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agosto, 2005:

Anécdotas varias de la Princesa de Éboli

 

Estos días celebra Pastrana su anuales fiestas en honor de la Asunción de la Virgen. Se congregan en la villa alcarreña miles de personas que por querencias de mil tipo se encuentran tan a gusto por sus empinadas calles y, sobre todo, en su ancho plazal de renacimiento y fastos. A ellos y a cuantos, ahora o en cualquier momento del año, se acercan por Pastrana al calor de las memorias de doña Ana, la princesa que dejó media vida prendida de sus viejos edificios, van estas páginas dedicadas. A la memoria de la Éboli, que hilvanó leyendas de seda sobre el basto paño de la historia.

El sablazo en el ojo

¿Era realmente tuerta doña Ana de Mendoza? Esta pregunta se la han hecho siempre los historiadores, y nos la seguimos planteando hoy, aunque será muy difícil que tenga conclusión definitiva. Quien se dedicó a fondo a investigar el tema, porque estaba en la línea de lo que más le gustaba hacer, fue don Gregorio Marañón, el sabio médico e historiador que afirma, tras analizar documentos y evaluar actitudes, que doña Ana de Mendoza tenía una grave lesión en el ojo derecho, y que esta lesión se la produjo en la adolescencia, hacia los 15 años de edad, un traumatismo con objeto agudo que rasgaría piel y posiblemente destruyó el globo ocular.

La noticia de que la Princesa perdió el ojo haciendo juego de florete con algún paje o caballero, en Cifuentes, o Alcalá de Henares, la da por primera vez Muro en su biografía. Aunque Mignet desde mediados del XIX lo había repetido en su libro. Pero la publicación de los hasta entonces desconocidos retratos guardados en el palacio de los Infantado en Madrid, lo confirmaron enseguida. Fue una sorpresa para los historiadores y los lectores comunes. Añadía un elemento más de «morbo» a la historia ya de por sí excitante de doña Ana.

En varias cartas, crónicas y comunicados de la época, sus coetáneos (quienes la han visto en directo y hablado con ella) dicen de diversas formas la existencia del defecto de su ojo derecho, y las formas en que se lo tapaba. Don Juan de Austria escribió A mi tuerta beso las manos… Y en una carta que el prior don Hernando de Toledo, hijo del duque de Alba, escribe a Juan de Albornoz, secretario de su padre, el día en que agonizaba Ruy Gómez, le decía textualmente: “Anoche a la una, estaban unas damas en una ventana tratando que de qué traería el ojo la Princesa de Éboli: la una decía que de bayeta; otra que, de verano, lo traería de anascote que era más fresco”. Hasta sus parches eran entonces objeto de cotilleo. Después de muerta, un anónimo fraile que comentó una historia de la Casa de Guzmán, manuscrita, en 1602, cuando se mencionaba a la Éboli escribía al margen: «la tuerta» y «fue muy gallarda mujer, aunque fue tuerta».

De todos modos, estos testimonios no terminan por concluir el origen de su tuertez, o la causa real de llevar el parche tapando el ojo. ¿Perdió el ojo por enfermedad, por accidente? ¿O simplemente era bizca, y prefería añadir admiración y atención por su persona acentuando su belleza con la colocación del parche? Llevarlo, desde luego, lo llevaba.

La Princesa monja

A la muerte de su esposo don Rui Gómez de Silva, es tanta la pena que siente doña Ana que no duda un momento en meterse monja. Lo hace en el convento fundado por ella (y por Teresa de Jesús) en 1559. En el de monjas carmelitas de la Concepción, en la parte baja de su villa de Pastrana. La mañana del 30 de julio de 1573, un par de días después de enterrar a don Rui, Ana se presenta a las puertas de «su» convento pastranero, y sin esperar a recibir licencias de la autoridad eclesiástica, que ni siquiera había pedido, se vistió el hábito. En una nota que Antonio Pérez le deja al Rey ese día acerca de la muerte súbita (una hemorragia cerebral?) de Rui Gómez, dice que su mujer ha tomado, en expirando su marido, el hábito de monja de las carmelitas descalzas y se parte esta noche a su monasterio de Pastrana con un valor y una resolución extraños. Llegó con hábito de monje, porque al no tener uno hecho para sí misma, se lo pidió prestado al padre fray Ambrosio Mariano, el fundador del convento de San Pedro de Pastrana.

La superiora de las Carmelitas de la Concepción, Isabel de Santo Domingo, abrió la puerta del convento, y escuchó las razones de la princesa al entrar: porque la muerte de su marido le ha quitado la vida del siglo. Eso dijo, y adoptó de inmediato el nombre de Sor Ana de la Madre de Dios. Algo le hizo sospechar a la priora que aquello no iba a ir muy conforme a las reglas de la Orden, y se dijo (dicen) a sí misma: ¿La Princesa monja…? Ya doy la casa por perdida.

Las excepciones monjiles de doña Ana se empezaron a ver ese mismo día. Dispuso que se le habilitara otra habitación para su madre, que vendría al día siguiente: la iba a acompañar en el convento, y se iba también a hacer monja (su madre estaba todavía casada, aunque separada, con don Diego Hurtado de Mendoza). Además vendrían algunas sirvientas, (doncellas, eso sí) a las que se les daría el hábito carmelita. Algo debió protestar la priora ante estas iniciales disposiciones, porque se atrevió a decir a doña Ana que para todo eso se requerían los permisos de la jerarquía eclesiástica, especialmente del fraile carmelita superior provincial. La contestación de la princesa define su sentido de la vida y el derrotero que su repentina vocación iba a tener: «¿Y para qué quiero esperar a estos permisos? ¿Qué tienen qué ver en mi convento los frailes?». Enseguida dispuso que dejaran entrar a verla otras amigas, con sus sirvientas. Incluso cuando acudió a Pastrana el Obispo de Segorbe, y otros nobles castellanos, a darle el pésame, los recibió en el interior del convento, mostrándose -eso sí- con el riguroso hábito monjil. Todos salían espantados. Aunque más espantada estaba la superiora, que le dijo que de seguir así, tendría que pedir a Teresa de Cepeda, la fundadora, que las sacase de allí y las enviase a otro convento donde pudieran cumplir las normas de la Orden con toda seriedad. La Princesa se molestó sumamente, y decidió irse a vivir, con su madre y sus sirvientas, a una ermita que existía en la huerta del Convento. Y retirarle toda ayuda económica a la comunidad. ¡Así sabrían quien era ella!

Santa Teresa de Jesús, enterada de estos problemas, exclamó He gran lástima a las de Pastrana, que están como cautivas. El propio Rey, a través del prior de Atocha, le hizo llegar su voluntad de que dejara aquella aventura mística y se dedicara a cuidar de sus hijos y de su patrimonio. Esto la molestó bastante, y la situación se hizo tan insostenible, que poco después, en el invierno de 1574, Santa Teresa las enviaba unas órdenes secretas con las que la priora llamó al corregidor, a un escribano y al padre fray Gabriel de la Asunción, y con políticos pretextos entregó todo lo que había recibido de la Princesa y recogió recibo. Poco después, también doña Ana se cansó, y salió con su madre y sus sirvientas rumbo al palacio de la gran plaza pastranera. De allí a Madrid, donde pronto murió su madre, quedando a vivir con sus hijos pequeños en su caserón de la parroquia de Santa María.

El amor con Antonio Pérez

De ese amor no hay duda. Un amor difícil y dramático, como todos los amores grandes y verdaderos. Conocía Ana a Antonio desde que ambos (que tenían casi la misma edad) eran muy jóvenes. Él fue secretario real, porque su padre lo había sido, y porque le apoyó Rui Gómez para que siguiera siéndolo. Las primeras visitas que se hicieron, en Madrid, tras la muerte de la madre de la Princesa, en 1576, no dejaron muy buena impresión en el ánimo de doña Ana: comentó a sus íntimas que aquel hombre parecía un tanto afeminado, así en el porte y trajes que gastaba, como sobre todo en el excesivo perfume que siempre llevaba encima.

El interés de Ana por Antonio se centró inicialmente en los asuntos de Portugal, en la posibilidad de poner a alguno de sus hijos o hijas en el trono vacante de la vecina nación. Pero su relación continua en Madrid, en el palacio real, y en los salones de unos y otros aristócratas, hizo que intimaran la princesa y el secretario. Este llegó a escribir de ella que era joya engastada en los esmaltes de la naturaleza y la fortuna. Un piropo muy de siglo XVI pero que manifestaba claramente el entusiasmo que por Ana tenía Antonio.

La tragedia de la muerte (preparada) de Juan de Escobedo, se fraguó sobre este amor. Ese es, al menos, el corazón de la leyenda: las frecuentes visitas que Antonio hace a Ana en su palacio, las que ella le devuelve al suyo, los comentarios cada vez más extendidos por la Corte, proclaman ese amor entre Antonio (casado y con hijos) y la princesa doña Ana, viuda del ministro más querido del Rey, y por sí misma una de las damas más ricas y cargadas de títulos de todo el reino. Esa intimidad llegó, que se sepa, a que Antonio le fuera entregando a Ana todos los despachos que llegaban, secretos, desde Portugal, en orden a la posible toma del trono por Felipe II. Y ella fue aprovechando esa información «privilegiada» para ir disponiendo los matrimonios de sus hijos mayores con posibles herederos a la corona portuguesa. Escobedo descubrió estos trámites (hay quien dice que además les descubrió, a la pareja, en relación íntima) y eso labró su desgracia, que sería poco después sustanciada en su violenta muerte a manos de cuatro matones en una callejuela del viejo Madrid.

La separación que desde julio de 1579 se impuso, férrea, a Antonio y a Ana, prisioneros ambos del Rey, pero en distintos calabozos, hace más dramático ese corto amor. Dicen que él la enviaba «billetes» con mensajes de amor y cariño. Dicen que Antonio se atrevió, ya huido de la justicia filipina, camino de Aragón, en 1590, a pasar por el palacio de Pastrana, y ver por última vez a la princesa. Es muy improbable. Como todo gran amor, la dificultad y la distancia lo hizo legendario. El hecho cierto es que, tras una temporada de adoración mutua, de felicidad sin límites, que debió mediar entre 1576 y 1579, los amantes no volvieron nunca más a verse. Cuando Ana murió en Pastrana, Antonio estaba ya en Francia, y allí solo, sin su familia auténtica, moriría exiliado, en París, en 1611.

La ventana de la Hora

Desde 1590, Ana es recluida por mandato del Rey en unas habitaciones del palacio pastranero. Se le pusieron dobles rejas a las puertas y a las ventanas. Quedaba realmente secuestrada, emparedada, con solo vistas hacia la capilla, para poder oir misa, y recibiendo las comidas a través de un torno. La acompañaban en este exilio interior sus fieles y ancianas criadas, Gregoria de Morales y María la Cava, así como su hija más pequeña, Ana de Silva. Las criadas se pusieron tan enfermas que tuvieron que darles la Extremaunción y ella fue paulatinamente perdiendo fuerzas, como progresivamente aniquilada, sin apetito. La comunicación con el exterior se hacía a través de un escribano, que debía pasar copia de todo cuanto le dijera la Princesa y enviarla a la Corte, en Madrid. Un día, al llegar el escribano se encuentra la puerta y trampillas cerradas, nadie contesta y tienen que arrancar el torno para ver qué sucede dentro. Todo en oscuridad, solo se oyen llantos en el interior, tras las cortinas. Entre sollozos, la princesa empieza a hablar, con voz muy débil: «Qué informaciones tan falsas han sido estas que me ponen en cárcel de muerte a mí y a mi hija… Nunca ofendí a mi rey y señor… Dios del cielo, remédianos, pues véis todo. Hija, pídelo tú a Dios. Dadnos por testimonio, señor escribano, que nos ponen en cárcel oscura, que nos falta el aire y el aliento para poder vivir. Que no es posible que Su Majestad tal quiera ni permita siendo que es tan cristianísimo. Estos aposentos, donde no se podía vivir sin rejas, cuanto más ahora hechos cárcel de muerte, oscuros y tristes…»

Algo dramática parece la perorata que apuntó con exactitud el escribano. Porque Ana y sus acompañantes tenían la posibilidad de asomarse, tan sólo una hora al día, por las tardes, a la ventana grande de los aposentos, a mirar desde ella. Y se veía algo, mucho. Se veía el gran plazal de Pastrana, el amplio espacio de armas que su marido quiso poner delante de su palacio covarrubiesco, alcazarino. Se veía el valle que baja entre olivares y huertas hacia el Arlés, y el Tajo en la lejanía. Se veían las golondrinas y los vencejos en el verano, las nubes correr en el invierno. La gente de Pastrana, que curiosa (venía incluso gente de fuera a mirar) se apostaba ante la ventana que llamaban popularmente «de la Hora» porque allí aparecía la faz pálida de doña Ana, una sola hora cada día. Veía la luz, que ya sólo le faltó en el momento de su muerte, el 2 de febrero de 1592, en que se le apagó para siempre.

Apunte

La generosidad de doña Ana

Una de las causas, al menos formales, por las que el rey Felipe II sometió a juicio y proceso a doña Ana, fue la incapacidad evidente de administrar su patrimonio, defendiendo así el derecho de sus hijos a que este permaneciera en sus manos y garantizara su futuro. Es proverbial, y puede cimentarse en numerosas anécdotas, la generosidad o manirrotez de doña Ana.

Su hijo, el 2º duque de Pastrana, se quejaba a fray Pablo de Mendoza de que a una mujer a la que apenas conocía, la regaló 9.000 ducados para que se casase. A su criado Luzuriaga le entregó nada menos que 6.000 ducados, que era cifra astronómica para la época, sólo porque se los pidió. Pagó sin rechistar las deudas que había dejado su consuegro, el heroico y botarate don Bernardino de Cárdenas. Y no llevaba nunca cuentas de lo que la debían, por lo que al conocerse el hecho, muchos que estaban obligados dejaron de pagar. A muchas personas que la visitaban, y la caían bien les regalaba joyas de su ajuar, incluso desajustando sortijas y collares recibidos de su marido, «que eran inestimables y de gran precio». Luego no sabía a quien se lo había dado. Una de ellas fue la mujer del doctor Muñoz, de Pinto, a la que abrumó a regalos una vez que la visitó en Pastrana. Este era uno de los problemas, que habían degenerado en la idea común de que la Princesa «se había vuelto loca», que suscitaron el continuo deseo del rey de que permaneciera presa, y aislada.

OCHAÍTA: escritor y poeta

 

El pasado lunes 8 de agosto se cumplía un siglo del nacimiento, en Jadraque, de José Antonio Ochaíta García, escritor y poeta, uno de los valores más altos de la literatura alcarreña de todos los tiempos. Solamente un artículo, magnífico y cordial, como todo lo que él hace, de José María Bris Gallego, recordaba la efemérides. Un aniversario que, por alcanzar la limpia cifra de los cien años justos, se hacía obligado recordar, y que ha servido para llamar, con el suave toque de los dedos encima de una mesa, en la memoria de quienes se interesan por todo lo que atañe a la raíz honda de nuestra provincia.

 La cifra escueta de este aniversario dice que José Antonio Ochaíta García nació en Jadraque el 8 de agosto de 1905, primer hijo varón de Antonio Ochaíta Bachiller, nacido en Trillo, y de Cesárea García de Agustín, nacida en Jadraque: un árbol de alcarreñas honduras, ya en la sangre.

Al artículo de Bris me remito, en estas mismas páginas del pasado lunes. En él aparece, comprimida, la biografía del poeta centenario, y amasadas sus noticias con las palabras del propio escritor, que en un grandioso poema autobiográfico se retrató de cuerpo y alma. En ellas se ve ya la dimensión de su pluma y se vislumbra en transparencia plena la altura de su alma.

Ochaíta ha sido un escritor que ha marcado un antes y un después en la literatura castellana. Porque lo que él hace no se había hecho nunca (ni los más explosivos poetas barrocos usaron tal aluvión de adjetivos y epítetos para describir la tierra) y luego ya no se ha repetido. Habrá quien diga que porque ese estilo no se lleva. Yo creo, más bien, que es porque esa capacidad de escribir y describir no la ha alcanzado nadie, por más que lo hayan intentado algunos.

De su nacimiento, que ahora rememoramos, no queda otro recuerdo que la anotación de la fecha en los libros parroquiales de Jadraque. De su muerte, sin embargo, ocurrida en la noche de Pastrana del 17 de julio de 1973, sobrevenida “como del rayo” mientras recitaba sobre una tarima en el atrio de la colegiata, ha quedado la memoria colectiva de un hecho especialmente patético y asombroso: un poeta enamorado de su tierra, que muere repentinamente mientras, con la mayor pasión de su espíritu, recita el poema “Tengo la Alcarria entre mis manos” que ha escrito especialmente para esa ocasión.

Sucinta memoria de su vida

Desde muy pequeño fue Ochaíta un enamorado de la literatura y el arte. Licenciado en Filosofía y Letras, se dedicó primeramente a la enseñanza en diversas ciudades españolas, dirigiendo también varios periódicos. En Cádiz tuvo una Academia y en Vigo fue redactor y director de un conocido diario. Su afición a la poesía le llevó a componer multitud de letras para canciones de corte español, que luego famosas tonadilleras repitieron por el ancho mundo: algunas de las más conocidas canciones de Concha Piquer, Juanita Reina y Lola Flores fueron escritas por José Antonio Ochaíta, y su composición de El Porompompero fue universalmente repetida. Junto a los maestros Valerio, Quiroga y Rafael de León, puede decirse que el arsenal de la más genuina «canción española» salió de la mano de este escritor alcarreño.

Pero no paró ahí su inspiración y maestría. Dedicado también a la creación literaria, produjo estimables obras de teatro, como la tragedia en verso «Canela», que escribió con Rafael de León y estrenó María Fernanda Ladrón de Guevara, y su famosa «Doña Polisón», drama de tintes hispánicos. Fue nombrado miembro de la Real Academia de Buenas Letras de Sevilla, y alcanzó muchas otras distinciones, entre las que debe destacarse muy merecidamente la de Cronista Oficial de la ciudad de Guadalajara.

Sin embargo, toda la inspiración, la sabiduría y la gran cultura de José Antonio Ochaíta se volcó en su quehacer poético, dedicando muchas de sus composiciones a las tierras y personajes de la Alcarria, donde se desbordó en forma de recitales, pregones y actuaciones múltiples. Ha sido escasa la obra impresa que nos ha quedado de este magnífico escritor. Un «Desorden» fue su primer libro de versos, dedicado a la madre que marcó su vida. Siguieron «Turris fortíssima» y «Ansí pintaba don Diego», rarísimos hoy de encontrar. La «Poetización de Jaén» vio la luz gracias al apoyo de su amigo Juan Manuel Pardo Gayoso, jiennense que fue gobernador civil de Guadalajara en los años sesenta, y un pequeño opúsculo sobre «Jadraque, balcón de la Alcarria» se repartió en minúsculo formato por la Diputación Provincial. La Caja de Ahorro y Monte de Piedad de Zaragoza, Aragón y Rioja, le publicó su encendido canto al río Henares, «…conjunción de huertos y castillos», y aún el Ayuntamiento de Guadalajara hizo una corta tirada del texto del pregón que, bajo el título de «Guadalajara de todas las estrellas» pronunció en 1969 para anunciar las Ferias y Fiestas de la ciudad desde el balcón del Ayuntamiento.

Algunos poemas y romances vieron la luz en la gran «Antología de la Poesía Española» dirigida por Federico Carlos Sáinz de Robles, y algo después de su muerte en el libro «Guadalajara en la poesía» que seleccionó José María Alonso Gamo aparecen las increíbles composiciones con que Ochaíta ganó los premios provinciales de poesía en 1966 (Molina de Aragón) y 1973 (Guadalajara) cantando al Señorío molinés y en una «septena» a los castillos provinciales, respectivamente. Otra de sus apariciones impresas, en «exposición colectiva», fue en la obra Cien Poetas en Castilla ‑ La Mancha que editada por Enjambre dirigió Alfredo Villaverde.

Y finalmente, la gran Antología Poética del autor, que en edición conjunta del Ayuntamiento arriacense y la Diputación Provincial apareció en 1998, al cumplimerse los 25 años de su muerte. Esa Antología, que por serlo es obligado resumen de su obra, ofrece sin embargo una magnífica perspectiva de la literatura que produjo José Antonio Ochaíta. De los cientos de versos que escribió Ochaíta, apenas hoy nos queda  memoria, desvaída, de unos cuantos. Pero fue precisamente la recopilación que José María Bris, -que tan bien le conoció y compartió con él tantas jornadas- para esta Antología hizo, la que nos sirve para entrar en el ámbito del asombro. Un asombro que está apoyado en la emoción de lo que cuenta, en la belleza de cómo lo cuenta, en la pasión que se desborda.

Es lástima que las instituciones culturales (oficiales y privadas) de nuestra provincia, no hayan dedicado hasta el momento ninguna actividad tendente a recordar la figura y la obra de Ochaíta. En plena canícula tampoco es apropiado hacerlo. Para el otoño que viene seguro que tendremos ocasión de rememorar nuevamente los versos, de volver a escuchar las paladinas frases, de Ochaíta, que puso su amor en la más alto de la veleta de la iglesia jadraqueña, y fue retumbando por los muros del castillo de Zorita, los tapices de Pastrana, las tocas monjiles de Almonacid y el boato dorado del marqués de Santillana cuando fue a tierra de moros, a cantar mientras luchaba.

Apunte

Dos estatuas de Ochaíta

Han quedado dos imágenes, las dos iguales, de José Antonio Ochaíta, en sendos rincones de nuestra tierra. En un segundo plano, solo en busto, con la mirada pensativa y la fuerza del verso volando entre las manos que esas estatuas no tienen. Las dos las fraguó, sobre la arcilla, el escultor Antonio Navarro Santafé, y fueron posteriormente vaciadas en bronce, y sobre pedestales de mármol puestas, la una, en la plazuela del Carmen, en Guadalajara; la otra, en la placita de Jadraque que se abre delante de la iglesia parroquial. La de Guadalajara le recuerda como Cronista de la Ciudad. La de Jadraque, como hijo predilecto de la villa.

Tuvieron también, en su día, la fortuna de ser eternizados sobre cerámica sus versos dedicados a Luis de Lucena en un paramento que se puso junto a la capilla de los Urbina en Guadalajara. Pero la peor enemiga de la inteligencia, que es la ignorancia, y que suele ser violenta frente a la placidez de la primera, se encargó de reducir a recuerdo aquel expresivo poema que Ochaíta dedicó a ese otro gran humanista de nuestra tierra. A pedradas acabaron con él, con el verso, me refiero, con las cerámicas que le daban vida.

Apunte

Una biografía monumental

La vida y la obra de José Antonio Ochaíta han quedado plasmadas en un libro muy bien escrito, en el que aparece minuciosamente referida su biografía, y analizada al milímetro su poesía, su teatro, su pensamiento fundamentado en la belleza.

Es el libro que con el título de “José Antonio Ochaíta, la voz de la Alcarria” escribió Tomás Gismera Velasco, y fue publicado en 2002 por una editorial alcarreña. En esa obra, y a lo largo de 188 páginas, se hace un repaso concienzudo de cómo vivió, como escribió y con un detalle absoluto también de cómo murió Ochaíta. Lo mejor de su poesía aparece referido y anotado. Y muchas imágenes de su vida, de sus amigos, de sus actuaciones, con incluso algunas caricaturas que del alcarreño se publicaron en periódicos nacionales de cuando en la posguerra estrenaba sus obras de teatro en los de más postín de la capital de España.

Guadalajara:la fiesta en la memoria

 

Nuestra Señora de la Antigua

Ayer celebramos en Guadalajara la fiesta anual en homenaje a la patrona de la ciudad, Nuestra Señora la Virgen de la Antigua. Y con ello se da inicio a casi dos semanas de fiesta continuada, en la que se conjuga lo religioso con lo profano, la procesión y los encierros, la novena y los desfiles de carrozas. Amén de otros asuntos que, según el libro/guía que ha editado el Ayuntamiento para que sirva de índice de las Fiestas, tendrá entretenido al personal durante más o menos un mes seguido.

Mucho ancestralismo

Si el motor de la vida de las gentes y de sus ciudades ha sido siempre el motivo económico, esta misma razón encontramos también en el origen de las fiestas. Concre­tamente en las de Guadalajara. Hay siempre en el origen de cualquier actividad humana una necesidad económica. Solamente cuando esta se cumple y solventa, empiezan a hacerse cosas sin ese objetivo. La fiesta tiene un ancestro de transacción, una mecánica primigenia de trueque comercial, de mejora en la bolsa, de aumento en los dineros. De supervivencia, si se quiere.

En la época larga de ocupación árabe las transacciones comerciales de sus habitantes y los de comarcanas al­deas se celebraban en el interior de la ciudad amurallada. Guadalajara tenía perfectamente cercada su figura con altos muros de adobe y piedras, con torres en las esquinas y almenas por aquí más garitones y matacanes por allá. Eran épocas de guerra y alteración constante, y era más seguro hacer el comercio en las estrechas calles del interior, en el zoco que se formaba por callejuelas cuyo centro estaba en la actual vía de Bardales, ancha para las costumbres de los árabes. Cualquiera que haya discurrido por los bazares turcos (el de Estambul por ejemplo, el más grande del mundo) o mejor aún por las kasbahs magrebíes ó árabes (la de Túnez es monumental, las de Kairouan o Marrakech misteriosas y sorprendentes, la de Damasco plena de asombros entre las ruinas sus templos romanos), sabrá de esas oscuridades, de esos olores y ruidos, de esas ofertas y esas sorpresas en cada esquina…

Des­pués de la reconquista, y dado el carácter de Guadalajara como ca­beza de Comunidad, una de sus más caracterizadas funciones era la de servir de sede a un mercado se­manal y a una feria anual de gran categoría. El mercado se celebraba en la gran explanada que se abría ante la Puerta de Levante, delante de la actual iglesia de San Ginés, en el espacio que hoy ha vuelto a recuperarse ancho y abierto, de la plaza de Santo Domingo. Todos los martes del año, aquí se daban cita los aldeanos del campo (con hortalizas de la campiña) y las gentes de la alcarria (con cereales, frutos, mieles y artesanías). El *zoco+ castellano era así todo lo contrario al musulmán: ancho y luminoso, lleno de voces que se perdían bajo el cielo, cuajado de horizontes en los que refulgían altos edificios, fuentes y caballeros con gualdrapas de colores vivos.

La Feria Grande

La feria grande, la feria anual, se tenía señalada para San Lucas, alrededor del 18 de octubre, que fue la fecha con­cedida por el monarca castellano Alfonso VIII como privilegio de celebrar anualmente feria con exenciones importantes de impuestos a los comerciantes. Estas concesiones suponían un gran favor y ayu­da al burgo, pues estimulaba el asiento en él de comerciantes y ar­tesanos, y favorecía el aflujo de muchas gentes de la comarca y aun de todo el reino. La feria otoñal de Guadalajara fue siempre una de las sonadas de Castilla en el aspec­to ganadero, especialmente en su parcela de *ganado de trabajo+ (mulas, etc.) Esta costumbre, cada vez más preterida en los tiempos modernos por el bullicio de la fies­ta popular sin más, se ha manteni­do hasta hace muy algunos años. Tradicionalmente la feria se cele­bró al otro lado del barranco de San Antonio, frente al torreón de Alvarfáñez, a cuya puerta por él cobijada también llamaron *puerta de la Feria+. Después, el fe­rial ganadero se puso en las lomas que bordean por mediodía a la ciudad, y aun algunos recordamos estas reuniones de ganaderos, traficantes, muleteros y maranchone­ros, más algún que otro gitano y catalán romero, extendiéndose con su ganado por las entonces verdes cotillas que se al­zaban al final de la Llanilla, donde habitualmente quedaban todo el año cercados de madera, fuentes y abrevaderos. Hoy se levantan en aquellos lugares torres de once plantas, apretujadas al máximo, sin memoria de los tiempos idos.

Estas ferias tradicionales de San Lucas fueron traspasadas hace ahora 42 años (en 1963) a la última semana de septiembre, pues en la fecha habitual solía llover y refres­caba bastante, lo cual deslucía con harta frecuencia las corridas de to­ros y cualquier otra actividad festiva. Se trasladó a unas fechas que también guardaban bastante tradición en la ciudad: al veranillo de San Miguel, pues este día (el 29 de septiembre) era habitualmente el inicio del año *administrativo+ en multitud de asuntos comunita­rios (contratos, mandatos de autoridades, elección de alcaldes y edi­les, etc.) y de siempre se había he­cho en esa jornada la vistosa *ca­balgada+ o *parada+ de los caba­lleros arriacenses, muy numerosos en los siglos XV v XVI, que salían lujosamente ataviados y acompaña­dos de toda su casa, pajes, escu­dos, etc., haciendo incluso juegos caballerescos, justas, cintas y cosas así en lo alto de la cuesta del Am­paro, que era límite del arrabal de Santa Ana. Así pues, las fiestas ac­tuales de septiembre mantienen una clara herencia festiva de siglos pa­sados, aunque ahora con modos y costumbres nuevas (correr el toro, actos musicales) que debieran con­vivir un poco con esas tradiciones tan antiguas de la *parada caballe­resca+ que llevada a los tiempos actuales, podría ser un plato fuer­te y muy divertido. En cierto mo­do, el desfile nocturno de disfraces es, inconscientemente aplicado, un equivalente lejano de esta *para­da+. Y el desfile de carrozas que todavía se hace con aplauso de la ciudad to­da, también tiene su parte de fuerza tradicional, pues en varias ocasiones al año, los gremios de artesanos sa­caban *invenciones+ sobre ruedas con alegorías a la actualidad, iluminados de antorchas y recitando composiciones poéticas que a to­dos divertían.

En la fiesta, como en tantas otras cosas, no es necesario inventar. En punto a diversiones, ya todo está inventado. El beber y el cantar, el hacer bulla y la generosa alegría que no pide nada a cambio es el motor común y primigenio. En estos días, Guadalajara va a empezar a ser, un año más y como ya lo hace desde hace muchos siglos, un resplandor de alegría y diversión: un momento de inflexión en la vida cotidiana, que así se renueva y encuentra un escalón en el calendario. Que sea para bien de todos y de todas.

En un aparte… Luminarias por cualquier cosa

 ra demostrar esta tendencia de los alcarreños al montaje rápido de una fiesta, solo basta poner un ejemplo, de los miles de ellos que aparecen en las páginas de la gran “Historia de Guadalajara y sus Mendozas” de Francisco Layna Serrano. En septiembre de 1582, en plena lucha peninsular por asentar en un solo trono al monarca Felipe II, y una vez ya sometido Portugal entero, la armada de don Alvaro de Bazán se fue hasta en medio del Océano a poner la bandera hispana sobre la montaña más alta de las “Islas Terceras” (así llamaban entonces a las hoy Azores). La pusieron, tras una tremenda batalla contra portugueses y franceses, en la isla de San Miguel. Y al llegar la noticia a Guadalajara, el Corregidor mandó que todos los vecinos “hicieran luminarias”, pusieran luces, velas, y antorchas, por ventanas y balcones, y salieran por la noche a recorrer las calles con cánticos y luminarias…. era un poco el equivalente a los actuales fuegos artificiales, que, fieles a esa secular costumbre, se siguen echando al negro de la noche por un quítame allá esas pajas.

En otro aparte… Todas las fiestas

Está mal que nosotros lo digamos, en este periódico, pero el mérito de lo que está publicando José Ramón López de los Mozos, como coleccionable semanal, y que se entrega los viernes con nuestro periódico, es una recopilación interesantísima de todas las fiestas que tienen lugar en Guadalajara. Está previamente publicado en forma de libro, el titulado “Fiestas Tradicionales de Guadalajara” que alcanzó anteriormente hasta tres ediciones consecutivas, y en el que se exponen, clasificadas por temas y por épocas, las más curiosas y vistosas fiestas que se celebran por nuestros pueblos, e incluso la de nuestra ciudad, Guadalajara, cuya fiesta de la Virgen de la Antigua, las hogueras, los encierros, y el baile de los gigantes y cabezudos, tienen buena acogida en sus páginas. Son los libros en los que caben los saberes del alcarreñismo más auténtico.

Trillo se ensancha

 

El pasado lunes 1 de agosto comenzó a funcionar y dar servicio el Balneario de Trillo. La noticia, que parece escueta, encierra en esa línea mucha historia, mucho esfuerzo y muchas capacidades tras ella. El domingo se abrieron las instalaciones a la visita de los propios vecinos de la villa. Y el lunes entraron los primeros clientes que, al igual que pasaba hace doscientos y más años, acudían al recodo del Tajo, frente a las boscosas laderas donde surgen las aguas sulfatadas y benéficas, para mejorar de sus dolores artríticos, recuperar las fuerzas, y gozar de la paz que se respira en aquel entorno.

La idea, que ha sido empeño sucesivo de los regidores trillanos, se ha visto coronada por el éxito, entre otras cosas, porque ha habido dinero suficiente, millones de euros, para poder acometer tan magna obra a costa de las arcas municipales. Y esto no ha caído del cielo, como es bien sabido: ha caído de la vecindad asumida de una Central Nuclear que ha llevado a Trillo más bienes que males. Al menos, eso parece.

El complejo balneario de Trillo está anclado en una larga historia. Hoy consta de dos hoteles (uno de ellos, el grande, con 300 plazas, todavía no está concluido), más el edificio de los baños o Balneario propiamente dicho, comunicado con los hoteles, sumado todo ello del área histórica (los restos antiguos de los primitivos baños) y una amplia zona ajardinada. Su ubicación, en la estrechez que forma el río Tajo entre las escarpaduras de Villavieja y las lomas que preceden a las Tetas de Viana. Espacio cubierto de una densa capa vegetal, de pinos y otros frondosos árboles de ribera, con un microclima fresco y húmedo, que hace del lugar un verdadero paraíso. Así fue siempre (se sabe que ya los romanos utilizaron las aguas medicinales que manan en sus orillas) y así tuvo una destacada fama en la España de los Borbones, cuando el rey Carlos III apadrinó su construcción como Real Balneario, para el que se hicieron estudios científicos de sus aguas, y se construyeron alojamientos, baños, paseos, por los que pasaron gentes de toda condición y fortuna: desde los reyes y las infantas, en los siglos XVIII y XIX, hasta militares sin graduación, aristócratas y empresarios de altos vuelos junto a pobres de solemnidad, escritores e intelectuales de fama, entre los que podemos recordar al ministro Jovellanos, hasta gancheros y maquis. Si algún sitio de nuestra tierra puede llamarse con justeza “posada de las maravillas” es este Balneario de Trillo, que ahora se nos abre a la admiración y el uso.

Algo de historia…

La utilización de las aguas termales que surgen en la orilla izquierda del Tajo (aguas clorurado‑sódicas, sulfato‑cálcico‑ferruginosas y sulfato‑cálcico‑arsenicales) es muy antigua, pues se sabe que los romanos tuvieron aquí asentamiento y de ellas se aprovecharon (en las viejas crónicas le llamaban Thérmida a este area).

Durante siglos, y en plan absolutamente espontáneo, se ofrecieron estas aguas a cuantos precisaban la salud o la mejoría en sus afecciones reumáticas, hasta que en el siglo XVIII, y por parte de la Administración del Estado Borbónico, se puso en marcha el plan de su racional aprovechamiento y uso. A partir de 1772 se iniciaron estudios, a cargo de don Miguel María Nava Carreño, decano del Concejo y Cámara de Castilla, para aprovechar mejor estas aguas, que entonces se acumulaban «en inmundas charcas donde se maceraba el cáñamo y sin limpieza alguna». Las obras consistieron en arreglar las fuentes del Rey, Princesa, Condesa, Piscina y el edificio para ser Hospital, arreglando también el camino procedente de Madrid por Aranzueque y Yélamos, poniendo posadas en el mismo. En el edificio se puso, a su entrada, un busto de Carlos III, y en el interior una imagen de la Virgen de la Concepción, patrona de los establecimientos. Se hicieron magníficos jardines, paseos, fuentes, bancos de piedra, transformando todo en un recinto auténticamente versallesco. Don Casimiro Ortega, profesor de Botánica del Real Jardín de Madrid fue encargado de estudiar la composición química y propiedades salutíferas de las aguas. Se inauguraron los baños en 1778, y en 1780 se abrió el Hospital Hidrológico, en el mismo pueblo de Trillo, del que aún queda el edificio. También el obispo de Sigüenza levantó otro edificio para servir de albergue a los pobres y militares, en 1802. En 1860 quedó encargada de la administración de estos baños la Diputación Provincial de Guadalajara. Años después, el Estado vendió su aprovechamiento a las familias Morán y Andrés, la primera de las cuales lo regentó hasta casi mediados del siglo XX. Tanto por la excelencia de las aguas, de propiedades antirreumáticas, como lo paradisíaco y amable del sitio e instalaciones, hizo que desde su fundación en 1778 fueran multitud las personas que pasaban el verano y aun largas temporadas en Trillo y en sus baños. Así, en el verano de 1798, tras haber cesado en su puesto de ministro de Gracia y Justicia, acudió a los Baños para descansar una temporada de sus preocupaciones de gobierno don Melchor Gaspar de Jovellanos. Se representaban obras de teatro (y aún se escribieron algunas comedias con argumento centrado en los mismos baños), se hacían fiestas continuamente, y la economía del pueblo se vio favorablemente modificada por esta institución, que ahora renace con tanta fortuna y alegría de todos.

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Las aguas milagrosas

Una visión científica de las aguas de Trillo fue la que hizo en 1777 el naturalista don Casimiro Ortega, ilustre profesor que estudió a conciencia el lugar,  dejando escrita una memorable obra, maestra en su género, titulada Tratado de las aguas termales de Trillo, en la que, al comienzo de su científica descripción, nos pinta así el lugar: Todo el sitio que ocupan estos Baños, está aplanado y hermosamente adornado de calles de árboles plantados nuevamente, que llegan de un edificio a otro, para la recreación y saludable paseo de los que toman las aguas, con asientos de piedra colocados a proporcionadas distancias.

Su estudio científico fue modélico, de tal manera que hoy puede asumirse sin réplica la mayoría de las observaciones y análisis que hizo este señor.

Las aguas procedentes de los diversos manantiales de Trillo se mezclaban en los estanques de los diversos edificios, y en algunos como los del baño de la Condesa, se confundían las aguas de los manantiales con las del río Tajo. En el interesante libro *Manual del Bañista+ que en el siglo XIX escribiera Sebastián Castellanos de Losada, para uso y guía de cuantos venían a Trillo a *tomar las aguas+, se especifica -como en un prospecto propagandístico- el listado de enfermedades que con seguridad mejoraban al tomar las aguas trillanas: Reumatismo, Artritis, Reumatismo artrítico, Tumores articulares, Parálisis, Anquilosis, Convulsiones tónicas y clónicas, Herpes, Erisipelas, Baile de San Vito, Sarnas, Pénfigos, Diviesos, Empeines, Tiñas, Lepras, Verrugas, Contralácteas, Heridas, Bubones, Ulceras, Melancolías, Vértigos, Hemicráneas, Oftalmías, Sorderas, Rijas, Otalgias, Asmas, Toses, Gastrodinias, Acedías, Hipocondrías, Cólicos, Diarreas, Hepatalgias, Hemorroides, Lombrices, Neuralgias, Incontinencias, Histerismos, Dismenorreas, Leucorreas, Amenorreas, [fiebres] Intermitentes…. De esta prolija y polimorfa lista de achaques, que tanto recuerda a los reclamos de los actuales curanderos, como en una rueda mágica aparecen todos los padecimientos habituales del ser humano. Venían a decir, por tanto, que eran buenas para todo.

El botánico y químico Casimiro Ortega, cuando realizó en 1777 su estudio sobre las aguas de Trillo, venía a concluir que, respecto a su uso medicinal, eran sobre todas beneficiosas y recomendables, pero debían ser tomadas con ciertos cuidados. El refrán que se acuñó siglos pasados, de que Trillo todo lo cura, menos gálico y locura, puede hacerse hoy bueno, por fin, y usarse de reclamo para los clientes y visitantes que van a acudir en masa.

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Famosos en Trillo

Aunque Carlos III, el promotor oficial y real de los Baños trillanos, nunca acudió a ellos, durante los dos siglos en que estuvieron funcionando acudió numerosa clientela de la que ahora llamaríamos “beautifull people”, pues siempre se mantuvo, en la España de los carruajes y las veladas de canto y lectura apasionada de poemas, la idea de que los salones de Trillo, de su establecimiento de baños, y de las casas de la villa, eran un hervidero de gentes pudientes, eruditas y simpáticas.

Pasó una temporada en ellos el ministro don Melchor Gaspar de Jovellanos, quien al parecer anduvo coqueteando con una señora de gracias múltiples. Estuvo también el bibliófilo asturiano Sebastián de Soto y Cortés Posada, y no faltó el celebrado escritor Tomás de Iriarte, que contaba en su Diario las peripecias del viaje y los gozos que se sucedían en aquel veraneo. El gallego ilustrado José Andrés Cornide, que anduvo la Alcarria buscando restos arqueológicos, no se pudo resistir a pasar unas jornadas de recuperación en Trillo.