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noviembre, 2006:

El palacio de Dávalos en Guadalajara

En la Biblioteca Pública Provincial, que está situada como todos saben en lo que fue palacio de los Dávalos – Sotomayor, en la inclinada plazuela del mismo nombre, en el casco viejo de la ciudad, dará esta tarde una charla, el conocido investigador de temas alcarreñistas, y profesor de la Universidad Autónoma de Madrid, Dr. José Luis García de Paz. Servirá la charla, además, para dar la bienvenida a los participantes en la XI Reunión de la Sociedad Castellano-Manchega de Otorrinolaringología, especialistas de toda la región que acuden a Guadalajara a debatir temas propios de su actividad médico-quirúrgica, pero que al mismo tiempo recibirán la sabiduría que sobre esta tierra mágica y sorprendente siempre dará el profesor de Paz.

 

El linaje de los Dávalos

Llegaron los Dávalos a Guadalajara a comienzos del siglo XVI. La entrada de este linaje se hace a través de una fémina, la murciana doña María Dávalos, que casa con una familia ya asentada desde un siglo antes en la ciudad, los Carrión, que habían llegado acompañando a los Mendoza, cuando reinaba Juan II. Don Fernán González de Carrión fue miembro del Consejo del Rey, y allí puesto posiblemente por el marqués de Santillana (nacido en Carrión de los Condes, como se sabe). Se hizo con un cargo de regidor de la ciudad, puesto desde el que apoyaba, como los demás regidores, las decisiones de su mentor el aristócrata Iñigo López de Mendoza.

Ocuparon los Carrión unas casas grandes frente al convento de Santa Clara, pared con pared con la iglesia de San Andrés, que entonces se alzaba en la calle mayor baja, a la izquierda según se sube por la hoy denominada calle de Miguel Fluiters. Pero más tarde, en la primera mitad del siglo XVI, adquirieron las viejas casas que habían sido primero de los Laso y luego del duque de Mélito, en la estrecha plazuela que se abría a las espaldas del edificio del Concejo, justo las que hoy ocupa esta Biblioteca Pública que fue palacio de estos señores desde mediado el siglo XVI.

El hijo de Alonso González de Carrión y María Dávalos se nombró Hernando Dávalos y Carrión. Fue licenciado y se adornó con el linaje de la madre, en época en que todavía no estaba estipulado el orden paterno-materno de los apellidos. Casado con doña Catalina de Sotomayor, fue enriqueciéndonse al calor de la cortesanía con los Mendoza, grandes señores, “terceros reyes” de Castilla, y del Imperio, los más caros vecinos de Guadalajara. Su hijo fue, ya por orden derecho de apellidos, don Hernando Dávalos Sotomayor, caballero que llegó a ocupar altos cargos en el Consejo Real de Castilla, durante el reinado de Felipe II, y regente de la Vicaría de Nápoles. En la ciudad alcanzó cargo de procurador en Cortes por el estado de los hijosdalgo. Casado con doña María de Butrón y Rojas, venida de Valladolid, tuvo con ella una nutrida descendencia: el mayorazgo, cada vez más abultado, con señorío de Archilla incluido, más enormes posesiones en Aldeanueva, Centenera y Taracena, lo heredó don Francisco de Dávalos, que casó en su día con doña Catalina de Zúñiga, hija del marqués de Baides. Sigue la relación de herederos, de sucesores, de grandes señores de Corte y Concejo, en el libro de Núñez de Castro, la “Historia Eclesiástica y Civil de Guadalaxara…” de donde sacamos estos datos. Todos los Dávalos y Sotomayor fueron regidores y altos cargos de política servicial hacia los Mendoza, en el Ayuntamiento de Guadalajara. Era lógico que pusieran su gran palacio, propio de la primera nobleza de la ciudad, en plaza aneja a la concejil.

El palacio de los Dávalos

Construido por etapas a lo largo del siglo XVI, este palacio hereda los modelos que el arquitecto Lorenzo Vázquez de Segovia va desarrollando desde finales del siglo XV, a su regreso de Italia, en obras encargadas por el linaje mendocino en Guadalajara, Cogolludo, Valladolid, Granada… el mejor ejemplo de ese modelo está en el palacio de don Antonio de Mendoza (actual Liceo Caracense), en el que sobresale el gran patio cuadrado formado por paramentos adintelados sostenidos por columnas de piedra que cargan con grandes zapatas de madera. El lujo decorativo de fachada, escalera, capiteles, artesonados, etc, lo van a copiar los Dávalos en su palacio linajudo.

Lo más relevante, y quizás lo más antiguo de todo cuanto hoy vemos, es el patio. De planta rectangular, muy amplio, se forma por dos pisos adintelados con columnas de piedra que rematan en capiteles sencillos, pero con decoración de estilo “alcarreño” o primer renacimiento, ofreciendo los de las esquinas escudos tallados. El patio, descubierto y abierto a la luz, al sol y a las lluvias (hoy lo encontramos completamente cubierto, para que la biblioteca pueda cumplir sus funciones sin problemas meteorológicos) se rodeaba de simples estancias que se cubrirían de paños, cuadros y muebles.

Durante la segunda mitad del siglo XVI, y esta vez ya documentadas, se realizaron obras de ampliación por parte de Hernando Dávalos y luego de su hijo Francisco Dávalos Sotomayor, añadiendo cuerpos hacia oriente y sur, construyendo estancias que sin duda se fueron haciendo necesarias para albergar una familia cada vez más numerosa, atendida por una servidumbre proliferante. Estas obras fueron encargadas a prestigiosos maestros de obras de la época, como Felipe Aguilar el Viejo (que dirigió las obras de la iglesia de los Remedios por entonces) a Diego de Balera, y a Benito Gil,  poniendo al frente de la construcción de los maravillosos artesonados que para adornar esas habitaciones se proyectaron, al pintor Juan López de la Parra, también muy experto y activo en la Guadalajara de la segunda mitad del siglo XVI.

Esos artesonados, que a punto estuvieron de perderse ante las calamitosas aventuras que el edificio ha corrido (vendido por los primitivos propietarios, se transformó en edificio de viviendas y carpintería, recibiendo un bombardeo en la guerra civil que tiró al suelo la mitad del patio, y llevando casi dos decenios vacío hasta que se adquirió por el Ayuntamiento y luego por la Junta de Comunidades para ser destinado a Biblioteca Pública Provincial) hoy se han recuperado perfectamente.

Son cuatro los artesonados que luce el palacio, y de entre ellos destacamos primeramente, el espléndido cubrimiento en maderas policromados, doradas y cuajadas de elementos platerescos, en el despacho de la Dirección; también es espectacular el que protege la sala donde se muestran los CDs de música y los DVDs. de películas. Quien se acerque a esa zona de la primera planta de la Biblioteca, verá una techumbre en forma de artesa cuyos ángulos están ochavados, y que descansa sobre un alto friso también de madera policromada, en la que se pintaron los emblemas heráldicos de los linajes que fueron dando consistencia a la familia habitadora del palacio: están allí pintados a todo color los escudos de los Dávalos, los Sotomayor, los Zúñiga y los Butrón, que se repiten en otros lugares del palacio y los artesonados. Es también espectacular el que encontramos al subir la escalera hacia la primera planta, de 6 x 6 metros de dimensiones, todo él en fuerte madera policromada, con dibujos formados por la estructura ortogonal, con predominio de ornamentación renacentista, primando los motivos de pámpanos, racimos, hojas y estilizaciones geométricas, en tonos rojos y azules sobre el marrón fuerte de la madera. Todo un lujo que merece visitarse y aplaudirse, porque esta ha sido una de las actuaciones más preclaras de salvamento de un bien patrimonial fundamental que llevaba las trazas de perderse, y que, si no con todo el purismo que a muchos nos hubiera gustado que tuviera la intervención, ha servido para que al menos durante otros cinco siglos más, siga adelante.

La portada de la biblioteca

La Biblioteca Pública provincial tiene una portada de lujo. Que por sí sola salva el deslujo, la inmundicia y la vergüenza que supone el estado actual de la plaza-aparcamiento de Dávalos, un espacio –no sabemos por qué- castigado por el Ayuntamiento de nuestra ciudad al más absoluto ostracismo.

La portada es posterior al patio y los artesonados. Es de finales, muy finales del siglo XVI, y su estilo es netamente manierista, de un exagerado renacentismo con visos serlianos. Lo más interesante de ella, aparte del gran arco semicircular escoltado por columnas, y sumado de un friso toscano con profusión ornamental, son los dos caballeros armados de lanza que pelean “virtualmente” desde las enjutas del arco, más el magnífico escudo de armas tallado en piedra sobre la ventana que culmina la fachada. El atrevido color que se le ha dado al enfoscado supone, después de verlo muchos días, un valor añadido que hace destacar el pálido tono de la caliza piedra alcarreña.

Andrés Pérez Arribas, un autor que nos deja

Fallecido el pasado día 8 de Noviembre, de forma inesperada, quiero dejar aquí un muestra mínima de mi gran admiración y respeto por este escritor, investigador, y siempre animoso cura de pueblo, que pasó por la vida “leyendo mucho, analizándolo todo, caminando y mirando”. Desde su Valdepeñas natal, allá en lo alto de la Sierra, hasta la Guadalajara de junto al Henares en que, ochenta y cinco años después, se ha ido definitivamente, Andrés Pérez Arribas recorrió en su misión eclesiástica muchos pueblos de nuestra geografía provincial, y en todos se apasionó por la historia y el arte de lo que veía en su torno. No sólo pasó jornadas enteras protegiendo y clasificando archivos parroquiales a su cargo, y estudiando el arte de sus iglesias y ermitas, de retablos y piezas de orfebrería, sino que en muchos casos, como me consta ocurrió en la iglesia de Alcocer, donde estuvo quince años, fue personalmente el iniciador de su restauración, trabajando en la colocación de andamios, arreglando grietas, poniendo tejas y limpiando muros.

Una sucinta biografía

Nacido en el pueblecito serrano de Valdepeñas de la Sierra, en noviembre de 1921, fue enviado al Seminario Mayor de Toledo, que era la cabeza de la diócesis, alcanzando a completar dos años de estudios antes de la Guerra Civil, y a completarlos después de acabada esta. Ya sacerdote, fue destinado por la diócesis en los pueblecillos de Muriel (1949) y luego a Jócar y Arroyo de Fraguas. Tras unos meses en Campillo y la zona de la «Arquitectura Negra» pasó a Cogolludo, en 1951. Allí estuvo 10 años, llegando a Alcocer en 1961, y a Jadraque en 1976. Finalmente intervino en la concatedral de Santa María la Mayor de Guadalajara, y en la parroquia de Santiago, como vicario parroquial, jubilándose en 1991. A través de una ancianidad productiva y lúcida, siguió investigando, escribiendo, dando charlas y gozando con cuanto veía y aprendía.

Conocí a don Andrés Pérez Arribas en Alcocer, un domingo que llegué allí, montado en el seiscientos de mi padre, a visitar el templo y hacer fotografías. Me recibió don Andrés, con su pequeña talla, y la sotana completamente blanca de yesos y pinturas. Estaba entonces (era el año 1968) restaurando poco a poco el gran templo de junto al Guadiela. Todos saben, y de vez en cuando lo recuerda la prensa, que la iglesia de Alcocer, en la Hoya del Infantado, en el extremo meridional de nuestra provincia, es un templo de proporciones y estructuras casi catedralicias. Cuando él llegó a ser párroco de aquella villa, le sorprendió la brillantez artística de la iglesia, que entre otras cosas espléndidas tiene una girola tras el altar mayor, igual que las catedrales. Además de diversas portadas en estilos románico y gótico, con capiteles y canecillos por todas partes. Don Andrés se puso, con ayuda de algunos de sus feligreses, a limpiar de yeso los muros, apareciendo la primitiva piedra sillar, tanto en los pilares, como en los nervios de las bóvedas. Descubrió, -y ello le llevó posteriormente a escribir ampliamente del tema- las innumerables y curiosas “marcas de cantero” que aquel templo presenta talladas en sus piedras.

Fruto de tanta labor, de tanto estudio y trabajo manual, en contacto día a día con las formas, los volúmenes y los duros vestigios del abandono secular, nació en Pérez Arribas el amor hacia aquel templo y hacia aquella villa, escribiendo durante su estancia un libro titulado “Alcocer, historia y arte”, que editó a costa de su propio patrimonio, y que vendió muy bien, porque en el pueblo todos quisieron tener aquella historia entrañable de su pasado, de sus personajes, de sus edificios y sus protagonistas. En abril de 1974 me dedicó un ejemplar, nada más salido de la imprenta, agradeciéndome que hubiera accedido yo, todavía un crío, a ponerle prólogo a tanta erudición y hondura de análisis. Desde entonces hemos sido muy amigos, y por eso es tamaño el sentir que me ha dado su fallecimiento.

Vinieron luego muchos otros estudios, largas jornadas, años y decenios de consultar archivos, bibliotecas, de hacer fotografías y recorrer caminos. Luego diré los libros que escribió y vió publicados. Pero aquí solamente quiero, en su recuerdo, manifestar la admiración que profesé a su persona y, sobre todo, al talante que puso en el paso de la vida. Un talante que se lleva muy poco hoy día: el del trabajo silencioso, tenaz, el de las largas horas tomando notas, analizando coincidencias, sacando conclusiones, escribiendo libros, capítulo a capítulo, como el artesano que va madurando su complicada obra de repujados cueros, o como el maestro de obras o el cantero que va sumando piedras a un muro, cerrando bóvedas, alzando catedrales.

Una generosa bibliografía

Escribió don Andrés muchos libros, sobre muchos temas. La mayoría relacionados con la historia y el arte de la provincia de Guadalajara. Lo más llamativo, quizás, ha sido la composición de historias de numerosos pueblos, documentándose a fondo en sus archivos y amplias bibliografías. Así le debemos las historias completas de villas como Alcocer (la primera de todas, publicada en 1974), la de Jadraque luego, de 1999. Y posteriormente, y en una ancianidad que fue productiva y atenta, las historias de Torija, de Villanueva de Argecilla y de Valdepeñas de la Sierra, las tres publicadas en el año 2000, quizás el más productivo de su vida

Por la proximidad al edificio, de cuando estuvo en Alcocer, don Andrés Pérez escribió un monumental estudio sobre el Monasterio de Monsalud, editado por Diputación en 1978, y luego rehecho y aumentado con datos y fotos nuevas veinte años después, en 1998. De su paso por Cogolludo quedó un interesante aporte documental, cual fue el “Catálogo General de los Archivos Parroquiales de Cogolludo” que le editó Diputación en 1990. Y de sus viajes de juventud, repasados una y otra vez por su trabajo pastoral, y por su afición a la Naturaleza, fue el libro “Viaje por la Serranía de Guadalajara” que agotó con facilidad sus dos sucesivas ediciones (de 1976 y  2002), habiendo servido de guía turística y literaria para mucha gente que ha descubierto esa sierra “negra”, olvidada y misteriosa, a través de la pluma de este escritor serrano. Se le notaba la pasión por la tierra, que es una de los vicios más nobles que puede tener el ser humano.

Además ha publicado numerosos artículos monográficos, estudios de detalles, aspectos del arte románico, de las costumbres rurales, de las Relaciones Topográficas y muchas otras materias en artículos aparecidos en las Revistas de Diputación (Wad-al-Hayara y Cuadernos de Etnología…) además de en los periódicos locales, especialmente en este  NUEVA ALCARRIA que siempre ha acogido lo que gentes animosas como él han escrito de sus pueblos.

En los últimos años aún sacó fuerzas para investigar datos nuevos, y publicarlos en un libro espléndido, sobre el palacio de la Condesa de la Vega del Pozo en Guadalajara (actual Colegio de Hermanos Maristas), aparecido en 2003. Y finalmente dos textos de tema estrictamente religioso, que él regaló entre la numerosa “parroquia” de amigos y admiradores que siempre tuvo, y que le fue creciendo con los años: “La Iglesia, barquilla de Pedro” (2005) y “La Pirámide Sagrada” de este mismo verano (2006) pocos meses antes de su inesperada muerte.

Apunte

Reunió en su vida una gran cantidad de fotografías, muchas de ellas testimoniales de tiempos idos, de actividades agrícolas y ganaderas, de retratos de personas conocidas, de edificios y caminos, de plazas y pueblos de la posguerra. Además de su acopio enorme de libros escritos y publicados, Andrés Pérez Arribas llegó a formar un gran archivo fotográfico que ahora podría ser analizado con la ecuanimidad y el desapasionamiento que proporciona haber hecho el cambio de hoja de siglo.

En sus libros aparecen espigadas esas imágenes que él consiguió, por sí mismo, o donadas por amigos y feligreses, relatando visualmente cómo se hacía la hacendera, se luchaba contra la taladrilla del olivo, o se montaban las procesiones del Cristo en Valdepeñas.

Atienza y Ayllón, hermanadas

El pasado sábado 4 de Noviembre, y en el Ayuntamiento de Ayllón (Segovia) tuvo lugar el acto de hermanamiento entre las villas castellanas de Atienza y Ayllón. Al acto, que significó un complemento al día de fiesta en la localidad segoviana, acudieron numerosas personalidades, y entre ellas destacamos a los respectivos alcaldes, don Felipe López Izquierdo, de Atienza, y don Dionisio Rico Águeda, de Ayllón, así como el presidente de la Casa de Guadalajara en Madrid, don José Ramón Pérez Acevedo; el presidente de la Asociación de Segovianos en Guadalajara, don Emilio Pérez, más el cronista de Ayllón, don Teodoro García García. Palabras de hermanamiento, deseos de colaboración, memorias históricas y proyectos comunes se desgranaron en las palabras de todos los intervinientes. Una vez más, quedó demostrado el hondo sentir castellano de las tierras que habitamos.

Plaza Mayor y Ayuntamiento de Ayllón, en la provincia de Segovia.

Ayllón, más allá de la Sierra

Situada en la raya entre Soria y Segovia, muy cerca de Guadalajara y rondando las tierras de Madrid, Ayllón ha demostrado a lo largo de los siglos su vocación castellanista, su participación clara en la historia de la nación y su serenidad en esta hora de los olvidos y las lejanías. Porque Ayllón, aunque está en el corazón de Castilla, está lejos de las autovías y de los trenes, y las cosas que en ella pasan cada día, tienen que vocearlas otros, porque su propia voz queda apagada en la distancia.

Da gusto llegar a Ayllón, bajando la sierra central que la separa de Atienza. Se han cruzado los fríos páramos de Campisábalos y Villacadima; se ha dejado a un lado el alto secarral de Pela, ahora ocupado de molinos electrogeneradores, y la gracia recóndita del románico de Grado. Se baja junto al cantarín arroyo del Aguisejo y se llega a la villa rubia de piedras y jardines, de patos en el azud y solemnes palacios cuajados de emblemas heráldicos tallados en la rojiza piedra arenisca de la zona. Ayllón está en un histórico cruce de caminos que le ha hecho comulgar de culturas y acontecimientos importantes. Los originarios pobladores fueron los celtiberos, encontrando restos de ese periodo histórico tanto en el cerro que corona la villa como en “la Dehesa”, donde se ha encontrado una necrópolis celtibérica. Después han asentado en el ancho y cómodo rellano que junto a un rojizo roquedal forma el río Aguisejo, colonias de romanos, godos, visigodos y musulmanes, encontrándose vestigios de estas culturas en numerosas ocasiones.

Personajes de altura han visitado sus calles: reyes de Castilla, como Alfonso VI, Alfonso VII, Alfonso VIII (salvado, en este camino hacia Segovia, por los recueros de Atienza en su eternal caballada), fernandos y juanes, los católicos reyes, más san Francisco de Asís (eso dice la leyenda) Santa Teresa de Jesús, etc. Es el siglo XV en el que Ayllón cobra importancia, cuando la Castilla central se ve sacudida de guerras entre la monarquía y los señores feudales de Aragón y Navarra. El rey Juan II concede en señorío este lugar a don Alvaro de Luna, su condestable, quien refuerza el castillo, mejora los templos, construye palacios y se hace fuerte ante las amenazas que le surgen cada día. Después, una vida sencilla, un secular discurrir de rutinas y un progresivo alzar de casonas, templos, conventos y plazas que tras su tratamiento integral, en estos pasados años, la han convertido en un pueblo encantador, cuajado de sabor castellano, urbanismo perfecto y monumentos interesantes. Hoy se forma el municipio con el aporte de otros pequeños lugares del entorno, como son Grado del Pico, Santibáñez de Ayllón, Estebanvela, Francos, Valvieja, Saldaña de Ayllón y Santa María de Riaza, que por sus monumentos y encantos naturales enmarca a Ayllón como cabeza de una “Ruta del Románico” que cruza desde Atienza hasta Aranda.

En la ocasión del Hermanamiento que el pasado sábado tuvo lugar, y que ha quedado plasmado en una placa cerámica puesta en el muro del Ayuntamiento, pudimos admirar su palacio de los Vellosillos, convertido hoy en Biblioteca y Museo de Arte Contemporáneo, con un contenido excepcional, que sorprenderá a cuantos los visiten. Guiados del saber de su cronista, don Teodoro García, pudimos descubrir los vetustos detalles de primitivas mezquitas incrustados en la iglesia parroquial de Santa María. O admirarnos ante el ábside románico de la de San Miguel, en una plaza mayor que ha quedado perfecta tras su restauración, centrada por la fuente que se levantó en 1892 para conmemorar el Centenario del Descubrimiento de América, así como el deambular por sus calles del barrio morisco, pasar bajo el arco apuntado de la primitiva muralla y extasiarnos ante la fachada enjoyada y cantarina del palacio de don Alvaro de Luna, que fue en realidad casa matriz de los Contreras.

Atienza, la atalaya de Castilla

Pero en la jornada de hermanamiento tuvo un papel destacadísimo la presencia de Atienza. Representada por su alcalde, al que acompañaron todos los miembros de la corporación municipal, incluidos los barrios y pedanías, a mí me cupo el honor de cantar las excelencias de esta villa, de su historia y su patrimonio, en el acto de fraternización.

Fácil fue la tarea de decir significado y memorias de la villa real. Atienza habla sola, a quien la ve, desde lejos, y a quien asciende, por sus empinadas callejas, hasta el corazón de la plaza del Trigo.

Atienza es, en su imagen de ciudad histórica y capital del medievo, como un bajel anclado en el centro de Castilla. Siempre que me acerco me da la sensación de que se mueve, de que su viaje empieza, de que está esperando pasajeros. Luego se muestra firme y única, llena de palabras hondas que salen de los portales y los atrios. Atienza tuvo, como le ocurre a Ayllón, un origen celtibérico, esta vez en el cercano cerro del Padrastro. La tribu de los titos, junto a los numantinos y los lusones, a los guerreros de Termancia y a los arévacos de las sierras frías del corazón de Castilla, plantaron cara a Roma, que finalmente las sojuzgó y puso en orden latino sus alfabetos.

También en Atienza escribió páginas de valor el condestable Alvaro de Luna. También aquí fue protagonista Alfonso VIII, salvado por los atencinos de una muerte segura. También por este alto risco pasaron los reyes de España, haciendo mercedes, descansando, admirándose de la grandeza de la tierra gobernada.

El románico tiene en Atienza su expresión más pura. Hasta 14 templos de ese estilo llegó a tener la villa, cuando, en el siglo XIII, era el centro del comercio y la arriería entre las mesetas sur y norte de la nación castellana. Hasta 7.000 habitantes tuvo, y sus murallas eran elevadas y potentes, guardando riquezas y obras de arte. Tantas, que todavía hoy se necesitan tres grandes museos para mostrarlas (las que han quedado, porque muchas otras fueron desapareciendo en guerras y revoluciones). Atienza es siempre el lugar perfecto para hacer una excursión de reconocimiento por la más pura esencia de la provincia alcarreña. Una oportunidad que se abre cada día, para empaparse de imágenes medievales, de historias densas, de mínimas bellezas tal que se ofrecen en sus comercios de antigüedad.

La idea del Hermanamiento

El hermanamiento entre las villas de Atienza y Ayllón que se materializó el pasado sábado en la villa segoviana, va a repetirse en la guadalajareña el próximo sábado 25 de Noviembre. La idea surgió, hace tiempo, del presidente de la Casa de Guadalajara en Madrid, el incansable defensor de las esencias alcarreñistas José Ramón Pérez Acevedo. Su proyecto es el de ir ahondando y apretando lazos entre las villas de nuestra provincia que por cercanía y similitudes históricas con otras de las provincias limítrofes, merecen ser hermanadas: a España  le hace falta, ahora más que nunca, esa sensación de amor entre gentes, esa verificación de identidades, de comunes historias y similares proyectos. Así seguirán los hermanamientos de Sigüenza con Medinaceli, de Molina con Daroca, de Sacedón con Huete, de la misma Guadalajara con la complutense Alcalá de Henares. Todo ello, claro está, con el visto bueno de sus respectivas corporaciones. Que seguro que querrán, a no ser que desoigan la voz que surge de sus gentes.

Antiguos monasterios molineses

La meta de cualquier viajero es encontrar un espacio nunca visto por otros seres humanos. Hoy es prácticamente imposible conseguir esto, en nuestro planeta. Todo en él está medido y fotografiado. Pero trasplantado el deseo a nuestra provincia, aún podemos encontrar lugares que por su aislamiento, incomunicación o misteriosa historia, están cargados de sugestión y vibraciones: el Señorío de Molina, tan lejos de todo, tan despoblado, y a su vez tan cargado de historia, es un lugar ideal para conseguir que un viajero consiga alguna satisfacción memorable. No es una oferta para todos, sino para los más atrevidos, para los incansables, para quienes juegan a descubrir ruinas y memorias bajo la capa de silencio y el cielo ya gris de este otoño.

Vista general del conjunto del monasterio cisterciense de la Buenafuente del Sistal, en las sesma del Sabinar molinesa.

Espacios de leyenda

La tierra de Molina, cercada de altos páramos al norte y de hondos barrancos al mediodía, limitando con Aragón y con Castilla en lo geográ­fico, lo histórico y lo espiritual, ha tenido siempre un latido y un olor pe­culiar, que han alentado sus bravos habitantes, siempre conscientes de sus características histórico‑geográficas propias.

El cristianismo, desde que a principios del siglo XII se reconquistó la zona a los árabes, puso allí su aliento y sus maneras, siendo una de sus formas, la de la vida comunitaria y monacal, la que con abundancia repar­tiría sus fundaciones. Dos tipos de órdenes fueron las que pusieron su sello medieval y recio: los canónigos regulares de San Agustín, luego sustitui­dos por gentes del Císter, y los mendicantes de San Francisco, en diversas formas.

Las primeras fundaciones monasteriales, se hicieron a mediados del siglo XII, en el sur del Señorío, cerca de su frontera con la serranía de Cuenca, de la que se separa por el hondo foso del Tajo. En esa época, este río era la frontera con el Islam, lo cual supone que la intencionalidad de sus fundadores era no solo la evangélica, sino tam­bién la repobladora y defensiva. La función, mitad gue­rrera y mitad religiosa, de estos monasterios, que en un principio fueron servidos por hombres, que, como los canónigos regulares de San Agus­tín, y más tarde los calatravos, basaban su vida en la defensa activa, con las armas y los evangelios, de los terrenos reconquistados a los infieles, es bien patente en la serie de fundaciones que a lo largo de la segunda mitad del siglo XII surgieron en la zona más sureña del Señorío de Molina.

Cuando en el siglo XIII la reconquista haya avanzado mucho más al sur, y por obra de Alfonso VIII el reino de Cuenca sea ya patrimonio de la corona de Castilla, estos monasterios molineses perderían su primitivo valor, y unos, como el de Buenafuente, pasarían a cumplir una misión meramente contemplativa y alentadora de una repoblación, con la instalación ante sus muros de una comunidad de monjas bernardas, y otros, como los de Alcallech y Grudes, pasarían a ser ruina con el transcurso de los años.

La labor auténtica realizada por estos hombres es muy difícil apreciarla, pues los únicos documentos que de ellos nos han quedado se refieren únicamente a su instalación, acrecentamiento de terrenos por donaciones particulares y alguna concesión por parte real, que pudiera tratarse en realidad de la confirmación de pertenencia de un territorio por ellos conquistado, tal como puede ocurrir con el soto del Campillo, en término de Zaorejas.

Los canónigos regulares de San Agustín, al menos en los primeros momentos de su instalación en España, y especialmente en Molina, son los que por entonces eran denominados *francos+, con el doble sentido de gentes libres, a medias entre eclesiásticos y caballeros, y con el de fran­ceses, pues de la vecina nación eran venidos. Algunos, incluso, puede que de más lejos, pues consta en finales del siglo XII que el abad de Alcallech se llamaba Willelmo, que se traduce por Guillermo del inglés o el alemán. Incluso es segura su filiación del monasterio del Monte Bertaldo, en Francia, de donde fueron traídos por intermedio del rey de Castilla,  Alfonso VII. El mismo conquistador de Sigüenza y primer obispo de la ciudad tras la reconquista es francés: don Bernardo de Agen, que puso a ca­nónigos regulares de San Agustín para formar parte de su cabildo catedra­licio, lo cual confirma que se rodeó de monjes y clérigos franceses que con él venían. Incluso en el lugar de Albendiego, afecto en esa época de fines del siglo XII a la mitra seguntina, se instalarían los canónigos regulares en el llamado Monasterio de Santa Colomba.

Alcallech, Grudes y Buenafuente

De los tres lugares en que primitivamente se instalaron monjes en Molina, solo queda hoy en pie la Buenafuente del Sistal. La pauta inicial de los cenobios religiosos, en el Señorío de Molina, la dieron los canónigos regulares de San Agustín en tiempos del primer conde molinés, don Manrique de Lara, regente que fue también del reino caste­llano durante la minoría de Alfonso VIII.

Parece ser que hacia 1136 ya se instalaron, cerca del Tajo, en lo que entonces era frontera con Al-Andalus, un par de conventos de estos mon­jes venidos de Francia. Dice así Sánchez Portocarrero al hablar de ellos: “El principal destos dos conventos era el de Santa María de Alcallex, junto del lugar de Aragoncillo, a menos de dos leguas de Molina, cuyo sitio oy conserva el nombre con el templo de su conbento, y una antiquísima ima­gen de Nuestra Señora”. El otro monasterio, al que se refería, filial del primero, era el de Buenafuente.

No es hasta 1176 que aparece el primer documento de estos monasterios, dando fe de su existencia en aquella remota edad. Sus habitantes eran venidos del monasterio del Monte Bertaldo, en la diócesis Xantonense: ellos iniciaron nuevos sistemas de explotación agrícola e industrial. Por ello fue que en dicho año de 1176, el conde de Molina, don Pedro, les confirmó la tenencia de las salinas de Anquela, que les habían regalado don Juan de Coba y doña Carmona.

Un año después, en 1177, y desde el cerco a que estaba sometiendo a Cuenca, para su conquista, Alfonso VIII extendió un privilegio rodado por el que decía recibir bajo su amparo a los conventos de Alcallech y Buena­fuente, y liberar sus ganados del pago de impuestos. Incluso unas fechas después, y estando en el mismo lugar, este monarca concede a dichos ca­nónigos la heredad del Campillo, en término de Zaorejas, en la misma orilla del río Tajo, con la condición de que hagan allí un nuevo monasterio. Esto es: que sitúen, ya en la margen sureña del gran río, un puesto de avanzadilla contra el Islam. )Habían conquistado estos canónigos la orilla del Campillo? Es muy probable que sí, y por esto la reciben en donación de su rey. Las leyendas que formaron ya en la mis­ma época y se elaboraron con los siglos dicen que el propio rey Alfon­so VIII, al regreso de su triunfal campaña sobre Cuenca, pasó en persona por el monasterio de Alcallech “a hazer sus Votos” y agradecer a la Virgen y a los canónigos su ayuda y sus oraciones. Esto lo cuenta Rizo en su “Historia de Cuenca”. En cambio, el licenciado López Malo señala que el rey Alfonso visitó Buenafuente y Alcallech antes de emprender la campaña de Cuenca. La leyenda, como se ve, llega borrosa y desdibujada hasta el siglo XVII en que escriben estos autores. Añade Sánchez Portocarrero que “flo­recieron en estas Casas muy perfectos varones en santidad, particularmente en la de Alcallech, donde era prior don Juan, varón de admirable virtud a quien acudían con zelo cristiano los señores y vecinos desta provincia y de otras, con sus votos y ruegos”.

El caso es que por aquella misma época, en 1182, Domingo Pedro de Cobeta, el Rojo, y su mujer, doña Margarita, dan a los canónigos de Alcallech una heredad que tenían en Grudes, para que levantaran allí otro nuevo monasterio. Cinco años después, el conde don Pedro de Molina confirma esta merced y vuelve a insistir en que allí se haga monasterio en honor de la Santísima Virgen. En el mismo año de 1187, Esteban Hernández de Molina concede a los monjes de Alcallech una posesión llamada Algazabatén, para que con ella aumenten la de Grudes. Y al año siguiente, el rey Alfonso, estando en Toledo, autoriza a los canónigos para que compren un terreno junto a la desembocadura del Gallo, en lo que hoy se conoce como “Puente de San Pedro”.

La suerte de todos estos lugares, en un principio fuertes bastiones para la defensa del territorio cristiano, fue diverso con el transcurrir de los siglos. Sólo una de estas instituciones, el monasterio de Buenafuente, ha llegado vivo hasta nuestros días, aunque en manos de la Orden del Císter, cuyas monjas lo ocupan desde 1246. La iglesia de este cenobio, obra románica, típicamente francesa, de finales del siglo XII, es cuanto queda de aquella presencia varonil y místico‑guerrera. El resto de las edificaciones son añadidos posteriores y, por supuesto, mucho menos interesantes artís­ticamente.

El convento de Alcallech, a pocos kilómetros del lugar de Aragoncillo, estuvo habitado hasta finales del siglo XV, y ya en el XVII era prácticamente una ruina. Se situaba en lo hondo de un pequeño vallecillo que baja desde el pico de igual nombre. Hace algún tiempo, un pastor me señaló el lugar que llaman *la dehesa de las monjas+, y en el que sólo algunas piedra talladas y tejas rotas manifestaban la existencia de un antiguo edificio.

Más difícil es precisar algo sobre Grudes. Sánchez Portocarrero, en su Historia del Señorío de Molina menciona el documento de fundación de este monasterio, y dice que el “Tumbo de Buenafuente”, hoy en el archivo monasterial de Huerta, le señalaba situado junto al pueblo de Prados Redondos, allí donde está situada la ermita de San Bartolomé. Su efímera vida nada dejó de su memoria. Pero el lugar de su emplazamiento, que no está, ni mucho menos, confirmado, es más probable que fuera en los alrededores de Cobeta, pues gentes de este pueblo fueron a apear la heredad de Grudes, que fue de donación de Domingo Pedro de Cobeta, y como tercer punto en apoyo de esta teoría podemos decir que la heredad de Algazabatén, temprana donación a Grudes, estaba en el término de Cobeta.

En el Campillo, por supuesto, nada se llegó a construir. Su nombre quedó en el pequeño soto o huerto que riega el riachuelo que baja de Zaorejas, y viene a caer en el Tajo formando la grande y espectacularmente bella «cascada del arroyo del tío Campillo».

Aún queda memoria de otros monasterios medievales que el Señorío de Molina contó entre sus fronteras: fueron los del barranco de la Hoz, la dehesa de Arandilla y Peralejos de las Truchas. Pero de estos hablaré mejor en ocasión futura.