En el centenario de Miguel Alonso Calvo
El pasado domingo, día de San Miguel, se cumplió el Centenario del nacimiento de otro gran escritor alcarreño (el segundo que hemos celebrado, o deberíamos haber celebrado, en ese mes de septiembre). Concretamente de Miguel Alonso Calvo, nacido en Humanes en 1913, y que pasó a la historia de la literatura española bajo el seudónimo de Ramón de Garciasol. Un apelativo que tuvo que usar –según él mismo confesó- por mor de cuestiones sociales, pero del que convendría ir apeándole porque la fuerza de su poesía, y de su literatura, iba inmersa en su estuche de hombre completo. Y con su nombre real debe permanecer.
El pasado domingo, en el aniversario exacto de su nacimiento, el Ayuntamiento de Humanes y la Diputación Provincial le ofrecieron el justo homenaje de memoria y fervor. Quizás no todos conocían bien a Miguel Alonso Calvo, y aún menos hayan leído una parte, siquiera mínima, de su obra estupenda. Pero su nombre sonó (y su apelativo o seudónimo, que al final llevaba como una carga autoimpuesta) y los aplausos en su memoria sonaron. Era lo justo.
Hace muchos años, en 1976, escribí un artículo que me publicaron estas páginas de “Nueva Alcarria”, en homenaje a la figura, entonces aún viva, de Miguel Alonso Calvo. Luego me enteré que no gustaron, en los círculos oficiales de aquellos días, en los que todavía los “secretas” del Gobierno Civil andaban haciendo listas, y posiblemente Miguel Alonso ni se enteró. Las he releído y he creído que podían volver a publicarse, porque yo suscribo todas y cada una de sus frases como si las hubiera escrito hoy mismo. Hacerse viejo tiene estos desmanes: que a veces uno llega a autocitarse, nunca se sabe si por aucomplacencia o por llenar el expediente. En todo caso, entre las virtudes que más admiro está la de la sinceridad. Y ahí van mis pensamientos acerca de este escritor campiñero, al que hoy, como entonces, sigo admirando. Bueno, no como entonces: ahora le admiro mucho más.
Noticia de Miguel Alonso Calvo
Tengo entre las manos un libro único, sin par; un libro de poemas que escribió, hace ya algunos años, un hombre nacido en nuestra tierra. Un hombre que ha puesto, en el lento y magnífico caminar de la literatura castellana, a lo largo de los siglos su voz pura y honda, su rasgo singularísimo, que le acrece en la nómina de los poetas guadalajareños como uno de sus más altos y significativos nombres. Oscurecido, durante muchos años, en este solar de su nacimiento: haciendo de profeta en una tierra que no es la suya. Publicando libros y levantando un nombre que pertenece ya a la más exigente línea de purezas y calidades.
Miguel Alonso Calvo nació en Humanes de Mohernando el 29 de septiembre de 1913. Su nombre conocido en este imperio de las letras, en este camino de los sentimientos y las humanidades, es otro: Ramón de Garciasol. En Guadalajara estudió el Bachillerato, y en la Universidad de Madrid se licenció en Derecho. Después, fue su producción literaria. Si muy importante su vertiente poética, de la que aquí tratamos, no lo es menos la de prosista, en la que ha dejado obras de gran valía en el campo de la crítica literaria y del ensayo. Recordamos aún la lectura, hace ya años, de su magnífico estudio sobre Cervantes, uno de los más serios y profundos sobre el terna: «Claves de España: Cervantes y el Quijote».
Más de diez libros de poesía ha publicado Garciasol. Este de entre las manos ahora sacado le denomina «Apelación al tiempo». Son varias las facetas que en él, igual que en su obra toda, afloran con fuerza ante la sensibilidad del lector. La seriedad de su vida se trasluce en sus palabras, en su obra. La patética concreción de temas y formas acrisola a este poeta y le muestra en la nómina de los hondísimos decidores del idioma. De aquellos que luchan, a brazo partido, de modo quizás tan vehemente como lúcido, con el idioma, para sacarle su secreto, para modelar con su barro de palabras la única verdad que merece ser tratada: la vida del hombre y su destino.
En «Apelación al tiempo» son varios los temas tratados. Vemos como más importantes la preocupación por la muerte, por la justificación del existir. Aún dentro de un ateísmo desprovisto de luces y paternalismo, Garciasol cree que la vida humana, por el sufrimiento que arrastra, y aun por su valor en sí misma, no acaba nunca. Ese permanecer en las obras, en los recuerdos; el valor indudable de haber vivido.
Otros temas angustiosos, acongojantes, se tratan en las páginas de este libro. La irrenunciabilidad de la realidad, el temor del amor, los recuerdos, la muerte que revela. Y aún otros temas de profunda vena situados en otros tantos paisajes y entornos españoles, tierra donde cualquier serio sentimiento tiene su natural marco.
Decasílabos predominan técnicamente. Riqueza soberbia en el léxico, creación de palabras nuevas, utilización de otras extrañas, bellísimas, justamente colocadas siempre. «Atroz desgarradura», «alharaquienta verborrea», «turbión de llanto huracanado». Señor del idioma, Garciasol le crece y perfecciona con su trato maestro. La lengua castellana la hacen los poetas como este alcarreño.
Los recuerdos de la infancia emergen a menudo. Y así salta entre las líneas el nombre, la figura de Guadalajara, de su tierra toda. «Yo nací en el otoño, con los frutos, las lluvias de septiembre, en la Castilla paniega del Henares, entre grises mediantines, en flor de artesanía». Y en esta Alcarria querida ve el contrapunto de muchas anímicas y humanas tormentas. Ese poema que dedica al «hombre de Hueva», vencido viejo en el que vislumbra a su abuelo aldeano, y en ellos canta al humano campesino, que dio toda la vida por un poco de leña ardiendo ante las rodillas flacas. Va recordando días de Guadalajara en él, «el aire, el cielo azul con alcotanes, y nubes esponjosas, recién hechas sobre los montecillos de espliego, con blancura de yeso sonrosado, con jaras secas, rubios colmenares…» y al fin le cae el llanto, sin remedio: «Todo me lo tapaba ese haz de leña gris, que hizo gris este paisaje, tan entrañable tierra de mi tierra, con zureo de tiempo colmenero, con un decir de muertos y de pámpanos».
Ramón de Garciasol lleva su tierra de Guadalajara en la mano que escribe, en el ojo que no ve (es ciego) y en el alma que se extasía de recuerdos. Lleva la gente nuestra, los nombres de los pueblos, la vena cálida y humana de la Alcarria siempre soterrada y siempre fluyendo en su poesía. Un gran poeta provincial al que hasta ahora, quizás por desconocimiento, no se le ha hecho demasiado caso. Hora es de enviarle nuestro saludo, de saber de él en su dimensión más plena, de escucharle, quizás, en alguno de esos recítales que de vez en cuando por aquí se organizan para que mane la poesía verdadera.
Presencia de Ramón de Garciasol
Según declaró Miguel Alonso en alguna ocasión, y después de conseguir la licenciatura en Derecho pero no querer ejercerla para no tener que aplicar las leyes, -que él consideraba injustas- del Estado español autárquico, decidió iniciar una nueva vida que habría de girar en torno a las letras, a la creación poética, a la reflexión humanista. Y así decidió llamarse Ramón como aumentativo de “rama fuerte”, García, como un apellido netamente español, y Sol, como símbolo de esperanza, una de las virtudes teologales que día a día profesó.
No cabe aquí hacer una reseña completa de su obra. Menos aún de su vida, que fue tan sencilla que giró siempre en torno a su obra. Chiquillo en Humanes, hijo de un zapatero, estudió en el Instituto de Guadalajara y luego fue a Madrid a cursar Derecho. En el Madrid de la República, se entusiasmó con las ideas sociales de izquierdas, como otros al mismo tiempo lo hicieron con las de derechas. Ajeno a que aquel intercambio de ideas acabaría muy pronto con un larguísimo y cruel intercambio de disparos y de horrores. Amistó con Antonio Buero Vallejo, de su misma generación, y colaboró con él y con otros muchachos de su edad en aquel periódico que salió (uno más, de tantos…) bajo la palmera del patio del Instituto: “El Bachiller Arriacense” se llamaba. Ya Miguel escribía versos, que Antonio ilustraba con sus dibujos.
Después, la Guerra. La locura en la que muchos murieron y otros acabaron tocados para siempre. Ni Buero ni Alonso se marcharon. En su “exilio interior”, caminantes de “la otredad” fueron dando sus expresiones, siempre tamizadas por la censura, pero con la pasión y la claridad de sus jóvenes corazones, y la seguridad (y la esperanza) de que llegaría un día de sol.
Quien conocía a Miguel Alonso Calvo, dice de él que era (como pedía Cervantes, su ídolo) “grave sin presunción, alegre si bajeza”. En los círculos literarios de Madrid se movió siempre recatado y admirado en silencio por muchos: desde el Café Gijón a la Tertulia Literaria Hispanoamericana, vivió muchas tardes de lecturas y charletas con García Nieto, Leopoldo de Luis, Montesinos, Cela, Gerardo Diego, Aleixandre y Alonso Gamo. Como a este último, la Real Academia le concedió el Premio Fastenrath, en 1962, por su “Lección de Rubén Darío”. Mientras él seguía analizando, diseccionando y aplaudiendo la obra de Miguel de Cervantes, del que escribió su biografía, y un ensayo que siempre he tenido de libro de cabecera, la “Meditación del Quijote”, un libro inmenso y profundo, un libro propio de un sabio, de un intelectual profundo, de un hombre recto.
Eso es lo que era Miguel Alonso Calvo, a quien la “Revista “Anthropos” dedicó en 1989 un número especial que fue muy comentado, y a quien Blanco, Esteban y Calero dedicaron una entrevista en la Revista “Añil” el año antes de morir, en 1993, en la que expresaba con serenidad su tranquila espera de la muerte por haberse ocupado en sus escritos del prójimo, de la justicia, de la libertad, de la cultura y de todo aquello que procura la felicidad de los humanos. En ella terminaba diciendo que la conclusión a la que había llegado (y mientras viviera toda conclusión era provisional) era la de que «sólo mediante la cultura, mediante el diálogo, se podrá llegar a alcanzar algún día la fraternidad, la solidaridad».
Ahora que se cumplen, que se acaban de cumplir, los cien años del nacimiento de este admirable paisano, solo me queda esperar que su mensaje se difunda, porque no toda vida y obra importante debe resignarse a acabar en una placa de bronce o unos discursos de los que a la sazón nos mandan, sino que debe llegar a las futuras generaciones, y si en este caso Miguel Alonso escribió versos, pues que podamos leerlos, y si dijo sazonadas razones en pro de la cultura y la sabiduría, que nos sea dado conocerlas, y asimilarlas.
Estas son las cosas positivas de Internet, que un buen día, pasado el tiempo, se encuentra uno conque alguien se acuerda de un amigo. En este caso, se trata de Miguel Alonso Calvo. Que fue chico de pueblo, y tuvo que vivir en la ciudad donde se hacía de manera más libre. Se hizo escritor, antes estudió Derecho, profesión que no ejerció, por respeto a la Ley, según dejó escrito. Esto, bien lo sabía, llega tarde o nunca. Porque no se es profeta en su tierra. Me alegra que sus paisanos manchegos le tengan en cuenta, que le lean y que sepan de alguien que sin costar un duro (de su tiempo) a nadie, dejó escrita una ingente obra.