas entró en Molina y puso finalmente cerco a la fortaleza de Zafra, donde al ver lo que se avecinaba se refugió el conde molinés acompañado de su familia, su reducida corte y sus domésticos ejércitos. Ocurría ésto en 1222, y durante unas semanas el Rey castellano presentó la batalla sin que el molinés pudiera hacer otra cosa que resistir en lo alto de su inexpugnable bastión.

Cuando el cerco, en el que Fernando iii empleó su paciencia a fondo, hizo mella en las reservas del molinés, éste finalmente se rindió, y mediante los buenos oficios de doña Berenguela, madre del monarca, ambas partes acordaron una salida al conflicto, conocida en los anales históricos como la «concordia de Zafra». En ella se establecía que el heredero del señorío, el primogénito de don Gonzalo, quedaba desheredado (y así le llamaría luego la historia a Pedro González de Lara), siendo proclamada heredera la hija del molinés, doña Mafalda, quien se casaría con el hermano del Rey, el infante don Alonso, y de este modo la intervención de la Corona de Castilla se hacía un tanto más efectiva sobre los asuntos del rebelde señorío de Molina.

Aun se dieron algunas otras batallas y escaramuzas guerreras a la sombra de la fortaleza de Zafra. En el siglo xiv, con ocasión del alzamiento de todo el señorío molinés contra Enrique ii de Castilla, tras haberlo entregado éste en «merced» a su capitán mercenario Beltran Duguesclin, los molineses se entregaron al rey de Aragón Pedro iv, y éste, después de combatirlo, lo arregló y puso por alcaide a Ximeno Pérez de Vera.

También en las guerras civiles del siglo xv, la fortaleza enriscada de Zafra siguió teniendo una importancia capital en la estrategia del control de aquellos territorios cercanos a Molina, siempre importantes por ser los caminos naturales de paso entre Castilla y Aragón. Enrique iv entregó Molina en señorío a su valido Beltrán de la Cueva, lo cual provocó nuevamente una guerra de rebeldía de las gentes de la comarca contra el señor impuesto. Lo mismo ocurrió cuando Castilla se enredó en luchas intestinas al compás de la cuestión de la Beltraneja y el intento de conquistar el reino por parte de Alfonso v de Portugal. En la fortaleza de Zafra, su mítico alcaide don Juan de Hombrados Malo defendió contra unos y otros el castillo a favor del monarca legal, hasta que en 1479 lo entregó a los Reyes Católicos, quienes en premio otorgaron la alcaidía de Zafra, durante largas generaciones, a esta misma familia.

Todavía en el siglo xvi se tenía a Zafra como un castillo de los más fuertes del reino. Si no entre los grandes, al menos contaba entre los más fuertes, y asombraba a todos por lo difícil de su acceso, lo ingenioso de su entrada, y la capacidad que en determinado lugar (hoy desconocido para nosotros, pero quizás en el interior de la roca) tenía para albergar a más de 500 hombres. Poco a poco fueron cayendo sus piedras, desmoronándose sus murallas, desmochándose sus torreones, y borrándose los límites de sus cercas exteriores.

Sin embargo, hoy todavía (y más tras la restauración que le ha proporcionado su dueño) tiene Zafra una estampa singular y espléndida, merecedora de una visita pausada.

Descripción

Puede llegarse hasta el castillo, en época seca, a través de caminos en regular estado, desde Hombrados, Campillo de Dueñas o Castellar de la Muela. A 1.400 metros de altitud, en la caída meridional de la sierra de Caldereros, sobre una amplia sucesión de praderas de suave declive se alzan impresionantes lastras de roca arenisca, muy erosionadas, que corren paralelas de levante a poniente. Sobre una de las más altas, se levantan las ruinas del castillo de Zafra, reconstruido hoy sobre los restos que los siglos habían ido derruyendo y respetando.

La roca sobre la que asienta fue tallada de forma que aún acentuara su declive y su inexpugnabilidad. En la pradera que la circunda solamente quedan mínimos restos de construcciones, que posiblemente pertenecieran a muralla de un recinto exterior utilizable como caballeriza, patio de armas o mero almacén de suministros. En lo alto del peñón vemos el castillo. Debe subirse a él por una escalera metálica que el actual propietario ha puesto para su uso. Hace unos años, la única forma de acceder al castro era a base de escalar la roca con verdadero riesgo, o ayudándose de sogas, que es como yo lo hice en 1972, con don Antonio Sanz Polo.

Sabemos que en tiempos primitivos, cuando los condes de Lara lo construyeron y ocuparon, Zafra tenía un acceso al que se calificó por algunos cronistas como «de gran ingenio y traza». Ningún resto queda del mismo, pero es muy posible que estuviera en el extremo occidental de la roca, y que mediante la combinación de escaleras de fábrica, quizás protegidas por alguna torre, y peldaños tallados en la roca, pudiera accederse a la altura.

Una vez arriba, encontramos un espacio estrecho, alargado, bastante pendiente. Los restos que sobreviven nos dan idea de su distribución. La torre derecha, que custodiaba la entrada por este extremo, ha sido hoy completamente reconstruida. Fuertes muros de sillarejo muy basto, con sillares en las esquinas, y en su interior una bóveda de cañón de la que existían como guía sus restos primitivos. A mitad del espacio de la lastra, surgen los cimientos de lo que fue otra torre que abarcaba la roca de uno a otro lado, y que una vez atravesada, permite entrar en lo que fuera «patio de armas», desde el que se accede a la torre del homenaje, que, hoy reconstruida en su totalidad, y a través de una escalera de piedra adosada al muro de poniente, nos permite recorrerla en su interior, donde encontramos dos pisos unidos por escalera de caracol que se abre en el espesor del muro de la punta de esta torre, de planta hexagonal irregular. Aún nos permite la escalera subir hasta la terraza superior, almenada, desde la que el paisaje, a través de una atmósfera siempre limpia y transparente, se nos muestra inmenso, silencioso, evocador nuevamente de antiguos siglos y epopeyas.

Sugerencias para la visita

Aunque el castillo de Zafra se encuentra en término de Campillo de Dueñas, el camino más aconsejable para llegar a él pasa por Hombrados, siendo preferible preguntar antes en el pueblo, recomendándose hacer el trayecto a pie (una jornada entera para la ida, la visita, y la vuelta), o en todo caso en vehículo «todo‑terreno» o en automóvil de turismo con las precauciones de rigor. Nunca intentar llegar en épocas de lluvias, ni cuando el terreno esté blando. El propietario es hoy don Daniel Sanz Viana, nieto de don Antonio Sanz Polo, último comprador y restaurador emérito de la fortaleza, miembro que fue de la Asociación Española de Amigos de los Castillos.

 

Rollos y picotas de nuestra tierra

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El rollo o picota de Lupiana (Guadalajara)

Al llegar a muchos de los pueblos y villas de nuestra provincia y región, sorprende al viajero primerizo la existencia en sus plazas, o en sus alrededores, de unos curiosos monumentos que se alzan, enhiestos y provocativos, tallados en piedra, levantados sobre gradas, rodeados de arboledas o de coches aparcados si presiden una plaza, con un capitel en lo alto que ofrece talladas cabezas de leones, de monstruos o de humanos seres gritando. Son los elementos que prueban la capacidad que tuvo aquel lugar, aquel pueblo o villa, de administrarse justicia a sí mismos, entre sus propios vecinos. Unos aún le llaman rollo a ese monumento erigido. Otros le llaman picota.

Significados y símbolos

Aunque todos tenían la misma función, que era la conmemorativa, la señalizadora, la de decir el título de villa que le correspondía al pueblo que lo tenía, aún queda un sentido ambivalente para este tipo de monumentos. Y es el de su significado último. No se pondrán nunca de acuerdo los tratadistas, los historiadores, aquellos que solo saben lo que leen. La gente dejó vagar su imaginación más lejos: y pensaron que eran lugares donde los poderosos castigaban a los pobres, y una vez muertos, los colgaban por el cuello, dejándoles sacar la lengua hasta la barbilla, y que con el aire del atardecer se dedicaran, en frase clásica y estremecedora, a bendecir con los pies a la multitud.

«Los rollos eran, en definitiva, símbolos de jurisdicción propia, un orgullo para los habitantes de la villa»

Una cosa está clara: los rollos de piedra se colocaban, tras encargar su boceto y talla a algún escultor de más o menos prosapia, el mismo día que el delegado regio traía el documento de concesión de villazgo. O, sin no había dado tiempo a acabarlo, unos meses después. Pero al cumplir lo que la cancillería real ordenaba, y que era dar la vuelta al término, todos los vecinos juntos, leyendo las lindes, sus nombres antiguos, y poniendo las manos sobre los lugares donde se vendería el pan, la carne y los jabones; y diciendo quien sería a partir de ese día el alguacil, y los regidores, y el juez de paz, y el escribano, en ese día se decía donde se ponía el rollo, y lo que significaba: que este pueblo, que ahora es villa, tiene calidad de autogobierno en lo judicial, y que cualquier rencilla o acusación mutua entre dos vecinos, sea otro de ellos, el juez, quien diga lo que ha de hacerse.

Las leyes generales del reino imponían a veces la pena de muerte. Esta quedaba para los asesinos, los atracadores furibundos, los parricidas, los violadores, los que prendían fuego a las cosechas y a los bosques: a los insociables, en suma, a los que suponían un peligro serio para la vida merecidamente tranquila de quienes se dedicaban solo a trabajar, y a amar. Y esas penas de muerte, se ejecutaban de forma variada. No voy a entrar en detalles macabros. Pero por mencionar los más frecuentes, decir que el garrote vil se usaba con cierta frecuencia: era realmente un descoyuntamiento de las vértebras cervicales, provocado violentamente aplicando una especie de torniquete triple apoyado en los laterales del cuello y en el cogote. Al apretar la manivela, se forzaba la salida de su sitio de las vértebras superiores, con lo cual comprimían y lesionaban la médula espinal, justo a la altura del bulbo, y se producía una parada respiratoria que llevaba al reo a la muerte en pocos segundos. Otro de los métodos de ejecución sumaria era el ahorcamiento, que se hacía como todos saben anudando en torno al cuello una fuerte soga, colgarla de un sostén muy firme, y retirar el apoyo (una banqueta, una caja) en que estaba el reo. Al colgar violentamente solo del cuello, la laringe y la tráquea se estrechaban y fracturaban, produciéndose una brusca falta de entrada de aire a los pulmones, y una asfixia aguda que llevaba a la muerte en algunos minutos.

Después de la ejecución, al delincuente se le llevaba, ya cadáver, a colgar de “la picota”, que nunca era ese monumento tallado en piedra gris, tan elegante, que se alzaba en la plaza. Sino que solía ser un grueso palo con ganchos en su extremo superior, o una columna de piedra basta, mal tallada, o un pilar de ladrillos, puesto en alguna eminencia del terreno, visible desde todo el pueblo. Allí colgado, el bamboleo del cadáver movido por el viento estremecía a todos, y encogía el alma. Todos tomaban nota, y se decían: yo nunca me veré así. Dicen que unas horas después, al despuntar el día, venían las aves carroñeras y se encargaban de deshacerle y comerle. No existen referencias documentales de que tal ocurriera nunca. La propia iglesia se encargaba de recoger el cadáver y darle sepultura. Todos, hasta los criminales, son hijos de Dios. Pero estos son símbolos, recuerdos, anécdotas: el mito que subyace en la memoria perdida. Dos cosas hubo, el rollo y la picota. Lo que hoy encontramos en nuestros pueblos es el primero de ellos, un símbolo de orgullo y preeminencia. Algo de lo que en buena lógica se podía y se puede aún presumir.

Los mejores rollos de Guadalajara

En la provincia de Guadalajara existen más de 50 monumentos de este tipo. Y están creciendo, por una razón muy de nuestros días: porque se están restaurando, o incluso recuperando totalmente después de haberse perdido, algunos de ellos. Así ha ocurrido recientemente con los de Albalate, Fuentelviejo, Hontoba o Trillo. Así debería de ocurrir con el de Horche. Así ocurrió en la propia capital, que hace unos años se levantó un rollo (idealizado) en un parque de la Avenida del Ejército.

Pero los que subsisten desde mediados del siglo XVI, la mayoría, tienen todos una pinta estupenda, han sido restaurados, y salen en los libros, en las fotos, y en los reportajes. Las fiestas siguen haciéndose en su torno, y todos están orgullosos de ellos: los naturales del pueblo, y los turistas que, cada vez más, ex profeso, vienen a verlos.

Así decir los nombres de Fuentenovilla, el más hermoso de toda la provincia, sin duda, con detalles exuberantes del estilo plateresco, y en el que no sería de extrañar que pusieran sus manos los arquitectos Adonza que trabajaron en Mondéjar. Añadiendo los de El Pozo de Guadalajara, Valdeavellano, Lupiana, Moratilla de los Meleros, Peñalver, Budia, Durón, Cifuentes, Alaminos, Palazuelos… Con su remate de rostros, de leones, de carneros… mirando a cada uno de los puntos cardinales, señalando los vientos, el amanecer, el ocaso, hablando ese idioma del símbolo tallado, el mensaje eterno que todos entienden, porque de padres a hijos se explica el significado, el remoto inicio, la segura cadena de los días.

Los mejores rollos de Castilla-La Mancha

A cientos los hubo, por las tierras de nuestra región. Se ponían en las plazas, en los cruces de caminos. Con escudos de señores, con carátulas leoninas. Regida por el mismo sistema político, la corona castellana, en Ocaña y en Montesclaros, en Cabezarados y en San Román de los Montes, en Cardiel y en Maqueda, en Carriches y en Cuerva….tanta memoria suelta, tanta piedra que habla, y todo el tiempo de una vida para verlos, para anotarlos, para hacer una foto de ellos, o varias, porque todos lucen sus gradas, sus columna estriada, su remate, con cabezas de animales o humanas, con cruces, hierros, y escudos. Un conjunto, este de los rollos de Castilla-La Mancha, que debería estar tipificado y puesto en “rutas”, apoyado desde la administración como elemento capital de identidad y turismo. Lo mismo da, los caminos de los políticos son inescrutables. Los de los ciudadanos, que salen cada fin de semana a ver el mundo, suelen ir por otros derroteros completamente distintos.

 

El rollo de Ocaña 

En la población toledana (aunque todavía, comarcalmente, alcarreña) de Ocaña, se encuentra el rollo que fue más llamativo y grandioso de la región. Puesto en la entrada de la villa, saludando a los viajeros, y diciendo sus motivos, las reformas urbanas le han llevado hoy a una recoleta plaza frente al Teatro local de Lope de Vega, y allí entre las cales de casas y patios, sobre la columna tallada de su haz se eleva el linternón columnado de su remate, formado de pilastrillas, perlas talladas, una cruz de hierro y un solemne silencio rumoroso. A Ocaña se debe ir por muchas cosas, por su plaza mayor inaudita, por el Museo vivo de Santo Domingo, y por ese rollo singular, el mejor sin duda de la Región.

Un libro entretenido sobre rollos y picotas

Ha escrito un libro el hombre que más sabe sobre rollos y picotas en España. José María Ferrer González nos ha entregado, recientemente, una obra monumental (con 400 páginas y cientos de fotografías y mapas) que titula “El poder y sus símbolos” y que ofrece el catálogo completo de los rollos y picotas que existen, o han existido, en Castilla-La Mancha. Más de un centenar aparecen fotografiados desde todos los ángulos, y estudiado el cómo y el por qué de haberlos erigido, con la historia de sus señores, de sus villanos, de sus días contados en construcciones y ruinas. Un libro que merece conocer quien busque historias y siluetas antiguas.

Pilas bautismales románicas de Guadalajara

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La pila románica de Valdeavellano, un monumento medieval

Es muy grande el número de pilas bautismales románicas en la provincia de Guadalajara. Tanto, que solo con su catálogo podría hacerse un libro. Hay que tener en cuenta que la mayoría de los pueblos de esta tierra surgieron en la época de la Repoblación, entre finales del siglo XI y mediados el XIII. En esos momentos, todos levantaron su templo (por eso eran románicos, y aun quedan en esta tierra tantas huellas de ese estilo), y una de las primeras cosas que se colocaron en ellos fueron sus pilas bautismales, talladas en grandes rocas de tipo calizo, que se posaron en el suelo de los pies del templo, y allí se mantuvieron durante siglos, a pesar de reformas, hundimientos y cambios. Las pilas eran tan grandes, tan pesadas, tan sencillas, y tan útiles, que nadie pensó nunca en cambiarlas. Por eso si en Guadalajara hay en torno al centenar de edificios parroquiales con evidencias románicas, la cantidad de pilas del estilo y la época medieval hay que multiplicarla, al menos, por tres.

Sin embargo, la mayoría de estos ejemplares son de sucinta decoración. Cuerpos lisos, con cenefas en sus bordes, gallones en la basa, arquerías en el comedio, y poco más. Ni inscripciones, ni decoración prolija. Solamente hay un par de ellas que por lo inusual de su decoración, e incluso por la curiosidad que sus temas encierran, merecen ser recordadas y estudiadas: es una de ellas la de la iglesia parroquial de Esplegares, y la otra, que estuvo en la parroquial de Canales del Ducado, fue llevada al Museo Diocesano de Arte Antiguo cuando este se creó, en los años setenta del pasado siglo. Son sin duda las masterpieces de una colección inacabable de la que hoy quiero dar, a modo de sucinto inventario para viajeros desorientados, algunos nombres.

Pilas, pilas y pilas

En Tartanedo, en el Señorío de Molina, queda una pila de piedra caliza, con basa cuadrada decorada en sus esquinas, un fuste corto, y una copa semiesférica que se adorna con las trazas de un cordón en el borde, entrelazado, y una gruesa cenefa de motivos vegetales en la que destacan palmetas que engloban piñas con piñones. Una delicia de decoración medieval, que podemos ver en la imagen adjunta.

En Santiuste hay una pila encastrada en el muro occidental de la nave sur, y se forma de un brocal de moldura convexa con una copa decorada con gallones.

El Sotillo, y en la sacristía, ofrece una pila de piedra caliza blanca, con un dibujo de gallones tallados, resaltados por un arco de doble grosor que ensalza el relieve de los gajos. También es de reseñar la pila que se guarda en la ermita (puramente románica, aislada en medio del campo) dedicada a Nuestra Señora de Aranz (el espino) patrona de El Sotillo, y que muestra la copa sobre capitel, con unos motivos florales tallados en el borde.

En Terraza (también Señorío de Molina), hay dos pilas: una de ellas muy grande, de enorme copa sin decoración, y la otra, procedente de Cañizares, va decorada con gallones y círculos con una cruz inscrita.

Ya en la Alcarria, vemos la pila de Peñalver, de las buenas de verdad: su copa es semiesférica y se ornamenta con un par de baquetones en su nivel superior, debajo de los cuales aparece una greca de 27 arcos de medio punto, entrecruzados, presentando sobre la cara frontal de ellos una decoración de pequeñas perlas. Debajo, la copa se decora de amplios gallones rehundidos y enmarcados por arcos de medio punto. Realmente hermosa esta pila de Peñalver, de la que también dejo una imagen adjunta.

La de Luzaga, ya en la Serranía del Ducado, y en el cobijo de su iglesia románica, es también muy interesante: la vemos en el muro norte de la capilla bautismal, y es una gran piedra caliza tallada con delicadeza en el siglo XIII. Muestra una cruz patada inscrita dentro de un círculo en la superficie de la copa, teniendo una especie de pétalos a sus lados. En la parte inferior aparecen una serie (23 en total) de arcos tallados en forma de herradura, apoyando el conjunto en un fuste cilíndrico acanalado. Hay quien ha interpretado ese símbolo de la cruz inscrita rodeada de pétalos como la expresión de la muerte y el sacrificio rodeada de la eternidad.

También en Olmeda de Cobeta se encuentra una pila mediana con su perfil moldirado y bocelada, y decorada la copa con arcos alargados acabados en gallones.

De gran interés es la pila bautismal de Villarejo de Medina. Está alojada en su iglesia parroquial de Santa María Magdalena, bajo el coro, y puede datarse en el siglo XIII. Tallada en piedra caliza, sin basa, se posa en el suelo y tiene un metro de ancho de copa, que es semiesférica y su superficie tallada en su totalidad, como en dos niveles: el superior lleva una decoración de arcos semicirculares, entrecruzados entre sí, con dos incisiones sobre cada uno de ellos, por lo que se consigue un gran contraste. Y el inferior que lleva decoración simple de gallones. Arriba se remata con uncisión muy moldurada que recorre todo el borde.

Aun quedan otras piezas interesantísimas repartidas por la provincia. Por ejemplo, la pila de La Nava de Jadraque, en nuestra sierra Norte. Oscura en su rincón bajo el coro, su oronda copa se adorna con tallas que semejan lanzas, y en la cenefa superior aparecen arcos con rombos tallados, obra todo ello del siglo XIII. Una maravilla, que podría compararse, aunque siendo de la misma época son muy distintas en concepto y talla, con la de Valdeavellano, ya en plena Alcarria, que se ofrece contemporánea de la puerta del templo, con decoración similar, muy clásica del románico y con unas connotaciones teológicas de envergadura, pues tiene en su franja superior tallada admirablemente una cenefa en madeja de ochos inacabable, similar a la del arco interno de la portada. Ello dicen que significa y expresa el Infinito al que se accede una vez bautizado. La copa de la pila, que apoya sobre estrecho pie, está simplemente gallonada.

Las pilas de Atienza, fuentes de vida

De las muchas pilas bautismales que encontramos por las pequeñas iglesias de la provincia de Guadalajara, unas cuantas son muy parecidas, hasta el punto de que probablemente se tallaron al mismo tiempo, y por el mismo autor o el mismo taller, localizado en la villa de Atienza, donde hoy aún, en sus iglesias y museos, podemos verlas.

El viajero de hoy puede admirar el arte románico en seis iglesias de Atienza, las que quedan de aquellas 14 que llegó a haber en la Baja Edad Media. Y en cuatro de ellas, y como por milagro, han pervivido sus pilas bautismales, que aquí recuerdo porque merecen ser admiradas.

En la iglesia de San Gil, que es ahora Museo de Arte Antiguo (el primero que fue creado en Atienza a instancias de su incansable párroco don Agustín González) a los pies de la nave aparece una pila de 96 cms. de alto por 112 de diámetro de la copa. Con un pedestal estriado, y decorada a base de arcos de medio punto separados por gruesas columnas dobles, vemos cómo estos arcos se cobijan bajo una pequeña chambrana que parece estar formada de perlas pequeñas, o de diminutas puntas de diamante, a imitación de las que aparecen en las portadas de los templos. Sobre estos arquitos, va un filete en cuyo borde vuelven a aparecer las puntas talladas de diamante (dientes de sierra, o dientes de león que otros llaman). Forma parte del museo de San Gil, y es expresión de la función primera que tuvo, la de cristianar a la gente, administrando ese sacramento que imprime vida y sentido de comunión con los demás hermanos.

En la iglesia de la Santísima Trinidad, también convertida en Museo, se ha dejado la pila antigua en su originaria capilla, donde se acompaña de un fabuloso Calvario románico restaurado. Es de copa semiesférica y basa troncopiramidal estriada en su superficie. De 102 cms. de alto y 109 de diámetro de la copa, en esta vemos tallados una serie de arcos de medio punto que la recorren por completo. Estos arcos se unen en sus fustes y llegan hasta el nudo de la basamenta de la pila. Tiene además un ribete por su extradós, a modo de chambrana, con finas labras que semejan mínimas puntas de diamante como las que presentan las portadas de los templos. En el brocal se ve un tallado de puntas de diamante más grandes. Todos los arcos van unidos en sus fustes. Como se puede apreciar, a nada que se piensen en lo leído, las pilas de San Gil y la Santísima Trinidad son prácticamente iguales. La de este templo añade un detalle, como son pequeñas cruces talladas entre las arcadas. Es sin duda obra de la segunda mitad del siglo XII o principios del XIII, y como se verá por las descripciones que siguen, todas ellas fueron hechas en la misma época y por el mismo grupo de tallistas.

En San Bartolomé, el tercero de los actuales museos de arte que ofrece Atienza, hay otra pila, aparcada en un lateral del mismo, con unas dimensiones parecidas a las anteriores: 83 cms. de altura y 113 cms. de diámetro de la copa. Su base es también troncopiramidal, estriada. Y en la superficie aparecen, una vez más, los anchos arcos, con su extradós decorado de pequeñas bolas simulando puntas de diamante, que también aparecen decorando el borde de la pila. Cualquiera diría que las tres pilas fueron hechas en serie. Los arquitos de esta apoyan sobre columnas, pareadas, que van muy en relieve, por lo que ofrecen sombras pronunciadas, dándole un mayor sabor románico a esta pila.

Y finalmente comento la pila de Santa María del Rey, la iglesia donde ya vimos al principio de este libro la propuesta teológica de su portada meridional. Ahora salvada y limpia, esta pila estuvo muchos años, como el templo todo, bajo los escombros de una progresiva ruina. Es más pobre (quizás más antigua) que las anteriormente descritas. Aunque esta iglesia, bajo el castillo directamente, fue la que presidía un barrio denso de habitantes y cuajado de palacios y casas de ricos recueros. De menor tamaño también, y de las primeras décadas del siglo XIII. En todo caso, también lleva tallados una sucesión de arcos que se suceden sobre incisiones que forman gruesos gallones. Su borde es liso, y, como digo, impresiona de mayor sencillez y antigüedad que las anteriores.

Quizás el lector se habrá dado cuenta, al describir estas cuatro pilas atencinas, que tanta similitud guardan entre sí, que aparece en ellas un elemento decorativo común, también muy frecuente en otras pilas y límites de puertas y ventanas románicos. Se trata de la decoración en zig-zag, llamada de “diente de sierra” o “diente de león”, que como puntas de diamante alineadas van surgiendo en los bordes de puertas, y en las cenefas de las pilas. Aunque se tomó como un signo de fecundidad, lo más certero es aplicarle el significado de agua sagrada, de agua bautismal, “fons vitae” o fluído procedente de la las fuentes del Paraíso, eje de vida espiritual. Incluso en algunas pilas castellanas, como la de Fresneda de la Sierra o Barbadillo de los Herreros, en la cuenca del Duero, hay inscripciones en los bordes de la pila que confirman este sentido. Era obligado, al hablar de pilas, comentar este elemento iconográfico, que a pesar de su simple y rudo geometrismo, está dictando también su sentido trascendente.