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noviembre, 2007:

Driebes, una pueblo blanco y una leyenda negra

 

En la Alcarria más blanca, la de los yesares y los espartales,  la de los arroyos que sin agua caminan hacia el Tajo, está Driebes, al sur de la provincia, en el confín.

Cuando se pasa junto a Driebes, (por ejemplo, bajando desde Albares hacia Estremera, o viniendo desde Mondéjar) el viajero no puede dejar de asombrarse ante la blancura de sus tierras. En la provincia hay tierras de muchos colores: es verde el piso por Majaelrayo y Almiruete, es rojo por Alcuneza y Guijosa, es sepia fuerte por Monasterio, y gris por Concha. Pero es blanco, inmaculado, por Illana y Driebes. La tierra es yeso, las plantas se deslizan sobre la tierra, como a punto de morir, sin agua ni flores.

Tiene Driebes un aura de santidad y lentitud. Mucha historia, a pesar de haber estado fuera de cualquier camino. Y muchas leyendas, muchos sueños que brotan, como fuentes, en el corazón sensible de sus gentes.

Lugar e historia

En lugar llano, con el término inclinado desde los altos alcarreños hacia la vega amplia del Tajo, y surcado por varios arroyos (siempre secos) que, formando suaves y amplios vallejos van a dar en este río, se podría considerar a este pueblo como frontera entre La Mancha y la Alcarria, pues hacia el sur se abren los campos y se allanan los horizontes. Produce abundante cereal y regadío en la vega del Tajo. Mucha extensión de monte bajo con buena caza.

Hubo habitación de pueblos primitivos en las proximidades del actual caserío. En un “cerro testigo” a mediodía del pueblo, se ven, en lo alto, restos de un castro ibérico, y es posible que en sus laderas se pueda hallar la correspondiente necrópolis. Le llaman “La Muela” a ese cerrete, porque tiene la forma del ancho diente que tritura. Allí los fragmentos de cerámica son abundantes.

Se pobló tras la reconquista, y estuvo inclusa en la jurisdicción de Almoguera, dentro de su alfoz o Común, perteneciendo al señorío de la Orden de Calatrava, como toda la comarca, desde el siglo XII. Esa Edad Media feudal y silente en la que las gentes de este lugar no escribieron página alguna, tiene su archivo fundamental en el recuerdo de los cuentos y las leyendas que en el pueblo corren sobre aquellos siglos.

En la XVI centuria fueron enajenados los bienes de la Orden militar, y el lugar de Driebes fue adquirido, en 1541, por el marqués de Mondéjar, en cuyo señorío se mantuvo hasta el siglo XIX. Los señores mendocinos que poseyeron el título, la jurisdicción y el derecho de cobrar impuestos, se ocuparon a través de administradores de pasar anualmente la mano como ahora hace Hacienda con el IRPF. Entonces, además, pasaba la mano la Iglesia, con los diezmos y primicias. Debido a todo ello, a los habitantes de Driebes les fue muy difícil ahorrar.

Paseando por sus calles

Como mimetizado entre los campos que le rodean, el caserío de Driebes también es de color blanco. Encaladas las fachadas de sus casas, corrales y monumentos. Es blanco el aire, blanco el cielo a fuerza de luz que de él cae, blanco el pavimento de sus empredrados.

Su iglesia parroquial está dedicada a Nuestra Señora de la Asunción. Su edificio, aunque grande, es muy sencillo y debió ser construido a mediados del siglo XVII, con fábrica simple de sillarejo y argamasa, revocada de yeso y encalada como todo el caserío. Al interior no muestra sino su gran nave pero carece de elementos artíticos de interés.

En la orilla derecha del río Tajo, se alza la ermita de Nuestra Señora de la Muela, por la que el pueblo de Driebes siente gran devoción, y corre entre sus gentes una leyenda que ahora referiré, porque endulza el amargo discrurir de los días.

Como también se ve, nada más salir del pueblo en dirección a Mondéjar, a la derecha y en alto, unos ruinosos restos de torreón vigía. Entre el bullicio de una romería y el metálico sonar de unas espadas, las leyendas de Driebes cristalizan su historia perdida y la hacen viva y colorista..

La leyenda de la virgen de la Muela

En el ámbito de la mariología provincial (que tan bien cuidaron escritores como Sanz y Díaz, García Perdices, Simón Pardo y Herranz Palazuelos) es famosa la leyenda de la Virgen de la Muela, de Driebes. Recientemente ha sido puesta en verso por María Suárez Albares, y de sus estrofas saco la memoria de aquel acontecimiento, que tiene mil caras y más latidos aún.

Cuentan que un pastor, en época remota medieval, que vivía en Estremera, encontró una talla de mujer sedente encima de una muela de molino abandonada en el campo. La cogió con presteza y se la llevó a su hija, para que jugara con ella, creyendo que era una muñeca. A la mañana siguiente, la talla no estaba en casa del pastor y en la niña se produjo la correspondiente desilusión. Al día siguiente, caminando por el mismo entorno, volvió a ver la talla sobre el mismo pedestal pétreo. Cogióla de nuevo, metióla en su zurrón y partióse a su casa. Pero al llegar, no estaba ya la talla dentro.

Contado el caso a sus vecinos, estos vieron que era claro: la talla era de la Virgen María, y esta quería expresar, con ese lenguaje de “voy y vengo” su deseo de permanecer en algún lugar concreto. A la cuarta vez que la vió, bajo la talla aparecía una cinta en que se leía (en castellano antiguo, se supone): “Soy María de la Muela, patrona de la villa de Driebes”. Con tan claras palabras quedó para siempre como patrona del pueblo, que la venera en su ermita y la festeja en Septiembre.

Yo pienso, -permítaseme tal licencia, en los tiempos que corren- que el nombre de esta advocación mariana se debería más bien al lugar, sí, de su aparición, pero no el de una muela de molino, sino el de un cerro denominado “la Muela” que hoy todavía existe y en el que se alza la ermita. Junto a estas líneas va la imagen de una antigua xilografía de esta advocación mariana.

El castillo del moro tricolor

Pero aún me cuentan en Driebes otra leyenda, que algunos dan por buena, aunque tenga visos de ser un disparate, sin pies ni cabeza, como el protagonista del relato. El señor Ricardo, que me la contaba, me prevenía que me proteja más de los tontos que de los malvados. Porque a estos se les ve venir, y al final siempre acaban perdiendo, mientras que los primeros pueden llegar a convencer con sus beatíficas propuestas, pero al cabo se despeñan y con ellos van detrás todos los que se confiaron. Algo así pasó en lo alto del castillo de Driebes, que era un lugar poderoso y altivo, poblado de guerreros musulmanes, que llegaron a España muchos siglos atrás, desde el África, y dominaban a todas las gentes de los alrededores, pidiéndoles dineros, frutos y ganados.

Hubo un tiempo en que el capitán de aquellos guerreros era un hombre fornido, de anchas espaldas, ojos saltones y una barba poblada de tres colores. Se llamaba Dri y procedía de un oasis africano denominado Bes. Todos le temían, porque era cruel, y planteaba guerras, abrumando a los habitantes de la Alcarria con múltiples impuestos. En esto que un día apareció un joven pastorcillo, originario de las montañas de Aragón, bondadoso y enérgico a un mismo tiempo, que ofreció a las buenas gentes del lugar de Driebes (así se llamaba ya nuestro pueblo, tomado el apelativo del nombre del tirano) liberarlos del yugo del sarraceno iscariote.

Y esta fue la aventura. Una noche, en completo sigilo, el pastorcillo montañés apoyado por unos cuantos aldeanos subieron hasta el castillo, treparon por sus escarpas, penetraron al interior por una estrecha saetera, y viendo dormido al tirano Dri se dieron cuenta que no tenía barbas, porque ¡oh, sorpresa! estas eran falsas, postizas, y se las ponía solamente para infundir miedo. Con lo cual, falto de barbas, quedaba también falto de fuerza, y de valor, y toda su maldad era como chocolatina caliente. Lo cogieron entre los cuatro, y lo tiraron desde el almenar más alto, estampándose al caer abajo, quedando todos liberados del malvado.

A la mañana siguiente, el pueblo de Driebes, sorprendido, comprobó que el sol era más amarillo, los campos más verdes, las setas más rojas, y hasta los aldeanos tenían unos trajes de brillantes colores. Como en un cuento, todos estaban felices y comían perdices.

Pero la leyenda que me han contado en Driebes termina de una forma estrambótica y horrible. Al día siguiente del valiente golpe de mano, apareció el pastorcillo de allende las sierras con la cuajada barba de tres colores que antes tuvo Dri, y se puso a dar órdenes a todos, a pedirles impuestos, a meterles en guerras… Solo sus tres ayudantes, que con él habían penetrado en el castillo, sabían que la barba era falsa. Pero así y todo se pusieron de su lado, y le apoyaron en sus deseos de mandato sobre el pueblo. Y así siguió todo, igual que antes.

Las gentes de Driebes, todos los días, siguieron bajando a sus huertas a coger tomates, llevando sus ovejas a pastar por los alcores, y trenzando sus secos espartos para hacer cestijos. Y pagando sus impuestos a su nuevo señor, el pastor leonés de la barba de tres colores. Hasta que un día, por el sur, vieron venir una nube de polvo que levantaban diez mil caballos. Eran gentes venidas del desierto, y a nadie le dio tiempo de plantear una conversación, ni una estrategia. Llegaron al pueblo y arrasaron con todo. Violaron a las mujeres, se llevaron a los hombres como esclavos, y al capitán del castillo, que seguía sonriendo al verlos llegar, pensando que era una curiosidad climática, le cortaron la cabeza y los pies.

Jirueque y vecindades

 

En la próxima semana, concretamente el viernes 30 que será el último día del mes de noviembre, la Casa de Guadalajara en Madrid se abrirá otra vez, una más en su larga vida, como salón de bienvenida a las palabras que dicen Guadalajara y su tierra.

La voz más clara la tendrá el autor de un libro de viajes por nuestra tierra. El profesor de Alcalá, don Pedro Carrero Eras, a quien secundará el prologuista del libro, el también catedrático alcalaíno don Antonio Alvar Ezquerra.

Con ese libro en la mano, uno se hace viajero fácilmente. Te suben de nuevo las ganas de andar, de echarse un viaje que no necesita reservas previas, ni esperas en andenes, ni confirmaciones de etiquetas… se sale de casa con las deportivas puestas, y a subir y bajar cuestas, a mirar horizontes, a perseguir el trámite del sol, con sus colores.

En Jirueque se inicia el viaje

Pedro Carrero Eras es profesor de Literatura Española en la Universidad de Alcalá. Desde que nació va a Jadraque en verano, y a Jirueque en invierno, y a los pueblos de alrededor (“las vecindades”) siempre que puede. Pero donde ha puesto su casa es en Jirueque, ese pueblo recio y altivo que mira con ufana suficiencia a quien pasa junto a él, por la carretera, y que sabe mostrarse tierno y sabio cuando uno se cuela en su visceramen de callejas, y hasta charla con los vecinos, o se suma a sus fiestas.

Jirueque es lugar antiguo, poblado desde muy remotas épocas, pues se ha encontrado un castro celtibérico de la Edad del Hierro en el lugar del Llano Castellano. Como se formó al socaire de la reconquista de los castellanos tras pasar la sierra, perteneció jurídicamente a la tierra de Atienza, pasando después al Común de Villa y Tierra de Jadraque, cuando esta población y su inmediata comarca decidió separarse de la anterior fuerte villa. Quedó Jirueque en el sesmo de Henares del alfoz o tie­rra jadraqueña, perteneciendo en el siglo XIV a don Iñigo López de Orozco, de quien lo heredó en 1375 su hija Mencía López, junto con Miralrío y Cutamilla, y desde el siglo XV al XIX estuvo en el señorío de los Mendoza alcarreños, dueños de este “condado del Cid” que fundara el cardenal don Pedro González y que fue pasando posteriormente a los marqueses de Cenete y duques del Infantado.

No nos habla Pedro Carrero en su libro de viajes de esta historia, que es mínima, casi telegráfica, ni describe los edificios con que se encuentra cada vez que llega a la villa y trepa por sus calles. No dice nada de ese elemento que es consustancial al ser de Jirueque: el Dorado, el enterramiento alabastrino, medieval, de un cura que lo fue del pueblo. Su nombre era el de don Alonso Fernández, y pasó su vida por estas tierras, con efluvios arciprestales y trovadorescos, en la segunda mitad del siglo XV, tiempo de aliento creativo, de reinado sonoro entre Isabel de Castilla y Fernando de Aragón, y de aparición de novedades en el arte y en la rima.

Es porque Carrero Eras se mueve por los campos, sube rampas secas y baja barrancos húmedos, por lo que nada dice de este dorado jiruequeño. Valgan dos palabras en su recuerdo, obligado: a pesar de los destrozos sufridos en 1936, es obra escultórica muy interesante y bastante bien conservada, realizada en alabastro de Cogolludo finamente trabajado. El sepulcro está exento y situado en el centro de una capilla. Aparece yacente la figura de un hombre, revestido de ropajes litúrgi­cos, con sotana y amplia casulla de bordes muy decorados. Cubre su cabeza con su simple bonete, y la apoya sobre dos almohadones; entre sus manos sujeta un misal. La cama sepulcral presenta decoración esculpida en sus cuatro caras; a los pies aparece la figura de un sacerdote arrodillado sobre un cojín con las manos juntas orando, un bonete delante y la cabeza descu­bierta mostrando amplia tonsura. A la cabecera aparecen dos angelillos desnudos sosteniendo un escudo en el que se ven dos llaves cruzadas, símbolo del sacerdocio. El costado derecho presenta la escena de la Anunciación, con buenas tallas de la Virgen y el Arcángel, separadas por un jarrón de azucenas. En el costado izquierdo aparecen los relieves de Santa Lucía, arrodillada, y Santa Catalina de Alejandría, más dos escudos similares al de la cabecera, rodeados de corona de laurel. El conjunto se apoya sobre seis leones, atados sus cuellos por cadenas. Y en la pestaña del sepulcro se lee esta inscripción en letra gótica: “Aquí está sepultado el honrado alonso fernandes, cura que fue desta yglesia y las cendejas el qual falesció a quinse dias del mes de octubre, año de mil y quinientos y dies años”, con lo que queda identificado el personaje, sus cargos, y el año de construcción de este monumento. El apelativo de *Dorado+ que le dan en el pueblo, dice la tradición que le viene del mucho dinero que tenía, pero en realidad se refiere, no sólo al color del sepulcro, sino al hecho de que puesta una vela encendida en su vacío interior, el sepulcro se torna, pues es de alabastro, de un pálido tono amarillento.

Y se llega, por las Cendejas, hasta Bujalaro y luego Jadraque

El autor de esta obra se dedica a caminar, a pensar mientras camina, a hablar en voz alta mientras piensa, a escribir luego. La secuencia de Carrero Eras es sencilla y antigua: mira, encadena lo que ve con lo que sabe, saca conclusiones íntimas, las dice. Recuerda anécdotas rurales según le vienen a la mano (de mayos y de romerías) y las liga con secuencias académicas, como aquella en que don Rafael Lapesa, su viejo profesor, confesaba no saber nada de toponimia… lo que en realidad venía a significar que de toponimia no sabe nadie nada.

El libro de Carrero está escrito en esta época, los finales del otoño, y el pleno invierno. Los días cortos, los amaneceres largos, gélidos, el centro del día reconfortado en las solanas por el sol pírrico de mediodía, y el anochecer abrupto, comiéndoselo todo. Hace referencia, en su caminar, a la eternidad de los tiempos, al seguro fenómeno del “dejá vu” que tienen quienes mucho anduvieron, y a la seguridad del viajero que sabe que alguien, hace mucho tiempo, vivió un instante similar, tomando el sol de febrero en un solana, y escuchando música, y alguien lo vivirá de nuevo, cuando hayan pasado cien años, o mil años. Ese “continuum” de la vida, al que no afecta cambio climático ni letanía de sinsabores aneja, es muy propio de los viajeros.

Se llega a las Cendejas, donde tiene amigos. Baja hasta Jadraque, que está relativamente cerca, pasando por la Cañada primero, por el Rebolloso después, desgranando los sonoros nombres de los espacios que cruza. Recuerda las cosas que estaban vivas en su infancia, y que ahora han enmudecido, han caido por los suelos, han sido olvidadas de casi todos. Así, por ejemplo, el molino que estaba junto al río y la vía férrea. Hasta la arboleda parece que fue abandonada y no suena. Es curioso –el apartado y la disgresión son mías- que precisamente en una provincia donde hace dos días se inauguró un Corte Inglés y un Centro Comercial macrofágico, desde hace años también cada dos días se hunda algo,  se abandone alguna caseta de peones camineros, se venza un puente, se olvide una fábrica o se seque una fuente. Surgen las luces en hileras (las de los adosados por las alturas de Pioz y Uceda) pero callan las rondas y se olvidan los cantares de amor y gestas. Cada día somos más ricos y felices, según dicen, y cada día pertenecemos más a otro mundo, que no hemos elegido, sino que nos han “regalado”. El mundo de las perfumerías italianas, de los teatros alternativos, y del rock importado.

En este caminar por Bujalaro, donde admira Carrero la maravilla plateresca de su templo parroquial, o por Torremocha de Jadraque, donde solo puede hablar con cazadores que andan a la busca, o por Castilblanco donde su corazón se queda en el punto exacto donde se unen el Cañamares y el Henares, como en una cópula acuática que hace cantar y reir a los árboles que cada día la contemplan, el autor de este “Jirueque y vecindades” realiza un catártico ejercicio de evocación.

Se acuerda de los olores y sabores de su infancia, parece estar viendo las escenas de segadores en los julios de cuando era pequeño, evoca a su amigo José Luis (el de los Arenas, en Jadraque, con quien cambiaba tebeos del Capitán Trueno, y admiraba su entusiasmo vital con aquellos “y yo más” que soltaba siempre a la puerta de su comercio de sogas y bacalaos), y nos entrega su visión cosmológica y panteista de la naturaleza (muy ecológica, por supuesto, porque todo viajero de campos es ecologista a ultranza) y trata con ello de regresar a su patria, que como en Baudelaire, y en Rilke, y en Delibes, es simplemente la infancia, a la que todos queremos volver cuando se ponen las cosas mal en nuestro torno.

Apunte

Un libro de viajes por la sierra

El autor de este libro es Pedro Carrero Eras, muy conocido entre nosotros por haber sido profesor de literatura en la Escuela Normal, y haber dirigido multitud de cursos de verano en la Universidad de Alcalá. Su título es “Jirueque y vecindades. Viaje Interior”, y tiene 104 páginas, estando ilustrado con planos y multitud de fotografías en color. Lo ha editado AACHE de Guadalajara, haciendo el nº 9 de su colección “Viajero a pie” que para este libro le viene que ni pintado el título. Y será presentado el viernes próximo, 30 de noviembre, a las 7 de la tarde, en el Salón “Cardenal Mendoza” de la Casa de Guadalajara en la plaza de Santa Ana de Madrid, así como días después, el sábado 8 de diciembre, en el propio Jirueque. La obra ha sido patrocinada, en parte, por el Patronato Municipal de Cultura de Guadalajara.

Un pintor seguntino: Paco Santa Cruz

 

El pasado viernes 9 de Noviembre se presentó en Sigüenza, en su Casa del Doncel, el libro “Pintores en Sigüenza” que ofrece una panorámica completa del arte pictórico, a través de temas y autores, de la Ciudad Episcopal.

También se celebró la inauguración de la Exposición “Francisco Santa Cruz. 50 años en el olvido” en la que se ofrece lo más llamativo de la obra pictórica de un seguntino genial que hasta ahora había permanecido en la sombra por hallarse guardada su obra en un pequeño pueblo de Aragón.

Además sirvió el acto para presentar la “Casa del Pintor” rehabilitada en profundidad, en la que vivieron los miembros de la familia Santos, en la calle de San Roque.

Todo ello en el mismo instante en que fallecía, la noche anterior, el último de los integrantes de esta saga, Antonio “Viana”, lo que supuso un imprevisto toque de fatalidad a este conjunto de ofrecimientos.

Santa Cruz, un artista genial

Francisco López Martínez había nacido en Sigüenza en 1899. Adoptó como segundo apellido el que había sido de su abuelo, y que había servido para titular la tienda de tejidos que la familia tenía en Sigüenza desde el siglo XIX. Como suele pasar en los sitios pequeños, aquel atributo sagrado quedó impregnando a la familia durante generaciones. Era un “López Martínez” pero para sus paisanos era un “Santacruz”. Y por eso cuando decidió dedicarse definitivamente al arte, a la pintura, a la ilustración, adoptó tras su Francisco de pila, el Santa Cruz de su bisabuela.

Estudió en la ciudad del Doncel, en el mejor Colegio de la época (el San Luis Gonzaga) junto a sus hermanos (tenía dos mayores y dos menores, él era el del centro) y fue también allí a clases de idiomas, a clases de dibujo, etc. Lo propio de un niño de clase bien al que sus padres querían formar lo mejor posible.

Terminado el Bachillerato, fue mandado por sus padres a estudiar, Medicina, en el San Carlos de la Calle Atocha. Empezó muy bien, con una matrícula de honor, pero se cansó y decidió seguir por otros derroteros. Lo que había aprendido de dibujo en Sigüenza, en las clases que a él y a sus hermanos había dado don Benito Palacios, le sirvió para lanzarse al mundo del arte en el Madrid bohemio de los años veinte. Apoyado por su amigo y paisano el seguntino Luis Lozano, empezó a frecuentar cafés, tertulias, exposiciones, áticos, reuniones, manifiestos y demás parafernalia bulliciosa de la que uno acaba de dos maneras posibles: o en la gloria escrita de los anales o en la más absoluta pobreza.

La vida de Francisco Santa Cruz fue a medias. Se sostuvo al principio por la inyección económica de los padres, él mismo se fue manteniendo con colaboraciones gráficas en editoriales y periódicos, siendo colaborador gráfico del diario “El Heraldo de Madrid” durante cinco años, de 1930 a 1935, y por esos años de la República en que dio lo mejor de su ingenio y destreza artística, colaboró en muchos periódicos, desde ABC y Blanco y Negro, a la revista deportiva “Campeón” y el “Almanaque Literario” de 1935.

Hacia 1930 había casado con Dolores Octavio de Toledo. Pero antes, la década irrepetible de los veinte, Paco Santa Cruz vivió todo el esplendor de su arte en la capital, junto a sus amigos –ahí es nada- César González Ruano, Ramón Gómez de la Serna, Carlos Sáenz de Tejada, Salvador Dalí, Miguel Pérez Ferrero y un largo etcétera que prueba la abierta posibilidad de este seguntino en la marea artística e intelectual del Madrid prerrepublicano.

No puedo dar aquí ni una somera reducción de la biografía de este pintor. Lo hacen de maravilla, con todos los detalles y apreciaciones imaginables, los autores del estudio: Lorenzo de Grandes y Alicia Davara. Que son quienes han encontrado en un pueblo aragonés, en la casa de un sobrino del pintor, la obra entera guardada celosamente, ignorada durante cincuenta años, de este genio seguntino.

Murió Paco Santa Cruz en Sigüenza, en 1957, quedando enterrado en su cementerio. Aún se ve su tumba, o el mirador de hierro de la casa número 7 de la calle Medina, donde él se asomaría a ver cómo avanzaban las nubes blancas desde el norte, remontando la catedral, cargadas de nieve. Merece la pena leer esta biografía aparecida y revelada: como toda vida humana, cargada de ilusiones al principio, pletórica de proyectos, de consumados actos, de alegría…. Todo machacado al fin por la desgracia, la guerra, el hambre y el olvido. Casi nadie se salva de esta secuencia.

Otros pintores seguntinos

En el libro que edita “Gatoverde”, el sello que dirige con inteligencia y sabores María Antonia Velasco Bernal (algo parienta, ella misma, como el biógrafo de Grandes, del revelado artista) aparece la secuencia luminosa y atrayente de muchos pintores, dibujantes y artistas de la luz y de las formas de Sigüenza. Su trabajo ha sido arduo, y completo. Están todos, y todas, y eso da un nuevo valor a la ciudad de las almenas, de los obispos y los artistas. Sigüenza no solo ha sido cantada y retratada por miles de espíritus sensibles. Ha dado –además- hijos que han sabido ponerle forma y color, y emocionar con ellos a quienes contemplan sus cuadros.

De cuantos aparecen en el Catálogo, sorprenden las biografías y aportaciones artísticas de personajes como Antonio Pérez (el que hoy tiene su Fundación acogida en la ciudad vieja de Cuenca), Regino Pradillo, Jesús Campoamor, Mariano de la Concepción Torreira, Maxi Robisco, Emilio Fernández-Galiano, asombroso retratista, Mariano Canfran, Antonio González Lamata, Coro Lizasoain, y muchos y muchas otros… De Rafael López Santa Cruz, hermano del protagonista de esta historia, también aparecen algunas óleos, no los mejores, porque este meticuloso pintor academicista fue capaz de consumar la visión  precisa de la realidad en los óleos de su última etapa, de los que algunos puedo estar orgulloso de tener en mi colección de arte. Y muchos recuerdos, y agradecidos, de este personaje que conocí en sus últimos años de vida.

Los Santos al final

La parte final se dedica a ese homenajeado trío de los Santos. Unos sonetos perfectos de José Antonio Suárez de Puga, para Fermín, el iniciador de la visión dramática y carnavalesca de Sigüenza, cronista artístico de la ciudad, afectuoso y encantador siempre. Una glosa entrañable de Marta Velasco para Antonio, que vino a morir la noche antes de poder leerla. Y un estudio concienzudo de Raúl de Javier Davara, en que destila seguntinismo y sapiencia. En ese coda solemne aparecen al fin las palabras divertidas de Paco García Marquina, más quevedesco que nunca, haciendo la biografía de “Pepe, el niño pintor”, que aunque no he conseguido concretar de qué modo coincidía con Sigüenza, ahí está, para ilustración y regocijo de quienes la lean.

Apunte

Y la memoria de Antonio Santos

 “Para ANTONIO SANTOS fueron hechos los cielos, como si en voluntad aérea se despertara cada día. Una distancia, un ancho espacio, una luz clara siempre, y a todas horas iluminada, arrebata con sus manos y lleva al lienzo”. Palabras alentadoras en su homenaje que escribí cuando nos presentó, en 1999, su habitual exposición veraniega en el Parador de Turismo “Castillo de Sigüenza”. Desde 1942 en que nació, en los madriles, ya pintaba Antonio Santos Viana. Su padre Fermín le animó, le enseñó, y aunque se esforzó en hacer una buena carrera técnica, en los jesuitas de Areneros, toda su pasión la volcó en el arte. Así vemos a un Antonio infantil, con solo nueve años, descalzo y fresco agarrando la paleta en su izquierda, y el pincel con la derecha, ante un caballete que ofrece un lienzo más grande que él. Tomó clases de Vázquez Díaz y se vino a Sigüenza a vivir, a dar clases y a disfrutar de la vida, cosa que ya no pudo hacer en toda su dimensión lógica en estos últimos años.

Un apretón de manos con Antonio, unos golpes de brazo sobre nuestros hombros, como otras veces hicimos, y un “hasta pronto” nos mandamos mutuamente. Antonio, que te sea leve el aburrimiento de los cielos en que te has ido a vivir, aunque, supongo, seguirás pintando. Ahora los tienes más cerquita, eso está claro.

Rollos y picotas de Guadalajara

 

La historia, la descripción, la visita, de los rollos y picotas de plazas y alrededores de pueblos, es uno de los temas que más interesan a los viajeros y visitantes de nuestra provincia.

Estos denominados rollos y/o picotas, son unos monumentos que colocados generalmente sobre unas gradas de piedra, elevan en considerable altura una columna tallada con más o menos elegancia y detalle, llevando en su remate capiteles, cruces, cuerpos y cabezas de leones, animales, monstruos, y siempre recordando el noble origen de la villa en que asientan.

Se pusieron la mayoría de estos monumentos en el siglo XVI, aunque los hay todavía más antiguos, y otros más modernos. En el momento actual se están levantando algunos nuevos, que nunca existieron, por el motivo de recordar la historia de cada pueblo, y evocar su calidad de villa con jurisdicción propia, que era el principal de sus significados.

Las picotas, también las horcas, puestas en las afueras de las villas y ciudades, sirvieron para colgar de sus pinchos a los cadáveres de los ajusticiados y malhechores. Pero de esos elementos apenas quedan hoy recuerdos gráficos, y ninguno en pie. Los que quedan, son los que en el centro de una plaza, a la entrada principal de una villa, recordaban a quien los veía que aquella era una localidad de rango y jerarquía, con la capacidad de juzgar los pleitos entre sus vecinos en primera instancia.

La provincia de Guadalajara es la que más elementos de este tipo tiene, entre todas las de España. Son ya 52 los localizados y que hoy pueden verse en buen estado. El libro que acaba de editar AACHE Ediciones de Guadalajara, titulado “Rollos y Picotas de Guadalajara”, escrito por Felipe Olivier López-Merlo, con fotografías de Juan José Bermejo Millano, ofrece en segunda edición esta obra tan interesante, en la que se explica el origen de estos símbolos, y describe uno a uno, por orden alfabético, todos los que hoy existen en la provincia alcarreña. En esta segunda edición se añaden 10 nuevos elementos, con sus correspondientes fotografías, que aparecen renovadas y actualizadas para el resto de los rollos ya conocidos.

Las mejores picotas

Aunque siempre está mal el comparar, pero de algunas habrá que decir que son las mejores. Y la primera es sin duda la de Fuentenovilla, que centra su plaza, como abrazando en su majestuosa envergadura a la iglesia y al ayuntamiento. Portada de tantas cosas, -también de este libro- la solemne picota de Fuentenovilla se caracteriza porque sobre las cuatro gradas circulares de piedra, muestra su estructura consistente en una columna cilíndrica de gran esbeltez, cuya parte inferior es lisa y la superior es estriada culminando todo en un capitel del que sobresalen en sus cuatro esquinas sendos cuerpos de monstruos antropomorfos con cabezas de animales, y como cimera de base cuadrada se levanta una balaustrada con adornos o pináculos en los ángulos esquineros, en cuyo centro se elevan tres troncos de pirámide superpuestos y en disminución, correspondiendo el más pequeño al más alto y cuyos simulados tejadillos están cubiertos de escamas, alzándose sobre el último una bella cruz de hierro forjado.

Sería otra, preciosa, y en un camino de entrada a la villa situada, la de Moratilla de los Meleros.  De estilo plateresco, tiene cuatro gradas circulares sobre las que asienta la basa cuadrangular con relieves en sus cuatro costados, en los cuales ya describí en su día que están tallados los cuatro vientos representados por seres humanos; sobre ella se eleva una columna circular de fuste estriado, mitad cóncavo y la otra mitad convexo, y encima del todo aparece el clásico capitel jónico sobre el que sobresalen las cabezas de leones. Culmina el monumento por un pináculo cuadrado de dos pisos, con cabezas de angelitos aladas en el superior y rosetas en el inferior, teniendo final remate en una cupulilla formada de hojarasca y una bola.

No puedo dejar de mencionar la de Budia, a la que los del pueblo denominan “el patíbulo”. Está aislada, a la salida y en una camino que baja hacia Durón, pero hermosa y contrastada siempre: se afianza sobre cinco gradas cuadradas de piedra sobre las que se eleva una columna sobre basamenta cuadrada, con fuste estriado en sus dos tercios superiores., con capitel toscano, al que se superpone un ábaco cuadrado que soporta cuatro cabezas salientes, de animales, muy deterioradas, rematándose el monumento con un prisma cuadrangular terminado en pirámide.

Las nuevas picotas del siglo XXI

En fechas muy recientes se han levantado algunos rollos que vienen a añadir valor e interés a las villas que han decidido ponerlos, recuperando así parte de su memoria histórica, de la que nadie debe abdicar, porque no tener historia es como perderse en los niveles inferiores de las especies animales.

Recuperando la memoria de haberlo tenido (tal es el caso de Horche, de Guadalajara o de Trillo) o sacando de los viejos documentos la posibilidad, aunque remota, de haber contado con rollo (tal es el caso de Sayatón, o Cendejas de la Torre) o incluso a sabiendas de no haber contado con ella, pero teniendo los suficientes amarres históricos como para decir que hubiera sido lógico tenerla (por decir alguno el caso de Fuentelviejo), son varias las localidades que han mandado tallar sus picotas y exhibirlas en lo más llamativo de sus pueblos.

De ellas se refieren en esta obra las de Guadalajara, de la que también se recuerda, a tenor del grabado que queda hecho por Antón van den Wyngaerden, la picota que debió existir en carrasalinera, en los altos de las terreras del Henares. La de Trillo, que se ha tallado nueva en lo alto del pueblo, donde estuvo el castillo. La de Mazuecos, que después de derribarla y destruirla hace no demasiados años, en un “mea culpa” colectivo las autoridades han decidido volver a ponerla en el centro de la plaza.

Fuentelviejo inauguró el verano pasado una preciosa picota, en la que con las proporciones clásicas, y el mejor detalle escultórico, recurriendo al arte de un artista de la talla de Roberto Castro González, se han puesto en el remate cuatro cabezas de leones muy expresivas, incluidos sus dientes de metal brillante. Lo mismo han hecho en Sayatón, con una picota espléndida que añade el escudo de la villa en su basamenta. Y en Cendejas de la Torre, o en Atienza, en esta con una remota semblanza de lo que fue su picota caminera.

El caso de Horche

El caso mejor, y el que aún promete, es el de Horche, que gracias al entusiasmo y generosidad de un vecino del pueblo, ha recuperado su vieja picota, una de las más bonitas de la Alcarria, según nos dicen los libros y crónicas antiguas, pero que un mal viento se la llevó un día de Corpus de finales del siglo XVI. Juan Francisco Ruiz Martínez, enamorado de su pueblo, y magnífico tallista, ha dado vida con sus manos a la picota de Horche, y la tiene por el momento, fragmentada aún, depositada en su domicilio, esperando que el Ayuntamiento de la villa alcarreña se arranque a ponerla en lugar señalado, que no debería de bajar de categoría que el centro de su plaza mayor, el lugar primitivo y el que más le corresponde.

Con los pasos marcados por el cronista de la villa, Juan Luis Francos, que ha indagado en los viejos legajos consiguiendo la descripción cumplida de su pretérita imagen, esta picota de Horche será quizás el mejor atractivo turístico de la villa. Decía fray Juan Talamanco que este monumento era “realizada toda ella de piedra paxarilla, curiosamente dolada, identificadas con las cuatro esquinas cuatro lunetas de labor estriadas, coronadas de escarpias, y en un ángulo pendiente la argolla, que es para ciertos delitos mala vergüenza”. Ojalá en pocos meses podamos reproducir aquí la alegría del pueblo de Horche de ver su antigua picota reproducida y engalando los perfiles de su plaza o mejor espacio.

Apunte

Un libro que las explica todas

En el libro de Oliver y Bermejo, aparecen descritas las 52 picotas que hoy existen en Guadalajara. Sobre la edición anterior, aparecen 10 nuevas, entre ellas las de Canredondo, Castejón y Marchamalo, que entonces quedaron olvidadas, o las nuevas de Sayatón, Fuentelviejo y Cendejas de la Torre, más las que han terminado de arreglarse como Hontoba, Trillo y Mazuecos. En sus 104 páginas, a las que precede un estudio sobre los rollos y picotas, con descripción de sus partes y memoria de su consideración social, aparecen fotografías y datos, así como unos índices y bibliografía. Un elemento indispensable, sin duda, para quienes piensan visitar la tierra en que viven, y saber de sus memorias y patrimonio con todo detalle.

Un castillo cotidiano: Pioz

La fortaleza de Pioz, en plena meseta de la Alcarria, es uno de esos castillos en los que apenas si la historia ha dejado huellas de interés en las crónicas que de él tratan, y tampoco aporta novedades estructurales que puedan situarle en un lugar destacable o excepcional en el conjunto de la arquitectura medieval militar. Sin embargo, para quienes gusten de evocar el pasado intrigante de un tiempo en el que estos edificios eran la sede de los poderosos, y la concreción de unas teorías sobre el arte de hacer la guerra en el Medievo, el castillo de Pioz posi­bilita la visión real de uno de estos ejemplos. Es todo un para­digma, completo y latiente.

Cualquier mañana de domingo, el viajero puede dedicarse a recorrer su contorno, mirando desde los diversos án­gulos sus fosos, el recuerdo de su puente levadizo, el paseo de ronda sobre los adarves, cruzar la poterna misteriosa, y ver la gran torre del homenaje o las cruceadas troneras de los garitones de la barrera exterior. Todo ello supone un cúmulo de sensaciones que difícilmente pueden encontrarse juntas en otro lugar. Visitar esta antigua fortaleza, repleta de motivos evocadores de lejanos siglos y epopeyas, es quizás el mejor estímulo para adentrarse con gusto en el mundo sugerente de la castillología hispana y gozar, de entrada, de este plato suculento del patrimonio guadalajareño.

Algo de historia de Pioz

La historia de Pioz es realmente escasa en  acontecimientos. Perteneció esta pequeña aldea, desde los años  finales del siglo XI en que posiblemente se fundó tras las iniciativas castellanas de repoblación, al Común de Villa y Tierra  de Guadalajara, siendo de señorío real, hasta que mediado el siglo xv, el rey Juan II de Castilla entregó el lugar en dote a su hermana Catalina, cuando ésta casó con su primo, el turbulento  infante de Aragón don Enrique. Pero este mismo Rey, pocos años  después, se lo quitó alegando que su cuñado le movía guerra, y lo  entregó en donación generosa a su afecto cortesano don Iñigo López de Mendoza, primer marqués de Santillana.

A la muerte de éste en 1458, pasó a su hijo predilecto, el que fuera gran Cardenal de España, don Pedro González de Mendoza, quien enseguida inició la construcción de un castillo,  en el que muy posiblemente deseaba plasmar las ideas que sobre  castillos‑palacios tenía recibidas de Italia, en orden a fraguar­ un lugar seguro para su residencia en caso de peligro político, así fue como alzó este magno edificio a la par lujoso y seguro.

Pero parece ser que no lo llegó a construir, o a concluir realmente, porque en 1469 desistió de su idea, y puso sus miras en Jadraque y Maqueda, lugares de mayor importancia estratégica para sus objetivos, y dotados ya de sendos castillos en los que poder desarrollar más ampliamente sus ideas constructivas.

En esa fecha, el entonces obispo de Sigüenza propuso al noble castellano Alvar Gómez de Ciudad Real, secretario del rey Enrique IV, un trato, consistente en el cambio de su villa de Pioz con el iniciado castillo, los lugares de El Pozo, los Yéla­mos y algunos otros enclaves de la Alcarria, por la fortaleza y villa amurallada de Maqueda. El trato aceptado, Pioz pasó a las manos de la familia de los Gómez de Ciudad Real, en la que destacaron algunos individuos como políticos y poetas durante el siglo XVI. Ellos continuaron la construcción del castillo, com­pletándole tal como hoy lo vemos en los años finales del siglo xv. Después, y sin apenas haber servido para su residencia, y mucho menos para ser el protagonista de ninguna batalla, la fortaleza se vio abandonada, y aunque los dueños pusieron alcaide y encargados del mantenimiento de la casa fuerte, el progresivo deterioro que procura la falta de uso dio tras muchos siglos el resultado que hoy puede comprobarse.

Visitando el castillo de Pioz

El de Pioz es un castillo de llanura, dominante de amplios horizontes desde los adarves de su defensa exterior, y visto a su vez desde lejanas posiciones en la plana meseta de la Alcarria baja. En leve altura sobre el pueblo, del que apenas destaca sobre sus tejados, se encuentra totalmente rodeado de un hondo foso que los siglos han ido rellenando. Por la parte occidental, tenía la entrada habi­tual y principesca: dos machones cilíndricos fuera del foso servían para que apoyara el puente de madera, levadizo, que se dejaba caer desde el correspondiente hueco abierto en la defensa exterior de la fortaleza. Por la parte septentrio­nal, una estrecha puertecilla a modo de poterna permitía la entrada, o salida, del castillo directamente sobre la profundidad del foso. La escalerilla de acceso de esta poterna al recinto de la liza, es estrecha, empinada y en zig‑zag, de modo que se encuen­tra perfectamente defendida desde el interior.

El muro externo de la fortaleza es muy grueso, construido en escarpa poco pronunciada, que ha sufrido con mayor crudeza la rapiña de las gentes que se han ido llevando sus piedras sillares. Culmina en muralla poco eleva­da, con almenas y adarve al que se accedía por escalerillas desde la liza. Se completa con torreones esquineros cilíndricos en los que podían albergarse piezas de artillería, para cuyo uso aparecen orificios en forma de troneras con vanos cir­culares rematados en cruz, algunos de perfecto perfil, como podemos ver en una de las imágenes adjuntas. El casti­llo propiamente dicho, o recinto interior, es de planta cuadrada, con altos muros lisos en los que, a la altura de los pisos interiores, se abren algunos ventanales amplios. El resto del paramento solo se abre para ofrecer estrechas y alargadas saete­ras que, especialmente desde las esquinas, cubren el paso de la ronda, y especialmente la entrada principal y la subida desde la poterna.

En las esquinas del castillo se alzan fuertes torreones de planta cilíndrica, rematados en leve moldura sobre la que muy  en su momento inicial se alzaban esbeltas almenas,  hoy totalmente desaparecidas. En la esquina noroeste álzase la  torre del homenaje, de irregular planta, cuadrada por un lado y  circular por otro, en la que se preparaba el sistema defensivo  último, de emergencia. La entrada a esa torre debía hacerse a  través de otro puente levadizo, de los de tipo de brazo con  contrapeso y eje central, complicado sistema que hacía muy segura  la torre, a la que luego debía aún ascenderse a través de escale­ra de caracol interior.

El recinto interno del castillo está hoy totalmente  vacío, ofreciendo los pelados muros, y las torres que ofrecen en su nivel inferior sendas puertecillas estrechas que permiten la entrada a sus cuerpos bajos, en los que sucintas saeteras cumplían la misión de vigilancia y defensa típicas. Tras las obras iniciadas hace unos años a iniciativa del que fuera alcalde de Pioz, don Enrique Prat, el interior ha quedado compartimentado en zonas divididas por muros calizos, rescatando así la estructura primitiva de su pavimento y estancias centrales

Es muy de destacar, aunque de todos modos era algo habitual en los castillos medievales, la obligación de discurrir en zig‑zag desde la entrada a la fortaleza por el puente levadi­zo, hasta poder acceder a la puerta principal del recinto inte­rior o castillo propiamente dicho. Ello obligaba a los visitantes a recorrer un buen trozo de la liza o espacio de circulación interior, lo que permitía su reconocimiento y la defensa desde dentro.

Hay que destacar nuevamente, tratándose de un castillo ini­ciado en sus fundamentos por uno de los Mendoza más aficionado a la arquitectura, que la función de este castillo, aunque muy volcada hacia la defensa frente a un posible ataque guerrero, guarda al mismo tiempo una intención residencial, y es muy pare­cido, incluso en el nombre de la localidad en que asienta, al de la Rocca Pia, en Tívoli, que se levantó en 1459, y al que el arquitecto que diseñara el de Pioz, muy posiblemente Lorenzo Vázquez, italianizante al servicio de los Mendoza durante largos años, copió en muchos detalles y aun en su estructura general. No es de extrañar este hecho, máxime teniendo en cuenta que el hijo del Cardenal Mendoza, el marqués del Zenete don Rodrigo, llamó a este Lorenzo Vázquez (que luego habría de construir los palacios de Antonio de Mendoza en Guadalajara, de los duques de Medinaceli en Cogolludo y el convento franciscano de San Antonio en Mondéjar) para construir el castillo‑palacio de La Calahorra en Grana­da, en el que tras los severos muros de tono medieval y guerrero, escondió un delicadísimo patio y estancias cuajadas de decoración plateresca muy hermosa. Es más, no sería excesivo aventurar que para este castillo de Pioz, el Cardenal don Pedro González de Mendoza hubiera concebido un patio de estilo plateresco que, por las circunstancias del cambio de esta posesión por la de Maqueda, ya no llegó a construirse.

En cualquier caso, lo que hoy queda a la admiración del viajero y del curioso enamorado de estos viejos conjuntos de piedras remotas, es lo suficientemente espléndido como para mere­cer con creces una visita detenida.

Lo último que cabe añadir es que este castillo merece una actuación decidida de investigación arqueológica y restauración definitivas. Es un poco triste ver que sigue estando, tan rodeado como está hoy de urbanizaciones y vida, olvidado y abandonado. Cuando termine el proceso de expropiación al que está ahora mismo sometido, será tarea a mover desde el Ayuntamiento de Pioz, la de su restauración completa y uso. El porvenir de este edificio es claro: un centro de interpretación del Medievo castellano, de los Mendoza, de la historia y la literatura antiguas, etc. Pero dejemos que, tras este apunte, las ideas surjan, como siempre y en cascada, de los políticos de turno.

Apunte

Una visita de una hora

La visita a la fortaleza de Pioz es fácil para todos, incluso para los comodones que no quieren subir cuestas y trepar por cantiles para disfrutar del pálpito de un viejo castillo medieval. Desde la plaza del pueblo se llega andando, o incluso en coche aparcando muy cerca del monumento. Sin embargo, la entrada al recinto fortificado se hace imposible, porque sus dos únicas entradas, la del puente levadizo, y la de la poterna, han sido tapiadas. Así pues, lo único que puede hacer hoy el viajero enamorado de las moles castilleras, es verlo desde fuera. En cualquier época y sin peligro, eso sí, encontrando en cada perfil que se le busque la hermosa altanería del medieval edificio. Encontrará más información en el libro recientemente editado del profesor José Luís García de Paz, “Castillos y Fortificaciones de Guadalajara”, donde viene referido junto con otros 400 edificios defensivos medievales de nuestra provincia.