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marzo, 2007:

Un centenario gozoso. Sánchez Portocarrero, historiador de Molina

 

El próximo día 4 de abril, se cumplirán los cuatro siglos del bautizo, en Molina de Aragón, de su más grande historiador: Diego Sánchez Portocarrero. Esta efemérides no va a pasar desapercibida, al menos en el Señorío Molinés. Y por parte del Ayuntamiento capitalino se ha preparado una jornada cultural, el próximo lunes día 2 de abril, para rememorar a este ilustre antepasado, y para presentar su obra, la “Antigüedad del Noble y Muy Leal Señorío de Molina” cuya primera parte fue impresa en Madrid, en 1641, a costa del propio autor, y que ahora se pone en manos de todos los molineses entusiastas en forma de edición facsímil.

 El personaje, Sánchez Portocarrero

 Nació don Diego Lorenzo Sánchez Portocarrero y de la Muela, en Molina de Aragón, en 1607, y fue bautizado en la parroquia de Santa María del Conde, exactamente el 4 de abril de ese mismo año, según constaba en la correspondiente partida del libro de bautizados de esta parro­quia que abarca del año 1594 a 1724, firmada por el licenciado Arrieta. Su linaje vivió en Molina desde la Edad Media, pues ya en el siglo XIV fue alcaide de sus castillos un tal Fernán González Portocarrero, nieto de Martín Pérez Portocarrero, que murió guerreando al servicio del rey Sancho IV de Castilla.

Los Portocarrero probaron su nobleza numerosas veces en las Órdenes de Santiago, Calatrava, Alcántara y San Juan de Je­rusalén, según puede verse en los documentos conservados en las Reales Chan­cillerías de Valladolid y Granada. La casa de los ancestros de don Diego Sánchez Portoca­rrero debía estar en la colación de la parroquia de San Martín, considerada como el templo más antiguo de la ciudad del río Gallo. Tenía Portocarrero una heredad llamada Canta el Gallo, junto a este río. A lo largo del manuscrito de la inédita segunda parte de su “Historia de Molina”, don Diego menciona varias veces su habitual residencia en la localidad molinesa de Hinojosa, en la casa que había sido de sus abuelos. No se sabe en qué edificio residiera, pero sí que pasaba allí largas temporadas, escribiendo, y explorando el terreno en torno, especialmente el cerro “Cabezo del Cid” que preside el término, donde él mismo encontró numerosos restos y piezas arqueológicas que, en forma de cascos, frenos de caballo y armas varias de hierro, pensó que se trataban de elementos abandonados por el ejército del Cid Campeador cuando por allí pasara camino de Valencia, pero que en realidad eran piezas de la época celtíbera, abundantes en el castro que realmente había sido aquel alto cerro.

En las pruebas que aportó para solicitar el hábito de la Orden de Santiago, dijo ser hijo legítimo de don Francisco Sánchez Portocarrero, también regidor perpetuo de Molina, y de doña María de la Muela; nieto por línea paterna del doctor Lorenzo Sánchez Portocarrero y de Gregoria de la Muela, y por la materna de don Salvador de la Muela y de doña Teresa Fernández Díaz, cristianos viejos de limpia prosapia, resi­dentes en Molina.

Aunque los hijos de hidalgos y mayorazgos cursaban, por lo general en el siglo XVII, estudios en Calatayud, Daroca, Sigüenza o Alcalá, no hay rastro de que en tales poblaciones fuera alumno de ningún Centro el joven Diego Sánchez Portocarrero. Ante esta ausencia de referencias documentales, el académico de la His­toria y Cronista Provincial don Juan Catalina García López, opta por decir en su «Biblioteca de Escritores de la Provincia de Gua­dalajara» (Madrid, 1898), que «no parece que don Diego estu­diase carrera alguna, lo que no fue parte a impedir sus grandes aficiones a las Letras, de que tan claro talento dio; antes bien, como hidalgo y regidor de Molina, parecía llamado a las armas o al menos a mandar la gente de guerra de su pueblo».

Hay que colegir de ello que fue autodidacta, lector constante de libros, de cuantos legajos o manuscritos cayeron en sus manos, anotando cuidadosamente cuanto de interés le contaban letrados y ancianos en relación con el Señorío de Molina. Su cu­riosidad desde muy joven por todo lo molinés es bien patente, insaciable desde los años mozos, pues de otra manera no le hubiera sido posible reunir tantos materiales, según veremos al tratar de su producción literaria en muy diversos aspectos. Es por ello que puede afirmarse que don Diego no estudió carre­ra universitaria alguna. Ni en los archivos de Alcalá ni en los de Sigüenza se encuentra la menor huella de su paso por las aulas del siglo XVII.  De ahí se colige que esa vida silenciosa, de estudio y meditación, aportó con espontaneidad en la edad adulta unos valores y calidades del mejor cuño literario.

Don Diego casó en primeras nupcias con María Muñoz de Dos Ramas Nidamiy, y en segundas con Ana Gerónima de Salcedo y Velasco, hija legítima de don Roque de Salcedo y doña Ana Martínez de Velasco, vecinos de la villa de Pozuela, quedando viudo de ésta última el año 1664. De ninguna tuvo descendencia. En 1663, algún tipo de enfermedad padecido por doña Gerónima, y viendo cercano su final, la llevó a otorgar testamento en la ciu­dad de Trujillo. El año de 1665, ya viudo, casaría con Antonia María de Escobar y Obando Sotomayor y Chaves, hija de los señores don Alvaro Rodríguez de Esco­bar, caballero de la orden de Alcántara, regidor de la ciudad de Trujillo, y de doña Teresa de Obando. Con ella tuvo como descendientes a Francisco José Sánchez Portocarrero, heredero en su mayorazgo, y que fallecería poco antes del mes de sep­tiembre de 1695, y un segundo hijo que nació, ya muerto don Diego, en 1666 del que no queda rastro alguno a la muerte de su hermano, por dejar como heredero único y universal de todos los bienes a Bartolomé Malo de Mendoza.

Su esposa quedó como albacea de su hacienda, junto al caballero calatravo don Gonzalo de Chaves y Orellana, Gobernador de Al­magro y su distrito, el licenciado Francisco Caballero, Vicario de la villa de Fuentes en la Alcarria, y don Jerónimo Arias de la Muela, su pariente, natural de Molina de Aragón.

 La obra, Antigüedad del Noble Señorío de Molina

 La mejor forma de celebrar el centenario de un escritor, es, por supuesto leer sus obras. De ahí que con la colaboración del Ayuntamiento de la Ciudad de Molina, la Librería Anticuaria Cortés de El Escorial, y la editorial AACHE de Guadalajara, se haya alcanzado este objetivo: el de brindar al público la posibilidad de leer, incluso de tener en su biblioteca, un ejemplar del libro más principal que Sánchez de Portocarrero escribiera. En formato facsímil de su primera edición, la “Antigüedad del Noble y Muy Leal Señorío de Molina” ofrece la parte inicial de la gran obra escrita por Sánchez Portocarrero en la que narra la historia del territorio en que naciera y viviera casi toda su vida.

Debe saberse que este historiador barroco pasó la vida reuniendo datos, tomando apuntes, y desarrollando con el mejor orden que pudo, la historia entera de la tierra molinesa. Su acúmulo de papeles, manuscritos, documentos y memorias debió ser enorme y hoy se considera perdida. Pero lo que sí se sabe es que terminó, o al menos desarrolló de forma bien estructurada, una gran historia molinesa que sin embargo no pudo llegar a darse completa a la imprenta, principalmente por el costo económico de la operación, que no fue capaz de asumir ni el autor, ni el Concejo molinés, ni editor alguno.

Todavía joven, hacia 1640, tenía ya reunida tal cantidad de datos, especialmente eruditas anotaciones tomadas de los clásicos y no demasiado fiables cronicones, que se animó a dar a luz y poner en imprenta su Primera Parte de la Historia de Molina. Era entonces regidor de la villa y su tierra, y capitán de sus gentes de armas. Vivía a caballo entre Molina e Hinojosa, y llevaba una existencia plácida de lecturas, paseos y escritos. Aunque no desesperaba de ver entera puesta en papel impreso su gran obra, decidió empezar a propagar su sabiduría mediante este libro, que finalmente salió a luz, impreso, en tamaño octavo, en 1641, gracias al impresor Diego García de la Carrera, de Madrid.

Con un preámbulo de Sánchez Portocarrero titulado “A los que leen” se inicia el libro. Entre otras cosas, nos dice que “El lenguaje he procurado que sea el más propio de a Historia, con mayor atención a la claridad de la narración que a la alteza de las palabras”. Y tras ello, ya como portada de la obra, el texto que sigue, definitorio de lo que pretende: “Antigüedad del Noble y Muy Leal Señorío de Molina, título de los Reyes de Castilla con la lista Real de los Príncipes y Reyes sus Señores. Que escribió don Diego Sanchez Portocarrero, su regidor perpetuo, capitán y caudillo de sus Gentes de Guerra Antiguo, por su Majestad Católica”.

El libro está presidido por una bella portada que es un grabado sobre plancha de cobre, con ilustraciones y una tipografía muy característica del siglo XVII, de gran belleza, creatividad y os­tentación. La portada está presidida por un escudo perteneciente a don Diego de Castrejón y Fonseca, obispo de Lugo, por lo que va timbrado con los símbolos de la dignidad episcopal, y la leyenda utroque gladio (con una y otra espada); debajo aparece otro escudo, el del cabildo eclesiástico molinés, de forma ovalada, con un jarrón de dos asas curvas del que surgen tres azucenas, y rodeado de la leyenda: sicut lilium, alusivo a persona o cosa especialmente calificada por su pureza o blancura.

También ofrece esta portada grabado el escudo del Señorío de Molina, timbrado de corona ducal, con un brazo armado sosteniendo entre los dedos índice y pulgar un anillo de oro, símbolo de la llamada “Concordia de Zafra” (1222), por la que el Señorío quedaba ligado ya para siempre a la corona de Castilla. Añade otra leyenda, que dice: Brachium Domini confortavit me (el brazo del Señor me ha consolado) y a su lado aparece aún otro escudo, este el de la ciudad de Molina, de corona sencilla, partido en dos, con una rueda de molino en cada una de sus partes, y la leyenda: Contrivit fines forum (el foro ha roto los límites), que se nos hace difícil de interpretar, y en la que quizás Sánchez Portocarrero quiso sintetizar lo que la villa de Molina en ese momento repre­sentaba para su entorno, y es que como la rueda del molino rompe los granos que la rodean, así hizo Molina a los que se la opusieron, en tiempos antiguos, y según leyendas. El mismo Sánchez Portocarrero así lo explica: “son… las ruedas el valor y la constancia con que quebrantó Molina a los que se le opusieron o la invadieron, como suele la rueda de molino con los granos que intentan cercarla, o impedir su progreso por lo qual puse yo por mote deste escudo en la primera parte desta Historia».

El libro que viene a continuación, denso y un tanto árido para el lector del siglo XXI, tiene un indudable gancho para cuantos gustan de analizar la historia, los viejos tratados, las fuentes originales. A lo largo de sus muchos capítulos, hasta totalizar las casi 350 páginas de la obra, Sánchez Portocarrero nos da noticias de la creación de la ciudad, en tiempos antiguos, y de los señores que tuvo, principiando por don Manrique de Lara, y acabando en Felipe IV, rey que ciñe en esos momentos la corona del más poderoso país del mundo, a la sazón (España).

Un lenguaje sonoro y rebuscado, para contar con él mil y una noticias novedosas y fundamentales para entender la evolución histórica del Señorío de Molina, apareciendo referencias a sus espacios arqueológicos, accidentes geográficos, personajes y batallas. Una maravilla de libro que, gracias al empuje del Ayuntamiento de Molina, ha conseguido salvar la inercia de los siglos, y ahora, justo cuatro siglos después del nacimiento de su autor, verse impreso y en las manos de cuantos gustan saber más y en profundidad de su tierra natal, esa imperecedera Tierra Molina que tantos llevamos en el corazón.

 Apunte

 El libro conmemorativo

 Encuadernado en terciopelo color crema, nos llena las manos con su presencia severa y elegante. Se inicia con unas palabras del alcalde de Molina, Pedro Herranz, y aporta un estudio inicial sobre la vida y la obra de Sánchez Portocarrero, elaborado por el Cronista Provincial Antonio Herrera. Sigue la reproducción facsímil, en tamaño ligeramente mayor del original, la obra completa del historiador molinés, que supera las 300 páginas de datos.  El original que ha servido para su reproducción pertenece a la Librería Anticuaria del también alcarreño Salvador Cortés Campoamor, y la elaboración del libro se ha hecho en estudios y talleres de Guadalajara, (filmación de Fernando García Gálvez, edición de AACHE, impresión de Minaya) consiguiendo una pieza exquisita que va a ser inmediatamente acaparada por los coleccionistas de libros de nuestra tierra, que los hay y muy abundantes.

Molina en el horizonte. Tartanedo: un patrimonio amenazado

  

El pairón de Carraconcha, en Tartanedo

En estos días permanece abierto a información pública el proyecto de instalación de varios parques eólicos nuevos en Tierra Molina. Concretamente en Tartanedo. Está previsto poner unos cincuenta grandes molinos, silenciosos, altivos, incontaminantes. Pero agresivos al paisaje de una forma contundente. Tanta y tan alta, que amenaza con dejar la Tierra de Molina apta solo para poner molinos sobre sus sesmas. 

Estas que siguen son palabras sentidas e inútiles. Pero no podría dormir tranquilo si no las digo. Espero que haya muchos que se opongan a esta agresión al paisaje y la esencia de la Tierra de Molina. Y si soy el único, tampoco me importa mucho. De los valores que hoy se imponen, quizás pueda el del dinero, el de la ganancia. Pero es conveniente mantener el del amor a las raices y al paisaje, porque si ese se desprecia, pronto no quedará en la Tierra lugar reconocible como humano.  

 Tartanedo en el Campo 

 De las cuatro sesmas que hoy componen el Señorío de Molina, Tartanedo está en la del Campo. Es la más extensa, llana, abierta. La más luminosa y productiva. La que tiene más cielo y luz, más paisajes y vientos. 

Quienes nacieron y viven en ella, saben de verdad lo que es un mundo libre, un mundo en el que nadie ata pensamientos y la vista se lanza y no vuelve. 

El término de Tartanedo, en el Campo, tiene ciento y un caminos. Muchos caminos que van, y que no encuentran valles. Solamente cerros, castros viejos, pairones, ermitas, arboledas y arroyos. Ese paisaje, al que no cuesta cantar, cuando se le conoce, cuando se ha paseado por él cien veces y se sabe entero y verdadero, va a ser pronto roto, cercenado. Se va a llenar de molinos inmensos, que cortarán los caminos, que romperán los horizontes. 

No me gusta ser catastrofista, y escribir líneas tras líneas de tono jeremíaco, porque, aunque es fácil ejercicio, no sirve para nada. Pero en todo caso, y de una manera pública, hay que hacer constar la existencia de esta amenaza. 

 Casas y cosas en Tartanedo 

 Podría llenarse un buen puñado de páginas, detallando cuanto tiene Tartanedo de patrimonio artístico y monumental. Hay por sus calles rumor de tradiciones e historias. Allí nació Sor María de Jesús López Ribas, que fuera compañera permanente de Santa Teresa, y allí se guardan los “Santos Corporales” que mantienen su halo de milagro desde alguna francesada sacrílega. 

En Tartanedo tienen memoria de celtas por sus cerros, y no me extraña nada, porque ellos guardan en su forma de ser la misma entereza primitiva de sus antepasados. Hay además un buen puñado de elementos arquitectónicos que se ofrecen espléndidos ante el visitante, conjuntados a la perfección por el devaneo de sus calles, la solemne contundencia de sus rejas en ventanas y balcones, los espacios de reunión y paseo, las lejanías a las que tienden sus caminos, siempre con una ermita, o un pairón, junto a los que reposar de la marcha. 

Por decir algo de sus méritos, de la justificación de que Tartanedo merezca todavía una visita, aquí recuerdo lo que todavía hoy se puede admirar de su patrimonio. De castillos, poco, porque una torre vigía de magnífica estampa que asentaba en la colina que otea el pueblo, fue derribada hace algunas décadas. Varias ermitas distribuidas por el término, entre las que destaca la de San Sebastián, a la entrada del pueblo, que según la tradición y los antiguos cronistas, remonta su origen al año de 1185. Se trata de un macizo edificio de breves ventanillas de arcos ojivales y sencillo ingreso orientado a mediodía, con aspecto de haber sido reconstruido en siglos posteriores. En su interior destaca un gran artesonado de sencilla traza; coro alto a los pies, un pilón de bautismo, pequeño y muy viejo y tres altarcillos curiosos. 

Entre las casonas del pueblo, destacan la antigua de los López de Ribas, ya muy modificada, cuyo escudo de armas fue arrancado hace años; la de los Crespos, la de los Badiolas y alguna otra de gran empaque y severidad barrocas. Del palacio del Obispo Manuel Vicente Martínez Ximénez quedan mínimos restos. 

En punto a arquitectura civil, el edificio más interesante que se conserva es el palacio del Obispo Utrera, en la costanilla de San Bartolomé. Se trata de un edificio de aspecto noble, aislado del resto de las construcciones, en muy buen estado de conservación. Hoy está dedicado a “Alojamiento Rural” con todas las comodidades que pueden imaginarse. Tiene en su fachada principal tres niveles. En el inferior se abre el portón arquitrabado con dintel y jambas de sillar almohadillado. A sus lados, ventanas con magníficas rejas, y en las maderas luciendo los clavos y herrajes que su constructor le puso el primer día. En el segundo nivel resalta el gran balcón, también de sillar en almohadillado modo combinado, y un par de ventanas escoltándole. Arriba, un escudo nobiliario de la familia propietaria, y dos ventanillas que se corresponden con un camaranchón al interior. La mampostería noble de sus muros, el sillar bien tallado de las esquinas, y el eco de las pisadas de la calle transportan al admirado viajero a otro mundo diferente. El palacio es obra del siglo XVIII en sus comienzos, y lo construyó don Pedro Utrera Martínez, abuelo del famoso obispo de Cádiz a quien la tradición atribuye la erección del palacio. 

Una de las piezas más espectaculares del patrimonio de Tartanedo es la que se ve a la salida del pueblo, tras la iglesia y ante la fragua: una grande y bella fuente pública, de firme sillar, en cuyo frente se leen esculpidas con limpias letras romanas estas palabras: *Enmmanuel Vicencius Martinez Ximenez, Cesaraugustanus Archiepiscopus, cuius Natale solum Tartanedo Structo Fonte publicae utilitatis consultum… An. Dom. MDCCCXVI+. Fue regalo del arzobispo de Zaragoza don Manuel Vicente Martínez a su pueblo natal, y dentro de poco podrá verse adornada del perfil de los grandes molinos, (o generadores eléctricos de fuerza eólica, como los llaman los entendidos) en cualquier fotografía que intente hacérsele.  

La iglesia parroquial está dedicada al patrón del pueblo, San Bartolomé. Es más interesante por lo que contiene que por su exterior, que llama la atención sobre todo por su colosal magnitud. Aunque toda su fábrica es obra del siglo XVI y otras reformas posteriores, queda parte de su primitiva estructura, concretamente en la entrada al templo: su portada es un bello ejemplo del estilo románico, del siglo XII, y consta de amplias arquivoltas lisas con una cinta externa de *dientes de león+. Sobre las cortas columnas, se ven cuatro capiteles, en uno de los cuales se ve representado un monstruo de tosca factura. 

El interior es de una sola nave con marcado crucero y presbiterio elevado. Coro alto a los pies, y escalera de subida a la torre. Esta es un estupendo ejemplo de escalera de caracol, con los peldaños clavados en el muro, sin sustentación central, por lo que en el centro de la espiral queda un hueco que transmite la luz desde lo alto, produciendo un gran efecto. En la nave de la iglesia, cubierta de sencilla bóveda y cúpula sobre el crucero, se adosan diferentes retablos y se abre una capilla en el muro norte. Es ésta una estancia de elevada cúpula de sencilla crucería, sostenida en las esquinas por curiosas ménsulas antropomorfas, con arco apuntado para la entrada, sobre el que campea tallado escudo de los Montesoro, a los que perteneció la capilla, que fue fundada en el siglo XV. En la misma ala norte, se ve adosado, frente a la entrada del templo, un magnífico retablo con pinturas, obra del siglo XVI, dedicado a San Juan Bautista, con figura orante de canónigo a los pies. También otro retablo barroco más pequeño, pero con buenas tallas. En el ala sur, se ve el altar dedicado a nuestra Señora de la Cabeza, con un gran cuadro de mediana calidad, fundación todo ello, en el siglo XVII, de don Juan Ximénez de Azcutia. A continuación se ve un magnífico púlpito barroco en el que aparecen talladas las figuras de los Padres de la iglesia. 

En el brazo de la epístola, en el crucero, se ve colgado, y hoy muy bien restaurado, un enorme cuadro, copia de Rubens, donación de un sacerdote en el siglo XIX, y que representa el “Juicio de Salomón”. Frente a él, el gran retablo de Santa Catalina, cuyos escudos policromados aparecen en él tallados. Entre los escudos se puede leer esta frase: “Este retablo mandó hacer el Señor don Andrés Carlos de Montesoro y Ribas patrono de esta Capilla año 1741. La que fundó Miguel Sánchez de Traid año de 1557”. En la mesa de altar de este retablo, aparece tallado otro escudo policromado con las armas y atributos eclesiásticos de don José García Ibáñez, canónigo de Sigüenza, que hizo importantes donaciones a la iglesia en el siglo XVIII. Y en el fondo de este brazo, un gran altar constituido que estuvo adornado, como el anterior, por grandes lienzos representando a los ángeles y arcángeles, obra muy probable del virreinato peruano, y que han sido restaurados en los últimos años, mostrándose actualmente, después de diversas exposiciones itinerantes, en el Museo de Arte Antiguo de Sigüenza. Todos esperamos que, en breve plazo, vuelvan al lugar de donde salieron y donde deberán estar siempre expuestos: en este brazo epistolar del templo mayor de Tartanedo. 

En el lado del evangelio del crucero, destacan los altares de Nuestra Señora del Rosario, buen conjunto de tallas y pinturas, obra del siglo XVII, con un lienzo representando el martirio de San Bartolomé, copia exacta de la conocida obra de Ribera con este motivo, y el altar del Santo Cristo, magnífica talla medieval, siglo XIV‑XV, de gran fuerza y expresividad. El retablo principal, ocupando la pared del fondo del presbiterio, es obra barroca mesurada, con buenas tallas y profusión de dorados. En su centro, una buena imagen de San Bartolomé, en cuya peana se lee: “Este Santo se hizo a deboción de don Bartholomé Mungía, cirujano de cámara del rey Fernando VI, natural de esta parroquia”. A sus lados, sendas tallas de San Pedro y San Pablo. Sobre el Sagrario, un crucifijo gótico, de pequeño tamaño, que la tradición dice haber sido traído del monasterio de Piedra. Del techo de la capilla mayor cuelgan dos grandes capelos episcopales, ya viejos y descoloridos, que regalaron a su parroquia natal los obispos Utrera y Martínez. Todavía a los pies del templo podemos admirar la pila bautismal, obra románica muy estimable, en cuya franja superior se combinan bellas tracerías geométricas con estilizadas representaciones vegetales. Su borde es acordonado. 

 El asombro ante el futuro 

 Pero lo que motiva estas líneas, -más que el recuerdo de un patrimonio a todas luces espléndido, y que siempre es bueno destacar-, es un grave asunto. Que va mucho más lejos que estas líneas dolidas, o el pesar de algunos de sus hijos en la lejanía. Lo que asombra –al saber ahora que está proyectada la construcción de dos grandes parques eólicos en su término- es que después de tanto hablar, de tanto luchar, de tantas reuniones, congresos y decisiones sobre el modo sostenible de desarrollo escogido y aplaudido para Molina, se llegue a esto, que es el lado antípoda del desarrollo sostenible: un elemento ajeno a la tierra que no va a promocionar ninguna de sus capacidades intrínsecas. Además, convendría analizar antes de nada el terreno donde se van a instalar estos parques eólicos. Porque la tierra de Tartanedo es todo un yacimiento celtibérico que aún no ha sido excavado ni estudiado. Debajo de su suelo hay muchas perspectivas que podrían aconsejar pararlo: castros milenarios y espadas de antenas…

La huella del románico por Molina

 

Uno de los elementos que definen el arte de la provincia de Guadalajara es el estilo románico. Porque son más de cien templos de este estilo los que podemos admirar por norte y sur, este y oeste de nuestra tierra.

Hoy nos vamos a su linde oriental, a la parte que comulga historias y hablares con Aragón. Y allí vamos a danzas por los caminos en busca de imágenes románicas, de templos, veletas, portadas y pilas. Restos venerables de un tiempo viejo, del tiempo medieval que en Molina cuajó en castillos, monasterios, palacios y también pequeños y elegantes templos románicos.

 Razón de templos

 Durante los siglos XII (en su segunda mitad) y XIII, que son las épocas en que Molina está regida directamente por sus señores independientes, los Lara, es cuando se inicia y afirma la repoblación del territorio, con gentes venidas de muy diversas procedencias, fundamentalmente de la Vieja Castilla (Burgos, Soria, la Montaña) y aun del sur francés, entonces la Galia Narbonense o Aquitania. De esta última región, que el arzobispo toledano don Bernardo consiguió, en el siglo XI, por bula del Papa Ur­bano II, que fuese incluida en el territorio del primado español, llegaron a España durante los siglos XI y XII numerosos emigrantes, especialmente monjes y eclesiásticos, que fueron extendiendo su influencia, muy concre­tamente la espiritual, cultural y artística, por varias regiones del interior de la península.

Y fue en Molina, al dictado de varios eclesiásticos aquitanos, donde llegó la influencia románica, con detalles arquitectónicos y ornamentales directamente trasplantados del mediodía francés. La presencia de narbo­nenses y aquitanos en los obispados de Toledo, Palencia, Sigüenza y otras mitras castellanas; en las abadías de diversos cenobios de la misma re­gión, y aun en cargos de gran responsabilidad, como el priorato del Ca­bildo de Clérigos de Molina (fue su fundador el francés Juan Sardón) hace que sea notable el influjo de la vecina nación en la cultura y el arte de este territorio feudal, gobernado por castellanos, pero influido por gentes norteñas.

 Iglesias de Molina

 Los retales que en la capital del Señorío quedan son muy escuetos. La ciudad de Molina se precia con el magnífico templo románico en el que hoy asienta el convento de monjas de Santa Clara. Fue construido en el siglo XIII y recibió entonces por nombre el de Santa María de Pero Gómez, caballero de la corte condal que dio dineros para levantar este edificio. Más tarde, en el siglo XVI, los hermanos Malo levantaron el monasterio de clarisas al que se agregó esta iglesia. Hoy luce, bien restaurada, a los pies del castillo, en la parte más alta de la ciudad, como una joya siempre renovada y siempre clásica del arte y del urbanismo molinés. Está todo el edificio construido con robusto y bien tallado sillar de tono rojizo. Su planta es de cruz latina, con crucero de brazos muy cortos; presenta una sola nave y concluye en ábside de planta semicircular tras un reducido presbiterio. El muro de poniente, a los pies del templo, fue derribado para poner en comunicación la iglesia con el convento. La bóveda es de crucería sencilla, algo apuntada, y sus arcos fajones van sostenidos por haces de tres semicolumnas adosadas, rematadas en capiteles con decoración de hojas de palma. A ambos lados del presbiterio, y en el ábside, se abren ventanas también románicas, con arcos de medio punto exornados con decoración de puntas de diamante y columnillas laterales rematadas en foliados capiteles. La portada se abre en el brazo meridional del crucero, y la fuerte cuesta que había ante ella se modificó y suavizó con la construcción de una escalerilla hoy renovada. Esta portada, que muestra aire y traza innegablemente franceses, está encuadrada por dos columnillas gemelas a cada lado, sobre cuyos capiteles carga una cornisa que se sujeta por modillones, y entre ellos aparecen profundas metopas, tanto unos como otras bellamente decorados con temas vegetales y geométricos. El arco de entrada, por ellos cobijado, es de traza semicircular, y se forma por numerosas archivoltas baquetonadas que descansan sobre columnillas rematadas en elegantes capiteles de tema vegetal. En el tímpano, quizás relleno de decoración de antiguos siglos, hay un cartel conmemorativo mo­derno. El ábside, semicircular, altísimo, muestra cuatro haces de tres semi­columnas adosadas, rematados en capiteles con palmas y hojas de acanto. El conjunto del templo es, sin duda, uno de los mejores ejemplos del arte románico molinés.

Todavía en la capital del Señorío merece visitarse el templo de San Martín, que fue primitivamente edificado en la segunda mitad del siglo XII y que nos permite ver, bajo un portal cubierto, sobre su muro norte la puerta de acceso que consta de varios arcos apuntados, adornado el exte­rior por flores cuadrifolias, y con detalles consistentes en el Crismón o anagrama de Cristo sobre la arcada gótica. De lo primitivamente románico sólo queda, escondido entre edificaciones y corrales vecinos, restos del ábside semicircular y una ventana en el muro meridional, con moldura resaltada en la que se advierten restos de labores esculpidas, y moldura que contornea un arco de medio punto adornado con lo que parecen ser botones de flor.

Otro interesante ejemplo podemos aún contemplar del arte y arquitec­tura románica en Molina capital. Se trata de la planta de la iglesia que se situaba en el interior del albácar o gran patio de armas del castillo. Ha sido excavada recientemente esta obra, y de ella puede observarse su planta alargada, de una sola nave, con tramos diversos, en ascenso, con basas y aun inicios de semicolumnas adosadas, y ábside semicircular, que muestran el sello, débil pero elocuente, de lo que fue la arquitectura del período románico en este lugar, con gran puridad interpretado.

 Edificios románicos del Señorío

 Nos vamos ahora a viajar por todo el ancho y hermoso territorio del Se­ñorío, tratando de buscar aquellos otros restos de este estilo artís­tico, que tan ajustadamente define la Edad Media española. Nuestros pasos llegan primeramente hasta un antiquísimo monasterio, fundación la más querida de los señores molineses: el de Buenafuente, de monjas bernardas, puesto en el frío páramo de El Sabinar, sobre el hondo foso del río Tajo. Hablé hace poco de este cenobio, poblado en la segunda mitad del siglo XII por canónigos regulares de San Agustín, venidos de Francia, los cuales se ocuparon en levantar la iglesia y el monasterio. No me extiendo más en ello, sino animar al viajero a que se llegue a Buenafuente, y pase allá un día inovidable, viendo arte, naturaleza, paladeando espiritualidad y buenas vibraciones. Deberá, eso sí, extasiarse en el interior de su edificio eclesial, construido de recio sillar grisáceo, con una sola nave de bóveda de medio cañón, algo apuntada, sin arcos fajones, destacando en el exterior una entrada típicamente ro­mánica con arco semicircular encuadrado entre dos altos pares de columnillas que sostienen una cornisa sobre modillones, en todo similar a la iglesia del convento de Santa Clara en Molina. Du­rante mucho tiempo estuvo tabicada esta puerta, pero tras las últimas obras de restauración ha quedado practicable y permite el acceso hacia la capilla del Cristo y la Buena Fuente, en la que una antigua hornacina tam­bién románica servía para albergar la talla del famoso Cristo.

En el pueblo de Rueda de la Sierra nos vamos a encontrar con otro de los ejemplos notables del arte románico molinés. La iglesia parroquial, dedicada a Nuestra Señora de las Nieves, se encuentra a un extremo del lugar, en su parte baja, y muestra cómo fue reformada y ampliada en suce­sivas ocasiones, especialmente en los siglos XVI y XVII, en que varios miembros, eclesiásticos, de la potentada familia de los Martínez Vallejo dieron sus dineros para fundar capellanías y hacer reformas. Lo más an­tiguo del templo es su puerta de entrada, obra del siglo XII en sus finales, que se halla actualmente cobijada en cerrado portal, al resguardo de las inclemencias del tiempo. Su arco semicircular está compuesto por varios arcos lisos, cortados en bisel, añadiendo al exterior una saliente moldura en la que se ven esculpidas flores cuadrifolias o puntas de diamante; en los biseles se tallan delicados entrelazos de sabor mudéjar. Estos arcos descansan en adosadas columnas que rematan en sencillos capiteles de hojas esculpidas. Sobre el conjunto aparece un sencillo friso que apoya en canecillos y modillones.

La sesma del Campo, quizás más poblada durante la Edad Media, es la que en la actualidad muestra los más abundantes y mejores ejemplos de arte románico. En la villa de Tartanedo se admira la iglesia parroquial dedicada a San Bartolomé, enorme edificio del siglo XVII con alta torre cuadrada en su ángulo suroccidental. En su interior, rico en obras de arte de todos los siglos, destaca una pila bautismal románica con cenefa tallada de motivos vegetales. La portada es un gran ejemplar de arquitectura ro­mánica y lo único que arquitectónicamente resta del estilo primitivo. Se compone de varias arquivoltas semicirculares, en degradación; la más ex­terna va decorada con puntas de diamante y las restantes con débil baquetón moldurando su borde, apoyan estas arquivoltas en una corrida im­posta decorada con motivos vegetales. Sosteniendo ésta aparecen sendas jambas lisas, a los extremos del ingreso, y dos columnas a cada lado, re­matadas en capiteles. En ellos se observan, muy rudamente tallados, ele­mentos de decoración vegetal y zoomórficos, uno de ellos tratando de mostrar un burdo león. El conjunto, resguardado en cerrado portalón, está muy bien conservado y es interesante.

Entre Tartanedo y Concha, a los pies mismos de la sierra del Aragon­cillo, en su vertiente norte, quedan los mínimos restos de lo que fue pueblo de Chilluentes, de fundación en la época de la repoblación, en el siglo XII, junto a una torre‑vigía aún más antigua, y que fue quedándose vacío, hasta desaparecer como entidad de población en el siglo XVII. Al sorprendido viajero de hoy se le muestra, entre los trigales y los montecillos de jara y sabinar, los restos de la torre monumental, y de la iglesia parroquial, dedicada a San Lorenzo, que es obra del siglo XII, románica, conservando especialmente el ábside semicircular, en el centro del cual hubo una ventana aspillerada, en cuyas jambas aparecían grabados círculos, estrellas y signos solares muy esquemáticos. No hace mucho que fue expoliada y alguien se llevó para su personal disfrute tan venerables restos románicos del corazón de Molina.

Llegados al pintoresco enclave de Labros, encontramos en lo alto de la villa la impresionante belleza de su templo, recientísimamente restaurado con todo acierto. De su primitiva construcción románica, en el siglo XII, queda hoy solamente la puerta de acceso, muy bien conservada por haber estado protegida de un atrio durante varios siglos, ahora nuevamente colocado para seguir protegiéndola, aunque hace pocos años sufrió el robo de uno de sus capiteles.

Esta puerta románica de Labros se forma por una sucesión de arcos semicirculares, en degradación, con cenefa jaquelada. Bajo corrida imposta de entrelazos dobles, aparecen a cada lado un par de capiteles en los que se muestran figuras del acervo mitológico medieval, y un trazado geométrico encestado de tradición muy primitiva. Bajo ellos, sendas columnas con basas talladas. Se trata de un ejemplar sencillo, bien cuidado, y especialmente interesante por los detalles que añade de iconografía y adornos geométricos.

La ermita de Santa Catalina se presenta hoy, ante el viajero, aislada en medio de un denso sabinar, a la orilla de la carretera que va de Labros a Milmarcos, aunque en realidad pertenece al término de Hinojosa. Dice la tradición que antiguamente fue iglesia parroquial de un pueblo que la rodeaba. El historiador molinés del siglo XVIII, don Gregorio López de la Torre Malo, dice que allí estuvo el lugar de Torralbilla, despoblado en los siglos finales de la Edad Media, quedando tan sólo su iglesia, con la advocación de Santa Catalina. El hecho cierto es que hoy, en sus alrede­dores, se ven grandes montones de piedras sueltas que pudieran haber pertenecido a ya derrumbados edificios.

Este maravilloso templo, orientado como todo lo románico de levante a poniente, se construye en sillares limpios. Destaca sobre el muro sur el atrio porticado, formado por seis arquillos de medio punto con columnas que rematan en sus respectivos capiteles, todos ellos de simplísima decoración vegetal. Este atrio tiene entradas por sus costados de levante y poniente. El ingreso al templo se hace por su portada inserta en el muro meridional del mismo: consta de cuatro arquivoltas lisas, con ornamentación vegetal la más externa. Estos arcos en degradación apoyan en capiteles de hojas de acanto, muy deteriorados. En la cabecera destaca el ábside, de planta semicircular, cuyo alero sostienen varia­dos canecillos de curiosa decoración. Dicho alero presenta toda su super­ficie tallada con temas vegetales y ajedrezado. El interior es de nave única, recorrida en su basamenta por un poyo de piedra, que también se extiende al presbiterio y al ábside. El pavimento es de grandes losas de piedra. La techumbre es de madera de sabina. El presbiterio, ligeramente elevado so­bre la nave, da paso al ábside semicircular. Un arco fajón o triunfal que media entre la nave y el presbiterio se apoya sobre dos capiteles decora­dos: en el de la derecha, simples motivos vegetales; en el de la izquierda, una serie de figuras tomadas del bestiario medieval: perros con cuerpos de ave y arpías a los lados; símbolos del bien y el mal, tomados de los capiteles del claustro monasterial de Silos, que hasta aquí ejerce su in­fluencia iconográfica. El conjunto arquitectónico y ornamental de este edi­ficio es, pues, de subido interés.

Con él acaba nuestro recorrido por el románico molinés, que, aunque no muy abundante, sí es rico en ejemplos de fuerte sabor y notable interés autóctono. Ahora sólo falta echarse a los caminos del Señorío y contem­plar, uno a uno, estos edificios singulares.

Templos sorprendentes en Brihuega

Santa María de la Torre

 

Tiene “el jardín de la Alcarria” un chorro de agua en cada esquina, y otro chorro de memorias, sorpresas y vericuetos visuales que la hacen siempre lugar idóneo para pasear y hacerse con un renovado racimo de querencias. Para los viajeros, sin más, que recién llegados a Guadalajara quieren ir conociendo sus maravillas, sus pueblos eternos y sabrosos, las herencias arquitectónicas y legendarias de tantos siglos de historia, está Brihuega con puertas abiertas cada día. Un buen destino para este próximo fin de semana, a descubrir sus iglesias (que ya vendrán el Castillo y las murallas, la Fábrica de Paños y sus Jardines, los encierros de toros y la procesión de la cera en el verano). Ahora es un aperitivo para mayores comilonas.

 Santa María de la Peña

 En el llamado Prado de Santa María, al extremo sur de la población, puede admirarse la iglesia parroquial de Santa María de la Peña, uno de los cinco templos cristianos que tuvo Brihuega y que fue construido, en la primera mitad del siglo XIII, a instancias del arzobispo toledano Ximénez de Rada.

Su puerta principal está orientada al norte, cobijada por atrio porticado. Contempla el viajero un gran portón abocinado, con varios arcos apuntados en degradación, adornados por puntas de diamante y esbozos vegetales, apoyados en columnillas rematadas en capiteles con hojas de acanto y alguna escena mariana, como es una ruda Anunciación. El tímpano se forma con dos arcos también apuntados que cargan sobre un parteluz imaginario y entre ellos un rosetón en el que se inscriben cuatro círculos. La cabecera del templo está formada por un ábside de planta semicircular, que al exterior se adorna con unos contrafuertes adosados, y esbeltas ventanas cuyos arcos se cargan con decoración de puntas de diamante.

Hay que pasar al interior, y asombrarse de su proporción y dimensiones. Los muros de piedra descubierta de sus tres naves comportan una tenue luminosidad dorada que transportan a la edad en que fue construido el templo. El tramo central es más alto que los laterales, estando separados unos de otros por robustas pilastras que se coronan con varios conjuntos de capiteles en los que sorprenden sus motivos iconográficos, plenos de escenas medievales, religiosas y mitológicas. En uno de ellos –este es un reto para los viajeros que buscan encontrar mensajes ocultos en las piedras- aparece Sansón descuartizando por la boca al león.

La capilla mayor, compuesta de tramo presbiterial y ábside poligonal, es por demás hermosa. Se accede a ella desde la nave central a través de un ancho y alto arco triunfal apuntado formado por archivoltas y adornos de puntas de diamante. Su muro del fondo se abre con cinco ventanales de arcos semicirculares, adornados a su vez con las mismas puntas de diamante. Todo ello le confiere una grandiosidad y una magia que sin esfuerzo nos transporta como en un sueño al momento medieval en que tal ámbito servía de lugar ceremonial para los obispos toledanos, que tanto quisieron a esta villa de Brihuega, señorío relevante de la mitra arzobispal.

Una torre se alza a los pies del templo, construida en siglos más avanzados, quizás en el siglo XVI. En la iglesia de Santa María de la Peña de Brihuega destaca como en pocos sitios el carácter netamente cisterciense de la arquitectura de transición del románico al gótico que promovió en sus territorios toledanos el arzobispo Ximénez de Rada. La escasez de ornamentación, su rigidez y parquedad, es propia de este momento, y del concepto de pureza y renovación que se quiere difundir. Pero también hay que tener en cuenta la presencia alegre y numerosa de capiteles:  verá el viajero algunos elementos iconográficos que brillan por su ausencia en el resto de las iglesias de Brihuega. Dentro de la gran variedad existente en su temática vegetal, pueden encontrarse tres grupos que ofrecerían, respectivamente, una traza fina y muy cuidada, que recuerda a los capiteles de las gran­des catedrales francesas; una flora más jugosa que la acerca a un estilo más rural; y finalmente un grupo de capiteles rústicos que de mano popular y tomando por motivo los anteriores modelos, se repiten en infinitas fajas.

Muchos elementos zoomorfos se ven también tallados por los muros de este templo: unos proceden de la rica fauna románica, como toros alados, cerdos de gran tamaño que ocu­pan la casi totalidad de la superficie del capitel, de los que, en menor tamaño, y de una forma más naturalista, surgen entre las hojas: pájaros, monos, linces o perros acompañados a veces de hombres. La interpretación de estos anima­les, más de que símbolos abstractos, es simplemente de signos maléficos y benéficos.

También se ven múltiples elementos antropomorfos: gentes aisladas y escenas complejas nos sorprenden talladas con tosquedad en la múltiple riqueza de los capiteles de Santa María. Diversos cánones pueden ser apreciados: unos de figuras rechonchas, como en la Anunciación (en el segundo pilar desde los pies del lado derecho de la nave central), y otros de elementos más estilizados, como las del centauro del pilar del ángulo derecho de los pies. Unas escenas están rígidamente enmarcadas, como la de la Anunciación, mientras que otras como el banquete se muestran en total libertad compositiva. A pesar de la riqueza de imágenes que en este templo se advierte, no encontramos un claro programa iconográfico que las unifique. Parece como si los autores hubieran querido simplemente recordar los hitos principales del Antiguo y Nuevo Testamento, sin más hilación entre ellos. Hay un predominio de los temas marianos, dada la advocación del templo, y algunas son de muy difícil interpretación, como la situada en el extremo inferior del lado de la Epístola, en el que aparece un centauro vuelto hacia atrás dispa­rando sus flechas a un hombre que se encuentra al lado de un león erguido, mientras entre ellos se alza un árbol de dos ramas. Pudieran ser alusiones a la eterna lucha de las fuerzas malignas y benigas sobre el hombre.

El templo de Santa María de Brihuega es sin duda uno de los mas espléndidos de la comarca alcarreña. Un ejemplo excepcional de arte medieval, cuajado de formas solemnes y preciosos detalles. A pesar de su progresiva ruina a lo largo de los siglos, durante el pasado recibió importantes reformas que han venido a dignificarle y recuperar su aspecto más primitivo y elegante, pues desmontado el camarín de la Virgen quedó totalmente al descubierto el magnífico ábside primitivo, románico, en el que algunos ventanales se reconstruyeron, recobrando su aspecto original.

 San Miguel

 Se sitúa esta iglesia, del mismo “estilo de transición” que la anterior, en la parte baja de la villa, a la salida de la misma camino ya de Cifuentes, habiendo sido restaurada hace años con unos sabios criterios de modernidad. Así, y a pesar de que siempre está cerrada, puede verse su grandiosa portada abierta al muro de poniente, en limpio estilo románico de transición, con sencillos capiteles y múltiples arquivoltas apuntadas, y otra puerta sobre el muro meridional, del mismo estilo pero más sencilla. A levante se alza el ábside poligonal de traza mudéjar, construido de ladrillo descubierto, con múltiples contrafuertes adosados y sin ventanas.

El interior, en el que prácticamente han quedado tan sólo los muros, ofrece tres naves separadas entre sí por fuertes arcos apuntados de ladrillo, decorados muy simplemente con aristas vivas. La nave central, más alta, tiene sus muros de aparejo perforados por vanos de diverso tipo, tanto alargados con remate semicircular, como de herradura y aun simples óculos, todo ello muy decorado con elementos de ladrillo. La cabecera se muestra completa, y se accede a ella a través de un arco triunfal apuntado que apoya en columnas y pilastras con capiteles de decoración vegetal, cubriéndose en su parte absidal mediante una hermosa bóveda nervada de ladrillo, en forma de estrella de seis puntas, lo mismo que el tramo recto del presbiterio. El estilo que inspiró este templo estaba netamente en conexión con el más puro mudéjar toledano, al que recuerdan las escasas estructuras que aquí quedan. La nave principal se cubre hoy de una estructura metálica con acristalamiento que le permite la entrada de luz cenital. La torre de las campanas está adosada al lado norte del templo, y muy posiblemente fue alzada primitivamente junto al templo inicial.

 San Felipe

 Y aún le queda el viajero la mejor sorpresa: visitar la iglesia de San Felipe que es, sin duda, la más bella de Brihuega. Construida en la misma época que las anteriores, en el primer cuarto del siglo XIII, presenta la portada principal orientada al oeste, escoltada por dos potentes contrafuertes, cobijada en cuerpo saliente que se cubre de tejaroz pétreo sustentado por canecillos zoomórficos, alzándose las apuntadas arcadas que nacen de los capiteles vegetales y culminado el muro con con tres rosetones, el central calado con semicírculos formando una estrella. Al sur existe otra puerta, más sencilla, pero también de estilo tradicional.

El interior ofrece un aspecto de autenticidad y galanura medieval como es muy difícil encontrar en otros sitios. Se estructura en tres naves esbeltas, la central más alta que las laterales, que se separan por pilares con decoración vegetal y se recubren con artesonado de madera. Se ven tallados algunos elementos zoomorfos en los capiteles de los pilares: algunas cabezas de lobos o perros que apa­recen en el tramo de los pies del templo. Al fondo, el presbiterio, con su tramo recto inicial, y la capilla absidal, semicircular, de muros lisos, cinco ventanales aspillerados y cúpula de cuarto de esfera, completa el conjunto que sorprende por su aspecto románico de transición, netamente medieval.

La torre del templo no está totalmente unida a él, sino que se aprovechó uno de los torreones de la cercana muralla, poniéndole en lo alto unas campanas. Sin duda se alzó este elemento al mismo tiempo que el templo. Ello conlleva la evidencia de que los principales templos briocenses mandados construir por el arzobispo Rada tuvieron torres desde sus inicios, lo que también les daba un aire de modernidad añadida.

 San Simón

 Hubo en Brihuega otra iglesia mudéjar, hoy ya desaparecida, aunque los mínimos restos que de su ábside aún quedan están ahora a la vista, y desde la calle Montes Jovellar que baja al Coso puede observarse el conjunto de su interesante ábside de estilo mudéjar. Catalina García alcanzó a verla muy entera a finales del siglo XIX, describiéndola así en su Catálogo Monumental de Guadalajara: «Iglesia mudéjar del siglo XIV, de ladrillo, con planta rectangular de siete metros de lado. Con ábside semicircular. En éste, cuatro arcos ciegos, lobulados, así como en los lados, se abrían otros de este mismo dibujo y de herradura. Sobre la puerta principal, frente al ábside, gran rosetón, también lobulado. En el fondo del ábside se abría un nicho de yesería, con decoración plateresca». Pudiera tratarse quizás del primitivo edificio de la mezquita, o de la sinagoga, pues ambos templos existieron con seguridad en Brihuega. Un documento de 1436, redactado por el visitador del arzobispo de Toledo disponía que se publicara un edicto en las iglesias de Santa María de la Peña et de Sant Phelipe e en la sinoga e mesquita de la dicha villa de Brihuega. En Brihuega existe aún una calle con el nombre de «La Sinagoga», por lo que no sería difícil que tal edificio fuera utilizado tras el año 1492 como iglesia, con apreciables restos de tipo medieval mudejarizante.

 San Pedro

 Aunque ya desaparecida en su aspecto alzado, el viajero de hoy puede aún apreciar la basamenta de la columnata sustentadora del arco triunfal que daba paso desde la nave única al ábside, tallada en buen sillar, así como restos bajos de mampuesto del lateral norte del ábside.  

Fue la de San Pedro una de las cinco iglesias que se levantaron en la Edad Media a instancias de los arzobispos toledanos y sirvió para presidir uno de los barrios de la villa, el situado en la falda oriental del castillo. Se construyó a finales del siglo XII, presumiblemente en un estilo románico puro y ya en los finales del XVI no se utilizaba, iniciando su ruina que hoy ha llegado a ser tan completa que apenas se ven de ella mínimos restos entre las huertas. Fue parroquia al menos hasta 1650, y en el siglo XVIII se la catalogaba como «ermita». Desde el siglo XVI aparecía como un edificio abandonado, aislado entre las ruinas del barrio, que se fue despoblando al haber quedado en el siglo XIII fuera de la muralla.

 San Juan

 Finalmente cabe citar, aunque sea como curiosidad para el recuerdo, la quinta iglesia de Brihuega, la de San Juan, fundada en el siglo XII por el arzobispo toledano don Juan, y construida en esa misma centuria con una estructura románica de una sola nave, bóveda de cañón sustentada sobre dos arcos fajones, ábside semicircular, y de muy pequeñas dimensiones. El cardenal Tavera la mejoró y amplió en el siglo XVI, construyéndole aneja sacristía y la capilla de la Virgen de la Zarza, así como cuatro contrafuertes en el muro de mediodía, escoltando a la portada que fue adornada con columnas y molduras de la época. Juan de Villa como escultor y Felipe Sánchez como pintor, ambos toledanos, le construyeron el retablo en 1621. Su progresivo deterioro hizo que dejara de ser parroquia en 1900, y tras el expolio sufrido en 1936, la torre y lo poco que quedaba de templo fue derruido en 1965, de tal modo que hoy sólo la constancia del lugar y el recuerdo de los más viejos queda de este templo.  En todo caso, una evocación que sustenta la realidad que el viajero encuentra hoy en Brihuega: una villa que centra la Alcarria, y que nos da la dimensión de historia y patrimonio que luego en todos sus pueblos, por mínimos que sean, volvemos a encontrar.