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enero 1st, 2007:

Uceda, una cita en los rayanos

Uceda, una cita en los rayanos

La torre de la iglesia

Llaman rayanos a los que viven en las fronteras. Al menos, ese nombre se lo damos por aquí a los que son de lugares que limitan con otras provincias, con otras regiones. Es clásico decir de los que nacieron en Milmarcos, y en Villel, y en Fuentelsaz o en Alustante, que viven en la raya de Aragón, y entre ellos se llaman rayanos.

Pero también tienen ese apelativo quienes residen en lugares fronteros con Madrid, o con Cuenca. Tuvieron siempre, en las historias, en las fiestas y en los puntos de vista con que encaran el mundo, una forma distinta de hacerlo que los de provincia adentro. Por eso, hoy nos hemos ido hasta los rayanos de Uceda, que están ahí mismo (no se tarda más de veinte minutos en llegar a esta villa desde Guadalajara) y aprovechar a contemplar sus edificios y sus calles, charlar con sus gentes y animar los ojos con la proximidad nevada de la Sierra.

 Un templo románico restaurado

 En el extremo más occidental de la provincia, rayando con Madrid, sobre una meseta que otea desde su altura el hondo valle del río Jarama, capitaneando una tierra bastante llana, y uniforme en sus campos de cereal y en sus bosquecillos de chaparral, capital de una minicomarca a la que en tiempos llamaron “Tierra de Uceda”, asienta la villa que fuera señorío de los arzobispos toledanos, y que por ello tuvo importancia histórica como referente estratégico y moneda de cambio.

En el extremo más occidental de esa occidental villa, se levanta la que fuera principal iglesia parroquial de la medieval ciudadela. Es la iglesia de Nuestra Señora de la Varga, un monumental ejemplo de la arquitectura románica en los extremos de la Campiña. Acaba de recibir un benemérito proceso de restauración que la ha dejado hecha un cromo, una sonriente estampa de vieja esencia medieval. Solo por eso merece la pena acercarse a verla. Pero además supone ser la excusa para darse una vuelta por el pueblo y ver aún los restos de las murallas antiguas, o la gran iglesia actual de estilo neoclásico, presidiendo su gran plaza de esencias castellanas.

La Virgen de la Varga (varga, en roman paladino, o sea en castellano antiguo, quiere decir cuesta) fue abandonada como templo hace muchos siglos, y sufrió el proceso de su ruina y saqueo de sus piedras durante largas centurias. Lo que queda es, sin embargo, espectacular, y la restauración recibida la ha dejado en un perfecto estado de admiración.

Es esta una obra de transición del románico al gótico, levantada en la primera mitad del siglo XIII por los arzobispos toledanos, señores de la villa (quizás por don Rodrigo Ximénez de Rada, introductor de las normas arquitectónicas cistercienses en España). Está toda ella construida en sillar calizo, blanco‑amarillento, y muestra entero el muro de mediodía, en el que se abre la portada principal, que se alberga en un cuerpo saliente, y se forma por ocho arquivoltas sobre columnas adosadas excepto la más externa y más interna que apoyan sobre pilastras. Los capiteles son sencillos y sin decoración. La traza del arco es ligeramente apuntada. En el muro de poniente aparece otra puerta, hoy tapiada, formada por varias arquivoltas apuntadas. Es un elemento muy sencillo, y, a partir de los mensulones que aparecen en su parte superior, se puede colegir que antiguamente estuvo protegida por un porche. La planta del templo, al que hoy le falta la cubierta de las naves, es ligeramente alargada de poniente a levante. Su extremo oriental está ocupado por los tres ábsides, el principal y dos laterales, que se abrían a las correspondientes naves por sendos arcos apuntados doblados, sobre pilares en cuyos frentes van adosadas semicolumnas con capiteles y cimacios decorados con motivos vegetales esquemáticos. En la capilla mayor, que va precedida de un corto tramo recto, se ve muy bien conservado un capitel en el que aparece una figura humana escoltada de dos animales. Las tres capillas absidiales van separadas entre sí por arcos de medio punto abiertos en el grueso muro. Se iluminan por delgadas ventanas abocinadas, escoltadas por molduras semicirculares, con columnillas y capiteles vegetales del estilo. Las bóvedas son de cuarto de esfera y tramos de cañón. Al exterior, se marcan columnas adosadas y cornisa sostenida por canecillos. En la mampostería que forma el muro norte se ven todavía numerosos fragmentos de finas tallas de cardinas, arcos y otros detalles que denotan haber existido uno o varios enterramientos de época gótica. Su interior, que debía ser riquísimo de obras de arte, altares, orfebrería, enterramientos de nobles y muchos otros detalles, está solamente ocupado de sepulturas modernas: es hoy el cementerio de Uceda.

De las otras dos iglesias parroquiales que existieron en el contexto de la vieja villa murada de Uceda, y que llevaban por títulos los de Santiago y San Juan, probablemente también románicas, ya nada queda.

 Más cosas que ver en Uceda

 Pero el viajero ha de animarse a recorrer el pueblo, por entero, a pasearse su larga calle central, calle mayor secular, y a partir de ella mirar otras plazas, caserones, iglesias, restos de conventos.

Llegará así al centro de la villa, donde presidiendo su bella plaza mayor se encuentra la actual iglesia parroquial, también dedicada a Nuestra Señora de la Virgen de la Varga. De primeras impresiona por su monumental traza y dimensiones. Se trata de un edificio construido en sillar calizo y sillarejo, de grandes dimensiones externas e internas. Se abre una puerta de ingreso, tras breve atrio descubierto, a mediodía, y otra puerta, más principal y solemne, a poniente: sobre ésta aparece un relieve tallado en piedra representando a la Virgen de la Varga, patrona de Uceda, escoltada de dos escenas tradicionales de la Villa: un caballero matando una gran serpiente, y un cautivo con sus cadenas rotas por milagro de la Virgen. Esta fachada de los pies de la iglesia es monumental, realizada conforme al estilo severamente clasicista de la segunda mitad del siglo XVI con cuatro medias pilastras toscanas y hornacinas, más la puerta adintelada. Una torre altísima, sin rematar en el chapitel que tenía proyectado, asienta en el ángulo sur‑oeste del templo. Es curiosa en ella la ejecución de su centenar largo de escalones, hechos con lápidas sepulcrales traídas quizás de la antigua iglesia. El interior es de una sola nave, con crucero levemente acentuado y capilla mayor elevada. El crucero se cubre con cúpula semiesférica, y el resto del templo con bóveda de yeserías en estilo barroco. El interior está vacío de obras de arte, pues lo poco que tenía, y eso moderno o procedente del convento de franciscanos de la villa, acabó siendo destruido en la Guerra Civil de 1936‑39.

Este magnífico templo, cuando en el siglo XVI comenzó a tomar incremento lo que hasta entonces había sido solamente arrabal, fue mandado construir por el cardenal Silíceo, arzobispo de Toledo y señor de Uceda, en 1553. Autorizó la recolecta de limosnas por la diócesis y territorios adyacentes, consiguiendo así una gran cantidad de dinero para poder levantar dicha iglesia. Fue encargado de construirlo el famoso maestro de cantería, vecino de Cogolludo, Juan del Pozo. Fue ayudado en principio por el complutense Diego de Espinosa, y más tarde por Fernando del Pozo, Juan del Pozo de la Muela y Pedro de la Sota. Hasta 1557, año de la muerte del arzobispo, se levantaron muros, portadas y la torre. Pero luego se paralizaron las obras, prosiguiéndose con arreglo al plan original en 1627, esta vez dirigidas por el maestro Jerónimo de Vega. Nuevamente paralizadas, dieron remate a fines del siglo XVIII, por el enérgico impulso que todo el pueblo, ayudado del arzobispo de Toledo, cardenal Lorenzana, le dio a las obras, terminándose en 1800 según reza una inscripción en piedra que puede leerse sobre la puerta que da al atrio meridional. «Fabricóse esta iglesia por disposición del Emmo. Sr. Cardenal de Lorenzana, arzobispo de Toledo, a solicitud de su cura propio D. Joaquín Alonso Carrera, año de MDCCC».

Aún el visitante puede ocupar su tiempo en pasear el pueblo y admirar en él algunas importantes y bellas casas nobles, de linajudas familias de hidalgos de la villa. Son construcciones del siglo XVII, con grandes escudos sobre la entrada, y arquitectura peculiar de la zona a base de aparejo de ladrillo y sillarejo. Una de estas casonas posee un gran sótano practicable con bóveda de cañón muy curiosa. Otra, que perteneció a los cartujos de Rascafría, ha sido finalmente transformada en Hotel Rural de estupenda estampa. También pueden admirarse diversos ejemplares de arquitectura popular de esta zona, con aparejos del estilo descrito, entramados, adobes, sillarejo en plantas bajas, y magníficos ejemplos de forja popular en forma de rejas, clavos, llamadores, etc.

 Una sombra del castillo y sus murallas

 Herencia de su importante posición estratégica sobre el valle del río Jarama, al que se da vista ancha desde la altura de la población, es la memoria de su castillo, del que apenas si queda la sombra. Solo podemos ver hoy sus ruinas, muy elocuentes miradas desde la pradera que se abre junto a la iglesia de la Varga. De indudable origen árabe, levantaba su núcleo fuerte principal en una eminencia del terreno avanzada sobre el valle y cortada a pico en sus vertientes norte y poniente. El pequeño recinto poseía en un ángulo una torre pentagonal, y se rodeaba de un foso hoy ya casi cegado. Sus muros eran espesos, muy fuertes, construidos de argamasa bien trabada. Le rodeaba un amplio recinto del que aún se ven restos y que se extendía por la meseta circundante: presentaba al nordeste la Torre Herrena de la que aún quedan restos, bien reforzados, de planta pentagonal, y junto a la cual había un complejo de puertas delante de las cuales aparecía un puente levadizo. Nada queda de la puerta nueva, que se situaba entre dos fuertes torres. En esta gran fortaleza guardaban los arzobispos de Toledo sus tesoros y rentas dinerarias. En él se sublevó Alfonso Carrillo, junto a otros obispos castellanos, contra Enrique IV, y aquí padecieron prisión, entre otros, Francisco Jiménez de Cisneros, luego cardenal y regente (por orden del arzobispo Carrillo), el duque de Alba (por orden de Felipe II) y aun el propio duque de Uceda según mandó Felipe IV. Este poderoso baluarte sirvió para conferir a la villa de Uceda su propio escudo de armas, pues según se ve en algún sello de cera de antiguos documentos, el escudo se componía de un castillo cerrado, con tres torres, y en la central una bandera llevando en las laterales sendas estrellas, y alrededor esta frase: SIGILLUM: CONCILII: VZETENSIS.

Cuevas y Bodegas de Peñalver

Cuevas y Bodegas de Peñalver

Una de las muchas cuevas de Peñalver

La semana pasada, coincidiendo con la fiesta de San Blas, que en Peñalver está dedicada, entre otras cosas, al juego con la botarga, se presentó en su Ayuntamiento un nuevo libro que presenta aspectos nuevos de la realidad alcarreña. De un tema que aún siendo muy común, muy entrañable y dulce, apenas nadie se ha dedicado a estudiar y describir. El tema es el de las bodegas de pueblo, el de las cuevas naturales, o artificiales, y el de la memoria de los habitantes de unas y otras. El autor, un joven peñalvero que ha dedicado muchos años a esta investigación en la que ha mezclado deporte y sabiduría, hondura (porque se ha tenido que arrastrar por el subsuelo y entre el agua) y buen estilo. Es Benjamín Rebollo Pintado, que ha conseguido un libro que con palabras de la juventud actual no puede ser calificado sino de “alucinante”. Todo un descubrimiento de un mundo subterráneo, próximo y arcano a un tiempo.

 Las cuevas de Peñalver

 Uno de los elementos más interesantes de las cuevas del término de Peñalver es sin duda la llamada “Cueva de los Hermanicos” que adoptó ese título, hace ya muchos años, porque la tradición dice que en los huecos que forma en la montaña se retiraron a vivir dos caballeros de la Orden de San Juan a los que se apareció la Virgen María, sobre un sauce, en el transcurso de una tormenta. Del Sauce salió la Salceda, del milagro la cueva, y los hermanicos se quedaron en la leyenda.

Pero lo cierto es que esas cavidades, que se extienden por el interior de la montaña que bordea por su lado derecho el hondo valle del Vallejo, fueron desde hace muchos siglos verdadero monasterio subterráneo, ocupado en un principio por anacoretas franciscanos, y luego, al menos en el siglo XVIII, por ermitaños que iban “por libre”. Con un desarrollo de 75 metros de longitud, se accede a ella a través de una puerta que permite el paso de un hombre sin agacharse.

Considera Benjamín Rebollo que esta “Cueva de los Hermanicos” es natural, aunque es evidente que ha sido muy ampliada por el hombre, progresivamente, llegando a alcanzar un desarrollo notable, con una capilla tras el vestíbulo, varias salas, celdas, columnas, vasares y adornos.

Por los hallazgos, se supone que tuvo un patio delantero, muy estrecho, pues casi cuelga de la montaña el acceso. En ese patio había un horno para fabricación de cerámica, y el suelo lo tenía con adornos de piedras de colores.  Según nos refiere en su obra el espeleólogo Benjamín Rebollo, “la entrada de la cavidad, capilla principal, altares, pasillo central  y otra dependencia se encuentran muy bien ornamentadas y decoradas con piedra de toba y enfoscadas con yeso, por el contrario la zona de celdas, pasillo lateral y otras dependencias, solamente se encuentran en su estructura original, es decir horadada la roca sin ningún tipo de decoración, aunque el revoco de alguna de ellas esta realizado en yeso”. 

Visité esta cueva hace años, con mi amigo García de Paz, y la verdad es que entonces estaba muy difícil de recorrer, por los múltiples derrumbes. Pero ahora al parecer se ha limpiado y consolidado, por lo que no es difícil admirarla en su primitiva integridad: curiosa en verdad es la capilla principal, en la que se ve un altar con restos de la pintura que ofrecía el símbolo del franciscanismo.

Por el interior de la cueva, excavadas en la roca, van apareciendo estancias de dimensiones varias, que en ningún caso pasan de los dos metros de altura, y de los 3-4 metros de longitud. Se separan unas de otras las “habitaciones” por muros de toba y columnas de lo mismo, teniendo el suelo llano y cómodo, e incluso algunas ventanas que daban luz al interior.

La cueva de los Hermanicos tiene al menos dos entradas principales viéndose en todas ellas el muro exterior de acceso. También en varios puntos existen ventanas horadadas en la roca. En la actualidad todo el suelo  se encuentra cubierto  de escombros y material de derrumbe que ha entrado por las puertas y ventanas en época de mucha lluvia.

 Las Bodegas de Peñalver

Como en muchos pueblos de la Alcarria, en Peñalver se hicieron muchas bodegas para almacenar la uva, y proceder al fermentado del mosto y la elaboración de vino. El lugar más adecuado para todo este proceso era bajo tierra, en cavidades excavadas en los bordes de los cerros de yeso y toba que forman el paisaje de Peñalver especialmente en torno al valle del río Prá que baña el término.

Hoy están a medio abandonar, porque la emigración ha hecho que nadie se ocupe de labrar y cuidar las viñas, de vendimiar, de pisar la uva en el jarai ni de apurar los pasos que llevan a conseguir el vino saludable y un tanto ácido que las uvas de la Alcarria vienen dando desde hace siglos. La plaga de la filoxera a inicios del siglo pasado colaboró un tanto en este abandono de costumbres y ritos vinícolas.

En Peñalver se encuentran todavía las cuevas diseminadas por las laderas de en torno al pueblo. Muchas están cerca del cementerio municipal y su parte baja, otras se encuentran cerca de la carretera de entrada al pueblo y en la parte baja de las eras. También existe alguna bodega dentro de las actuales viviendas. El acceso a ellas se realizaba por medio de sendas o caminos. Excavadas en la pura roca, sus dimensiones llegaban hasta los 25 metros de hondura y una altura de casi 3 metros. Además de un amplio vestíbulo de entrada, disponían de un pasillo principal y huecos laterales en los que se colocaban las grandes tinajas apoyadas en poyos de piedra y yeso. La temperatura, lo saben bien quienes han entrado en ellas, es muy agradable y mantenida a lo largo de las estaciones, siendo frescas en verano y calientes en invierno. Entre 12 y 16 grados es la temperatura en que se suelen mantener.

Además del proceso vitivinícola, sirvieron estas cuevas para almacén de aperos y de legumbres y otros alimentos. Incluso durante la Guerra Civil sirvieron a los habitantes de Peñalver de refugios contra las bombas. Todas sus paredes y suelo están enfoscadas con yeso para dejar una superficie lisa, y al mismo tiempo evitar que el vino se  perdiese entre las grietas de la roca. Ya solo las peñas, en las fiestas patronales de inicios de septiembre, utilizan estas cuevas como lugar de encuentro, pero sin el significado ancestral y sumamente utilitario que en tiempos tuvieron. El viajero podrá admirar algunas, al menos en su aspecto externo y entradas protegidas, en el cerro sobre el que se yerguen los restos del castillo y el actual cementerio.

Además quedan en Peñalver otros espacios curiosos y admirables, como son los “covanchones”, oquedades en la roca, de amplia boca, secos y útiles para descargar en ellos paja, grano e incluso animales, que se cerraban con maderas, puertas viejas, somieres, y eran respetados de todos, pues se sabía para qué servían, casi como almacén al borde de la intemperie, pero en algunos casos bien profundos, como los que aún vemos en la roca sobre la que apoya el viejo castillo.

 Apunte

 El libro de las cuevas y bodegas

 Escrito por Benjamín Rebollo Pintado, con el título de “Cuevas y bodegas de Peñalver”, el libro tiene una extensión de 112 páginas, y está completamente ilustrado, en todas sus páginas, muchas de ellas en color, con fotografías del exterior y el interior de todas las cuevas peñalveras, de las que en su mayoría se ofrecen detallados planos y topografías, además de su precisa localización en el término. Tiene también amplia memoria dedicada a las ermitas-cueva que existieron en La Salceda, y a las minas y conducciones de agua que, como estupendas obras de ingeniería subterránea, hicieron los monjes franciscanos de este convento milenario. El libro ha sido editado por AACHE Ediciones de Guadalajara, y hace ya el nº 65 de su Colección dedicada a la “Tierra de Guadalajara”.

Días de Botargas

Días de Botargas

En la primera semana de febrero, y más concretamente el día de hoy, que es la Candelaria, aparecen las botargas por las tierras de Campiña y Serranía. Un rito ancestral, muy antiguo, que tiene por protagonistas a los hombres de esta tierra. Lo hacen sin saber por qué, simplemente porque en la pizarra de sus frentes se enciende un brillo que asocia el inicio de febrero, el momento más frío del año, con la idea de una segura vitalidad productiva: en el más hondo espacio de su latiente corazón hay algo que les provoca, una voz que les dice que hay que vestirse de colores, taparse la cara, salir a la calle, saltar por ella, subirse a los cerros, hacer mucho ruido, provocar con su aspecto y su expresión… la botarga de la tierra de Guadalajara no admite explicaciones eruditas: es como es, y hay que ir a verla.  

La botarga de Retiendas

Hace muchos años que fui a Retiendas un día como hoy, el de la Candelaria. Entonces era todavía un pueblo serrano en estado puro, quizás incómodo para vivir en él, pero en la forma sin mácula en que lo construyeron, cientos de años antes, los pastores de aquellos altos: las casas de tono rojizo se alineaban en las dos orillas de un profundo barranco que corría por en medio. Hoy es todo cemento, uralitas y alicatados. La modernidad le ganó, una vez más, el terreno a lo tradicional.

Y allí en medio de aquel arroyo, al llegar, me sorprendió el tipo que daba saltos, corría veloz entre la gente, sin decir ni pío, vestido con un traje de rabiosos colores amarillos, rojos y azules. Y con la cachiporra de madera se entretenía en perseguir a chicos y grandes. Quizás el momento más espectacular de aquélla fiesta de Candelas fue cuando en la pequeña iglesia del pueblo, atestada de paisanos severamente vestidos de traje de pana y camisa blanca almidonada, la botarga empezó a hacer sonar sus cencerros, a corretear entre los bancos pidiendo limosna, y los hombres que portaban en andas a la Virgen se arrodillaron con ella encima, tres veces en el trayecto del pasillo central, antes de llegar ante el altar, mientras los demás echaban monedas a las andas…. un momento de fuerte devoción, de visceralismo incontenido.

De eso ha quedado poco, pero la botarga de Retiendas sigue saliendo tal día como hoy (el sábado más cercano a la Candelaria ahora, o sea, mañana día 3). En su libro sobre las “Fiestas Tradicionales de Guadalajara” López de los Mozos nos cuenta en qué consiste esta larga y ancestral fiesta, la más pura quizás de todas las que llevan botarga incluida en estos días del invierno serrano. Dice que es de carácter agresivo y vestimenta similar a la de otras botargas serranas, estos es, con un traje de telas bastas de muchos colores, con cachiporra, castañuelas y cencerros a la cintura, cubriendo su rostro con una máscara. El día de las vísperas sale ya, para acompañar a las autoridades a la iglesia, haciendo después una gran hoguera que algunos años ha llegado a permanecer encendida los cuatro días que suele durar la fiesta. La botarga salta sobre ella y se revuelca sobre sus cenizas llenando con ellas un saco y arrojándola luego a los niños y las mujeres. También va echando pelusa de espadaña, como si fuera (eso dicen los entendidos en ancestralismo) una simienza propiciatoria del crecimiento vegetal y natural. El día de la celebración grande, como ya he dicho, la botarga entra en el templo haciendo genuflexiones, y a la salida persigue a los asistentes y asusta a la chiquillería. Después tiene lugar la procesión de la Virgen de las Candelas, en la que la botarga se desplaza siempre dando la cara a la Virgen, y dándole “Vivas” y gritos en su homenaje. El saludo tradicional, las únicas palabras que la botarga expresa en esta fiesta, es el de “Viva la Virgen Santísma”.

En la tarde de ese día, vuelven a sacar la imagen patrona delante del templo, y allí subastan las ofrendas que se le han hecho. En una de esas ofrendas (dulces generalmente) se pone un pajarillo de mazapán que la botarga ha de robar, y llevarse corriendo hacia el monte. Una vez arriba, coloca su cachiporra clavada en el suelo, y el pajarillo de dulce cerca de ella. La chavalería tira piedras a ambas cosas, a darlas. Y después de ello, cuando alguien le ha acertado de un cantazo a la figura del dulce, la botarga se arroja rodando por la terrera, como vencida por la habilidad de los humanos. ¿Qué rito pagano, que mistérica celebración subyace en esta fiesta de la botarga de Retiendas? Es imposible descifrarlo, pero ahí está, y merece la pena ir a verla.

La botarga de Arbancón

También hace años, cuando nevaba, un día de la Candelaria viajé a Arbancón a ver la que allí sale. Caían los grandes copos suavemente y solamente estaba por las calles, sonando sus cencerros con tal fuerza que aún hoy me parece oirlos, esta botarga de careta de madera que había fabricado el Mere, el artesano de la luz pintada, de la fuerza indomeñada de la talla maderera. Revestido de un traje de franelas sueltas, cosidas en mosaico llamativo y chillón, con una cachiporra viejísima en una mano, y una naranja en la otra, desde la mañana temprano va con sus alforjas recogiendo por las casas limosnas en silencio absoluto. Se comen, en todas las casas, unos pestiños hechos con masa de harina y forrados en miel, que están para chuparse los dedos. Y el espectador se deja envolver por esa magia que tiene el color, el movimiento, la seguridad de estar ante una fiesta de hondísimas raíces, de una vistosidad y una fuerza que en muy pocos lugares existe.

La botarga de Robledillo

Otro de los lugares en que se celebran botargas en estos días es Robledillo. Es una fiesta “colegiada” y “colegial” en el sentido de que son los niños los que se visten especialmente para este día y acompañan en grupo al botarga. Se celebra con motivo de la Fiesta de la Virgen de la Paz, el 24 de enero. Recubierto de un traje multicolor en el cual se ven dibujados lagartos, cosidas serpientes, añadidos dragoncillos, una enorme cachiporra en las manos sirve para asustar al público que la mira, seguida de cerca por los niños, disfrazados de pastores y aldeanos antiguos, que danzan en su torno, cantan y llevan cestos para recoger las ofrendas de los vecinos. El botarga, que suele ser también un chaval adolescente, añade a su desfiguración un gran bigote que se pinta o pega sobre el labio. No lleva careta. Los otros niños que le acompañan ejercen de danzantes, músicos y portadores de cestas. Tocan los músicos con guitarras, hierros y castañuelas. Y danzan los danzantes una especie de marcha giróvaga al estilo de los “molinillos”, breve y sin letra. Los chavales recogen limosnas (en forma de género alimenticio: patatas, huevos, chorizo, dulces) mientras uno de ellos va dando a besar la Paz.

Pero en Robledillo hay más. Como en otros lugares donde existió antiguamente botarga infantil, el uno de enero sale la “botarga de los casados”, que es un individuo ataviado con el traje multicolor a base de tonos rojos, verdes y amarillos, más una capucha roja y la cara tapada de una tosca careta, llevando en la mano una cachiporra que es una simple rama de árbol, y dejando que cuelguen de su cintura unas campanillas, que alegran la imagen multicolor del traje, plagado de símbolos astrales, como lunas y soles en variadas formas.

Y otras botargas resurgidas

En Montarrón habrá salido ya la botarga de San Sebastián, que lo hace su víspera, el 19 de enero, con sus castañuelas grandotas, su cachiporra tallada con la cara de un viejo, y muchas campanillas que hacen, al sonar, aún más alegre el vestido multicolor que lleva, además de la capucha con puntillas sobre la careta de tenebrosas facciones.

También el fin de semana más cercano a San Sebastián aparece en Mohernando la botarga, que en este caso es bicéfala o, mejor dicho, doble de personalidad pues al igual que los Reyes Católicos consta de dos: “la botarga propiamente dicha” y el bufón de palacio. Se ha creado una leyenda para explicar esta circunstancia, que lo único que expresa es un mayor colorido y sonoridad, justo el doble de otros lugares. La botarga viste al uso campiñero, y el bufón de palacio tiene como detalles más relvantes cargar a la espalda con un cuerno de toro, y llevar sobre la cabeza (encaretada) un enorme gorro de bufón o comodín de baraja. La leyenda está en relación con los señores del lugar: don Francisco de Eraso no se llevaba demasiado bien con su esposa, doña Mariana de Peralta, según lo atestigua el grupo escultórico que hoy luce en la parroquia, porque el primero hacía uso excesivo del “derecho de pernada”. Cuentos salerosos que sirven para justificar aún más la fiesta.

Y aún hay otras botargas, como la de Razbona, que sale el día de Reyes; la de Alarilla (que allí llaman “zarragón”) que surge el día uno de enero cubierta la cara con una máscara blanda de cuero con rasgos sonrientes y algo inquietantes, que recuerda las del carnaval veneciano; y finalmente la de Valdenuño Fernández, que el domingo después de la fiesta de la epifanía recorre el pueblo acompañando al grupo de danzanres y en la iglesia aparece haciendo todo tipo de cabriolas y “salidas de botarga”.

En definitiva, las botargas de los pueblos de la Campiña del Henares y la presierra guadalajareña, que este fin de semana tendrá al alcance quien quiera la oportunidad de contemplar, fotografiar y llevarse en el recuerdo, especialmente en lugares como Retiendas, Arbancón, Aleas y Beleña, es uno de los patrimonios más ciertos de nuestra cultura milenaria, que siempre deberán ser protegidas y cuidadas. Un buen motivo, en cualquier caso, para echarse al monte y mirarlas.

Apunte

También hay botarga mañana en Peñalver

La botarga de Peñalver sale en homenaje a San Blas. Que es mañana sábado. El santo milagroso y benefactor de las afecciones de la garganta, tendrá su merecido homenaje en muchos pueblos de Guadalajara. Uno de ellos es Albalate, donde salen bullangueros y sonoros los botargas-danzantes acompañando al santo, en carrera y alborozo continuo. Y otro, bien animado y ya conocido, es el botarga de Peñalver, con su traje blanco y su careta terrible, que va persiguiendo a la chiquillería, repartiendo la caridad a la puerta de la iglesia, y participando en una fiesta que dura todo el día, con procesión, carreras y muchos visitantes. Será un buen lugar y momento para contemplar en derechura esta fiesta tan alcarreña.

 Apunte

Un estudio sobre las botargas

Editado por nuestro diario NUEVA ALCARRIA a lo largo del año 2005, el libro de José Ramón López de los Mozos titulado “Guadalajara, fiesta y tradición”, de 384 páginas todas ellas ilustradas con abundancia a todo color, ofrece una visión amplísima del folclore provincial, pero muy especialmente de las botargas, que entre las páginas 12 a 133 ofrece un enorme repertorio de noticias e imágenes sobre botargas, carnavales, zarragones, vaquillones y mascaritas.

La capacidad que ha demostrado J.R. López de los Mozos, a lo largo de muchos años, de investigar, inquirir y retratar las vivezas del costumbrismo provincial, han dado como resultado, espléndido, envidiable, este libro que es suma y cifra de estas fiestas que ahora culminan.

Valverde de los Aroyos, de par en par

La plaza de Valverde de los Arroyos, con el juego de bolos en primer término.

Podría decirse que Valverde de los Arroyos se abre de par en par, tras haber recibido en nuestras manos el libro que acaba de publicar don Juan Antonio Marco Martínez, y que titula así, “Valverde de los Arroyos, parroquia y parroquianos”. Fue Marco el sacerdote de Valverde hace 25 años, según él acabó la carrera eclesiástica (ese fue su primer destino) y según Valverde empezaba a abrirse al mundo, gracias a unos caminos que empezaban a saber, a cortos trechos, de asfalto y puentes.

Hoy es Valverde un destino turístico por excelencia, un lugar primorosamente recuperado de la oscura noche de los silencios, y que está esperando la visita de cuantos quieren ver espacios nuevos, puros y vertiginosamente hermosos. En la primavera que se supone pronta, Valverde será seguro un destino de viaje corto, de viaje intenso e inolvidable.

 Algo de historia

 Echando cuentas de sus orígenes, Valverde fue siempre un pequeño lugar perdido en los oscuros montes que rodean al Ocejón, y que tenía más relación con Galve de Sorbe, con Ayllón y Segovia, que con las llanuras a las que sus arroyos primero y luego el Henares forman hacia Castilla la Nueva. Por decir algo de su Historia, conviene recordar que nace en el momento de la pacificación del reino de Toledo tras la recoquista de la capital en 1085 por Alfonso VI.  Desde este momento todo el territorio de la Sierra se estructura en tres grandes Comunes de Villa y Tierra, regidos por los núcleos cabecera de Sepúlveda, Atienza y Ayllón, centros de amplios alfoces con numerosas aldeas y gobernados por Fueros. El Común de Villa y Tierra de Atienza se organiza a partir de 1149, cuando Alfonso VII concede a esta villa un gran territorio, cuyo límite meridional se encontraba en el río Tajo, y un Fuero para aplicarlo en todo él. A este Común pertenecieron muchos pueblos serranos, y entre ellos Valverde.  

Además de territorio real, fue luego, a lo largo de los siglos, del infante don Juan Manuel, de los Orozco, de los Zúñiga y por fin de los Mendoza, primero en la rama de los condes de Mélito, y luego en la de los duques de Pastrana, llegando en el XVIII a engrosar los territorios inmensos de la Casa de Alba.

 Algo de arquitectura negra

 La primera vez que fui a Valverde de los Arroyos, hice el viaje en un Land Rover de Diputación, y me acompañaba entre otros el entrañable escritor y poeta, fundador del Club Alcarreño de Montaña, Jesús García Perdices. Para atravesar el Sorbe, en la parte baja del pueblo, había un puente de maderas tan maltrecho e inestable, que el conductor del vehículo prefirió vadear el río, y con el agua por encima de los ejes y un último problema en la orilla, pudimos llegar al pueblo, que era, entonces, (y afortunadamente lo sigue siendo ahora, aunque de otro modo) una postal.

Valverde merece el viaje, siempre, y más ahora, en que la primavera pretende apuntar y la carretera es de asfalto hasta la parte alta del pueblo, donde deben dejarse los coches, en un aparcamento bien acondicionado. El pueblo entero está formado de grandes edificios de recios muros construidos de sillarejo de gneis, esa “pizarra dorada” tan propia de la zona oriental del Ocejón. Desde la lejanía, viniendo desde Palancares, Valverde se ve como colgando de la montaña, en un precioso y estrecho valle que forma el principal de los arroyos que dan las Chorreras de Despeñalagua, nutridas del deshielo de la nieve del Ocejón.

Rodeado de terrazas con pequeños huertos, Valverde fue un importante centro rural serrano, llegando a tener molino de harina, tres batanes y cuatro telares de paños ordinarios, y de esa importancia radica el hecho de encontrar construcciones notables, muchas de ellas de dos plantas, y un urbanismo con cierta regularidad. La plaza principal, que tiene una fuente bien nutrida y un juego de bolos, está presidida por la iglesia, simpático edificio con torre construido con mamposterías de caliza, cuarcita y pizarra y grandes sillares de pizarra rematando las esquinas. Este edificio religioso se levantó en 1732, con las trazas que para ello dio Domingo Ylisigasti, habiendo dirigido las obras su hermano José, siendo ambos maestros de obras montañeses, del valle de Meruelo, en Cantabria. Mientras que José volvía siempre en invierno a su tierra, Domingo quedó a vivir en Atienza, trazando y dirigiendo otras iglesias y ermitas del arciprestazgo.

En Valverde vibra la auténtica “arquitectura negra” de nuestra más emblemática Sierra, la del Robledal. Hoy muy bien mantenido en urbanismo y construcciones, rehechas la mayoría a la antigua usanza, con el esfuerzo y el dispendio que eso supone a sus actuales pobladores, destacan los edificios que conforman los límites de la plaza, todos ellos construidos con mampostería de caliza y pizarra y cubiertos de lajas de este último material, distribuidos en dos plantas, la superior con balcón sobre ménsulas protegido por tejaroz sobre estructura de madera o galería cubierta por alero y balaustradas de madera. Todos los huecos se recercan con elementos de madera. El resto del núcleo urbano de Valverde se articula en una sucesión de plazas y calles delimitadas por edificios de arquitectura popular cubierta de pizarra. Muy notables son las viviendas de dos plantas, con balcón de mínimas dimensiones, y las construcciones auxiliares adosadas a los edificios de vivienda o aisladas, con huecos mínimos recercados con madera; se han construido en los último años algunas nuevas edificaciones, en espacios en los que antes nada había: pero todo se ha hecho conforme a un uniformado patrón purista, acorde con la tradición.

Todos estos edificios son de una gran simplicidad. Los materiales fundamentales son la pizarra, las cuarcitas, la madera y el barro. Ello le confiere esa sensación de robustez, de rotundidad, de bien delimitados horizontes mínimos. La madera suele ser de roble, de chopo, de pino y de olmo. La única herramienta que se utiliza para su labrado es el hacha, por lo que las soluciones constructivas, tanto a nivel de elementos como de ensamblajes, encuentros y carpinterías, resultan de un gran primitivismo y rusticidad, habiendo mantenido los constructores modernos, estas técnicas remotas. Para conseguir el material básico con que se cubren, la pizarra, se sacan bloques o peñas  con un pico y luego, con cuñas, se separan en lajas del grosor adecuado para la construcción, diferenciándose entre piedras (que son las utilizadas en la construcción de los muros, pizarras que son las planchas de la cubierta, y lanchas más amplias y bastas que se han seguido utilizando como pavimento.

 Algunas curiosidades

 La parroquia de Valverde de los Arroyos, que fue primero feligresía y luego anejo de Galve, se construyó tal como hoy la vemos en 1732. Desde mucho antes existía el pueblo, con el mismo perfil de hoy, aunque se denominaba Valverde del Ocejón. La relación de sus gentes se hacía fundamentalmente con la villa de Galve, la de Ayllón, la de Atienza, y la ciudad de Segovia. De ahí que veamos (lo vemos en este libro) cómo los mismos arquitectos que hicieron la iglesia valverdeña levantaron también las de pueblecillos cercanos como La Huerte y Valdepinillos, Palancares y aún la misma de Galve, sobre cuyos proyectos casi ciclópeos el autor aporta datos de interés.

En Valverde hubo un “Cabildo de Coronados” que también se denominó “Cofradía del Santísimo Sacramento”, y que es la que aún hoy mantiene sus ritos religiosos y sus danzas vistosas en las eras y por las calles y plazas de la localidad. A esa fiesta que con Declaración de “Interés Turístico Regional” acuden hoy miles de curiosos, le guardan las espaldas muchos siglos de historia, con ese antecedente que Marco encuentra en sus archivos, el de “Cabildo de Coronados”, que deduce por otros análisis históricos de Canredondo y Galve de Sorbe, que sería una fundación local, con individuos prudentes que se cubrían de sobrepelliz y se sentaban donde los clérigos “coronados” para con ellos participar, en calidad de oficiantes, en los cultos religiosos. De ahí que viniera, quizás, más tardiamente, la costumbre de salir cubiertos de floreadaos mantos y grandes gorros con flores, como “coronados” para danzar en la fiesta de la Octava del Corpus.

Apunte

 El libro que nace

 Un libro que recoge todo cuanto puede saberse de Valverde, en punto a su historia, arte, naturaleza, costumbres y curiosidades, es el que ha escrito Juan Antonio Marco Martínez, y que acaba de publicar AACHE como nº 64 de su Colección “Tierra de Guadalajara”. El libro tiene 200 páginas, infinidad de grabados y fotografías, y el suficiente material informativo como para animar a quien lo lea a subirse a la Sierra y entre los arroyos que bajan de ella patearse a fondo el término de Valverde.

Guadalajara y la nave de los locos

Pío Baroja

Guadalajara en el centro de la Península, siempre sede y camino de los más importantes acontecimientos históricos de nuestra Patria. También espacio por el que han discurrido los caminares de personajes y literatos. De Alvarito Sánchez de Mendoza puede que ya nadie se acuerde. Es más: posiblemente nunca existió, porque es artefacto emergente de la mente de Baroja, de quien ahora se han cumplido los 50 años de su muerte. Poco recuerdo se le ha brindado, aunque el gran escritor vasco tuvo siempre a Guadalajara por una de sus regiones más consideradas, y admiradas. El vasco españolista, don “Impío” Baroja, como le denominaban en tiempos los clérigos (por aquello de su descreencia militante), y mal considerado por la izquierda porque no se quiso exiliar de España tras la Guerra Civil, situó a muchos personajes de sus novelas en los paisajes, los pueblos, y los espacios vitales de  Guadalajara. Hoy quiero hacer, como mínimo homenaje a la memoria de este gran escritor español, un recorrido por algunos de los lugares donde discurre el viaje de ese liberal Mendoza que es protagonista de “La nave de los locos”, una de las 22 novelas que constituyen las “Memorias de un hombre de acción” y que tienen a Aviraneta por protagonista de fondo.

 Un recorrido por España entera

 Alvarito Sánchez de Mendoza, procedente de Bayona, hace en esta novela dos viajes. Pasan en ellos muchas cosas, muchas aventuras, muchas desgracias: se pintan individuos de gran fuerza, surge el amor y la muerte en cada esquina, y se retrata la España de hacia 1835, cuando la regencia de María Cristina. El primer viaje lo hace acompañado de Manón, a buscar al abuelo de esta, el chatarrero Chipiteguy, rehén de unos desalmados carlistas. El segundo, siempre partiendo de Bayona, hacia Cañete, para allí cobrar la herencia de su abuelo materno: 2.000 pesetas consigue y casi le cuestan la vida. En ese viaje, el de ida, pasa por la meseta castellana, y da un gran rodeo por tierras de Soria, Guadalajara y Teruel para finalmente llegar a la conquense población de Cañete, donde describe con veracidad de escalofrío la situación de la guerra civil.

El paso por Guadalajara lo hace a través de las tierras norteñas: Atienza, Sigüenza y Molina son descritas con minuciosidad, vistas con los prismáticos de algunos curiosos personajes con los que se encuentra. Baroja vuelca en las páginas dedicadas a nuestra tierra su propia experiencia, sus visiones de viajero en una España que, un siglo después, poco se diferenciaba de lo que está palpitante en su novela.

 Baroja en Atienza

 Aunque el último eslabón provincial de esta “Nave de los locos” pasa por Molina, nade decimos de esas páginas porque ya las reproduce, y comentadas, nuestro amigo Serrano Belinchón en su gran libro “Guadalajara en la literatura” como ejemplo de descripción perfecta de una ciudad de nuestro entorno.

Empieza en Atienza la peripecia provincial.

“Al día siguiente domingo, fueron los cuatro a Atienza y co­menzaron a ver al mediodía la silueta grave de aquella ciudad, asentada sobre un cerro, bajo una aguda peña coronada por el castillo. El día estaba frío y el sol pálido iluminaba los tejados grises del pueblo”. El viajero queda solo con “el Mantero” que es su compañero de viaje por Castilla, y ambos Alvarito “fueron a hospedarse a la posada llamada del Cordón, por ostentar en su portada un gran cordón de relieve tallado en la piedra sillar y varias ins­cripciones góticas. Esta casa fue, según se decía, antigua lonja de los judíos”.

La visita “turística” de la villa la hace el protagonista de Baroja guiado por el Sr. Raposo, procurador del pueblo. “Desde lo alto del castillo explicó el señor Raposo la extensión antigua del pueblo, hasta dónde llegaban los distintos barrios y dónde caía la judería. Como hacía frío allá arriba, Alvarito no preguntó nada, y a la menor insinuación del señor Raposo de bajar al pueblo, aceptó, y fueron los dos a refugiarse en el casino de la plaza”. Este casino estaba, como hoy todavía, en el primer piso de una caserón grandote de la plaza en cuesta. Siempre atestado de gente. Y nos concreta Baroja: “El señor Raposo calificó a los reunidos allí de gente vulgar, inculta, sin ningún carácter. Había algún tipo curioso, como un liberal, alto, de grandes barbas, anticlerical frenético. Este hombre se echaba al campo a caballo, con su carabina y sus pistolas y desafiaba a todo el que no profesara sus ideas, como si estuviese en tiempo de la caballería andante”. La conclusión que el Mendoza saca de aquella visita y del trato de las gentes atencinas no puede ser más pesimista: “Alvarito escuchaba a los unos y a los otros. Tenía ya idea de la pobreza del país, pero esto no le chocaba tanto como la sequedad espiritual y la agresividad de la gente, el poco afecto que se mostraban los unos a los otros y le malevolencia con que se atacaban”.

 Baroja en Sigüenza

 Desde Atienza “sube” a Medinaceli, y de allí “baja” a Sigüenza. La vieja capital ducal siempre en lo alto, como una bandera, de frío y soledad, de silencio y epopeyas, flameando.

“Nuestro viajero se levantó muy temprano, y en un carro comenzó a bajar la cuesta del cerro de Medinaceli. Llegó a Sigüenza antes del mediodía.

Le acompañaba un prestidigitador y su criado, que iba a dar funciones en el pueblo.

El prestidigitador, llamado en los carteles Merlín, hombre de unos cincuenta años, moreno, de ojos brillantes, el pelo negro y rizado y la cara roja de borracho, hablaba por los codos. El criado, Severo, a quien su amo llamaba Severísimo en broma, era flaco hasta transparentarse, afilado y narigudo”. Valgan estas descripciones para hacerse idea de cómo Baroja, con cuatro rasgos, pinta a sus personajes. Siempre me ha parecido un mago, un escritor grandioso.

Y el acomodo en la Ciudad episcopal y donceliana no puede ser más sórdido: “Sigüenza, a lo lejos, con su caserío extenso, las dos torres grandes, almenadas, como de castillo, de la catedral, y su fortaleza en lo alto, le produjo a Alvarito gran efecto.

El arriero llevó al prestidigitador, a su criado y a Alvaro a una posada de la calle Travesaña Baja, donde él paraba. La posada, medio derruida, ostentaba este letrero, escrito con letras negras en la pared: SE GISA A LA PERFEZION. A Alvarito le llevaron a un cuarto grande y destartalado, frío como el Polo Norte, con telas de araña en el techo”.

De las mejores descripciones que tiene “La nave de los locos” es esta de Sigüenza, de la que hay que tener en cuenta que está hecha en 1835: “En las proximidades de la catedral, en la plaza mayor, en la calle de Guadalajara, había gran mercado y muchos puestos de todas clases: herramientas para el campo, pucheros, cazuelas, ropas, mantas, alforjas de colores muy vivos, loza basta y bujerías. Con estos baratillos alternaban verduleras con hermosas coliflores, cardos y alcachofas, y muchos aldeanos con corderos y ristras de ajos al hombro. Pasaban los hombres con calzón corto, pañuelo en la cabeza o zorongo, y otros con grandes capas pardas, sombrero de pico, abarcas y un cayado blanco de espino en la mano. Las mujeres traían varios refajos de campana, hechos con bayetas rojas y amarillas, y algunas se echaban uno por encima de la cabeza. En las puertas de las posadas se agrupaban burros blanquecinos, con aire de viejos sabios, cubiertos con sus albardas. Subían hacia el pueblo arrieros, con recuas de seis o siete mulas de aire cansado. Entre la multitud correteaban, muv vivos y animados, los estudiantes de cura, con su hábito v su tricornio”. En todo caso, el escenario está vivo y no nos cuesta en absoluto trabajo meternos en él, incluso (ojalá, a todos nos gusta soñar) hacer unas cuantas fotografías con la cámara digital.

Aunque el capítulo dedicado a Sigüenza es largo y sabroso, voy a terminar con estas frases de Baroja describiendo la catedral, y el punto de vida que él imagina discurre en ese momento. Es patético, y emocionante a un tiempo: “Alvaro entró en la catedral; le pareció enorme, majestuosa. Le produjo verdadero asombro. En un reborde de poca altura, a todo lo largo de la nave lateral y del triforio, había una fila de sillas y de reclinatorios verdes y rojos. Algunas pocas viejas rezaban arrodilladas, bisbiseando.

En el fondo de una capilla se veía una puerta abierta, con dos escalones para subir. La capilla parecía llena de misterio. En el altar había abierto un libro rojo. Vio también Alvaro, en otra capilla, la estatua funeraria de un doncel leyendo un libro. Era del sepulcro de un comendador de Santiago muerto por los moros en la vega de Granada.

Alvaro oyó un sermón sorprendente. El predicador, cura joven, se esforzaba en exponer un tema de Teología oscuro, propio de Seminario. Para aclarar sus conceptos, que ninguno ele los fieles, la mayoría pobres aldeanos, entendían, soltaba de cuando en cuando frases en latín de algún padre de la Iglesia. Con un poco de malicia se podía pensar que el predicador se burlaba de la gente. A Alvarito le vino la idea de que por encima de la tonsura del sacerdote, iban a aparecer los cascabeles de la Dama Locura”.

Pero como sé que al lector de hoy, del siglo XXI andarín y turístico, le parecen sobrecogedoras esas imágenes, remato mi recuerdo con estas otras frases de Baroja. No tienen desperdicio, y pintan solemnes aquella ciudad que hoy sigue viva y que afortunadamente ya en muy pequeños detalles reproduce a la carlista. –“Aquí, todo el mundo, gracias a Dios, es carlista”- le decía un cura en la Alameda. Pero él retrata genialmente el momento en la plaza, y en la catedral de nuevo. Sigüenza, eterna y sorprendente, llena de vida, hasta en las novelas de pío Baroja:

“En todas las calles se veían edificios desplomados, que, sin duda, no se había tratado de restaurar. Volvió a la plaza Mayor. Mendigos llenos de harapos, de calzón corto, con lar­gas greñas y tufos por encima de las orejas, le importunaron. Uno de ellos, vagabundo, con aire amenazador, ennegrecido por el sol y la lluvia, le persiguió largo rato; otro, un viejo, con sombrero alto, cayado en la mano, abarcas, anguarina llena de remiendos y una alforja en el hombro, le agarró del abrigo.

Se deshizo como pudo de los pedigüeños y entró de nuevo en la catedral. Ahora cantaban vísperas. Alvarito no las había oído nunca. Era algo terrible y solemne, con ese aire de majes­tad y de venganza de los cultos romanos y semíticos. En aque­lla enorme iglesia, helada, aquellos cantos le dejaron sobrecogi­do”.