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junio, 2008:

Zancadas de Membrillera

La arquitectura popular es uno de los aspectos más definitorios de la idiosincrasia de las gentes, porque durante largos siglos, han sido los propios ciudadanos y los habitantes de los infinitos pueblos de nuestra tierra, lo que se han construido, con sus propias manos, las casas y edificios en los que han vivido. Eso suponía, de entrada, unos conocimientos de física constructiva nacidos de la más absoluta y primigenia experiencia, en la que cálculos de resistencia y aplicación de materiales se manejaban en la plaza pública, o en las conversaciones de abuelos a nietos, con la misma seguridad y eficacia que hoy se dan en las Escuelas o Facultades de Arquitectura.

Viaje a Membrillera

Hoy propongo un paseo por Membrillera, y especialmente por la memoria de sus cosas. La realidad histórica, bien sencilla, de este pueblo, se inicia desde los primeros momentos de la reconquista del valle del Henares, a finales del siglo XI, y entonces ya consta la existencia de población en este entorno, aunque en principio fueron dos pequeños lugares, San Pedro de Castillo y Condemios de Bornoba, los que dieron fundación al más importante enclave de Membrillera, que surgió hacia el siglo XIII. Perteneció a la Comunidad de Villa y Tierra de Atienza y luego pasó a la de Jadraque, en cuyo sesmo de Bornova quedó incluida. Como todo el Común jadraqueño, pasó en 1434 a poder de don Gómez Carrillo, por donación del rey Juan II de Castilla, y luego a don Alfonso Carrillo de Acuña, quien en 1478 se lo traspasó al cardenal don Pedro González de Mendoza, y en el «Condado del Cid» que este fundó para trasmitírselo a su hijo Rodrigo, marqués de Cenete, pasó luego a los duques del Infantado, sus descendientes, en cuyo señorío permaneció hasta el siglo XIX.

De siempre ha vivido esta villa de la labranza de sus tierras, cereal, y algo de huerta. En el siglo XVIII se instaló en el pueblo una escuela de tornos de hilar para la fábrica de paños de Brihuega, y hoy se mantiene, a duras penas, comoenclave agrícola, y sí un mucho vacacional, en el que la Asociación Cultural, que dirige Gabino Domingo, tiene mucho que decir.

Anécdotas populares de Membrillera

Viene todo esto a propósito de un libro que ha escrito Gabino Domingo Andrés, y a partir de ello me gustaría dar un repaso a este tema de la arquitectura popular, y a todo cuanto ella arrastra. Porque como dice mi buen amigo Gabino, que a pesar de su mezcla de ruralismo y urbanitismo (perdón por el palabro) tiene una capacidad expresiva envidiable, en las casas nacen las gentes, y estas a su vez hacen y recrecen a las casas, de modo que llega a establecerse una especie de feed-back vital que las hace inseparables.

En los primeros capítulos de su obra, Domingo Andrés nos describe la forma de las casas, a partir de una en la que ha puesto todos sus afanes reconstructivos: los materiales de que consta, la distribución de sus plantas, la asombrosa mezcolanza de cosas y funciones, entre habitantes y animales domésticos, que en ella había. Cuenta después los nombres y funciones de esas habitaciones, de sus bajos y alturas, de sus relaciones, para seguir con la retahíla de las cosas que en ellas había, entre muebles, cacharros de cocina, juguetes o armarios para las vestimentas. Siempre con su gracejo y llaneza, que parece que estamos entre las cosas que describe.

Finalmente, Domingo Andrés saca las humanas historias de esos ámbitos, se pone a contar los dichos y sucedidos que siempre se contaron por el pueblo, y que, indefectiblemente, surgían  se columpiaban entre las habitaciones, los muebles y las cosas que poblaban la casa.

Quizás sea uno de los capítulos más recurrentes el de la cocina, la olla, la comida, los panes y los aprovechados cochinos tras la matanza. El mundo gastronómico, a lo largo del siglo XX, en Membrillera como en todos los demás pueblos de esta provincia fue un tempus de mera supervivencia, y las primeras anécdotas, que surgen de la cocina de la casa tradicional, tienen que ver con la forma de mantener vivo siempre el fuego de la chimenea, de cómo se vivía (toda la familia junta, a todas horas) y de cómo se preparaban los alimentos. Sazonado enseguida con la sal y pimienta de las anécdotas que protagonizaban todos aquellos que se las ingeniaban para comer de balde, de lo que había hecho el sobrino de la Bernarda para sacar los chorizos de una olla que, a fuerza de sufrir mermas, sus dueños la habían aherrojado con un candado por su tapa superior: de nada sirvieron tales medidas, porque el ingenioso truhán sacaba los “bichos” picantes por el culo de la olla, a la que había practicado un agujero en su fondo.

Gentes y memorias de Membrillera

Compone Gabino Domingo Andrés un verdadero mosaico de anécdotas pero con un orden metódico. Porque en cada una de ellas se describe un paisaje del pueblo o del término, estas calles y aquellas afueras, y por supuesto sale a relucir el carácter, siempre animado y muy  ingenioso de los habitantes de este lugar campiñero. Pasa luego a centrar sus anécdotas en periodos concretos del año, en especial las fiestas, o los ambienta en el discurso de sus fiestas anuales. Además relata las juergas de los jóvenes, los suspiros de los enamorados, los miedos de las recién casadas, los esfuerzos de los agricultores y las pillerías de chicos y grandes, siempre dispuestos a divertirse a costa de los demás, especialmente de los forasteros.

Empieza describiendo a una de las mujeres de “la casa tradicional de Membrillera”. Es la señora Petra, de la que dice, textualmente: “La Petra era una mujer beata, casi santa, igual que su marido Tomás; besaban la mano del señor cura siempre que se cruzaban con él. No se perdía una misa ni un rosario, ni dejaba de tomar la hostia sagrada después de confesarse cada domingo. Rezaba y pasaba las cuentas del rosario todas las noches antes de irse a dormir. Casi siempre llevaba un pañuelo negro en la cabeza y vestía con una saya oscura igual que su delantal, que solo se quitaba para ir a misa o cuando se iba a la cama”. Y sigue con las descripciones de gentes y cosas, para luego entrar en otros personajes de aún mayor calado, como la señora Bernarda, que se empeñó siempre, por miedo a  que la tiraran por un barranco cuando se muriera, en tener preparada, y en su habitación, la caja de pino que habría de ser su última morada, de modo que incluso había veces que se metía en ella, por ver si la seguía valiendo, y quedándose alguna noches dormidas, de puro cansancio que acumulaba, dentro del féretro.

Pero el personaje más singular de todos, como el representante y paradigma de los ingeniosos y testarudos habitantes de Membrillera, fue el Zancada, atributo inventado pero que sin duda identifica a ese individuo, de los que hay uno o dos en cada generación en cada pueblo, que son capaces de hacer reir y hacer temblar a medio pueblo, porque el otro medio son ellos por sí mismos.

Al Zancada le ocurren muchas cosas en este libro, y por ello le considero protagonista casi absoluto. Desde su memorable primer viaje a Madrid en tren, a su regreso, huyendo a toda prisa por los campos desde Carrascosa, cargado de su maleta y un montón de fardos, todo porque no había comprado un nuevo billete de tren al volver a su pueblo: él creía que con haber pagado una vez, ya era suficiente para que en cualquier época de la vida o condición vital le valiera el primer billete para viajar siempre que quisiera en tren.

Son magistrales las descripciones que hace Gabino Domingo en las páginas de su libro respecto al viaje del Zancada en tren hasta la capital del Reino. Describe los paisajes, se asusta al pasar los puentes metálicos, y hasta disfruta en la rifa que hacía aquel señor manco que además contaba chistes que hoy nos pondrían la cara con ceño.

Se ha convertido este narrador de nuestra Campiña en un elemento sustancial a ella: describe las casas (alma del libro) con todos sus detalles arquitectónicos y de estructura tradicional; pinta a sus gentes con los rasgos exactos de cómo eran (camisa blanca ancha y pantalón de pana negra atado casi en las costillas con un buen cordón o un elegante cinto de plástico) y se entretiene por tantas anécdotas y chascarrillos que se dijeron en sus tiempos, y que él ha recuperado, -en una tarea que hoy se da por académica en muchas universidades-, formando ese “archivo de la memoria hablada”, del relato vivo, que ha sabido transcribir y ofrecernos con sus detalles, sus diálogos y sus sorprendentes desenlaces. Una joya de libro, que tendrá que tenerse en cuenta por todos los que gustan de revivir tiempos lejanos, y tan tiernos.

Apunte

Un nuevo libro de Gabino Domingo

Acaba de aparecer este libro, como número 22 de la colección “Letras Mayúsculas” de la alcarreña editorial AACHE. Con 160 páginas, y algunas ilustraciones de arquitectura popular, nos ofrece medio centenar de relatos, unos muy breves y otros más largos, en los que se hace transparente el alma de Membrillera: sus gentes están vivas, y sus anécdotas todavía destilando risas. La calidad literaria no tiene nada que envidiar a los mejores, y así se constituye en una referencia de literatura local, siempre digna, y en una excelente oportunidad de cara a llevarse un libro, bueno y divertido, a las vacaciones. Es una oportunidad única de pasar unos buenos ratos leyendo bajo la sombra densa de algún cerezo.

Heráldica Medieval en Guadalajara

En el contexto de la conmemoración centenaria del Cantar de Mío Cid, Guadalajara está realizando un conjunto de actos que tienen por protagonistas a las Bibliotecas Públicas de los lugares por donde pasó Rodrigo Díaz de Vivar, y –aunque por aquí no está demostrado que pasara- más concretamente las Bibliotecas del Valle del Henares han sido las que se han dedicado con mayor ahínco a esta tarea, logrando juntar en actos culturales, mezcla de evocación, de estudio y de diversión, la memoria del personaje y de su época.

Precisamente esta tarde, en la Biblioteca Municipal de Alovera, sita en la Casa de la Cultura de esta localidad campiñera, tendrá lugar ese encuentro de caballeros, bufones, trovadores y ciegos, en el transcurso del cual me tocará a mí hablar de la Heráldica Medieval en nuestra tierra, como una forma de evocar los siglos en los que discurrió la gesta cidiana. Y, aunque la heráldica es algo más moderno, aún siéndolo muchas veces centenario, servirá para centrar a los asistentes en aquellos signos.

Esencia de la Heráldica

Nace la heráldica como un sistema de señalética personal, como una forma de identificación de personas. Eso de entrada. Y más tarde pasó a ser una formulación representativa de personas concretas. En toda Europa ocurrió ese fenómeno, a partir del siglo XII, declarándose válido para esta tarea de representación personal de caballeros y guerreros, en el siglo XIII, época del comienzo de su verdadero auge.

El comienzo de la heráldica (de las armerías, como dirían los puristas) en esa época, surge con el objeto de identificar a un individuo que va a una batalla recubierto de su armadura, con la celada bajada, sobre un caballo, y que inmerso en el complejo desastre de la lid guerrera debe ser identificado, especialmente por sus partidarios o compañeros. De ahí que los inicios fueran tomar unos una banda roja pintada sobre su escudo; otros un redondel azul, otros un león dorado, etc. Era una simple marca de identificación. Y así los demás sabían quien era el caballero que andaba debajo de su parafernalia guerrera, bien para ser protegido y ayudado, bien para ser atacado, por sus enemigos.

La siguiente etapa de la heráldica es la que supone que alguien trata de darle un significado a esas simples señales. Ocurre así, por poner un ejemplo, con los Mendoza, que de inicio utilizaron una banda roja sobre un fondo verde, como elemento muy claro de identificación, o los Guzmán, que utilizaron un caldero en su escudo, o los mismos reyes de Aragón, que pusieron sobre un escudo de oro cuatro barras rojas.

A esa etapa siguió otra de interpretación, y de identificación de todo un linaje con esos emblemas y armerías. Así los Mendoza dirían luego que su banda roja sobre campo verde era la memoria de la sangre derramada por su líder inicial, don Zuria, “el Blanco” en la batalla de Arrigorriaga, manchando de rojo la verde hierba del campo de batalla.

Elementos de la heráldica

En los casi diez siglos que tiene de vida la heráldica, esta se ha complicado mucho, aunque la esencia sigue siendo (o debería seguir siendo) la misma. El blasonado, que es la estructuración y descripción de los escudos, sigue teniendo unas leyes fijas, inmutables, científicas, que aunque no son reconocidas por el Código Civil, que parece ser, junto con la Constitución, el único referente de la vida de las personas y de las cosas, sí que es todavía admitida por tal. En este sentido, la Real Academia de la Historia de España es depositaria de ese saber y de esas normas, y las hace cumplir en todas las nuevas definiciones o creaciones de escudos heráldicos, especialmente de los Ayuntamientos, que son los que ahora siguen vivos, y continuamente naciendo.

Es necesario recordar cómo un escudo se basa en su soporte (el campo) que puede ser de tipo español, cuadro con una forma redondeada semicircular en su base, o alemán, italiano, eclesiásticos, etc. Hay muchos modos, algunos de tipo estrictamente artístico, de servir de base a unas armerías.

También los esmaltes son fijos, y así nos encontramos con los cuatro colores y los dos metales que son los únicos tintes que puede llevar un escudo: rojo (gules), verde (sinople), azul (azur) y negro (sable), más el oro y la plata. Además se componen con figuras, que son los elementos que dan vida y consistencia real a la armería. Esas figuras pueden ser exclusivamente geométricas, y a las cuales se les llama “piezas” o pueden ser y de hecho son la base de la “alegría” y variedad infinita de la heráldica, reales o inventadas, quiméricas o prosaicas. Entre las primeras están las bandas y las barras, los palos y las fajas, que además pueden ser rectas o ir onduladas, quebradas, etc. Entre las figuras reales, aparecen desde las cruces a los animales como leones, águilas, lobos… y entre los elementos vívidos, vemos los castillos, las llaves, los calderos, las escalas, las espadas y picas… es tan inmenso el mundo de las figuras heráldicas que podríamos llenar la página con las más usadas, y aún pedirían más sitio.

La heráldica en los templos y palacios

En nuestra provincia es enorme el caudal de emblemas heráldicos que han sobrevivido a guerras y revoluciones. Toda Europa los tuvo, y sin embargo han disminuido mucho y, en Francia concretamente, casi han desaparecido: la saña sistemática que la Revolución Francesa desplegó contra esos elementos, representativos de la nobleza y del Antiguo Régimen, casi “limpió” el vecino país de escudos. En España hubo de todo, pero a su disminución ha contribuido, casi a partes iguales, el mercantilismo de los cosavejeros y la pasión iconoclasta de las gentes.

Por ofrecer una breve introducción a mis lectores para que puedan ir preparando sus visitas y admiraciones por los lugares donde surgen los escudos de armas, medievales o renacentistas, tallados o pintados, enteros o troceados, doy estas pistas:

En las iglesias es donde los cardenales dejaron, junto con los obispos, los curas y hasta algunos sacristanes, sus elementos identificatorios. En los palacios también, desde los reyes hasta los familiares del Santo Oficio, vigilantes de la ortodoxia como único mérito para mandar tallar en piedra sus emblemas. Y en otros muchos lugares se han visto y aún se ven, y que por no ser muy pesado aquí reseño: en fuentes, como la de Albalate de Zorita, que ofrece tallado desde el siglo XVI el escudo municipal en su gran fuente comunitaria; o como la de Valdeavellano, donde las armas del emperador Carlos saludan al viajero que camina hacia Atanzón por entre carrascales. En molinos se pusieron, y el ejemplo más señalado podría ser el del molino municipal  de Cifuentes, junto a la balsa donde tiene nacimiento el río de ese nombre. En puentes como los de Molina (el puente de los Baños) y en Mohernando, en un apartado valle. En el hospital de Mondéjar se puso su escudo municipal, también de largos siglos de antigüedad. En la Universidad [de Sigüenza] como generoso emblema de tantos que contribuyeron a su realidad. Y en los castillos, finalmente, con gran abundancia, pues eran, junto con los palacios, los sitios donde los escudos tallados de linajes poderosos tenían su razón primera y más clara, la de señalar en esos dibujos el poderío de quien mandaba tallarlos y colocarlos. Así los vemos en Guijosa (los de Orozco) en Palazuelos (los de Mendoza) en Galve (los de Estúñiga) o en Cifuentes (el de don Juan Manuel).

En todo caso, un tema que da para ver, cavilar y aprender siempre, porque esos elementos tan puntuales, que a veces cuesta identificar, y muchas más explicar y comprender, son como notas a pie de página de ese libro inmenso de historia que es la provincia. No en balde a la Heráldica se la ha considerado y sigue considerando como una materia “auxiliar de la historia” y así se sigue estudiando en las Universidades.

Apunte

La heráldica municipal

Una importante sección de esta heráldica, medieval o contemporánea, a la que invito a admirar, es la municipal. Los escudos que representan a los municipios de nuestra tierra, y que hoy son ya más de 150 los aprobados oficialmente. Algunos, como los de Sigüenza, Cifuentes, Guadalajara o Mondéjar, tienen muchos siglos de antigüedad, avalada por imágenes pretéritas o descripciones documentales. Y la mayoría han ido naciendo, y aún creciendo, considerados por todos, en nuestros días.

Esa heráldica municipal, que se debe y se quiere hacer conforme a los cánones tradicionales, es una fuente de explicaciones y simbolismos, que en la mayoría de los pueblos que ya la tienen, son conocidas de todos sus habitantes. Desde los clásicos como Jadraque o Cogolludo, donde se lucen las armas de sus antiguos señores (Mendozas y Medinacelis) hasta los más modernos como el de Azuqueca, donde se alzan la torre de su fábrica con las espigas de trigo de sus campos, hay una variedad enorme que conviene conocer, porque es motivo de curiosidad y entretenimiento.

De excursión por Gualda

La tarde de primavera, tímida aún, pero espléndida de verdes hierbas y amapolas descaradas, invitaba a caminar por los campos. Y eso han hecho los viajeros, acercarse, ya que pasaban por la orilla del Tajo, a visitar uno de los pueblos que se esconden en sus orillas, arropado de cerros y olivares, en un paisaje típicamente alcarreño, ahora casi procaz con tan alto nivel de verdes y de aguas.

Se sube desde la carretera que lleva de Sacedón  a Cifuentes, y se admiran los puentes que dieron cobijo a las aguas del Tajo extendido en forma de embalse de Entrepeñas. Ahora ya no hay agua allí, y el almacén de azules se fue corriendo hacia abajo, ni se vislumbra siquiera desde aquel puente enorme y alto que se hizo en los años cincuenta para salvar tanta agua.

Una breve andanza de dos kilómetros y medio nos lleva al enclave de Gualda, en el que han venido al mundo diversos artistas de relieve, y que luego mencionaremos. En todo caso, esta es una invitación para pasear este pueblo breve, arropado de bosques y con un muestrario breve pero enjundioso de monumentos a visitar.

Una parada junto al Tajo

Hace tiempo dije que es este un pueblo que está semiescondido entre los repliegues que, en suave pendiente, va formando la meseta alcarreña en su caída hacia el valle del Tajo, y que merece/merecía una visita por ver los diversos ejemplos de arquitectura popular que albergaba. Esto de la arquitectura popular es un concepto que ha venido creciendo en algunos sitios, donde se han puesto con pasión a recuperarla, y que se ha disuelto en el aire en otros, como nuestra provincia, donde por no quedar no han quedado ni siquiera estudios sobre ella: unos cuantos artículos de Nieto Taberné, de Sánchez Minués, de Pradillo Esteban y de López de los Mozos, en revistas especializadas, y poco más. Tampoco en Gualda han quedado apenas vestigios de una arquitectura que hace 30 años aún era abundante y podía haber sido salvada: la arquitectura propia de los pueblecillos de la Alcarria. Ahora se han hecho chalets sobre las ruinas de las viejas casas, y aun la mansión barroca que al inicio de su calle mayor prometía grandes cosas, ha quedado desabaratada y en abandono a día de hoy.

Algo de historia

Perteneció Gualda a la Comunidad de Villa y Tierra de Atienza desde el siglo XII, y luego a la tierra de Jadraque, desgajada de aquella, inserta en el correspondiente sesmo de Durón. Con este territorio, fue dado en señorío, por el rey Juan II de Castilla, a don Gómez Carrillo, y a fines del siglo XV, y hasta el año 1812, estuvo en poder de los duques del Infantado. En sus alrededores hubo dos pueblos, Picazo y Valdelagua, del que solo ha sobrevivido el segundo, hoy afecto a Budia, y en trance de poblarse y crecer con sus justas capacidades.

Y el patrimonio

La plaza mayor de Gualda está presidida por dos venerables edificios, que resumen la evolución histórica de la villa y de la comarca entera: iglesia y ayuntamiento. La iglesia es edificio barroco, del siglo XVIII (lleva fecha de 1733 grabada en la portada) que se precede de una escalinata muy amplia y elevada, guardada por rejas de hierro de la época. La fachada forma un cuerpo saliente del resto de la iglesia, y se consti­tuye bajo gran arco que incluye la portada de un abarrocado gusto y ornamentación de tipo vegetal, con escudos y adornos geométricos. El interior consta de tres naves, y sorprende por su grandiosidad. La cúpula está cubierta de complicada y muy recargada decoración de yesería barroca. Tiene un  coro alto a los pies y hay una buena pila bautismal de estilo románico en una de las capillas laterales. Sobre la puerta queda todavía un buen conjunto de clavos y cerraja del siglo XVIII, realizados por la escuela madrileña.

En la misma plaza mayor destaca el edificio del Ayunta­miento, construido en 1788, con noble fachada de sillar, grandes balcones volados de hierro, y en lo alto un reloj y campanil de estructura metálica. En fecha que este cronista ignora, el tal Ayuntamiento antiguo se derribó e hizo uno nuevo que aún sin tener la prosapia del antiguo, mantiene aún sus formas y sombras, remedando los clásico. También merece contemplarse el palacio renacentista, obra del siglo XVII, que muestra soberbia portada con arco arquitrabado y la frase. «Alabado sea el Santísimo Sacramento» sobre el dintel. En este, al inicio de la calle mayor, destaca su alero de piezas de madera,  entre las que destaca una de las vigas que muestra una carátula de guerrero. Y destaca también sus aldabas y su gran reja de tradición alcarreña. La fachada norte de este palacio es de sobrias líneas y arcos y ventanas de recercos con sillar.

Es todavía curioso de mirar, aunque también restaurada y remodelada, la fuente de los Cuatro Caños, presidida por un gran búcaro barroco. Poco más tiene el pueblo, aunque el viajero que anda por aquí y por allá se ha fijado en que a las afueras de la villa destaca un edificio hermosote, muy esbelto, aislado entre arboledas, y se dirige allí por un camino fácil. Al llegar contempla un ameno espacio en el que las acacias alternan con arizónicas y aun pinos, así como muchas mesas y bancos, pero ya no barbacoas, que quedaron prohibidas por el Gobierno Regional poco después del incendio de La Riba. Frente a ellas se alza la ermita de la Purísima Concepción, un gran elemento barroco, con espadaña muy bella orientada a poniente, y templo de planta de cruz latina, con pronunciado crucero y cúpula sobre el mismo. Un escudo de obispo desconocido está tallado sobre la entrada, y una cartela en la que se dice que; “Se hizo esta espadaña año 1784 siendo cura don Pedro Hernando” remata el conjunto, que se completó en ese año.

Lo que decía Juan Catalina hace un siglo

A principios del siglo XX, el que fuera Cronista Provincial y académico de la Historia, don Juan Catalina García López, recibió del Ministerio de Fomento el encargo de realizar el inventario histórico-artístico de la provincia de Guadalajara. Debía visitar sus pueblos, y anotar cuanto en ellos viera de calidad artística, o de interés histórico. No pudo llegar a todos, dado lo malo de las comunicaciones en esos tiempos, ni pudo fotografiar los elementos, porque no eran buenas las máquinas fotográficas de entonces. Ni siquiera vio su trabajo publicado, porque a lo que se ve el Estado tampoco tenía presupuesto para ello. Sí que nos dejó escrito un manuscrito donde anotó cuanto vió, y que, por lo curioso que resulta hoy, anoto a continuación. Decía así García López en 1910, a propósito de Gualda:

“El suelo sobre que fue erigido este pueblo es de roca arenisca, por lo que y por ser tan fácil de labrar, abunda el sillar de aquella materia en las ventanas y puertas de las casas, algunas de arco de medio punto o conopial, o adinteladas con grandes piedras.

También se empleó en robustecer y decorar las principales líneas arquitectónicas de la iglesia parroquial y en la cornisa dentada que corona la cuadrada torre de tres cuerpos. Pero el aparejo dominante es en una y otra la mampostería. Para la construcción se explanó el terreno, por lo que al atrio se sube por uno de sus lados por escalinatas, que salvan el desnivel. Entre dos contrafuertes se abre un arco profundo, sobre el que se destaca un frontón de líneas quebradas: bajo dicho arco se cobija el pórtico de pilastras con arquitrabe y encima de este segundo cuerpo con hornacina de concha donde se conserva el pedestal de una imagen que debió tener, pero que ha desaparecido. Debajo de este nicho un letrero declarando que se hizo la portada en 1733. No obstante esta fecha, las líneas son algo sobrias, aunque la fácil labra de la piedra arenisca consentía no costosa ornamentación, tan del gusto de aquel tiempo. Se advierte cierta tendencia a la sencillez clásica, pero poco conocimiento de la ley de las proporciones.

Cuatro cuadradas pilastras por banda separan las tres naves del interior: arcos formeros, torales y laterales de sección cuadrangular sostienen la bóveda de crucería con sencillas labores geométricas. La capilla mayor o ábside es semihexagonal, forma que se ve bien al exterior, pero no por dentro, donde la cubierta es abovedada, quizá para acoplar el retablo. Sobre la crucería se levanta la cúpula semiesférica de pechinas y linterna, recubierta, así como el ánulo y la pechinas labradas de yesería ostentada de buen dibujo, de no fina ejecución, y con todos los caracteres de la decadencia churrigueresca. No era muy malo el pincel que trazó las imágenes de los Doctores de la Iglesia, que se encierran en las pechinas en fastuosas cartelas.

Es el retablo principal muy churrigueresco y está tallado y dorado profusamente, rematado en forma abovedada: en la parte de arriba muestra cinco lienzos pintados con las imágenes de Santiago, San Pedro, San Pablo, S. Martín y la coronación de la Virgen, pinturas todas ellas sin mérito: a los lados y en cuadros aparte, hay dos ángeles tocando y en el centro de todo aquel artefacto una estatua de la Concepción, en madera, bien estofada y no anterior al siglo XVII. Cuanto a las imágenes de los otros altares, así como a varias pinturas en lienzo y cobre que hay en varios sitios del templo debo decir que, en general, no son abominables, aunque su mérito sea escaso. Es curioso consignar que los siete altares del templo conservan sus antiguos frontales de guadamecí, producto industrial que va desapareciendo con provecho de las colecciones particulares.

La pila bautismal puede ser del siglo XII o XIII: la copa está revestida de un agallonado, y entre los agallones hay unos resaltos con capiteles apenas indicados, a manera de columnillas y sobre todo ello una arquería ciega, de miembros de medio punto.

En la sacristía se conserva una notable cajonería de nogal, de frente cuajado de fina talla del siglo XVIII.

Extramuros y al poniente del pueblo está la ermita de la Purísima Concepción, de cruz latina, aunque de una sola nave, con cúpula revestida de ornatos de yeso, según el gusto de principios del siglo mencionado. Es ermita amplia y de buenas proporciones entre su planta y el alzado: el ábside es semihexagonal, los altares de poco mérito, en uno de los cuales dice cierto letrero, que se hizo y doró el retablo en 1775 a devoción de Alejandro Hernández y Manuel López y en el otro se declara que se doró a devoción de Felipe Rojo en 1791”

Los hijos ilustres de Gualda

Dos pintores de talla ha dado Gualda a lo largo de su historia. Es uno de ellos, quizás el más conocido, y ya fallecido, Fermín Santos Alcalde, uno de los más importantes pin­tores de la segunda mitad del siglo XX español, gran paisa­jista y muy en la línea del tenebrismo hispano. Pintor de Sigüenza y en general de todas las tierras de la Alcarria y Guadalajara, todavía está esperando que la Ciudad Mitrada, de la que fue cronista y animoso adalid cultural, le construya el prometido Museo que merece.

Otro artista en Gualda nacido es Rodrigo García Huetos, profesor de Arte en un Instituto de Guadalajara, y verdadero genio de los pinceles, en los que se lleva todo el color y la luz que su tierra natal le prestó al nacer: bodegones y figuras, paisajes de campo y recónditos rincones de ciudad. Todo en García Huetos rezuma lirismo, perfección, agrado.

Andares por las tierras atencinas

Viajar por las altas tierras de la Sierra del Ducado tiene el encanto de que en poco más de 25 Kms. uno se encuentra con tres castillos, un buen puñado de iglesias románicas, algún que otro lugar arqueológico y un espectacular residuo de la época industrial borbónica. El viaje no debe salirse del eje Sigüenza-Atienza. Tras dar una o cien vueltas por la Ciudad Mitrada, en la que siempre se aprende o reconoce algo nuevo, y se queda prendido al corazón algún detalle, se sale en dirección al norte, por la carretera que, atravesada la vía del tren, va en dirección a Atienza, Ayllón y Aranda.

De Sigüenza se sale siempre con algún libro en el bolsillo. Puede ser una guía sencilla y amigable, que describe cuanto hay en ella; puede ser un parlamento deleitoso como el que escribiera, hace ahora 50 años, Alfredo Juderías, en “Elogio y Nostalgia de Sigüenza”. O puede ser un libro que ha editado recientemente la Renfe con las palabras nostálgicas de quienes han llegado a ella en el Tren del Doncel y han subido al Parador luego, a comer y charlar entre viejos palacios.

Pero de lo que no cabe duda es que, con libro o sin él, en lo alto de la cuesta se ha de parar uno a mirar otra vez la suave presencia de la ciudad parda y rojiza, con su catedral a media ladera y su castillo en lo alto, para después lanzarse ya hacia la vega donde asienta Palazuelos.

Palazuelos y Carabias

Es este un lugar al que nadie se cansa de llegar, porque la maravilla que supone ver un pueblo, completamente rodeado de murallas, con un castillo en su extremo, no es algo que se encuentre todos los días. En Palazuelos se atraviesa el primero de los estrechos arcos que en forma de ángulo nos permite acceder a la plaza, y desde ella, en la que ahora luce la picota de villazgo, se sigue la calle mayor y se alcanza el otro extremo del pueblo donde hay otra gran puerta angulada, remontada por las armas de los apellidos Mendoza y Valencia, pertenecientes a don Pedro Hurtado de Mendoza, hijo del marqués de Santillana y de doña Juana de Valencia, su esposa. Aún pueden verse, si se sigue completo el circuito de las murallas de Palazuelos, otras dos puertas, y por supuesto, el gran castillo, que con tres niveles de murallas se alza al extremo de la población, solitario y silencioso. Recomiendo a quien se quiera llevar una imagen inolvidable, que suba la cuesta que arropa por poniente a Palazuelos, cuanto más alto mejor, y vea a sus pies este lugar de fábula.

Al retirarnos de Palazuelos, en la ermita de la entrada del lugar, sale la carretera que va hasta Carabias. Seguirla. Son solo tres kilómetros bordeando un bosquecillo de rebollos y se alcanza este pueblo en el que brilla su iglesia románica, la única en la provincia que tiene su galería abierta a los cuatro puntos cardinales, aunque es como siempre la que da al sur la más grande y hermosa. En ella se ven los arcos sujetos por limpios capiteles de hojas de acanto, y la puerta maciza y robusta con sus arcos semicirculares. Un espacio que merece, por sí solo, un viaje. Un lugar que luego deja la memoria plagada de recuerdos.

Hacia Imón y sus salinas

Saliendo de nuevo a la carretera principal por la que hacemos el viaje (Sigüenza a Atienza) solo hace falta cruzarla para subir, zigzagueando la carretera entre una vegetación esplendorosa, hasta Ures y después Pozancos. Aquí se encuentra otras de las estupendas iglesias románicas de la provincia, con una portada cuajada de temas interesantes (capiteles, columnas, arcos, modillones, metopas y ese etcétera de magia que todo edificio románico ofrece, en este caso añadido de un ábside característico del estilo y un interior en el que queda el espacio gótico de la capilla del que fuera señor del lugar, don Martín Fernández, canónigo de la catedral seguntina.

Vueltos a la carretera eje de nuestro paseo, llegaremos después a un cruce que nos permite ir en directo al norte, hasta que enseguida llegamos, pasada La Barbolla, a Riba de Santiuste, un lugar que señorea el valle estrecho del río Salado, y que tiene en lo alto de su arrugado y monstruoso monte uno de los más espectaculares castillos de la provincia.

Este de la Riba de Santiuste fue propiedad, tras de haber servido de control para el paso de tropas entre la meseta de Castilla Vieja y la inferior de Castilla la Nueva, de los obispos seguntinos, y en él se centra la historia del canónigo López de Madrid, que en tiempos del Cardenal Mendoza se hizo dueño de la fortaleza y durante años la dominó y se enfrentó al poder del gran arzobispo toledano, señor también y obispo de Sigüenza. En este castillo, que ya en el siglo XIX andaba muy destrozado y los franceses aún se lo cargaron más, han ocurrido todo tipo de cosas. Algunas, recientes, llenan su historia con negros tintes, porque tras ser adquirido hace 35 años por un grupo dedicado a las Ciencias Ocultas que al parecer hacían entrenamiento de tiro en su interior, y celebraban extrañas ceremonias en sus salas restauradas y decoradas de cartón piedra, fue devastado por un incendio provocado por unos vagabundos hace una docena de años, dejándolo otra vez todo en pura ruina. Un destino que parece perseguir a este castillo espléndido y violento.

Bajando el valle, desde el cruce que cogimos para subir aquí, nos orientamos hacia el norte y alcanzamos ya enseguida, oteando también, aunque en parte más ancha, el valle del Salado, a la localidad de Imón, en cuyas afueras, junto al puente del río, existen las antiquísimas salinas de su nombre. Fueron estas salinas propiedad de los reyes de Castilla, y luego por donación del Cabildo de Sigüenza. Dice la tradición que con el dinero que de ellas sacaban se pudo construir la catedral seguntina. Pura fábula. El caso es que el control de las salinas de interior fue siempre crucial para el poder económico: los reyes, que las denominaban “salinas de Atienza” a estas, vendían muy cara la sal, porque era el elemento primordial para poder conservar la carne y el pescado durante largas temporadas.

En la época de los Borbones y la Ilustración, otra vez en poder de la monarquía, Carlos III mandó rehacerlas, modernizarlas, y elevar junto a ellas unos edificios nobles muy capaces para almacenar la sal recogida, tratarla, etc. Hoy, de propiedad particular, están tratando de ser restauradas para mantener no sólo su aspecto antiguo, sino incluso su producción multisecular, su mecanismo primitivo de secar en grandes superficies el agua retenida del río Salado, que al evaporarse deja depositada la blanda capa de la sal.

El pueblo tiene poco más que ver: en lo alto su iglesia del siglo XVII majestuosa, grande y bella. Las casonas de piedra arenisca roja, y sobre el conjunto un alto cerro que guarda, lo mismo que el enclave de Santamera, muy próximo, aguas abajo del río, unos enclaves arqueológicos de subido interés. Los aficionados a la búsqueda y contemplación (y sobre todo imaginación) de las habitaciones del hombre primitivo, tendrán motivo para el entretenimiento y el goce paseándose por estas alturas pedregosas.

Atienza al fin

Y después seguir la carretera para, tras atravesar un puente sobre el arroyo que baja desde Cantaperdices, y pasar junto a Cercadillo, se llega a Atienza, ahora por carretera mejorada, con la típica vista majestuosa y que, a mí por lo menos, siempre me gustaría ver por primera vez. La veremos por enésima, y en su castillo, sus iglesias románicas y ahora en sus museos de arte y paleontología, disfrutar de tantas bellezas que así, en una breve jornada, por la tierra de Guadalajara se nos ofrecen.

De Atienza, como del cochino, podría decirse que “todo es aprovechable”. A veces hay que ponerse duro para que las frases cuajen. En todo caso, a la villa de Atienza no hace falta hacerle mucha propaganda. Se la hace sola. Cuando –eso sí, es imprescindible- el viajero la mira y remira por primera vez. Ahora tiene, como principal atractivo, tres museos de arte. Y se promete el cuarto. Los tres primeros se los montó, él solito, el cura párroco don Agustín. Y fueron seguros, perfectos, uno detrás de otro. El cuarto está prometido en voz de políticos, lo cual (no es maldad, es realismo) supone que nadie a ciencia cierta puede decir cuando se hará ni siquiera si se hará… Va a ir de tradiciones populares, y si se termina como se ha planteado, añadirá un nuevo valor al viaje atencino.

Además de eso, tiene gastronomía en sus afamados restaurantes. Tiene la subida a pie de su castillo, por el que pasó el Cid, Alfonso VIII, el Condestable don Alvaro de Luna y el guerrillero Empecinado. Más historia en sus lomos, imposible. Y cinco iglesias de estilo románico, dando la una torre y ábside, la otra frases en castellano aljamiado, la otra titiriteros doblados por la espalda, la otra un cristo de madera y cuatro clavos en su interior. Bueno, tantas cosas, que necesitarían un libro (ya lo escribió, y bien gordo, el cronista Layna Serrano hacia cincuenta años) para ponerlas en orden y en detalle. En todo caso, solo invitar, una vez más, a que en este tiempo que empieza a clarear y candelar, el lector se anime y se haga estas trochas que aquí ofrezco.

Apunte

Un repaso a las Salinas

Las Salinas de Imón, y todas las del entorno, que son muchas, están perfectamente retratadas, estudiadas y analizadas, por el arquitecto Antonio Trallero y su equipo, que hace años las estudiaron a fondo, y plasmaron en un librito precioso sus análisis, sus impresiones y, sobre todo, las documentaron en lo que son, y han sido, por si acaso en un futuro se vinieran abajo y se borraran del mapa. Cosas peores han ocurrido en nuestros lares. El libro se titula “Las Salinas de la comarca de Atienza”, lo firman Trallero Sanz, Arroyo San José y Martínez Señor, es el número 41 de la colección “Tierra de Guadalajara” de AACHE Ediciones, y sirve para saber y valorar. Para defender, en suma, estas cosas tan arraigadas.