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septiembre, 2011:

La ciudad encantada de Tamajón

Escapada de domingo para gozar de la Naturaleza. Dos propuestas sencillas, una por la mañana y otra por la tarde, o viceversa. Con la comida en medio, en uno de los interesantes restaurantes de Tamajón. El primer objetivo, puramente natural, es la Ciudad Encantada de Tamajón, espectacular amasijo de rocas y fenómenos erosivos de millones de años de antigüedad. El segundo, las ruinas de un monasterio medieval, cisterciense, el de Bonaval, cuyos restos aguantan como pueden tras siglos de abandono.

Un detalle de la ciudad encantada de Tamajón

Tamajón es la puerta de la Sierra Norte, la avanzadilla de los serrijones pizarrosos y los sabinares silenciosos, de las construcciones de arquitectura negra y los olorosos jarales. En Tamajón debe parar el viajero que suba hacia la “Sierra Negra”, hacia el Ocejón y el Puerto de la Quesera, a disfrutar de las Casas Rurales de Campillejo, Campillo de Ranas y Majaelrayo, a patearse la mínima belleza recuperada de Roblelacasa, y a descubrir que el mundo está limpio todavía, abierto y vacío por esas alturas a las que pone bóveda el cambiante pincel de las nubes.

En Tamajón hay varias cosas que ver, pero no es ese ahora nuestro objetivo. La iglesia parroquial románica, el Ayuntamiento /Palacio de los Mendoza, la casona de los Montúfar… sus plazas recoletas y sus largas y vistosas calles, son algunas de las cosas que el viajero puede degustar en su viaje. Eso sin hablar de la magnífica gastronomía que en sus “Casas de Comidas” puede degustarse. No. Nuestro objetivo ahora está un poco más allá, a un kilómetro largo del pueblo en dirección a Valverde y Majaelrayo. Justo a partir de la bifurcación de las carreteras que llevan a ambos sitios, empieza el sabinar y se muestra espléndida una de las joyas de la Naturaleza en la provincia de Guadalajara. Se trata de la “Ciudad Encantada” de Tamajón, a la que invito a ir a quienes quieran pasar un rato admirando tierra valiente y expresiva, paisajes únicos y vistosos.

Un sabinar perfecto

Compuesto de densas masas del Juniperus thurifera, en altitud que media de los 1.000 a los 1.100 metros, nos permite pasear sin problemas entre sus ejemplares antiguos y venerables, sin que la vegetación de arbustos, también muy desarrollada, nos moleste lo más mínimo. No es cuestión aquí de hacer literatura barata, a propósito del sonido del viento entre las ramas, etc, etc, ni aportar datos específicamente científicos de lo que allí se encuentra. Solo decir del valor que ese sabinar, amplio y todavía vivo, tiene de cara al conjunto del patrimonio natural de nuestra tierra. Desde siempre fueron respetuosos en Tamajón con este espacio boscoso, y las escasas labores agrícolas que en su torno se han hecho lo han respetado. La excepcionalidad de su situación geológica, a caballo entre el área de materiales paleozoicos de la Sierra, y las calizas cretáceas de  la campiña, permite ver contrastes interesantes en el suelo y la vegetación.

Es curioso reseñar la existencia de un edificio monumental, cargado de arte y leyenda, en medio de este bosque. A la orilla derecha de la carretera que conduce al pantano de El Vado y a Majaelrayo, se alza la ermita de Nuestra Señora de los Enebrales, patrona de Tamajón, a cuya imagen y devoción se han escrito también versos y endechas por los habituales vates de la mariología alcarreña. La ermita es realmente un templo grande, como de pueblo. Y en su portada luce el escudo, todavía polícromo, de los Mendoza de Tamajón, una rama secundaria nacida del tronco de los Infantado arriacenses. En el interior, tras la reja que protege al templo por la necesidad/costumbre de tener siempre abierta una hoja de la puerta, se ve la gran pintura mural que recuerda la aparición de la Virgen sobre una sabina al sacerdote don Diego Castro de San Félix, quien al ir a decir misa (en tiempos remotos) al hoy desaparecido lugar de Majadas Viejas, le salió al paso un terrible reptil que le amenazó de muerte, siendo salvador por la intercesión de la Virgen aparecida. Es un lugar lleno de encanto, que merece una parada en medio del lustre de la vegetación serrana.

La Ciudad Encantada

Pero lo que centra el interés de nuestra excursión es la maravilla natural de “La Ciudad Encantada”. Primeramente, trataremos de describir con palabras técnicas, tomadas de la “Guía de Espacios Naturales de Castilla-La Mancha”, este espacio. Para luego comentar nuestras impresiones y sugerencias.

En ese camino que desde Tamajón lleva a la ermita de Nuestra Señora de los Enebrales, que hace pocos meses se ha dejado perfecta en arreglo de trazado y firme, nos encontramos con la pequeña y singular maravilla de la “Ciudad Encantada” de Tamajón. Una zona esculpida por los procesos de erosión y disolución que las aguas de lluvia han generado a lo largo de milenios.

La base del espacio que visitamos es una plataforma rocosa, a unos mil metros de altitud, determinada por los estratos calcáreos del Cretácico superior, y que se ofrecen en una posición levemente horizontal o subhorizontal. La progresión de los fenómenos kársticos y de hundimientos rocosos en todo este bloque, así como el hecho de que no todos los estratos calizos superpuestos tengan la misma fragilidad ante el ataque del agua han llegado a consolidar este formación en la que el viajero va a sorprenderse ante fenómenos, a pequeña escala, similares a los de la “Ciudad Encantada” de Cuenca, y que en esencia son la presencia de algunos monolitos aislados con forma de seta (tormos), pequeñas cavidades, socavación de paredes e incluso la aparición de algún «puente» rocoso.

Además nos debemos fijar, una vez deambulando entre las rocas y los enebros, en las microformas que dan toques de amenidad al conjunto, como los lapiaces o pequeños hoyos que horadan la roca caliza. Y por supuesto no hay que olvidar admirar la variedad de colores y texturas: la Naturaleza se expresa con su belleza máxima en este lugar, a través de las tonalidades crema, típicas de los bancos calizos, que se ven enmascaradas por un revestimiento superficial, que como un suave lienzo negro cubre algunas paredes de esta pequeña ciudad encantada: ello es la consecuencia del arrastre del agua y el depósito en los fondos de las rocas de sales de manganeso.

Es un placer andar subiendo y bajando estos roquedales de Tamajón. Uno piensa que se encuentra en un escenario (natural y viejísimo) en el que podrían representarse en cualquier momento emocionantes escenas de guerra y pasión. Se ven torres auténticas, gigantes envarados, sobre los las sabinas. Y un inmenso auditorio, con una escalinata preparada para que baje la artista principal, escalinata además tapizada por el agua que escurre desde algún nivel impermeable. Hay un gran puente de roca, efectivamente, y unos contrastes llamativos en el color de las paredes: desde el gris perfecto, que parece recién pintado, hasta los dorados solemnes y los negros pizarrosos. Un espectáculo de luz y silencio, una maravilla tan cerca…

En Tamajón tenemos, por tanto, la posibilidad de pasar un buen día de admiración de Naturaleza, de gozo artístico y de gusto gastronómico. En cualquiera de las direcciones que se salga del pueblo hay posibilidad de establecer paseos sencillos y cómodos por caminos que atraviesan bosques y miran siempre a la altura del Ocejón. Concretamente está muy bien señalizado el “Antiguo Camino de Tamajón a Retiendas”, que algunos llaman el camino olvidado y que pudiera rememorar, a los que lo anden con ganas de imaginar viejos tiempos, el paso de los monjes blancos del Cister en Bonaval o de los pardos frailes franciscanos del mismo Tamajón, junto a sus mulas, por entre los robledales de las orillas. En la oficina de Turismo de Tamajón se puede encontrar mapas concretos de esta ruta, otros más amplios de toda la sierra, y siempre la información abierta para quien desee hacer de este enclave serrano su lugar de inicio de los descubrimientos naturales de la Sierra Negra.

Una escapada a Bonaval

En el término de Retiendas, junto a Tamajón, nos espera otra maravilla, esta vez del patrimonio artístico heredado de siglos antiguos, y en suma perfecta también con la Naturaleza. Son las ruinas del monasterio de Bonaval, un cenobio creado por los monjes de la Orden del Císter, en el siglo XIII, y que llegó vivo hasta el siglo XIX, en el que las leyes desamortizadoras los vaciaron, entrando desde entonces en un proceso de deterioro y ruina que llega hasta hoy, en el que dicho proceso se está acelerando por la llegada de los vándalos de fin de semana, que lo están llenando de pinturas, de basuras, y vaciándole de capiteles.

Porque lo que queda de Bonaval, y aun puede ser admirado, es la iglesia de estilo románico cisterciense, con un ábside poligonal, y una portada de arcos apuntados y tallados en su muro sur. El interior, desprovisto de techumbres, mantiene la solemnidad de la ruina sacra. Urge limpiar y adecentar aquel entorno, porque corre peligro de una degradación irreversible, lo que supondría otra pérdida para nuestro patrimonio artístico secular.

El lavadero de Iriépal

En este año se ha cumplido el Centenario de la construcción y puesta en marcha de una institución sencilla, popular y útil de Iriépal: su “Lavadero”. Está ahí, a un paso, en lo más alto del conjunto urbano que es ahora barrio de Guadalajara y siempre villa con idiosincrasia propia. De su belleza, una vez reconstruido, y de su indudable interés por la arquitectura que ofrece, y por la historia que se le aneja, creo que es un buen motivo para recordarlo, máxime ahora, que acaba de aparecer un libro en que se recoge la memoria viva, de un siglo entero, de este lugar: el lavadero de Iriépal.  

El lavadero de Iriépal, a poco de ser construido

 

 El lavadero de Iriépal  

No cabe hacer aquí ni siquiera una breve historia de Iriépal. Porque vamos en derecho, atravesando las empinadas y estrechas callejas de su casco antiguo, hasta la puerta de su viejo Lavadero, que cumple ahora 100 años y que se ve reluciente, tras la restauración que lo recuperó de una inminente ruina hace ahora 10 años, cuando era alcalde de la ciudad y de su barrio anejo José María Bris Gallego.  

Este edificio se construyó en 1910, gracias a los caudales para ello aportados por la Fundación de don José Santa María de Hita. Su construcción se hizo entre el 10 de julio de 1910 en que se puso la primera piedra, y el 3 de diciembre en que se acabó. Fue su arquitecto diseñador don Gerardo de la Fuente. Sin embargo, tardó aún un año en empezar a utilizarse, lo que se tardó en conseguir la traída del elemento fundamental para su existencia: el agua. Fue el Ayuntamiento de Iriépal quien aportaría su llegada, gratuitamente y a perpetuidad, pero las cañerías, su cuidado y las reparaciones debían ser costeadas por el fundador, por su Fundación mejor dicho.  

Se trata de una construcción de ladrillo sobre base de mampostería, con un aspecto por su decoración exterior de estilo neomudéjar, como variante simple de la arquitectura historicista del siglo XIX y principios del XX. En su fachada aparecen unos cubos esquineros más altos que el resto del edificio, y sobre la puerta, muy amplia, un frontón elevado, cuadrado, escoltado de cubos y en su centro la lápida que nos da las fechas de su construcción y el nombre de quien lo hizo posible.  

De siglos atrás, las mujeres de Iriépal bajaban a lavar en las aguas que se apartaban del arroyo del Val, y luego en un rudimentario lavadero en el Zanjón. A comienzos del siglo XX, y con la llegada de cierta visión social en las políticas municipales y provinciales, se fueron abriendo paso las ideas de construir amplios y cómodos lugares donde se pudiera hacer dignamente una tarea diaria, pesada y encomendada clásicamente a las mujeres: lavar la ropa, cosa que se ha estado haciendo a mano hasta no más de 50 años.  

En nuestra provincia quedan muestras, pocas, de estupendos lavaderos, como el de Horche, abierto pero techado, y el recuerdo del de Guadalajara, en el barranco del Alamín, que tra shaber sido derribado ahora luce a medias recuperado, al menos en su enclave. No hace mucho que visitaba los dos lavaderos de la localidad levantina de San Mateo, capital que fue del Maestrazgo de Montesa, y en la provincia aún recuerdo el de Algar de Mesa y pocos más, todos ellos deberían ser protegidos y cuidados como elementos que revelan una forma antigua del vivir.  

El espacio interior de este lavadero estaba articulado en dos cuerpos: uno inicial, de entrada, donde había una habitación de cocina, otra de almacén, y unos espacios para aseos. Era el paso entre el exterior y el lugar de trabajo propiamente dicho. En el siguiente y como única nave, larga de 23 metros y 8 de ancho, estaban las cuatro grandes pilas de lavar. El volumen de las pilas era de paralepípedo, y en torno a cada uno había una canaleta que recogía el agua que salpicaba de las pilas, y eran de ladrillo plano y macizo y revocado de cemento.  

Uno de los problemas que planteó era que dada su ubicación, alejado de cualquier curso de agua, tuvo que hacerse la obra de abastecimiento, lo que encareció la obra.  

El lavadero, muy utilizado siempre, de más categoría incluso que el de la capital y cualquiera de los pueblos del contorno, se mantuvo activo hasta finales de la década de los años 70 del siglo XX. Y hacia 1990 se pensó en tirarlo o adecuarlo para otros fines. Pero fue en 1996 que se encargó al arquitecto Antonio Miguel Trallero la misión de adecuar ese hermoso edificio, respetar en todo su fisonomía exterior, para otro fin social, siendo desde 1998 Carmen García Cardero la encargada de dirigir las obras del interior, que se concluyeron en 1999, utilizándolo desde entonces como Centro Cultural y Social de Iriépal.   

El fundador  

Este lavadero que hoy proponemos a la admiración de nuestros lectores, es una obra social, popular y artística debida a la iniciativa de un hombre, don José Santa María de Hita, nacido en Madrid en 1831 y muerto en la Corte también, a los 74 años de edad, en julio de 1906. El amor a este pueblo se debía a que su madre, doña Manuela de Hita Veguillas, era natural de Iriépal.  

Acomodados propietarios de una lonja de comestibles y ultramarinos en el número 78 de la calle de Hortaleza de Madrid, en pleno corazón galdosiano de la capital, sus padres le destinaron a los estudios. Cursó derecho y se dedicó desde muy joven a la enseñanza, alcanzando a ser catedrático de Geografía Fabril y Comercial, pasando en 1867 a la cátedra de Economía Política en Valladolid.  

Pero la muerte de su padre le hizo regresar a la Corte, donde siguió dedicándose a la docencia y al ejercicio del Derecho. No pasó nunca a la política, pues era algo tímido, discreto, muy educado, llegando a ser conocido por su amistad con escritores y gentes de fama, y sobre todo por su generosidad y asistencia a pobres y por su ayuda a gente joven que empezaba. Una buena persona, en definitiva, este don José Santa María por quien el lavadero de Iriépal llegó a hacerse realidad.  

A su muerte, en su testamento, crea la institución benéfica titulada “Fundaciones de D. José Santa María de Hita”, que es una y trina, pues hace una para Madrid, otra para Muro de Cameros (pueblo natal de su padre) y otra para Iriépal (pueblo natal de su madre), todas ellas con los mismos objetivos.  

A su muerte, solo le sobrevivió su hermana Manuela, quien junto a los amigos del fallecido, Manuel Hernández Soria, y Diego Miranda Beroidi, hacen de albaceas de ese testamento y se ocupan de que cumpla punto por punto todo lo que este señor dejó, que fueron una serie de direcciones y estímulos, de construcciones e instituciones que trataban de mejorar las condiciones de vida de los dos pueblos de sus padres, y de la ciudad de Madrid.  

En Iriépal, concretamente, lo que persigue Santa María de Hita es:  

* El mantenimiento y mejora de las escuelas de niñas, ya fundadas en ambos pueblos.
* La construcción de las escuelas de niños, si procediese.
* La construcción de lavaderos.
* La construcción de casa para los maestros
* Dotes de ciento cincuenta pesetas para hijas del pueblo
* Socorro a viudas y enfermos.
* Préstamos con garantía colectiva a hermanos de Cofradías.
* Premios a niños y niñas de las escuelas, de veinte y diez pesetas respectivamente, por buenos expedientes.  

En 1906 se constituyó la Junta Central del Patronato Familiar en Madrid, y luego en diciembre de ese año la Junta local de Iriépal, formada por el Alcalde, el Párroco, el Maestro y el Médico, al estilo clásico. Hoy esta fundación no existe como tal, porque en 1987 se asoció con sus fondos a la Fundación “Luis Vives” creada para agregar otras de menor entidad.  

El libro que habla del Lavadero  

En la pasada primavera, y en acto presidido por el alcalde pedáneo de Iriépal, y concejal de la ciudad de Guadalajara, Luis García Sánchez, se presentó un libro que aporta todos los datos que se conocen relativos a la historia de este lavadero, y del personaje que lo sufragó. El libro, de cuidada edición, y fácil lectura, con 100 páginas de texto y gráficos, ha sido editado gracias a la Asociación Cultural “Cicerón” de Iriépal, y la autora de sus textos y recopilación de documentos ha sido Marta Córdoba Cuadrado. En él aparecen algunas pocas fotografías rescatadas de viejos baúles, en las que se muestran a las jóvenes muchachas de Iriépal lavando en sus pilones o posando ante su fachada, así como planos de su distribución antigua y su actual destino como Centro Social, más los facsímiles de los documentos fundacionales. Un libro curioso que nos permite mirar, como de puntillas, hacia los viejos espacios, los edificios con solera, de esta ciudad en la que vivimos, o de sus barrios. 

El puente árabe sobre el río Henares

 En estos días de fiesta, qué mejor manera de acercarnos a Guadalajara que mirando sus monumentos diáfanos, antiguos, expresivos… y algunos de esos monumentos son los puentes que atraviesan el río que dio vida a la ciudad, aunque hoy sigue estando un poco olvidado de los urbanistas. 

Sobre el viejo “río de piedras” que dio nombre a la Arriaca celtíbera y a la Wad-al-Hayara árabe, se alzó pronto un puente que los romanos promovieron y que los árabes terminaron de construir. Siglos de vida y tránsitos han llegado hasta hoy, en que el puente sobre el Henares es emblema de la ciudad, y algo que sin duda merece la pena ver, estudiar, admirar siempre. 

El puente árabe de Guadalajara sobre el río Henares

 

Hoy llegamos a Guadalajara desde la Campiña. De esta comarca a la de la Alcarria, donde se encuentra la ciudad, hay una frontera bien nítida: el río Henares, Y sus orillas se acercan y confluyen gracias a un puente, -que ahora tiene su réplica moderna- justo donde la orilla izquierda se alza agria en forma de cortados areniscos, las llamadas terreras o cantiles arcillosos sobre la orilla izquierda del Henares. De tal manera –lo podrá ver quien examine el adjunto dibujo esquemático de este grandioso puente, que con paciencia trazara el estudioso Pavón Maldonado hace 30 años- que visto desde río arriba a la izquierda el puente se “empotra” literalmente, en su mayor altura, contra la terrera, mientras que en su lado derecho va bajando y extendiéndose suavemente sobre el terreno llano de la orilla derecha. 

Memoria del puente árabe 

Desde tiempos muy remotos, que alcanzan con probabilidad a la época de la colonización romana, el paso del camino o vía desde la Campiña a la ciudad se hacía por un vado que se empedró para mayor comodidad, apareciendo pronto la necesidad de construir un puente, que ha sido durante más de veinte siglos el más conocido y transitado del Henares. De origen romano, construido plenamente por los árabes, en época cristiana medieval era ya de proporciones monumentales, y tenía en el centro una torre alta y fuerte, según hemos leído en la Relación de 1579, y así llegó a los días de Núñez de Castro, que fue el último de sus antiguos historiadores, a mediados del siglo XVII. Así decían los redactores de la “Relación” de Guadalajara en 1579: Está sobre el dho rio vna Puente de mui hermoso y fuerte edificio, con vna torre alta y fuerte en medio de ella que en su demostracion arguye gran antigüedad, y segun viejas escripturas presúmese haver sido edificada de los romanos, es el edificio de ella cal y ladrillo y canto.  

Pero la torre desapareció, posiblemente en los avatares de la Guerra de Sucesión, a principios del siglo XVIII, cuando nuestra tierra fue teatro de importantes acciones bélicas, hundiéndose definitivamente el puente en 1757, en el discurso de una gran riada otoñal, dando a partir de entonces servicio en precarias condiciones a través de un puente provisional de barcas y maderas mal puestas.  

Por el agobio que para las relaciones comerciales y sociales suponía la falta de puente en Guadalajara, el corregidor de la ciudad recabó la colaboración (en forma de impuestos) de todos los pueblos en 30 leguas a la redonda, que se obligaron a hacer aportaciones para su reconstrucción; así y todo, no llegando los dineros para la construcción completa, fue necesario acudir a las arcas del Estado para que pusieran lo que faltaba y así reedificar el puente con la solidez y grandiosidad con que entonces se acometían estas obras. Redordemos que se hace esta reconstrucción durante el reinado de Carlos III, tan dado a montar estas grandes obras públicas en beneficio del desarrollo de la Patria. 

Todavía a mediados del siglo XIX, en 1856, fue necesario hacer otra gran reparación, quedando desde entonces tal como hoy lo vemos. Como si fuera el tocón de un gran árbol, en el puente de Guadalajara han quedado marcados los siglos en forma de tipos diferentes de piedras, de colores distintos, de estilos y parches.  

Este puente guadalajareño, que está declarado monumento nacional, puede calificarse de obra antiquísima, pues como ya he dicho fue levantada por los romanos para dar acceso al puesto militar que vigilaba el Henares desde su orilla izquierda, cercano a la vieja Arriaca que asentaba (por donde hoy anda Marchamalo) junto a la Vía Augusta que avanzaba desde Mérida a Zaragoza. En el lecho del río se pusieron enormes losas talladas, que aún se conservan, y sobre ellas se construyó este puente, que ha ido sufriendo derrumbamientos por vejez, avenidas del río y guerras, pero que aún hoy conserva su aire morisco y su vetustez.  

La principal fábrica de este monumento es árabe, de la segunda mitad del siglo X, y fue ordenado levantar por Abderramán III, para servir de acceso a lo que ya era una de las más importantes ciudades de la Marca Media. Consta de varios arcos apuntados, y en el centro del río, contra corriente, avanza un fortísimo espolón o estribo que remata en varias hiladas de sillería en degradación, y sobre él aparece un «arco ladrón» en herradura, al que llaman el ojillo para dar salida a las avenidas impetuosas. Tuvo originariamente una alta torre en el centro, y al parecer otra en el extremo opuesto a la ciudad. Mide 117 metros de largo, y se forma por siete arcos y seis pilastrones, muy fuertes y macizos los dos centrales, llevando uno de ellos un aliviadero muy característico de los puentes árabes. Se han rescatado los dos últimos en unas recientes jornadas de recuperación arqueológica.  

Se trata de una obra en la línea más pura de la arquitectura califal cordobesa de la época, pues en principio tenía una fuerte rampa doble o lomo, que suponía ser más elevada la parte central que las laterales. En lo que resta de obra árabe, alternan las hiladas de sogas con variable número de tizones. La forma de sus arcos y la estructura de sus bordes es muy similar a la de los que se ven en la mezquita de San Salvador en Toledo. 

Fue remodelado en época cristiana, sufriendo muchas reformas a lo largo de los años. Del extremo sur, el que da a la población, arranca en zig zag la pontezuela que se dirigía hacia el barranco del Alamín, y cruzándolo, seguía camino por la margen izquierda del río (el camino salinero) sin necesidad de subir a la ciudad. En el fondo del puente se levanta un monolito pétreo en el que se ve borrosa leyenda explicativa del arreglo que de este puente hizo Carlos III, tras su derrumbamiento en 1757 por fuerte inundación. Fue el arquitecto montañés Juan Eugenio de la Viesca quien se encargó de llevar adelante la obra de restauración. En el siglo XX se le privó del pretil de piedra y la chepa central que aún, tras las muchas reformas, le confería un verdadero aire medieval, hoy ya perdido. 

Al igual que los clásicos puentes romanos y árabes este de Guadalajara tiene unos pilastrones que mantienen los arcos con planta angulada o picuda aguas arriba, y redondeada aguas abajo. Como detalle singular nos ofrece el aliviadero (los de Guadalajara le llamamos “el ojillo” que se abre sobre el pilastrón más antiguo, con doble zarpa. Ese aliviadero consta de un arco de herradura enjarjado, con una estructura que permite fecharlo sin duda en la segunda mitad del siglo X. El pasadizo que forma este aliviadero tiene una bóveda con sección de herradura, con sillarejos colocados a tizón, muy bien ordenados. 

No hay duda que la construcción originaria de esta puente sobre el río Henares es árabe. Durante los primeros siglos de existencia de la ciudad, el río se cruzaría por un vano cómodo y empedrado, o por un puente de madera. El hecho de que Abderaman III mandara personalmente iniciar la construcción de esta gran obra, prueba la importancia que hacia el año 950 había ya adquirido la Wad-al-Hayara de la Marca Media andalusí. Y las reformas y ampliaciones hechas en la Edad Media castellana, a partir del siglo XIII (de lo que son muestra la numerosas marcas de cantería que se ven en los sillares bajos, especialmente abundante la estrella de cinco puntas) vendrían a darle la configuración actual.  

Otro puente famoso y antiguo de Guadalajara es el de las Infantas (llamado así por haber sido construido cuando las hijas del rey Sancho IV eran señoras de la ciudad), que cruza el barranco del Alamín junto a la torre barbacana llamada también así, por el barrio al que antecede: Este barranco es un foso natural al norte de la ciudad, habiendo sido utilizado como barrera defensiva, lo mismo que el barranco de San Antonio, al lado sur del burgo, y el foso del Henares a su occidente. Sobre el barranco del Alamín han surgido hoy otros puentes, la mayoría peatonales, pero todos airosos sobre el cada vez más hondo, según se acerca al Henares, barranco del Alamín. 

Por el costado oeste de la ciudad, el barranco de San Antonio fue menos profundo, y finalmente fue desarticulado al construir sobre él, atravesándole, la Avenida del Ejército. De su antigua vialidad solo se conserva el puentecillo que lo cruza por la ronda de San Antonio, dando vista a los jardines mudéjares del Torreón de Alvar Fáñez.

El puente nuevo de la Ronda Norte
 

Desde hace 5 años está en servicio un nuevo puente sobre el río Henares. El más espectacular, sin duda, y el más moderno. Se denomina oficialmente “Puente Arriaca”, y se trata de un enorme paso que cruza el río y las huertas de sus orillas por debajo de las terreras, permitiendo el paso de una autovía de doble sentido que funciona como “Ronda Norte” de la ciudad. El puente fue diseñado por el ingeniero D. Ramón Sánchez de León, autor también del nuevo puente atirantado sobre el Tajo en Talavera, y que le ha supuesto recientemente la entrega de la “Placa al Mérito de Castilla-La Mancha”. 

Este “puente Arriaca” tiene una longitud de tablero total de 201 m, distribuidos en un vano principal de 100 m, y dos vanos laterales de 42 m y 58,5 m. La anchura del tablero es de 30 metros, distribuido en dos calzadas de 12.5 m, una mediana de 3 m y espacios para ubicar las sistemas de protección. El sistema de atirantamiento consta de 28 tirantes en forma de semiabanico y distribuidos en un único plano de tirantes. El tablero esta formado por un cajón metálico, costillas laterales y una losa superior de hormigón. El pilono es totalmente metálico y tiene una altura sobre rasante de 58 m. Datos todos ellos que nos dan cuenta de su grandiosidad técnica.

Una Mendoza más: Almudena de Arteaga

 El próximo miércoles 7 de septiembre, víspera de la fiesta de la ciudad, y en su anuncio, será Almudena de Arteaga y Alcázar quien nos dirá el pregón que anime a todos a participar y a ocupar la conciencia en saborear sus calles, en revivir sus historias, en disiparse con la música, en la Fiesta suma.  

No se ha podido escoger mejor voz, y más sabia, para pronunciar este pregón. Tanto por la calidad mediática de la escritora, como por el valor intrínseco de intelectual que tiene, el pregón de Al mudena de Arteaga será de los que hagan historia en Guadalajara, de eso podemos estar seguros. Así es que solo queda esperar a la tarde del miércoles 7 y acudir al Auditorio “Buero Vallejo” a escucharla.  

Almudena de Arteaga y Alcázar

En la saga de los Mendoza  

Hablar de los Mendoza, en Guadalajara, es hablar de la historia, día por día, siglo por siglo, de la propia ciudad. Aunque a algunos les pese, la historia está esculpida para siempre. Y aunque ejemplos ha habido -algunos recientes- de querer cambiarla, de alterar el resultado de batallas, y dar por vencedores a los vencidos, no se pueden borrar las páginas en las que se cuenta cómo los hombres y las mujeres del linaje mendocino levantaron sus palacios, patrocinaron hospitales y adornaron templos en nuestra ciudad, en nuestra comarca, y aún en territorios tan amplios que podían considerarse, entonces, como Estados alternativos a los de Trastamaras y Habsburgos, a la sazón reinantes.  

En la larguísima historia del linaje mendocino, y más concretamente en la línea de los duques del Infantado, grandes de España y señores de hecho de Guadalajara y su comarca durante varios siglos, hubo hasta tres mujeres que alcanzaron el título de duquesa: doña Ana de Mendoza ocupó el cargo entre 1601 y 1633, porque no hubo forma humana de entregarle el título a algún varón de la familia. Era ella la que más derecho tenía, y lo llevó con dignidad y razón. Poco después, una hija suya, Catalina Gómez de Sandoval y Mendoza, ocuparía el cargo, como octava duquesa. Y finalmente a comienzos del siglo XVIII, otra breve temporada el título más alto del Infantado estuvo en manos de María Francisca de Silva Mendoza y Sandoval. El paso del título a otros linajes (entre ellos a los Osuna) y el uso de otros apellidos por cuestiones de herencias y matrimonios, han hecho que hoy, a inicios del siglo XXI, sea la familia de los Arteaga quien tenga como primero entre sus muchos títulos nobiliarios el ducado del Infantado. Don Íñigo es su titular actualmente, y la primogénita de todos sus hijos es Almudena, por lo que a resultas de la Ley de Igualdad en materia de herencias de títulos nobiliarios, será ella quien herede, en su día, el ducado y por lo tanto será, por cuarta vez, una mujer duquesa del Infantado. De momento ha recibido el título de marquesa de Cea, uno de los muchos que la familia tiene en su haber.  

Tendrá además las dotes muy habitualmente presentes en los Mendoza, de usar bien las letras, de manejarse con soltura entre los libros y las historias. Entre los más antiguos y señalados, aparece como ancestro de Almudena don Iñigo López de Mendoza, primer marqués de Santillana, y progenitor del primer duque del Infantado. Cumbre de las letras españolas, de su linaje aparecieron luego otro don Iñigo López, cuarto duque, que escribió galanamente un “Memorial” de vidas y e historias de gentes antiguas, imprimiéndolo en su propio palacio guadalajareño; Diego Hurtado de Mendoza, poeta y narrador a quien muchos atribuyen “El lazarillo de Tormes”, y más recientemente sor Cristina de Arteaga y Falguera, tía-abuela de nuestra próxima pregonera, que primero como joven poeta en los años veinte (fue de las primeras chicas que hizo la carrera de Filosofía y Letras en la Universidad de Madrid) y luego como superiora general de la rama femenina de la Orden de San Jerónimo, en Santa Paula de Sevilla, escribió mucho, y bien, contando entre sus obras ”La Casa del Infantado, cabeza de los Mendoza”, la mejor y más entretenida historia del linaje que se ha escrito. Actualmente en proceso de beatificación, me honró con su amistad y hasta le facilité algunas fotografías cuando escribió la biografía de Beatriz Galindo, “la Latina”, a la que por cierto ha vuelto a dedicar sus saberes y buenas letras la más joven de esta estirpe de nobles escritores, nuestra próxima pregonera: Almudena de Arteaga.  

 Vida y obra de Almudena de Arteaga  

 Un poco pomposo parece ser este ladillo, cuando la autora anda todavía en la juventud. Pero puede aplicársele, al menos porque si la primera es corta todavía, la segunda es ya abultada, y consistente. Nacida en Madrid el 25 de junio de 1967, carece de edad, como todas las mujeres. Casada y con dos hijas, estudió Derecho y se dedicó un tiempo al ejercicio de la abogacía, en la rama laboral, pero interesada en el estudio de la familia a la que pertenece (que es en buena parte la historia toda de España) y en los temas referentes a la nobleza castellana, pronto debutó con la creación y edición (que lleva ya decenas de ediciones sucesivas) de una novela sobre una antepasada suya, la Princesa de Éboli. Esto fue en 1997, y en estos últimos 14 años ha escrito y publicado, todas ellas con gran éxito de público, una docena de novelas y algunos libros de investigación. Ultimamente también ha escrito y publicado diversos cuentos, narraciones literarias y ha pronunciado muchas conferencias en las que, según me han dicho, capta sin problemas la atención del público que termina ovacionándola de forma espontánea y entusiasta. Es, en definitiva, y como se dice ahora, una comunicadora nata: sabe cosas, muchas, y sabe transmitírselas a los demás. Por eso su presencia en el Buero Vallejo el próximo miércoles 7 de septiembre ha despertado la lógica expectación entre los alcarreños.  

De sus obras, sin entrar en detalles de crítica particular o valoración de técnicas y contenidos, cabe pregonar aquí sus títulos al menos: como documentalista (que es la tarea ingrata y poco vistosa de conseguir los datos para dar vida a un libro) participó en “La insigne Orden del Toisón de Oro” y “La Real Orden de España”. Como escritora y constructora de historias, argumentadas siempre en personajes reales, basadas en los hechos ciertos que permanecen escritos en los documentos, y poniendo la sal de los caracteres vivos y alguna anécdota inventada donde los archivos se quedaron huérfanos de datos, ha escrito las novelas que tienen a personajes de nuestra historia por protagonistas. Algunos, ya antañones y crecidos en la Edad Media, como “Juana la Beltraneja” o “Iñigo López de Mendoza, marqués de Santillana” (2009), otros en el paso a una nueva era de Renacimiento y grandeza, como “El pecado oculto de Isabel la Católica” (2001) y otros nadando en la más absoluta actualidad, en un libro que comulga de lo noticioso frente a lo histórico, y que es una delicia de leer: “Leonor ¿ha nacido una reina? (2006).  

Con “La Princesa de Éboli” saltó a la fama en 1997, dedicándose desde entonces, de forma exclusiva, a la investigación y la creación literaria. Almudena está reconocida por la crítica como una de las más destacadas escritoras de novela histórica actuales, llegando casi todos sus libros a permanecer durante meses en las listas de los más vendidos, y alcanzando todos ellos numerosas reediciones y traducciones a varios idiomas. Colabora además en periódicos y revistas, y ha recibido varios premios literarios, siendo sin duda el más importante el “Alfonso X el Sabio” de Novela Histórica, por su visión novelada de María de Molina, una reina consorte de Castilla que surgió (para casarse con Sancho IV el Bravo) de las alturas frías del Señorío molinés. Cuenta con otros libros de enjundia y movimiento: “El desafío de las damas” (2006) sobre mujeres con garra en la historia de España; “La esclava de marfil” (2005) que es una gran historia de costumbres e intrigas; “Catalina de Aragón, reina de Inglaterra” (2002) ambientada en la historia europea con una española de protagonista; y uno de sus más vendidos libros “La vida privada del Enperador” [Carlos I de España y V de Alemania] (1999) que fue su segunda salida a la palestra y la consagró como amenísima constructora de memorias históricas.  

Entre unas y otras ha sacado su recopilación de “Bodas Imperiales” (2002), la novela de la española que subió al trono de Francia “Eugenia de Montijo” (2000) y la más reciente de sus obras, aplaudida más aún que las anteriores, “Los angeles custodios” (2010), la última por ahora de su estupenda aportación a la lectura, en la que monta una historia de amor (como recurso clásico) en medio de un hecho real: la expedición española a América, a comienzos del siglo XIX, para promover la vacunación y erradicación de la viruela entre los indios americanos.  

Pasión por la memoria 

 

Almudena de Arteaga transmite optimismo, en su trato personal, y en su trayectoria de escritora, de mujer de letras, de intelectual que estudia, que analiza, que construye historias. Podría haberse dedicado a la poesía (espuma del dolor y la melancolía, como dijo alguien que no recuerdo, aunque puede que fuera yo mismo, porque ando ya con la cabeza poblada de antiguas nubes) o a la historia pura, que hoy se hace más para construir curriculum que por esfuerzo de recuperar le memoria de algo. Podría haberse dedicado a la superficial visión del momento social que en España es pura caspa y malolientes pedos, o a la política, aunque con sus apellidos y sus títulos lo hubiera tenido muy difícil, incluso en las formaciones de la más rancia derecha, porque a los ciudadanos/as de pantalón pirata y rubio de bote no les puedes enseñar el lado íntimo de tu vida, sino el brillo de lo que quieren cada día, que es vivirlo, y alegres, entre birras y facebookes.  

No ha querido Almudena de Arteaga tirar por esos montes, sino apasionarse cada día por la historia de las gentes, meterse con el poder del creador de libros en las vidas de fuerza y color que fueron antes, y que han dejado su huella, como los personajes que Platón veía fuera de su caverna, entre las nubes del ser/no ser. Ir a su rescate, hablar con ellos, hacerles revivir, dárnoslos vivos.  

En alguna de las muchas entrevistas que le han hecho, Arteaga dice que tiene un concepto personal y claro de lo que quiere hacer, en el mundo de la novela histórica: “Hay que ser divulgativo -confiesa-. Me gustan que mis novelas lleven luego a los ensayos históricos sobre esos personajes cuya vida yo he novelado. Por eso, al final de mis obras siempre se recoge la bibliografía al respecto. Nuestra historia es tan rica como la francesa o la inglesa, pero está mucho menos divulgada”. Al hablar de una de sus últimas novelas, precisamente la que trata de uno de sus antepasados más ilustres, el Marqués de Santillana, dice que la obra está narrada y vista “desde la voz de una mujer, Mencía de Mendoza, una de sus hijas y condesa de Haro”. Arteaga reconoce que la redacción de esta su reciente obra “ha sido un trabajo complicadísimo, con un sinfín de personajes que se mueven cuando ya se está fraguando la historia de un país llamado España, a la que he sido totalmente fiel, y en la que sólo me he permitido algunas licencias con las lagunas que dejan los cronistas”. Es esa la esencia de la novela histórica: contar la realidad y alumbrar los rincones oscuros, poner vida donde no queda nada.   

Admirable, sin duda, Almudena de Arteaga, por su forma de ser y por su obra, ya importante. El hecho de que la tengamos como pregonera de las fiestas de nuestra ciudad, en apenas unos días, ha supuesto traerla a este vasar de los íntimos asuntos de Guadalajara, y ponerla en Crónicas, como ella misma hace con sus personajes.