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octubre, 2002:

Picotas y Rollos, Símbolos de belleza

I

Esta semana y la próxima dedicaré mi habitual memorando de la tierra guadalajareña a acompañar con palabras breves las estupendas imágenes que nos ha conseguido Luis Solano, todas ellas mirando la piedra limpia y tallada de las picotas de la Alcarria. Un paseo por los 40 enhiestos surtidores (no de sombra y sueño, como el de Silos) de piedra y hierros, de leones y aguiluchos tallados, de escudos que puestos sobre el plinto fiel de la memoria nos dicen cómo algunos lugares tuvieron, en su tiempo (era el siglo XVI o incluso antes) capacidad de juzgar en la villa cuanto de alteración y reyerta en ella ocurría.

Esa es la significación de los rollos, no otra más macabra como se ha ido dando a entender con más morbo que consistencia histórica: los rollos y picotas que se alzan a la entrada de nuestros pueblos, o en medio de sus mayores plazas, significaban que la villa tenía esa condición y capacidad de juzgar los delitos que en ella se cometían. Los hubo por toda Castilla, pero en Guadalajara, en la Alcarria, se adensaron. Y hemos tenido la suerte de que por mor de conservadores, en nuestros pueblos se hayan mantenido vivos, palpitantes casi, retadores de la luz del sol, estos rollos que ahora nos sorprenden.

Han sido varios los libros que han expuesto en forma de catálogo y descripción minuciosa los más de 40 rollos que hay en Guadalajara. Fue José María Ferrer González primeramente, con un artículo en la Revista Wad-al-Hayara en 1980, y más recientemente Felipe Mª Olivier López-Merlo, en 1998, quienes nos han dado ese catálogo a conocer. Un estudio más amplio de Mariano Martín Rosado también ha servido para dar a conocer los rollos de Guadalajara. En definitiva, un tema este que ya ha sido ofrecido por estudiosos y viajeros, pero que siempre es merecedor de una insistencia. Y de un reposado viaje por la Alcarria para descubrirlas. Entre ellas, la mejor quizás de todas: la de Fuentenovilla, espléndida columna rematada casi en templo, que fue siempre el referente y paradigma de estos monumentos.

En las imágenes del fotógrafo Luis Solano, parecen cobrar vida propia estas picotas. Unas en su totalidad, limpias y esbeltas. Otras en sus fragmentos, en sus detalles minuciosos: remates de tallada piedra como el de Peñalver, que ofrece el escudo de su señor, don Juan Juárez de Carvajal, obispo de Lugo, o los de las picotas de Lupiana y El Pozo de Guadalajara: la primera ofreciendo cuatro seres alados de imponente aspecto; la segunda, con sus cabezas de serios y tristes leones que parecen oficiar su rito de pedir paz y darla a cualquier precio desde la altura vertiginosa de la columna caliza.

Rollos como el de Ruguilla, sencillo y humilde, pero con las argollas aún de su más antiguo cometido, el de exponer a la vergüenza pública a los delincuentes. La de Moratilla de los Meleros, que yo diría es una picota misteriosa, con sus tallas que se ven y no se ven de los vientos, y la de Budia finalmente, solemne y hermosa, una modelo perfecta que se luce en la pasarela de los pinos eternos y los chopos temporales. Un conjunto de hermosas imágenes que sirven de reclamo de nuestra tierra.

II

Seguimos esta semana con más imágenes de rollos y picotas de la Alcarria. Luis Solano, el joven fotógrafo que sabe retratar la quieta realidad de la provincia, nos ha ofrecido la singularidad de su visión para ilustrar este recorrido por el conjunto de picotas alcarreñas. Son estas, lo recordábamos la pasada semana, elementos  parlantes de la historia: en muy pocos lugares del mundo caben tantos monumentos similares, que explican con su verticalidad la singular forma de administrar justicia en los pueblos. Plazas mayores, solanas y encrucijadas son los espacios donde surgen airosas.

Si la Alcarria es la que más densamente las atesora, repartidas por la provincia aparecen otras muchas. En algunas ocasiones, a pares, como ocurre en Galve de Sorbe, donde hoy vemos dos de estos rollos, el más singular el de l aplaza mayor. Y en Cifuentes, que lo tienen también repetido. Cerca está Torija, que sobre el plinto de circular planta ve alzarse su columna poliestriada, puesta en avizor sobre el viejo Camino Real, que se va hacia el Tajuña desde el hondo y generoso Henares. Por las alturas surgen los rollos de Alaminos también, del que aquí vemos en detalle de coleccionista su león rampante. Y por los valles surgen Alarilla y Castilmimbre, Valdeavellano y Valderrebollo, con sus respectivos galardones justicieros, cuajados de rallas, de sombras, de leones y flameros. Cruces también, aunque esas se las pusieron luego, como para darle un barniz de cristianismo a lo que no lo tuvo, en absoluto, en su inicio. Y en otros casos, sirven a la vez de fuente y luminaria, como la de Alarilla, que es una picota muy bien aprovechada, a la que incluso le han tallado recientemente el escudo heráldico municipal que sirve para identificar la historia panorámica de la villa.

Además de las siete imágenes de hoy, y otras tantas de la pasada semana, la riqueza de picotas guadalajareñas no acaba en estas hermosas imágenes. Son muchas más, de las que no cabe olvidar los valientes símbolos que aún se alzan en Villaviciosa, en Brihuega, en Mohernando, o en Atanzón, por recordar algunos. Incluso debemos mencionar los que desaparecieron, porque estorbaban (como el caso de Guadalajara, que ha vuelto a ver levantada en un parque su antigua picota) o porque se los llevó el viento (literalmente, y aunque cueste creerlo, esto es lo que dicen las viejas crónicas de Horche).

Todas las picotas, las que vemos, las que intuimos, las que fueron y ya no están, todas tienen su palabra de sabia conseja, su porte de raiz que se va hacia el cielo, pero que nos da prueba de un seguro ser antañón. Hoy sirven, más que nada, para fraguar un par de rutas y volver a recorrer la Alcarria con este motivo. Un viaje más por nuestra tierra, con la voz de Cela por un lado, y la figura de sus cuarenta picotas en el horizonte.

La tapicera de Hita, una vuelta al Renacimiento

Nueva sorpresa literaria la que nos trae el recién estrenado otoño: una sorpresa que se va a materializar en sendos actos de presentación la semana próxima. El primero, será el miércoles 16 de octubre, a las 8 de la tarde, en el salón de actos de la Casa de Guadalajara en Madrid. El segundo, quizás más entrañable y directo, al mediodía del próximo sábado 19 de octubre, en “La Casa del Arcipreste”, en el cerro de Hita. La sorpresa radica en un libro, una novela, que nos transporta a un tiempo pasado pero en el entorno de nuestra tierra, y que vuelve a señalar hacia una escritora que en los últimos tiempos se ha definido muy netamente como una de las mejores plumas que toman a Guadalajara por protagonista: un documental novelado sobre la villa de Hita, sus personajes, sus gentes llanas, sus peripecias a lo ancho y largo de toda Europa, habitando incluso los salones del ensueño y cabalgando siempre por los de la fabulación más exquisita.

La Hita agrícola y artística

Fue el profesor don Manuel Criado de Val quien, va ya para 25 años, nos ofreció en una obra inolvidable la “Historia de Hita y su Arcipreste”, leída más en el extranjero que entre nosotros, porque nunca nadie fue profeta en su tierra, y en el caso de los escritores mucho menos. En aquel libro cuajado de novedades, sorpresas y acontecimientos, se relataba el acontecer histórico de la aljama judía de Hita, una de las más abundantes y pobladas de la España medieval. Gracias al hallazgo que de un documento original, limpiamente escrito, habían hecho poco antes los investigadores de la Sefarad antigua, Cantera Burgos y Carrete Parrondo, con la relación de los nombres, cargos, bienes y viviendas de todos los judíos/as que habitaban en Hita a finales del siglo XV, Criado realizó en el capítulo nueve de su libro, el que titula “Comienza la decadencia” una pintura vívida, y sonora casi, del grupo hebreo de Hita.

Allí aparecen viviendo en la plaza mayor el Rabí Samil Castellano, e Isaque Cides, junto a su pariente el tendero Mose. Otra de las tiendas de la plaza era de Lezar Najari.  Y la “botica del rincón” pertenecía a Lezar Valenciano. Por el pueblo se dsitribuían pescaderías y otros comercios regentados por judíos, como Çague de Pastrana y los hermanos Alazar (Simuel, Yoçe, Çague y Jaco), que poseían además el Mesón del pueblo, y el horno del pan. Esa potencia económica que desarrolaban los judíos en Hita fue ganándoles día a día enemigos, envidiosos y deudores. Además de los comerciantes estaban los terratenientes, entre los que destacaba doña Hermosa, la judía que lo era, y a la que todos admiraban, o Don Hada el Largo, otro rico propietario de tierras y, sobre todo, de viñas, que daban entonces para producir grandes y muy acreditadas cantidades de vino alcarreño. El más acaudalado de todos era Yuçaf Alazar “el Viejo”. Para no dejar en el tintero ninguna de las actividades sociales de los judíos de Hita, recordar someramente cómo Joco Baquex y Rabí Hada eran los médicos del pueblo, y Samuel Najari y Osman Capachen, los prestamistas y banqueros. Todo un aguerrido panorama que, creciendo año a año desde el siglo XIII, alcanzó el momento de la expulsión, en 1492, con más 150 individuos de esta raza y religión, que vivieron los crudos momentos del extrañamiento de una tierra, una villa y un entorno que había el suyo natal, el de sus padres, el de sus ancestros, desde siglos antes. Todo ello viene referido en el comentado “Inventario que los judíos de la Villa de Hita y su tierra hicieron de sus bienes raíces, casas, viñas y tierras que tenían en dicha Villa de Hita y su tierra, y dejaron al tiempo de su expulsión…” y que con detalle estudian los autores referidos.

Sobre Hita pasaron luego guerras y desolaciones, abandonos y algún que otro renacer breve de sus cenizas. Hoy luce, aun con la soledad a cuestas de sus calles empinadas y sus distancias horizontales, como nunca, limpia y discreta, codiciada y ensoñada por muchos… y es en ese lugar, y es con ese documento, y es a través de tantos intuidos sentimientos, dolores y dramas que la autora del libro que anunciamos construye su bellísima novela, que es antología de historias y salvación de tristes por la magia de la literatura.

Autora y novela

La autora es Beatriz Lagos, y la novela se titula La tapicera de Hita. En el transcurso de un año justo, Beatriz Lagos ha dado a la imprenta su trilogía de novelas sobre Hita y sus gentes. El pasado 2001, a estas alturas de octubre, presentó “La halconera de Hita”, que consiguió un gran éxito de crítica y público. En la primavera sacó adelante su segundo libro, “La juglaresa de Hita” y ahora llega con este tercero que completa el conjunto, y que a través de una nueva y apasionante historia con protagonistas “hitianos” nos deja con el sabor cierto de una realidad pretérita bien referida, minuciosamente narrada.

Si en las anteriores se saboreaba el amargo poso de la expulsión de los judíos y la persecución inquisitorial contra los conversos, en este es ya el Renacimiento el que abre sus banderas, despliega sus colores, y ofrece un nuevo camino de comprensión hacia aquellos/as que se quedaron en España y solo miraron hacia atrás a través de rendijas.

Distribuida en 30 apasionantes capítulos, en las que cientos de personajes aparecen, muchos de ellos ya conocidos de los anteriores espacios narrativos de la trilogía, “La tapicera de Hita” tiene por protagonista a Avila (nombre de mujer, joven y bella, hábil artista con los hilos, y prisionera del amor y de su carga familiar. La autora sabe mezclar lo onírico, la aparición pendular de un unicornio en escena , que arrastra a la protagonista hacia habitaciones cada vez más cerradas y con peor salida, y lo realista, ofreciendo un cuadro vivo y justo del Renacimiento italiano florentino. Un tapiz es protagonista junto a la tapicera, y una historia de amor que aprieta en progreso, y al final ahoga. Todo un lujo literario que merece un aplauso, y un agradecimiento, hacia esta escritora americana que ha metido bajo su piel, y puesto en su corazón, el latido y la belleza de la Castilla eterna, fundida en este caso con el sentimiento cierto de las gentes, ese sentimiento, esa fuerza del alma que no cambia nunca.

De novela histórica puede ser calificada esta Tapicera  de Hita que nos entrega Beatriz Lagos, un tipo de literatura tan de moda, tan querida también, y tan interesante. Una novela histórica surgida de la entraña misma de la Alcarria.

Sin duda podemos calificar de “novela histórica” a esta que nos viene ahora a las manos. Aunque los avatares de la anécdota llevan a su protagonista por tierras de Castilla, de Francia e Italia, siempre con el referente picudo y alzado de Hita en el horizonte, en su ánima está toda la vida de la Península Ibérica en el último decenio del siglo XV. Pasado el dramatismo de la expulsión de los judíos, los “nuevos” asientan con fuerza y alegría en la sociedad del Renacimiento español. La novela de Lagos ofrece, en esta tercera entrega que completa su amplia empresa, el fin de algunos personajes que surgieron y animaron las anteriores: el duque del Infantado, la Madre vieja, los frailes de Sopetrán, las ricas propietarias de viñedos, el recuerdo de la halconera, la magia de la juglaresa, y el regusto perfecto de una época que se nos ha devuelto minuciosa y vibrante.

Beatriz Lagos, la autora

Y ya para terminar este comentario que es anuncio y ofrecimiento, decir algo de la autora, de Beatriz Lagos que es muy conocida entre nosotros, porque está curtida en tareas literarias añejas, y ha vivido y palpitado en nuestras alcarrias. Nacida en Argentina, y nacionalizada estadounidense, reside actualmente en California, pero ha vivido muchos años en España, en Hita concretamente (no es extraño que conozca tan bien el entorno). Autora de varios libros de poesía, se dedica a la coordinación de acontecimientos culturales en universidades de la costa oeste de Estados Unidos, y de nuevo se encuentra en Guadalajara, rodeada de amigos y admiradores, para presentar esta tercera, última y definitiva novela sobre Hita, con la que completa la trilogía de novelas que nos prometió el pasado año. Ella ha cumplido, y su éxito no lo puede tener mejor asegurado. Y a las presentaciones que va a hacer de su obra, seguro que no van a faltar admiradores de su obra, de Hita y de este tejer y destejer de la historia de la Alcarria en que andamos unos y otros, aun sin quererlo, metidos siempre.

Durón, sesma de hidalgos

Paseando la provincia, y mirando hacia arriba cuando se llega a sus pequeños pueblos, lo más que puede uno encontrarse (me ha pasado ya, por eso lo digo) es con el gesto adusto del aldeano que no ve con buenos ojos a un extraño que viene solo a eso, a mirar para arriba. Eso nunca es señal tranquilizadora, según el catón alcarreño. Eso es potencialmente peligroso.

Por eso, cuando me entretengo en mirar los aleros, las veletas y las almenas en que rematan los más altos edificios de los pueblos de nuestra tierra, suelo llevar en la memoria alguna historia, alguna anécdota referente al pueblo que visito. El nombre de la patrona, la figura de algún destacado natural de aquel sitio, la razón concreta para que le cambie la cara al que se preocupa.

Eso me pasó en Durón un día, no hace mucho, que llegué y me puse a mirar la picota que hay, -extraordinaria y antigua como pocas- a la entrada del pueblo. Tuve que contarle al paisano que se me acercó la historia del sesmo de Durón. Fue la única forma de tranquilizarle. Porque aunque son muy escasos los datos que quedan escritos sobre este aspecto de la historia político‑económica de la Alcarria, algo se puede decir. Todo lo más que se sabe, es que el Sesmo de Durón fue una de las partes (no seis, como podría suponerse por el nombre) en que se dividió la Tierra de Jadraque, territorio comunal durante la Edad Media, y luego señorío de los Mendoza durante la Moderna.

Para evocar el Sesmo de Durón hay que remontarse a la historia de Jadraque. Es obligado. Aún más: hay que llegar hasta el mismo momento de la Reconquista de esta parte de Castilla a los árabes, y decir cómo desde el año 1085 se estableció en Atienza, con su fuerte muralla y su enriscado castillo, la cabeza de un fuerte Común de Villa y Tierra, que amplió su territorio a tenor del avance que la Reconquista hacía en dirección al Sur. Así, sabemos que el Fuero atencino llegó a aplicarse hasta la orilla del Tajo, en este lugar de Durón, y que en torno de vuestro pueblo se construyó ya un primitivo sistema organizativo que tenía a Durón como primera referencia, antes de apelar (en juicios y otras burocracias) hasta Atienza.

Durante el siglo XIV la fuerza que cobró Jadraque se hizo notar de forma que tras largos pleitos, los del castillo del Cid consiguieron verse independizados de Atienza, y organizar en su torno un enorme territorio con aldeas numerosas que dependían del Concejo jadraqueño. De esta forma, y desde el referido siglo XIV, aparecieron los sesmos del Bornova, del Henares y de Durón en el seno de la Tierra de Jadraque. El nombre medieval y castellano de sesmo tenía su razón porque en un principio expresó la idea de partir el territorio en seis partes, al frente de cada una estaba un sesmero. Pero en el caso del común de Jadraque esto no llegó a ocurrir. El sesmo de Durón contaba con los siguientes pueblos: Budia, El Olivar, Gualda, Picazo y Valdelagua, mas el propio Durón.

En el siglo XV, nuestra tierra pasó a poderes particulares. El Rey Juan II empezó a distribuir entre su más alta nobleza cortesana la propiedad jurídica de muchos territorios castellanos que habían reconocido como única autoridad la del propio Rey. Y así, a comienzos del siglo XV, el monarca Juan II de Trastamara hizo donación de la Tierra de Jadraque con sus sesmos a Gómez Carrillo y a su mujer María de Castilla. El hijo de este matrimonio, el levantisco cortesano don Alfonso Carrillo de Acuña, cambió su señorío jadraqueño al Cardenal Mendoza, quien le entregó por él la villa y castillo de Maqueda, y los derechos sobre la alcaidía mayor de Toledo. Era el año 1478. Así entraba Durón, con el resto de los pueblos que comprendía la tierra de Jadraque y la Sesma de Durón, en poder de los Mendoza.

Hablar de la historia del sesmo de Durón es hablar de los Mendoza. Esa poderosa familia, numerosísima, y pletórica de curiosas personalidades que en buena parte constituye también la historia de Guadalajara. A ellos les pagaban los aldeanos y villanos del territorio de Durón sus anuales homenajes en forma de animales y frutos de la tierra. A ellos se sometían en sus procesos jurídicos, y a ellos, en fin, reconocían el señorío de la tierra y de sus instituciones.

De todos los Mendoza, tan numerosos que han servido para escribir sobre ellos largos y voluminosos tratados de historia, sólo quiero recordar ahora a uno de los destacados miembros de la dinastía que gobernó este Sesmo. Me refiero al Cardenal don Pedro González de Mendoza. Fue este uno de los hijos del marqués de Santillana, el poeta de las serranillas. Vivió siempre en Guadalajara y ya desde muy pequeño tuvo numerosas prebendas en la Corte castellana de Enrique IV y los Reyes Católicos. Con éstos llegó a ser Canciller del Reino, el equivalente que en la monarquía de hoy tiene el Presidente del Gobierno. Además fue obispo de Toledo, de Sevilla, de Calahorra y de Sigüenza. Y Cardenal por tres veces: de Santa María in Navicella, de San Jorge y de la Santa Cruz. Este prelado, hombre sabio, elegante y buen político, perteneció en todo a su tiempo, la corrupta Edad Media, en la que los eclesiásticos, y hasta el mismo Papa, vivían como si no fueran eclesiásticos, disfrutando los placeres de la vida a tope, sin ningún sacrificio. Elegante y buen decidor, el Cardenal Mendoza se enamoró algunas veces, y tuvo hijos con, que se sepa, tres mujeres. La primera de ellas fue la dama portuguesa doña Mencía de Lemos, que al decir del cronista contemporáneo Medina y Mendoza, era hermosísima y de gentil persona, graciosa y avisada y de gran brío. Tuvo luego dos hijos: el mayor, Rodrigo, al que añadió el sobrenombre de Díaz de Vivar, en recuerdo del Cid Campeador del que él se decía descender, y el menor, Diego. A estos, y a los que hubo luego con otras damas castellanas, los llamaba la reina Isabel los bellos pecados del Cardenal, y el historiador Hernando Pecha decía de ellos que eran fruto de las travesuras del purpurado.

El Cardenal Mendoza se las apañó para que sus hijos fueran legalmente reconocidos. En 1476 la reina Isabel así lo hizo oficialmente. En 1489 lo hizo el Rey Fernando. Y en 1488 el mismo Pontífice Inocencio VIII, quien defendía el hecho alegando que por la flaqueza humana había tenido hijos el Cardenal, pero que los daba por legítimos. Ello sirvió para que fueran admitidos en la Corte, nombrados para importantes cargos del Estado, y elevados a la categoría de nobles. Al mayor, Rodrigo, se le hizo Marqués de Cenete, y a Diego le nombraron Virrey de Valencia tras haberle dado el título de Conde de Mélito.

Además, al mayor, que en su tiempo fue tenido por uno de los varones más apuestos, valientes e inteligentes de Castilla, se le casó con Leonor de la Cerda, hija del duque de Medinaceli. Esta boda, a la que asistieron los Reyes, se celebró en 1492 en Cogolludo, en el palacio que el padre de la novia había construido durante los años anteriores.

Pero los novios se fueron a vivir a otra parte: concretamente al castillo de Jadraque, que era propiedad, como hemos visto, del padre del novio, del Cardenal Mendoza, y que había mandado reconstruir de su vieja y medieval ruina al modo renacentista, como si de un palacio italiano se tratase, para que allí vivieran los jóvenes esposos. Los primeros años de amor de la pareja transcurrieron felices en aquella altura. Rodrigo recibió además el título de Señor del Cid, pues el Cardenal llamó así a la tierra de Jadraque: Condado del Cid, en cuyo sesmo de Durón estaba incluida, lo repetimos por si a alguien se le ha olvidado, esta villa.

La historia termina de malas maneras. A poco de casados los felices esposos tuvieron un hijo, que murió pocos meses después, de alguna de aquellas infecciones que, aunque leves, por la inexistencia de antibióticos se llevaban a los niños de este mundo en un abrir y cerrar de ojos. La madre, apenada al máximo, moría poco después, en 1497, allá arriba, en la altura castillera de Jadraque. Después, don Rodrigo Díaz de Vivar y de Mendoza, señor del Cid, marqués del Cenete, y señor de Durón, se marchaba para siempre de estas tierras…

Después de referirle esta historia, cuajada de amor y guerras, el aldeano pareció tomar confianza, y hasta él mismo me explicó otra leyenda que corría de generación en generación por el pueblo.

No hubo que forzar mucho la situación para terminar refrescando la memoria de otras cosas que en Durón quedaban más a la vista, como los hermosos edificios públicos con que aún hoy se adorna: la Casa consistorial, sede del Concejo; las Carnicerías públicas, la Iglesia parroquial, el rollo o picota, símbolo del villazgo, junto al que estábamos, el Calvario o humilladero, las ermitas, y tantos otros lugares y elementos que simbolizan su importancia pasada y el tesón que los antecesores de los vecinos de hoy tuvieron en conseguir y mantener que Durón ofreciera un nivel de vida bueno y cómodo.

Incluso saqué de la faltriquera el nuevo libro que acaba de salir sobre Durón (lo ha escrito Aurelio García López y se titula  “Historia de Durón y sus hidalgos”). Lo conocía ya el buen señor, y quedamos ambos en leer nuestros correspondientes ejemplares. De aquí a unos días.