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diciembre, 2001:

Nueva voz del Románico

 

Aunque esta no es la mejor época para lanzarse al campo, a la Sierra de Pela por ejemplo, y mirar esas cosas que tanto hemos oído nombrar, pero a las que nunca hemos podido dedicar al menos un día para admirar como demanda la justicia y el buen seso, es casi obligado hablar de ellas porque hoy son noticia: me refiero a las iglesias que conforman el grupo monumental del románico de Guadalajara, de ese románico rural que puebla los lejanos enclaves de nuestras sierras y nuestros recónditos valles. Bien vale una jornada el románico de la sierra de Pela, al norte de Atienza, cerca ya de la raya con Segovia. Y bien vale un repaso al libro que mejor y más pronto lo ha desvelado: el libro clásico de don Francisco Layna Serrano, “La Arquitectura Románica de la provincia de Guadalajara” que después de muchos años agotado acaba de aparecer reeditado dentro del conocido conjunto de las “Obras Completas de Layna Serrano” que una editorial privada de Guadalajara está llevando adelante. En este caso, con la ayuda y patrocinio de Ibercaja, siempre en la vanguardia del apoyo a la cultura guadalajareña.

El recorrido al románico de Sierra Pela puede iniciarse en Sigüenza, ó hacerlo desde Atienza. En cualquier caso debe completarse con la visita a tres lugares extraordinarios e inolvidables: la ermita de Santa Colomba en Albendiego; la iglesia parroquial de Campisábalos, y el templo hoy magníficamente remozado de Villacadima. En esa secuencia el viaje será lógico y completará nuestra visión de tres edificios del siglo XIII que fueron, hace ya cuarenta años, declarados Monumentos Nacionales. El lector, con ellos delante, juzgará del acierto de tal medida.

Santa Colomba de Albendiego

El lugar en que asienta esta joya del románico es de los más hermosos de la serranía atencina. Hundido en ancho valle, junto al río Bornoba que acaba de nacer en la laguna de Somolinos, aparece el caserío de Albendiego, arropado con la exuberante vegetación de cientos de árboles que le escoltan, aislado en medio de los labrantíos y pastos del término. Al sur del pueblo, a unos 300 metros de su caserío, destaca aislada la iglesia románica de Santa Colomba, que centra la atención de los viajeros.

En este lugar tuvo su sede una pequeña comunidad de monjes canónigos regulares de San Agustín, que ya existían en 1197. Se trata de un edificio inacabado, con añadidos del siglo XV. De lo primitivo queda la cabecera del templo, con su ábside y dos absidiolos. El ábside principal, que traduce al exterior el presbiterio interno, es semicircular, aunque con planta que tiende a lo poligonal, y divide su superficie en cinco tramos por cuatro haces de columnillas adosadas, que hubieran rematado en capiteles si la obra hubiera sido terminada completamente. En los tres tramos centrales de este ábside aparecen sendos ventanales, abocinados, con derrame interior y exterior, formados por arcos de medio punto en degradación, de gruesas molduras lisas que descansan sobre cinco columnillas a cada lado, de basas áticas y capiteles foliáceos. Llevan estas ventanas, ocupando el vano, unas caladas celosías de piedra tallada, que ofrecen magníficos dibujos y composiciones geométricas de raíz mudéjar, tres en la ventana de la derecha, cuatro en la central, y una sola en la de la izquierda, pues las otras dos que la completaban fueron destruidas o robadas. Estos detalles ornamentales mudéjares de la iglesia de Albendiego, bien conservados, demuestran el entronque con lo oriental que tiene el románico castellano. Centrando cada dibujo, se aprecia una cruz de ocho puntas, propia de la orden militar de San Juan. El resto de la cabecera del templo, ofrece a ambos lados de este ábside sendos absidiolos de planta cuadrada, en cuyos muros de bien tallada sillería aparecen ventanales consistentes en óculos moldurados con calada celosía central, también con composición geométrica y cruz de ocho puntas, escoltándose de un par de columnillas con basa y capitel foliáceo, y cobijados por arco angrelado, cuyo muñón central ofrece en sus caras laterales una bella talla de la exalfa o estrella que llaman sello de Salomón, lo que viene a insistir en el carácter oriental de los autores de este edificio.

Al interior aparece el arco triunfal con gran dovelaje y capiteles foliáceos, de paso al presbiterio, y el calco interno de la disposición exterior del ábside. A ambos lados del presbiterio, se abren sendos arquillos semicirculares, que dan entrada a dos capillas primitivas, escoltadas de pilares y capiteles perfectamente conservados, tenuemente iluminadas por los ventanales ajimezados del exterior. Son dos receptáculos increíbles, donde el aire misterioso, ritual y místico de la Edad Media, parece detenerse y fluir de sus piedras. La presencia de tan maravilloso ejemplar románico es la mejor incitación para seguir viaje hacia los otros lugares de la sierra de Pela que atesoran similares ofertas de tallada piedra y ámbitos solemnes.

Para la semana próxima quedará la visita a esos otros dos lugares que conforman el trío capital del románico de Guadalajara. En estos días que vemos cómo elementos aislados pero que forman parte de un conjunto disperso, como por ejemplo “el mudéjar de Aragón” son declarados Patrimonio Cultural de la Humanidad, no estaría de más pensar en solicitar esa declaración para las máximas presencias del románico rural de Guadalajara, y más concretamente este de Sierra Pela, que desde Sigüenza y Atienza, pasando por Carabias y Pinilla de Jadraque llega a Villacadima. Pocos conjuntos monumentales hay en España que tengan tal uniformidad, tal valor en poco espacio de terreno, y tan bien cuidada presencia como estos que menciono hoy. De la mano de Layna Serrano, nuestro inolvidable cronista, seguiremos la semana próxima recorriéndolos, y animando a nuestros lectores a que los descubran por sí mismos: será una excursión clave siempre, recordada y capital, eje de un tiempo.

El inédito Catálogo Monumental de Guadalajara

 

Hay mucha gente en nuestra tierra que se dedica a seguir e investigar las pistas de todo lo que supone herencia contundente de nuestro pasado. A mirar las altas torres de los castillos, los orondos arcos de los templos, las elegantes formas de los capiteles palaciegos… y a saber, cuanto más pueda mejor, de sus autores, de sus estilos, de las anécdotas que hicieron posible la existencia de tanta maravilla.

Esa nómina de monumentos, que en Guadalajara es tan amplia, se compone de elementos vistos y leídos, oídos y soñados. Siempre en aumento, porque aunque parezca difícil, Guadalajara tiene siempre (y lo digo por experiencia) algún edificio nuevo que aún después de patearse a modo la provincia, nos sorprende y entusiasma.

Vienen estas palabras a propósito de que acabamos de ver cómo ha sido editado el Catálogo monumental de Guadalajara que escribiera a comienzos del siglo pasado el cronista provincial don Juan Catalina García, y que supone todo un acontecimiento de índole cultural, pues se había dado, hacía ya tiempo, por perdido. Una serie desgraciada de acontecimientos habían propiciado que, tras escribir García López el Catálogo monumental de Guadalajara por encargo del Ministerio de Fomento en 1906, quedara inédito, y después desaparecido, pues el original que se conservaba en el Consejo Superior de Investigaciones Científicas de Madrid, pereció en un incendio. Existían copias previas, a partir de una de las cuales, ahora se ha podido poner a la pública consideración esta obra. En formato moderno, además, sobre un CD-Rom que permite su consulta interactiva en cualquier ordenador normal.

La obra de Juan Catalina García

No es exagerado calificar a Juan Catalina García como el más importante de los estudiosos que se han acercado a analizar la evolución pretérita de las tierras de Guadalajara. A él se deben importantes obras de erudición y paciencia investigadora, y puede ser considerado sin exageración como el más sabio de los analistas de la historia y el patrimonio de esta provincia. Fruto de uno más de los intentos administrativos por reunir toda la información posible en torno al patrimonio artístico español, la elaboración del Catálogo Monumental de la provincia de Guadalajara pretendió, lo mismo que en el resto de provincias españolas, fichar, catalogar y estudiar exhaustivamente la riqueza patrimonial de esta tierra, ante la triste evidencia de que, por muy diversas razones (abandono, guerras, destrucción interesada, etc.) el cómputo de monumentos iba menguando año tras año, y había no sólo que detener esa tendencia, sino dejar constancia de lo que en ese momento existía.

No es este el lugar para repasar la biografía del escritor e historiador alcarreño, pues en otro lugar ya lo hemos hecho, pero sí quiero destacar sus obras más importantes, para dar idea a quien a su figura se acerque, de la tarea que realizó en su tiempo. Así cabe reseñar la Biblioteca de escritores de la provincia de Guadalajara y bibliografía de la misma hasta el siglo XIX. La Biblioteca Nacional premió esta obra en 1897 y dos años después se editó. A lo largo de sus 800 páginas discurren multitud de noticias históricas de nuestra tierra, protagonizadas por aque­llos nativos de ella que, unos más, otros menos, dejaron algo escrito, ya en manuscrito, ya impreso. Para escribir esta obra magna, el señor Catalina García anduvo durante varios años revi­sando archivos, quitándole el polvo a los manuscritos de la Biblioteca Nacional, la Academia de la Historia, la Biblioteca de San Isidro y otras venerables instituciones madrileñas en las que se guarda tanto callado decir de nuestro pretérito discurrir.  En 1887 publicó don Juan Catalina el Fuero de Brihuega, otorgado por el arzobispo toledano don Rodrigo Ximénez de Rada a la villa alcarreña, en el siglo XII, tomado del de Cuenca. Nuestro autor no solo publicó el texto de este Fuero, sino que lo comentó, y aún lo precedió de muy intere­santes y críticas apuntaciones históricas acerca de la villa alcarreña. Ya finalizando el siglo, en 1894, don Juan Catalina tomó posesión de su plaza en la Academia de la Historia, leyendo públicamente su trabajo La Alcarria en los dos primeros siglos de su reconquista, reuniendo en el mismo, como en apretado esbozo, todo el saber histórico, etnográfico y artístico que este hombre atesoraba acerca de la tierra que le vio nacer.

También por entonces, en 1897, escribió con la profundidad erudita y científica que le caracterizaba, el Elogio del padre Sigüenza, leyendo su trabajo en la Academia de la Historia y publicándolo luego como introducción a la edición de la «Historia de la Orden de San Geronimo» de dicho autor segunti­no.

Su último gran trabajo publicado fueron los Au­mentos a las Relaciones Topográficas de España que enviaron los pueblos a la administración de Felipe II durante el último cuarto del siglo XVI. Tras de la publicación del texto original, tomado por el autor de lo que se conserva en Real Academia de la Historia, don Juan Catalina García escribió, con gran amplitud, la evolución histórica de estos pueblos, en su mayor parte de los partidos judiciales de Guadalajara, Pastrana, Brihuega y Sacedón. Tras de su muerte, en 1911, al año siguiente, se publicó como homenaje a su persona el volumen titulado Vuelos Arqueológicos, pequeño librito en el que figuran varios trabajos sueltos, algu­nos referentes a Guadalajara.

Entre las tareas más señaladas que acometió don Juan Catalina García, debe destacarse la elaboración del Catálogo Monumental de la Provincia de Guadalajara, que comenzó a redactar a principios del siglo XX, y que no pudo terminar por sobrevenirle la muerte, pero que dejó muy avanzado, describiendo sus hallazgos eruditos en 93 pueblos de esta provincia.

La obra capital: el Catálogo Monumental

A finales del siglo XIX, concretamente el 1 de julio de 1900, el Ministerio de Fomento regido a la sazón por el marqués de Pidal publicó un decreto por el que se establecía la tarea de elaborar un Catálogo monumental de España, distribuido por provincias, encargándoselo a una sola persona, el insigne estudioso y entonces jovencísimo don Manuel Gómez-Moreno, quien enseguida se puso a la tarea comenzando por la provincia de Avila, que acabó en septiembre de 1901, siguiendo a continuación con el catálogo de la provincia de Salamanca. Acabado este en 1903, Gómez-Moreno continuó con el de la provincia de Zamora, concluido en 1905. Y en julio de 1906, el sabio granadino recibió del mismo Ministerio el encargo de elaborar el catálogo de la provincia de León, que entregó acabado en 1908. En 1906, ya con el Conde de Romanones como Ministro de Fomento, se encargó la elaboración de los Catálogos Monumentales de las restantes provincias de España, a otros investigadores, que en una mayoría de casos no tenían una preparación suficiente para llevar adelante la tarea. Gómez-Moreno recibió el encargo de hacer el de su tierra natal, Granada, y en ese momento don Juan Catalina García López fue responsabilizado de elaborar el de la provincia de Guadalajara, de la que era no solo Cronista Oficial, sino su más competente conocedor.

De aquella tarea nacional, quedó muy poco. Los catálogos elaborados por Gómez-Moreno, modelos de trabajo científico y moderno, fueron editados solamente 20 años después, y en total se completaron los de 36 provincias españolas, alcanzando, al día de hoy, su publicación en forma de libros solamente los de ocho de ellas. La mayoría, como ocurrió con el de Guadalajara, quedaron manuscritos e inéditos, almacenados en la Biblioteca del Instituto de Historia del Arte del Consejo Superior de Investigaciones Científicas, donde algunos además desaparecieron en el incendio que se produjo en este lugar hacia 1980.

Los de Cáceres y Badajoz los redactó José Ramón Mélida. El de Cádiz corrió a cargo de Enrique Romero de Torres, y el de Álava fue escrito por Cristóbal de Castro. El C.S.I.C. publicó muchos años después el de la provincia de Huesca, compuesto por Ricardo del Arco, y otros encargados en posterior etapa se debieron a eruditos de nota, como el de Barcelona capital, de Gudiol y Ainaud de Lasarte, y el de la Provincia de Zaragoza, redactado por Abad Ríos. También el de Toledo se editó, utilizando el texto del primitivo encargo, que fue elaborado por el erudito Conde de Cedillo.

El interés que la obra de don Juan Catalina García López tiene para los estudiosos del arte castellano y español que existe en la provincia de Guadalajara, y sobre todo el valor testimonial de haber sido escrito a comienzos del siglo XX, antes de que la Guerra Civil devastara innumerables edificios y piezas de arte, convierten a este texto en imprescindible, por lo que el hecho de que aparezca editado, aunque sea en formato digital, y con una corta edición de coleccionistas, no hace sino alegrarnos, porque las noticias que en él se derraman sobre pueblos como Balconete, Atanzón y Berninches, o especialmente sobre Brihuega, que es el más ampliamente estudiado por el autor, o sobre el monasterio de Buenafuente, la villa de Cogolludo o el conjunto amurallado de Uceda, así hasta completar un centenar de localidades, nos ofrecen la posibilidad de aumentar nuestros conocimientos sobre el legado patrimonial de nuestra tierra.

El Pozo de Almoguera, en carne viva

 

La nueva imagen de la iglesia

Hay lugares en nuestra provincia de los que muchos piensan que no tienen nada, ni un solo motivo para el viaje, ni una silueta para la curiosidad o la memoria. Quizás sea uno de ellos el Pozo de Almoguera, esa villa que se sitúa en la Alcarria Baja, entre Albares, Yebra, Fuentenovilla y Mondéjar, en medio de unos descarnados campos que solo se cubren, en primavera y verano, de cereal, pero que nada más dan, ni en paisajes, ni en arte, ni en historia…. y de vez en cuando uno se lleva la sorpresa de que en esos lugares surge la vida (como cuando se analiza un hormiguero con lupa) a borbotones, está llena cada día de emociones, es larga y ancha como una catarata su caudalosa generación humana.

Viene esta digresión a cuento de un libro que acaba de escribir Pedro San Martín Murillo, un libro y un ejercicio vital que descubre un mundo arcano, un universo que no conocíamos. El mundo de un pequeño pueblo de la Alcarria, del que siempre se dijo que “no tiene historia ni patrimonio”. Un pueblo vacío para las guías, para las crónicas, para los ejemplos….

Crónicas poceras

San Martín Murillo ha escrito un libro en que se desgranan memorias, historias, patrimonios… de El Pozo de Almoguera. Con su título ya nos desvela lo que persigue: dar fe de tiempos pasados, contar ocurridos, sacar a la luz memorias personales, que podrían ser únicas, humanas, portentosas…. y que se almacenan en la memoria y se vuelcan en la letra impresa. A esas Crónicas poceras las subtitula “Desde la sombra del viejo olmo de la armita”, con lo que vuelve a decirnos por donde discurre su caminar, por las evocaciones de grupos, de charlas de leyendas…

Por decir algo de este autor, hasta ahora inédito en nuestros lares, y según él se explica en la solapa de su publicación, aunque ya está jubilado anda muy tieso y vive en un pequeño pueblo de la provincia de Ávila. Estudió en Toledo, tras nacer en El Pozo de Almoguera; luego fue a Sigüenza donde estudió la carrera de Magisterio; fue profesor en los Marianistas de Madrid, y maestro en la capital, y en otros lugares de España, en Tenerife, etc. Ahora quiere dedicar sus años de descanso a escribir, a rememorar sus viejos tiempos.

Las “Crónicas poceras” de Pedro San Martín tienen quince capítulos a cual más sabroso, algunos de similar temática, otros diametralmente opuesta. Dedica parte de la obra a narrar, con el gracejo de quien es espectador y protagonista, las fiestas del Pozo: la Semana Santa, de la que incluye una crónica completa incluida la Salve pocera que se canta el Viernes Santo ante las ermita de las Eras. O los preparativos de la fiesta, la víspera de la fiesta, la fiesta misma (la del once de Noviembre), que es San Martín. Esa fiesta es algo muy serio para un pocero, y él la cuenta con gracia por arrobas, la procesión, por ejemplo, que presiden tres curas a los que compara, (porque parece un paseíllo lo que hacen) con la terna de los toreros de una corrida.

Personajes y hablares de la Alcarria

Para mi gusto, uno de los más interesantes valores de este libro es el de recoger las formas de hablar de El Pozo de Almoguera. Como en toda la zona de Mondéjar, las erres se pronuncian eles, y así él las transcribe, con otros muchos giros propios del pueblo, poniendo con ellos vibrante y vivo el parlamento de los personajes del libro.

Pone el autor una galería en pie de personajes de allí: los panaderos y los confiteros con raíces poceras; el sastre, los zapateros, los colchoneros…. el artista de los fideos, que los hacía con una máquina portentosa. Los molineros y los estraperlistas, los trilleros y los trilladores…. un abigarrado grupo de gentes de las que no es el menos curioso el veraneante con pantalón de mil rayas, o los jugadores empedernidos de mus; o aquel alcalde valiente (Rafael Aguilar) de cuando la Guerra, que se plantó en la plaza y dijo que allí no daban “el paseíllo” a nadie. Y sale también la tribu de los gitanos, y el maestro de escuela… hombres del pasado, y el viejo olmo, que parece en las páginas de San Martín Murillo uno más entre los personajes del pueblo.

Es un libro completo este de Pedro San Martín. Un libro con raza, trabajado (aunque no lo parece) en el que salen vivos los sucedidos, las anécdotas, las historias y los personajes… Leyendas no, no hay leyendas aquí. Hay humor, y del bueno, del que nace de la experiencia, del optimismo, del ver la vida con alegría y con respeto hacia los demás.

Retrata San Martín una sociedad, pobre, pero ideal: de compañerismo, de buena vecindad, de honradez, de trabajo, de descansos, de fiestas y viajes, de familias bien trabadas, de amigos, de amores…

Y con todo ello, -y esta apreciación cierra el círculo que inicié en las primeras líneas-, se prueba que cada pueblo (por mínimo que sea, por sin sustancia que parezca) es un mundo, y en este Pozo de Almoguera al final resulta que es casi, casi, el eje de la Creación. Yo creo, -quizás exagerando, pero en la exageración está el ejemplo que ilustra- que si un viajero del espacio llegara a la Tierra, y cayera con su vehículo espacial en El Pozo de Almoguera como primera etapa de su recorrido terráqueo, y estando allí leyera el libro de Pedro San Martín, ya tendría una referencia muy, pero que muy aproximada de lo que es la Humanidad. Porque el libro está todo él empapado de ella.

Y ahora, al final, ¿merece la pena hablar de que perteneció el lugar a la Orden de Calatrava, a los marqueses de Mondéjar, o que su iglesia dedicada a San Martín es del siglo XVII reformada en el siguiente? No: aquí hay gente viva, recuerdos repartidos, latidos muy fuertes. Ese es su valor, y del de quien ha sabido rescatarlos.

El Torreón del Alamín, recuperado

 

Nuestro Ayuntamiento, nos está acostumbrando últimamente a la presentación e inauguración de elementos recuperados del patrimonio artístico y monumental de la ciudad. La capilla de Luís de Lucena, el salón chino de la Cotilla…. y ahora, la pasada semana, el torreón del Alamín. Una de las piezas emblemáticas, rotundas y definidoras de la idiosincrasia mudéjar y casi mora de la ciudad. Una inauguración (la de la tarde del martes 27 de noviembre) que ha supuesto no sólo la restauración total del monumento, sino su puesta en valor, su recuperación como espacio museístico y, en definitiva, cultural. Lo que se ha hecho en este edificio, en el contexto de su explicación y oferta como vehículo informativo, bien pudiera valer de inicio (así se ve que se puede hacer, todo es cuestión de ampliar temas y recabar piezas) del “Museo de la Ciudad de Guadalajara” que desde hace tantos años vengo pidiendo en estas páginas y, personalmente, a los responsables de la política cultural de la ciudad.

Un edificio con muchos usos

El torreón de la muralla al que conocemos con el nombre de “El Alamín” por estar al inicio del barrio y calle de ese nombre, vigilando el hondo y estrecho barranco también así llamado, centinela del puente medieval de “las Infantas” que servía para entrar (o salir, según se mire) de la ciudad, es un edificio que ha tenido muchos usos desde su construcción, allá por el siglo XIII. Fue hecho para servir de “torre albarrana” de la muralla de la ciudad. Esto es: la muralla iba un poco más retirada del borde del barranco, en algunos lugares casi a su altura, pero en este espacio concretamente, donde se hizo el puente de piedra y ladrillo que salva el barranco, existió una puerta de entrada a la ciudad, que estaría justo al inicio de la calle Salazaras, quedando este torreón, unido a la muralla, pero vigilante de la misma, del puente y de la puerta. Una auténtica mini-fortaleza militar, un pequeño castillo, con todos los elementos de lo que la arquitectura militar cristiana necesitaba para defender una posición.

Esta torre, construida con argamasa y sillarejo basto, ofrece sus muros decorados con sillarejo de piedra caliza e hiladas de ladrillo. Los muros son enormemente fuertes, de casi dos metros de  anchura. La puerta actual se encuentra en la planta baja, un poco elevada sobre el nivel de la calle, habiéndose construido una rampa para acceder cómodamente a su visita, pero esa puerta es relativamente moderna, pues en la Edad Media la entrada la tenía en realidad a la altura del segundo piso, por el hueco que hoy se ha dejado como balcón o asomadizo. A esa altura se llegaba por medio de escalas de madera, muy firmes y altas, una de las cuales aún queda de recuerdo colgando en un muro interior.

Las salas inferior y superior (ahora unidas por una moderna escalera de caracol, toda realizada en madera) son similares. Se dividen en dos espacios por un muro central que carga sobre pilares de ladrillo que rematan en arcos. Ha habido que reforzarlos, porque andaban ya muy deteriorados, y se les ha colocado una cincha interior que no les afea y así les protege. En los muros de ambas estancias (más numerosos en la superior) se abren algunos ventanales aspillerados, lógicamente muy estrechos, hundidos en la fortaleza y profundidad del muro. De tal modo que desde estos estrechos luminares se podía observar lo que ocurría en el exterior, y apenas ser vistos los observadores desde fuera. Aún en la segunda planta continúa la escalera para poder acceder, a través de una trampilla a la que se llega por un tramo muy empinado de escalera, a la azotea, desde la que se divisa una sorprendente vista de la ciudad, especialmente del barranco del Alamín, el hondón de la Alaminilla, el barranco de la zorra a lo lejos, etc. Un control total sobre el entorno, que era lo que perseguía este edificio, pieza clave en la defensa de la ciudad.

Una restauración cuidada

Supervisada en todo momento por la concejalía de Patrimonio Histórico, y bajo la dirección técnica del arquitecto Carlos Clemente, se ha llevado a cabo la restauración completa y meticulosa de este torreón del Alamín. Hay que imaginarse cómo, después de bastión militar, de almacén de armas viejas, de refugio de pobres y monte de piedad de perros (que todas esas cosas, y alguna más, ha sido este edificio), el torreón se salva para ser joyero donde se pone parte de la historia de la ciudad.

La restauración se ha hecho gracias a la aportación económica de IBERCAJA, la caja de ahorros que mayor implantación tiene en nuestra provincia, y que siempre (y en este caso tan especialmente) ha demostrado ser sensible a las necesidades de orden social, cultural y económico de Guadalajara. Ese patronazgo sobre la tarea que se presentaba ardua ha concluido con una inauguración en la que, como era lógico, además del alcalde de la ciudad, José María Bris, estuvo Manuel Pizarro Moreno, presidente del Consejo de Administración de Ibercaja, apareciendo ambos nombres plasmados en la placa que conmemora, a la entrada, este día y este hecho. Una restauración perfecta que deja a la Caja aragonesa/guadalajareña en una posición de liderazgo indiscutible en punto a preocupación socio-cultural en nuestra tierra alcarreña.

Y lo mejor, quizás, está dentro. Por eso invito a mis lectores a que pasen un rato, en cuanto puedan (sábados mañana y tarde; domingos mañana) a visitar su interior. A vibrar la sensibilidad ante la masa de ladrillo y piedra caliza de su interior, que habla de mudéjares, de armaduras y espingardas, de banderolas y gritos. A ver la espléndida exposición que el Ayuntamiento ha preparado (con paneles de texto y fotos, delicados azulejos, planos retroiluminados, maquetas incluso) explicando la evolución de la muralla de Guadalajara. El texto y fotos, más el montaje de la misma, ha sido realizado por Pedro José Pradillo, quien una vez más demuestra su conocimiento perfecto y su pasión por la divulgación de los aconteceres pretéritos de nuestra ciudad. Todo ello merece nuestro aplauso sincero.

Ojalá que pronto podamos escribir lo mismo con respecto a ese otro edificio, de la misma época medieval, que queda por recuperar en Guadalajara: el torreón de Alvarfáñez a las espaldas del palacio del Infantado. El alcalde Bris anunció que ese es el siguiente paso en su agenda restauradora, poniendo en su recinto dignificado una Taller de Oficios y en su alrededor huertano unos jardines que mezclarán el aire cristiano con el morisco. En cualquier caso, una tarea meditada y tenaz que está dándonos a los alcarreños un periodo de cuidados y atención hacia nuestro patrimonio artístico como nunca antes lo habíamos tenido. Al menos, así de incesante y decidido.